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La debilidad de la inversión, ¿ha venido para quedarse?

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La semana pasada, en una jornada de trabajo organizada en el marco del Observatorio Funcas de la Empresa y la Industria (OFEI), tuvimos la oportunidad de discutir sobre la situación de la inversión en España. Aunque el título del evento, “Debilidad de la inversión empresarial: a la búsqueda de explicaciones”, ya indicaba cierta preocupación por la situación, el objetivo —más allá del pesimismo insinuado— era realizar una diagnosis rigurosa de lo que está sucediendo con esta variable.

El objeto del análisis era la paradoja que experimenta la economía española, consistente en que, a pesar de sus buenos resultados en términos de crecimiento, la inversión no ha alcanzado todavía los niveles prepandemia (gráfico 1). La inversión es una variable con efectos a medio y largo plazo y, por tanto, se puede posponer o adelantar dependiendo de las condiciones del mercado. Evidentemente, la escalada de los tipos de interés no ha ayudado a impulsarla; sin embargo, como ya se ha explicado, los tipos de interés han crecido de la misma manera en el resto de las economías de la zona euro y no presentan un patrón tan débil como el español. Además, en la segunda mitad del año pasado, la estabilización de los tipos debería haber contribuido, al menos, a contener la caída en la inversión, cosa que solo se ha observado en el primer trimestre de 2024. En todo caso, los primeros trimestres de los últimos tres años han mostrado un buen comportamiento, por lo que es bueno tomar perspectiva con un período de análisis más extenso.


Se recordará que, a comienzos de siglo, la denominada inversión no productiva —en construcción y vivienda— estuvo creciendo de forma desmesurada, alcanzando el 20,7% del PIB en 2006, lo que impulsó el esfuerzo total en inversión al 30,0% del PIB ese mismo año. La crisis surgida de la Gran Recesión provocó un ajuste sin precedentes en esta partida hasta tocar fondo en 2013, cuando el esfuerzo total había caído al 17,4% (cuadro 1). La reestructuración fue tal que la inversión productiva superó ligeramente a la inversión en vivienda y construcción, dando lugar a una composición de la inversión más equilibrada, manteniéndose así hasta la pandemia. Hasta aquí, una historia bastante conocida. Lo que no lo es tanto es la debilidad que ha mostrado la inversión productiva desde entonces, pues no es capaz de seguir la senda de crecimiento de la economía general. De hecho, en 2023 esa debilidad ha llegado a provocar que la inversión productiva solo represente el 8,8% del PIB, el mínimo desde 2014.


Entre las razones que se argumentan para explicar la débil trayectoria de la inversión destaca el acceso a la financiación o los elevados costes energéticos, y está tomando protagonismo el riesgo regulatorio y la incertidumbre sobre el futuro. De hecho, el factor que el último informe del Banco Europeo de Inversiones señala como la mayor barrera en el largo plazo para las decisiones de inversión es precisamente la incertidumbre. El 83% de los empresarios españoles indican que la incertidumbre les está influyendo negativamente a la hora de invertir. Y mientras en España el 60% de los empresarios asegura que la incertidumbre representa un obstáculo muy fuerte para su inversión, en el conjunto de la UE no llega al 40%.

Un ejemplo muy claro que pone de manifiesto el freno que está imponiendo la incertidumbre es el comportamiento de la inversión en “material de transporte”. Esta es la componente que más ha retrocedido en la formación bruta de capital fijo. En el primer trimestre de 2024 muestra un nivel (real) un 12,5% inferior al de 2015 (gráfico 2). Uno de los problemas a los que se enfrenta este tipo de inversión es la cambiante regulación sobre la transformación necesaria para descarbonizar el sector de transporte, y a esto se debe añadir que todavía el vehículo eléctrico en el transporte de mercancías solo es una realidad en los vehículos de menor capacidad. Pero incluso en las flotas de las empresas que solo precisan de turismos, se observa que el desarrollo en España está siendo mucho más lento que en la media europea. El gráfico pone de manifiesto de manera contundente que los agentes económicos españoles están posponiendo su decisión de inversión en vehículos, a pesar de las numerosas ayudas que se han puesto en marcha a través de los planes Next Generation para la sustitución del parque automovilístico de las empresas.

No todo son malas noticias sobre la inversión productiva. La inversión en activos inmateriales, que incluye la inversión en investigación y desarrollo, sí crece, y lo hace a buen ritmo, pues en el primer trimestre de 2024 es un 7% más elevada que la registrada en el mismo período de 2020. Por tanto, parece claro que donde se está teniendo más reparos es en la inversión en activos materiales. En concreto, cuando se analiza el patrón de inversión de los sectores institucionales españoles, se comprueba que los programas Next Generation sí han contribuido al aumento de la formación bruta de capital fijo en el sector público, que había estado cayendo antes de la pandemia, pero aún no está teniendo un efecto positivo en la inversión empresarial. Lo que se debería esperar en el futuro es que este impacto positivo también llegue al sector privado empresarial y reactive la inversión en activos materiales.

