La economía global parece vivir un proceso de inversión del orden imperante
desde la segunda mitad del siglo XX. El mundo se desglobaliza porque la
interacción, comunicación e interdependencia se han exacerbado hasta causar un
importante rechazo.
La tecnología impone una velocidad en los procesos de oferta y demanda que parece incomodar a muchos ciudadanos. Una epidemia como la del coronavirus mantiene encerrados a millones de personas y aterradas a otras tantas, poniendo en jaque eventos globales como el Mobile World Congress de Barcelona y generando una contestación social dentro de la propia China hasta ahora inusitada. Los nacionalismos vuelven a arreciar y populismos como el Brexit desgajan estructuras económicas que parecían sólidas. Son cada vez más los ciudadanos y empresas que piensan mucho más en la sostenibilidad que en el crecimiento sin más y que se sienten cada vez más incómodos con el daño al planeta que supone la todavía abrumadora presencia de la economía basada en el carbón y las emisiones de gases de efecto invernadero.
Desde la perspectiva macroeconómica proliferan sistemas de valoración que
ponderan cada vez más a las empresas que realizan planes de sostenibilidad y en
las que impera la racionalidad en el tamaño frente al crecimiento por el
crecimiento. El término desglobalización no solo es una convención ya aceptada
lingüísticamente para definir nuevos principios filosóficos, sino que toma
forma de manera muy concreta en la actualidad como un freno natural. Problemas
que venían manifestándose de manera aguda entre un mundo avanzado y otro
rezagado se trasladan ahora a las principales economías en forma de descontento
social y desafección.
Tecnología y democracia parecen dos de los caballos de batalla de este
desmontaje global en torno a un término cada vez más frecuente: el
desacoplamiento. Por un lado, la rivalidad entre China y Estados Unidos se
comienza a considerar como el fenómeno geopolítico de la primera mitad del
siglo XXI, el Great Decoupling o gran desacoplamiento. La ruptura cada
vez más clara entre dos modelos que tiene como principal exponente la batalla
por quién impone su modelo tecnológico. La guerra es muy profunda y la
contienda comercial de los dos últimos años ha sido solo un pequeño preliminar.
También se debate si es posible un desacoplamiento económico-medioambiental. En
particular, si es posible apostar por modelos de desarrollo que impulsen el
crecimiento sin dañar al medioambiente. Y existe, además, otro posible
desencaje: la desigualdad que puede generar la tecnología, tanto porque su
utilidad se acabe dirigiendo de forma casi exclusiva en determinados estratos
sociales como porque su principal poder (el de la información) se concentre en
pocas manos que puedan acabar teniendo una palabra casi única sobre qué es la
verdad.
Por otro lado, la democracia también trata de redefinirse. No de forma menos paradójica, con multimillonarios como George Soros sugiriendo los beneficios para la transformación social global de las protestas en lugares donde antes era casi imposible. Parece que la organización económica es sólo digerible socialmente si el crecimiento no implica una aceleración destructiva. Puede ser ese término tan cool reacuñado estos días de “economía circular”. O algo mucho más profundo socialmente.