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¿Campeones europeos?

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Muchas
son las razones que se aducen cuando se habla de la menor productividad europea
con respecto a Estados Unidos. Entre las frecuentes, el menor tamaño relativo
de las empresas del Viejo Continente, que impide el aprovechamiento de las
economías de escala. España es un caso claro que lleva a muchos analistas a
plantear la necesidad de aumentar la dimensión de nuestras corporaciones. Desde
normas burocráticas que desincentivan la creación de empresas más grandes,
hasta la escala del mercado interior —sea el europeo o el español— que no se
acerca a la realidad del norteamericano. Aunque la UE cuenta con un Mercado
Único teóricamente desde hace más de 30 años —reforzado con el euro y otros
avances— aún existen obstáculos a que la escala real del marco competitivo para
muchas empresas sea la de Europa.

Con
la mayor magnitud del Mercado Único de la década de 1990, los países empezaron
a incentivar sus “campeones nacionales”, grandes empresas que fueran capaces de
competir en ese marco sin barreras. Fue una época de fusiones y adquisiciones
en numerosos sectores, destacando el financiero. España fue buen ejemplo.
Curiosamente fue una década antes cuando se lanzó un campeón europeo en el
ámbito aeroespacial, Airbus, una potencia industrial en la actualidad. Se hizo
algo bien en aquel momento. No ha vuelto a acontecer salvo con Galileo
(satélites), otro gran éxito. Estos dos proyectos panaeuropeos se quedaron en
solitario y dieron paso a las iniciativas de “campeones nacionales”, de cada
país por separado. La competencia interna en la UE no es, en absoluto, mala. De
hecho, es uno de sus principios fundacionales. Sin embargo, los acontecimientos
tecnológicos del siglo XXI, donde han aparecido grandes tecnológicas
estadounidenses y chinas, han dejado rezagada a la UE, sin “campeones
continentales” al menos hasta ahora. En vez de esos grandes operadores, los
europeos andábamos con una visión muy nacional de los asuntos económicos. Ahora
estamos a las puertas de unas votaciones europeas, pero las que más importan
son las que ocurren a escala doméstica, a pesar de la creciente importancia de
las decisiones y recursos europeos. El Brexit, la crisis de la deuda soberana,
la falta de completitud en la integración europea y el consiguiente mayor
desapego de buena parte de la población, han dado lugar a un menor debate y
apuesta por lo europeo. Aunque los fondos EU Next Generation fueron una gran
noticia, no han logrado tener ese impacto deseado. Y durante la pandemia
también se primó lo nacional con las ayudas nacionales de Estado que se
permitieron en ese periodo crítico, que volvió a ser una apuesta por los
“campeones nacionales”.

Es el tiempo de los “campeones europeos” —con escala suficiente— en diferentes sectores estratégicos. Particularmente, en Inteligencia Artificial, donde ahora se habla de Gaia-X, la primera propuesta europea de IA prometedora que se lanza. Se ha perdido mucho tiempo, décadas, en desarrollar una comunión de intereses tecnológicos en la UE, pero al final puede llegar. Veremos si tiene éxito y es un verdadero player (jugador) global.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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El impacto paradójico de los conflictos bélicos en la economía española

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Las tensiones geopolíticas, y su exacerbación bélica en
Oriente Medio, están teniendo un impacto sorprendente en la economía española.
Por una parte, el grueso del tejido productivo se resiente al igual que en el
resto de Europa del clima de incertidumbre que lastra la confianza y dificulta
el despegue de la inversión, clave de la prolongación de nuestro ciclo
expansivo. El repunte del precio del petróleo y del transporte marítimo que
transita por las regiones próximas a la contienda complica la senda de
desinflación, al tiempo que erosiona el poder adquisitivo.

En cambio, las turbulencias globales se acompañan de ingentes flujos de entrada de inversión internacional, por el poder de atracción de los bajos costes laborales y energéticos en relación a otras economías de nuestro entorno. Los recientes anuncios de tomas de posición en los sectores de la tecnología, de la energía y del automóvil forman parte de una tendencia de fondo, a tenor del volumen de capital extranjero que se invierte en el equipamiento de empresas españolas, sobre todo en las grandes corporaciones: en los últimos dos años, la inversión extranjera directa (excluyendo el capital financiero especulativo) alcanzó una media del 2,9% del PIB, un registro muy superior al que se observa en los otros grandes socios comunitarios. Además, España es importadora neta de capital extranjero, a diferencia de Alemania, por ejemplo, que exporta buena parte de su ahorro para equipar empresas en otros países —una insensatez para su industria, en plena reconversión—.


Es decir, los inversores internacionales razonan en clave global, y en esa comparación España no sale mal parada (las incertidumbres son similares en todo el continente, pero nosotros estamos alejados de las principales zonas de conflicto y los costes de producción son favorables). A diferencia de las empresas españolas más pequeñas, que se determinan en función de las condiciones locales y de otras variables que afectan el clima de negocios en el mercado interno. Entre estos lastres, el que más afecta la inversión es la memoria traumática de la crisis financiera, una consideración alejada de las preocupaciones de los grandes inversores internacionales.       

Esta dualidad es relevante para la política económica, en primer lugar, porque muestra que el déficit de inversión se produce sobre todo en la pequeña y mediana empresa, y no tanto en las corporaciones con capacidad de atracción de capital extranjero. A este respecto, la recién anunciada iniciativa de cofinanciación de empresas, pilotado por Cofides, es un paso en la buena dirección ya que pretende acercar los recursos a los sectores estratégicos, pudiendo en principio beneficiar a las empresas de tamaño intermedio. El volumen de recursos de este fondo (2.000 millones de euros, financiados con préstamos del Next Generation), sin embargo, parece insuficiente para paliar la sequía de la inversión. Más decisiva sería la unión financiera proyectada por Bruselas con el objetivo de facilitar la movilidad del ahorro para dinamizar la economía europea, pero el proyecto se enfrenta a la visión de países reacios a la armonización normativa y fiscal. Veremos si Mario Draghi logra suavizar las asperezas con su esperado informe de diagnóstico de la posición de Europa frente a las otras grandes potencias.           

La formulación de una senda presupuestaria a medio plazo
sería otra palanca para desatascar la inversión entre las empresas más
afectadas por las incertidumbres y que, por su tamaño, no pueden acceder a la
financiación internacional. Los Presupuestos Generales de Estado conforman el
principal instrumento de política económica, y de ellos depende la percepción
del grado de coherencia de la acción pública.

Por paradójico que pueda parecer, la volatilidad del entorno global es más perjudicial para la pyme española que para los inversores internacionales que siguen apostando por nuestro tejido productivo. Una dicotomía que tiende a acrecentarse a medida que el conflicto en Oriente Medio se perpetúa, cuando no se extiende.

INVERSIÓN EXTRANJERA | El volumen de capital extranjero invertido el año pasado en empresas españolas, o inversión directa extranjera, alcanzó los 33.000 millones de euros (según datos de balanza de pagos). Los inversores precedentes de la Unión Europea, EE. UU. y Reino Unido siguen aportando el grueso de los fondos, con algo menos del 80% del total (con información de DataInvest). Las monarquías del golfo pérsico, entre las que destaca Emiratos Árabes Unidos, representan apenas el 1,3% del total, y China el 1,4%, si bien la presencia del gigante asiático se está incrementando rápidamente.

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La economía española de la periferia al centro

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El cambio de paradigma de
la globalización, cuyo exponente más visible es el estancamiento de la locomotora
exportadora alemana, entraña algunas oportunidades para las economías que
ostentan una ventaja comparativa en los sectores de servicios. Este es el caso
de España, a tenor del buen comportamiento de las exportaciones de servicios no
turísticos como la consultoría, la construcción y algunas actividades
relacionadas con las nuevas tecnologías.

Se trata de actividades
menos afectadas por las trabas al comercio internacional que han ido proliferando
al calor de las tensiones geopolíticas, afectando sobre todo a las mercancías:
en los últimos cuatro años, el número de restricciones a los intercambios de
bienes se ha multiplicado casi por tres (según el FMI en base a informaciones
recogidas por Global Trade Alert).      

Los datos evidencian el gran salto adelante de este sector en España. Las ventas en el exterior alcanzaron el año pasado el 7,6% del PIB, es decir más de la mitad de los ingresos en concepto de turismo, pulmón tradicional de la economía. Por su parte, las importaciones de servicios no turísticos se han estancado, de modo que el saldo de nuestros intercambios arroja un superávit histórico cercano al 3% del PIB, cuando era casi nulo antes de la crisis financiera.  


La asombrosa subida en escala del sector tiene un impacto relevante a nivel agregado. Los servicios no turísticos, no solo apuntalan el sólido excedente externo que ejerce de colchón ante los vaivenes globales, también aportan oxígeno al crecimiento: más de la quinta parte del avance del PIB registrado en 2023 se debe directamente a la pujanza de estos sectores. En suma, el modelo exportador español se ha diversificado.  

Esta trayectoria, a todas luces favorable, obedece sin embargo a factores más o menos sostenibles. Por una parte, los costes laborales figuran entre los más competitivos en Europa, contribuyendo al buen posicionamiento internacional del sector. La Unión Europea presenta superávit a escala global en servicios no turísticos, pero nuestro excedente es proporcionalmente mayor. Además, España es junto con Portugal, Eslovenia y Eslovaquia —economías con costes laborales relativamente bajos— el que más ha incrementado su excedente.

Por otra parte, la
presencia internacional en algunos de estos sectores (caso de los servicios
profesionales, o de las actividades de software) se basa sobre todo en
la conectividad a la red, algo que se puede conseguir con empresas
relativamente pequeñas que son las más frecuentes en nuestro tejido productivo.    

En otras ramas, no obstante, el tamaño de las unidades de producción sí que importa, caso por ejemplo de las plataformas logísticas. Y, en general, conviene afrontar las barreras al crecimiento empresarial para consolidar el plus de competitividad. A este respecto el acceso a fuentes diversificadas de financiación, más allá de la que aporta la banca tradicional, es uno de los escollos más persistentes. Asimismo, la debilidad de la inversión en equipamiento y bienes de la propiedad intelectual es preocupante: este es un componente rezagado en comparación con los niveles prepandemia, cuando el esfuerzo inversor se sitúa ya netamente por encima de dicho nivel en el resto de la eurozona.

Salvo salto cuantitativo de la inversión, tanto física como en capital humano, el dinamismo de los servicios perderá fuelle o dependerá sobremanera de la perpetuación, socialmente cuestionable, de costes laborales bajos. La adenda a los fondos europeos puede servir de palanca, si bien por definición su despliegue prioriza la industria, la energía, dejando potencialmente de lado buena parte del pujante sector de servicios no turísticos. La clave está por tanto en la movilización a fines de inversión productiva de la bolsa de ahorro acumulado por el sector privado. De ahí la importancia de desatascar el proyecto previsto por Bruselas de unión del mercado de capitales, condición para conectar los excedentes financieros con las necesidades de desarrollo.   

EUROPA vs EE UU Y CHINA | La Unión Europea volvió a arrojar un superávit por cuenta corriente en 2023, de magnitud similar al excedente prepandemia, cercano a 340.000 millones de euros. Sin embargo, se observan importantes cambios en las relaciones con las otras grandes potencias: el superávit con EE. UU. se ha reducido un 55%, al tiempo que el déficit de los intercambios con China se ha multiplicado por dos. Durante el mismo periodo, la economía española ha incrementado su superávit en términos de cuenta corriente, como consecuencia de la mejora de la balanza con otros países europeos.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La productividad de la economía española: luces y sombras

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Las previsiones de invierno de la Comisión Europea confirman que el buen momento de la economía española se debe en buena medida a los resultados cosechados por el sector exterior. Nuestro tejido productivo gana cuota de mercado en los mercados extranjeros, así como frente a las importaciones, evidenciando su competitividad. Los costes de producción han evolucionado favorablemente gracias a la disponibilidad de energía relativamente abundante y barata en comparación con las economías centro europeas.

Los datos de Bruselas también revelan el principal punto débil de nuestro modelo: el escaso avance de la productividad, algo que de no revertirse nos condena a competir con salarios estancados, al tiempo que complica la financiación del Estado del bienestar. En el último decenio, nuestra productividad se ha incrementado apenas un 4,2%, frente al 5,3% de la media de la eurozona (con datos de PIB por hora trabajada). Y el diferencial no ha cambiado sustancialmente desde la pandemia, ni con la inyección de fondos europeos. 


Un desglose sectorial ayuda a entender el origen de la brecha de productividad. Dos sectores se diferencian de la atonía registrada a nivel agregado. Por una parte, las manufacturas, con un incremento del valor añadido por persona ocupada por encima del 4%, un ritmo superior a lo observado en las otras grandes economías europeas. Asimismo, los servicios de alto valor añadido, agrupados dentro de las ramas de información, comunicaciones y actividades profesionales, científicas, técnicas y administrativas, también experimentan un crecimiento relativamente alto de la productividad (netamente superior a la media de Alemania, Francia e Italia). El resto de actividades de servicios y del sector primario, considerados en su totalidad, registran un declive de la productividad, lastrando el resultado de conjunto.

Los sectores pujantes se caracterizan a la vez por un marcado sesgo exportador y un tamaño empresarial por encima de la media nacional, estimulando las mejoras en la organización del trabajo y la búsqueda de eficiencia productiva. Tienen en común la menor dependencia del mercado interior, y su fragmentación como consecuencia de todo tipo de normas territoriales, algo que perjudica el tamaño empresarial y la eficiencia en sectores tan importantes como la construcción, por ejemplo.

La disparidad sectorial de la productividad también evidencia la relevancia de una estrategia transversal, ya que el tirón de los sectores más dinámicos no parece trasladarse al resto de actividades (prueba de la ausencia del efecto trickle down).

De momento la transversalidad que prometían los fondos europeos no se ha logrado, a tenor de los magros resultados de ejecución, particularmente en el ámbito de la digitalización. Las Memorias anuales de las principales agencias públicas en el campo de la tecnología muestran porcentajes de ejecución inexplicablemente bajos. Y un programa que sí se ha ejecutado, como el kit digital, no parece haber redundado en un repunte de la inversión ni en un mayor crecimiento del tamaño de las pymes. Los fondos europeos están teniendo un efecto más tangible en algunos sectores como el del vehículo eléctrico, pero incluso en este caso el impacto no cumple las expectativas por el lento despliegue de la red de suministro y de electrolineras, consecuencia de diversos cuellos de botella administrativos.        

La buena noticia es que
una parte del tejido productivo se está abriendo paso en el cambio tecnológico,
la transición energética y la reconfiguración de la globalización. No obstante,
este avance no se filtra al resto de la economía, lastrando los resultados de
conjunto y ensanchando las desigualdades. Todo ello pone de manifiesto la
relevancia de las políticas horizontales, como la competencia del mercado
interno, la reforma de la fiscalidad y de la financiación para facilitar la
eclosión de empresas de tamaño intermedio más productivas y con salarios más
altos, o la articulación de la oferta de formación con las necesidades del
mercado laboral. En materia de productividad, la igualdad de oportunidades es
clave.    

INDUSTRIA | La productividad de la industria manufacturera se ha incrementado un
4,4% desde la pandemia (en concepto de valor añadido por persona ocupada,
comparando los tres primeros trimestres de 2023 con el mismo periodo de 2019).
El resultado supera el 3,6% registrado en Alemania. Por su parte, Francia e
Italia anotan caídas del 7,8% y 2,6%, respectivamente. Ante la falta de datos,
no es posible determinar en qué medida estas diferencias proceden de cambios
estructurales, o bien de fenómenos transitorios de retención de plantilla en
los países más afectados por la crisis energética.   

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El déficit de inversión con Europa

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La inversión, una de las claves del bienestar de nuestro país, arrastra un déficit desde la época de la crisis financiera. El gasto en equipamiento y adaptación del aparato productivo es a todas luces insuficiente para afrontar las transiciones energéticas y digitales, e impulsar la productividad, sustento del crecimiento futuro. Suecia, uno de los países más productivos del mundo, invierte en bienes de equipo un 30% más que España (en proporción del PIB de cada país). Su productividad ha crecido un 1,3% anual en lo que va de siglo, casi el triple que la nuestra.


La comparación con otros socios comunitarios es también relevante. En los dos últimos años, hemos dedicado un 5,5% del PIB a la inversión productiva, es decir menos que todas las otras grandes economías europeas (y un valor inferior también al nivel anterior a la pandemia). El diferencial parece estar arraigado: ya se registró durante el periodo expansivo anterior a la crisis sanitaria, y por supuesto durante la crisis financiera, particularmente perjudicial para nuestra economía. La brecha podría incluso haberse ahondado, ya que el volumen de recursos dedicados al equipamiento de las corporaciones ha ido mermando, al mismo tiempo que la trayectoria ha sido ascendente en la mayoría de economías de nuestro entorno.

Es paradójico constatar la cautela relativa de la inversión productiva, teniendo en cuenta la disponibilidad de un volumen ingente de fondos europeos cuya razón de ser era precisamente facilitar la transformación del tejido productivo. Desde 2021, las administraciones centrales han ejecutado nada menos que 50.000 millones a cuenta de estos fondos (en concepto de obligaciones reconocidas, tal y como recogen los informes de la IGAE hasta septiembre del presente ejercicio). Casi todo este gasto consiste en “transferencias de capital”, es decir subvenciones y ayudas a la inversión. Bien es cierto que el gasto efectivo equivale a poco más de la mitad de las cifras de ejecución, pero incluso en esa dimensión reducida, el plus de recursos debería haber bastado para propulsar la inversión hacia una nueva dinámica.

También hay buenas noticias: algunas de las empresas más beneficiadas por el plan podrían estar retrasando sus proyectos, a la espera de las autorizaciones oficiales y del desbloqueo total de los fondos. El despliegue de la nueva ronda de recursos europeos, en este caso en forma de préstamos y con requisitos de tramitación aligerados, es otro factor propicio a la inversión. En todo caso, la rentabilidad de las empresas españolas es más que aceptable. Las sociedades no financieras encadenan los excedentes y se han desendeudado (la capacidad de financiación asciende a más de 30.000 millones de euros anuales, de media, desde 2015). La entrada de capital extranjero es también una prueba tangible de las oportunidades de inversión que existen en España. Prueba de esa querencia, en el último año y medio, la inversión directa extranjera en la economía española totaliza 66.000 millones de euros, mejor marca europea después de Francia e Italia. Estos factores conforman un terreno favorable a la inversión, incluso en un entorno de tipos de interés elevados (un factor, este último, que no es específico de España, y que por tanto no puede explicar el retraso).


No obstante, el riesgo de un esfuerzo insuficiente de equipamiento del tejido empresarial persiste, en un momento clave de transformación tecnológica. Todo ello pone de manifiesto la importancia de mejorar la ejecución de los fondos europeos. Y también la aparente ineficacia de los beneficios fiscales incorporados en sucesivos Presupuestos Generales del Estado con el objetivo de estimular la inversión: un sistema complejo, que no parece estar a la altura de los grandes desafíos de nuestros tiempos. Unas reformas pendientes que, junto con el buen manejo de las expectativas, contribuirían a reactivar la inversión productiva, y así apuntalar la convergencia productiva con respecto a las sociedades más avanzadas de nuestro entorno.

EQUIPAMIENTO | Pese al repunte registrado en el tercer trimestre, la formación bruta de capital fijo en concepto de maquinaria y equipamiento (o inversión productiva) todavía se sitúa un 4,9% por debajo del nivel anterior a la pandemia, descontando la inflación. Las otras grandes economías europeas ya han superado dicho nivel y la media de la Unión Europea se ha incrementado un 6,2% en relación a 2019. Destaca el impulso inversor de algunas de las economías que ya contaban con un diferencial favorable de productividad, como Suecia, con un rebote del 16% durante el mismo periodo.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La brecha de inversión productiva

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El comportamiento de la inversión —factor clave para afrontar la transición digital, la descarbonización y las bajas tasas de productividad que arrastra nuestra economía— es una incógnita. Tras el golpe de la pandemia, el gasto en equipamiento de las empresas ha ido recuperándose, pero sin alcanzar todavía los valores anteriores a la crisis sanitaria: el esfuerzo inversor se sitúa cerca de 2 puntos por debajo de la media anterior a la pandemia (con datos de formación bruta de capital en porcentaje del valor añadido bruto de las empresas no financieras, véase gráfico). Otros países de nuestro entorno han superado ese umbral, si bien en el caso de Alemania el esfuerzo inversor es inferior al nuestro, algo que sin duda contribuye a los débiles resultados macroeconómicos de ese país.


Y eso que algunos de los principales determinantes de la inversión apuntaban a un resultado mucho más favorable. Para empezar los beneficios empresariales rozan los niveles próximos a la prepandemia, además de superar ampliamente la media europea. Los inversores extranjeros lo han detectado, a tenor del abultado flujo de entrada de capital en el tejido productivo español: nada menos que 15.000 millones de euros en los seis primeros meses del año, a los que habría que añadir la operación pendiente en Telefónica. Por otra parte, la información disponible apunta a una mayor rapidez en la ejecución de los fondos europeos, otro estímulo potencial para la inversión interna. Finalmente, la exportación, una de las palancas más potentes en tiempos pasados, ha mostrado un dinamismo excepcional, arañando cuotas de mercado especialmente en los sectores de servicios no turísticos. La pujanza de las tendencias de fondo, sin embargo, no se ha reflejado en los datos.        

Hasta cierto punto la
relativa desconexión entre la inversión productiva y sus factores subyacentes podría
deberse a la subida de los tipos de interés, si bien solo puede tratarse de una
explicación parcial, ya que la política monetaria es la misma que en las
economías de nuestro entorno.

Por otra parte, una anomalía
estadística no es descartable. La crisis sanitaria ha distorsionado la
contabilidad nacional, de manera que algunos institutos estadísticos han optado
por computar el gasto en inversión a medida que esta venía produciéndose: una imputación
directa que “infla” el valor de la inversión a corto plazo en comparación con
otras metodologías, como la nuestra, que periodifican (y por tanto diluyen) los
registros. En breve conoceremos el veredicto estadístico del INE, con una
revisión definitiva de las cifras de PIB y de sus componentes que abarcará todo
el periodo de disrupción estadística.

Aparte de las vicisitudes
técnicas, el déficit de inversión en relación a su potencial también obedece a
factores estructurales. Las corporaciones españolas tienden a utilizar una
buena parte de sus excedentes para desendeudarse, en vez de invertir. En 2022,
redujeron su pasivos en casi 18.000 millones de euros, representando en
términos relativos el proceso de desapalancamiento más intenso entre las
grandes economías de la Unión Europea. La deuda consolidada de nuestras
empresas se recortado hasta el 70% del PIB, mínimo de los últimos dos lustros.

Sin duda el trauma de la
crisis financiera, unido al actual contexto de restricción monetaria, influye
en esta actitud de cautela que viene observándose en la última década sin
importar el color del Gobierno de turno. De cara al futuro, esa memoria debería
diluirse, de modo que tanto los niveles de endeudamiento ya alcanzados gracias
al ahorro acumulado como las perspectivas de rentabilidad y de demanda conforman
un terreno propicio a un cambio de actitud. Falta el desencadenante, es decir reformas
y confianza en nuestras propias capacidades. Y la toma de conciencia por parte
de la empresa española, también las pequeñas, de la importancia de la inversión
en equipamiento y en mejoras en la organización del trabajo. Esa es la clave en
un mundo de escasez.    

INDUSTRIA| La actividad industrial se desacelera desde los máximos de la primavera del año pasado (el IPI avanzó un escaso 0,2% en julio y el índice PMI ahonda en terreno contractivo), pero menos que en otras economías europeas donde se encadenan caídas como en Alemania. También emerge una divergencia entre los sectores de bienes de equipo, automotriz y material de transporte, que presentan una tendencia positiva, y los más afectados por la crisis energética (ramas de metalurgia, minerales no metálicos, química, papel y textil) que se enfrentan a dificultades para recuperarse o siguen en declive.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La nueva vida de la política industrial

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Tras haber estado
denostada, la política industrial está operando su gran retorno en la agenda
pública. El desafío es mayúsculo para Europa, cuya estrategia se ha basado en
el mutilateralismo y la libre competencia dentro del mercado único. Un mantra
que ha empezado a resquebrajarse con la relajación de la normativa europea de
ayudas públicas. En 2022, el gobierno alemán aprovechó esa ventana de
oportunidad para dedicar nada menos que 163.000 millones de euros a
subvenciones y transferencias de capital —en buena parte a su aparato
industrial—, más del doble que antes de la pandemia, y cuatro veces más que
España.        

El giro responde en parte
a la naturaleza disruptiva de las transformaciones tecnológicas que atraviesan
el tejido productivo, particularmente en los albores de la Inteligencia
artificial. La urgencia de la lucha contra el cambio climático es otra
importante consideración. Pero el factor clave es geopolítico: la política
industrial es la columna vertebral de la pugna por el liderazgo tecnológico de
las principales potencias mundiales. 

Por fortuna España dispone de los fondos Next Generation para afrontar estos retos, unos recursos que conforman los principales ejes de su política industrial. Sin embargo, la experiencia pasada muestra que el éxito no está asegurado. Depende, en primer lugar, de la incorporación del punto de partida. Nuestra industria representa algo más del 13% de la economía, siendo el nuestro el único de los grandes países que ha conseguido elevar ese porcentaje en relación a la situación previa a la pandemia. Pese a ello, la industria tiene un peso menor que en Alemania (20,7%) e Italia (16,3%). Conviene, por tanto, concentrar los esfuerzos en los sectores donde nuestro tejido presenta una ventaja comparativa.


Estos sectores no son nada fácil de identificar —y esa es otra lección de la historia económica—, sobre todo teniendo en cuenta la rapidez de las transformaciones y por tanto la dificultad inherente a la hora de detectar desde el Estado los proyectos con más potencial. De ahí la importancia de inspirarse de las innovaciones que van surgiendo por las propias fuerzas del mercado en los ámbitos prioritarios para la política industrial, es decir las transiciones digital y verde. Concretamente, una parte de los 84.000 millones solicitados a la UE como parte del plan de recuperación podría desplegarse en función de las señales que aporta la financiación privada, para así ejercer de palanca y atraer nuevas inversiones en sectores prioritarios. Este es un instrumento que también se caracteriza por su agilidad, ya que el proceso de selección viene determinado por el interés de los inversores.

Otro factor crucial es la
complementariedad con los grandes centros universitarios, como lo evidencia la
industria farmacéutica española. La aportación de fondos europeos podría por
tanto estar condicionada a la formulación de proyectos conjuntos entre la
industria y la investigación, algo que, por otra parte, actuaría como acicate
para la atracción de talento investigador.

Las subvenciones directas,
incluso dentro de un proceso de licitación competitiva, tienen el inconveniente
de la lentitud de los procedimientos. Y se exponen al riesgo de competencia espuria
entre países miembros en su esfuerzo de atraer inversiones en sectores clave.
Este está siendo el caso de los microchips, con una espiral de ayudas que
podría ser perjudicial tanto para las arcas públicas como para la eficiencia de
conjunto: al final, podría “ganar” la ubicación que más subvenciones ofrece y
no necesariamente la mejor posicionada de cara al interés general.

Todo ello evidencia la
importancia de la buena articulación entre los instrumentos de política
industrial y las reglas fiscales y de competencia europeas. Unas reglas, en
vigor hasta la pandemia, que se formularon en el momento de mayor esplendor de
la globalización y de la supremacía del mercado como impulsor del crecimiento.
En la actual era geopolítica, sin embargo, la política macroeconómica es ya
indisociable de la estrategia industrial.    
 

COMERCIO EXTERIOR | Se mantiene la buena racha del comercio
exterior. En el periodo de enero a mayo, la balanza comercial (diferencia entre
exportaciones e importaciones de bienes) redujo su déficit hasta 14.800
millones, casi la mitad que un año antes. El déficit se explica sobre todo por
las compras de productos energéticos a países terceros. Los intercambios con
países de la UE, sin embargo, arrojan un superávit, que contrasta con el
déficit intra-comunitario de Alemania, Francia e Italia. Además, ese superávit
no para de crecer (8.600 millones este año frente a 6.999 en el pasado
ejercicio).               

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Tareas pendientes… otra vez

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El adelanto de las elecciones generales al 23 de julio altera –y de qué manera– la hoja de ruta política y económica de los próximos seis meses. Por un lado, se trunca la aprobación de leyes y normas que se habían anunciado, algunas muy esperadas. En el limbo más de sesenta proyectos que estaban en tramitación, así como ocho que ya estaban aprobadas por el Gobierno. La ley de familia, la de Equidad Sanitaria, la de Salud Mental o la del Cine son algunos ejemplos. Asimismo, es probable que tenga alguna incidencia sobre las principales iniciativas del segundo semestre, con la presidencia española de la UE. El país que la preside marca la agenda, y ahora se llena de incertidumbres.

La convocatoria electoral pilló a todos por sorpresa. Europa no fue excepción. Aunque no es la primera vez que se convocan unas votaciones en medio de la presidencia de un país, existen riesgos notables de que la potencia de las iniciativas quede desdibujada, con la incertidumbre y vicisitudes del proceso electoral y de transición al nuevo gobierno, sea del signo que sea. Algunas de las iniciativas son de gran relevancia en materia financiera, como los avances en la incompleta unión bancaria, algo por lo que nuestro país lleva tiempo pugnando. O el futuro despliegue de los fondos Next Generation EU. Sería conveniente que la presidencia española pudiera tener éxito. El país se juega su prestigio.

En cuanto a los desafíos de medio y largo plazo, se suele hablar poco de ellos, pero tienen que ser prioritarios para el gobierno que salga de las elecciones del 23-J. La baja productividad –problema que viene de largo– es uno de ellos, con numerosos temas sin resolver: bajos salarios, pérdida de renta real per cápita, capacidad de mejorar la sostenibilidad de las cuentas públicas. Pesaditos somos los economistas con ello, pero está pendiente. Todo gobierno debe tener una agenda social ambiciosa, pero también económica, que mejore las bases de competitividad del país. Llevamos casi dos décadas con serias disfuncionalidades de algunas de nuestras instituciones económicas, como el mercado de trabajo, los incentivos y la innovación. No es tarde. Con la productividad se puede, poco a poco, mejorar la renta de los españoles y el Estado del bienestar. Los retos se acrecientan con el envejecimiento de la población. Si se pone la palabra productividad en la agenda política, se habrá logrado mucho. La dialéctica facilita llegar a los hechos. Permitiría un crecimiento sólido e ir suavizando las tensiones de la deuda pública o la sostenibilidad de las pensiones. Quedarán pendientes problemas como la vivienda para el que hará falta tiempo para ampliar el parque existente, sobre todo de alquiler, para que aumente la oferta y no se encarezca más. Cuesta al principio, pero mejora el bienestar de todos.

Esta entrada se publicó inicialmente en el diario La Vanguardia

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Paradoja de resiliencia

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La historia dirá si ha sido algo bueno a largo plazo, pero la crisis financiera de 2008 y sus coletazos hasta 2012 con la de deuda soberana europea cambiaron la visión de gobiernos y bancos centrales sobre la conveniencia de no dejar caer nada. Nada es nada, siempre que haya dinero en efectivo (en el Tesoro) o a crédito (deuda pública) para ello. El colapso de Lehman Brothers en septiembre de 2008 se llevó por delante muchos puntos del PIB. Trajo graves consecuencias sociales. Supuso un gasto fiscal enorme a posteriori. Fue una lección dura. Apoyar (rescatar) empresas y ciudadanos puede tener mejor resultado económico que dejarlos caer y tener que aprobar programas fiscales luego para paliar las consecuencias.

Tras unos años que ahora parecen anodinos, con cierta recuperación de la economía global, se sucedieron una pandemia mundial, el comienzo de la inflación tras lo peor del Covid-19, guerra en Ucrania y más inflación. Es entonces cuando los gobiernos y bancos centrales ponen toda la carne en el asador. Liquidez a empresas, ERTE, ayudas directas y, en el frente monetario, liquidez extraordinaria durante la pandemia. Asimismo, por primera vez la UE crea un generoso programa conjunto de apoyo, los Next Generation EU. Blanco y en botella: con esa expansión fiscal y monetaria se iba a producir el rebrote inflacionario. Insuficientes fueron las alertas. La guerra de Ucrania lo puso todo peor, sobre todo energéticamente.

Los gobiernos, nuevamente, no se quedan de brazos cruzados. Intentan disminuir el impacto del aumento de la factura energética sobre familias y empresas. Otra expansión fiscal. Por el contrario, los bancos centrales comienzan a actuar a la inversa contra la inflación, con estrategia monetaria restrictiva, subiendo tipos de interés y retirando liquidez. Y hasta aquí hemos llegado. Hace meses que analistas y mercados —con su fuerte corrección— anuncian la llegada de la recesión. Sin embargo, aún no se ha materializado a pesar de la evolución de los tipos de interés. Eso sí, con crecimientos del PIB cercanos a cero. Paradoja: se pongan las pegas metodológicas que se deseen, el mercado de trabajo muestra resiliencia, incluso en un país como el nuestro, con una reforma laboral y subidas del salario mínimo que levantaban escepticismo. Por supuesto, aún está por ver cuál será el resultado neto de la pugna de fuerzas entre acción fiscal expansiva y acción monetaria restrictiva.

Lo ideal, si se confirma que la inflación va a la baja, es que permita recuperar parte de la confianza y paulatinamente anime la economía, con daños inferiores de los esperados. Sería un “enfriamiento” sano y corto. Es una interpretación optimista, sin duda, pero en ello confían los gobiernos y autoridades monetarias y la mayoría de las previsiones que pronostican crecimiento para 2023. Lo que sí parece claro es que se está resistiendo más de lo esperado y seguro que los soportes, fundamentalmente fiscales, de gobiernos y monetarios de los bancos centrales —hasta hace unos trimestres— han contribuido significativamente, empleando un símil futbolístico, a llegar vivos a este “extra time” (prórroga), a que el resultado siga abierto, aunque el escenario central siga siendo recesión técnica en los próximos meses.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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