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La productividad de la economía española: luces y sombras

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Las previsiones de invierno de la Comisión Europea confirman que el buen momento de la economía española se debe en buena medida a los resultados cosechados por el sector exterior. Nuestro tejido productivo gana cuota de mercado en los mercados extranjeros, así como frente a las importaciones, evidenciando su competitividad. Los costes de producción han evolucionado favorablemente gracias a la disponibilidad de energía relativamente abundante y barata en comparación con las economías centro europeas.

Los datos de Bruselas también revelan el principal punto débil de nuestro modelo: el escaso avance de la productividad, algo que de no revertirse nos condena a competir con salarios estancados, al tiempo que complica la financiación del Estado del bienestar. En el último decenio, nuestra productividad se ha incrementado apenas un 4,2%, frente al 5,3% de la media de la eurozona (con datos de PIB por hora trabajada). Y el diferencial no ha cambiado sustancialmente desde la pandemia, ni con la inyección de fondos europeos. 


Un desglose sectorial ayuda a entender el origen de la brecha de productividad. Dos sectores se diferencian de la atonía registrada a nivel agregado. Por una parte, las manufacturas, con un incremento del valor añadido por persona ocupada por encima del 4%, un ritmo superior a lo observado en las otras grandes economías europeas. Asimismo, los servicios de alto valor añadido, agrupados dentro de las ramas de información, comunicaciones y actividades profesionales, científicas, técnicas y administrativas, también experimentan un crecimiento relativamente alto de la productividad (netamente superior a la media de Alemania, Francia e Italia). El resto de actividades de servicios y del sector primario, considerados en su totalidad, registran un declive de la productividad, lastrando el resultado de conjunto.

Los sectores pujantes se caracterizan a la vez por un marcado sesgo exportador y un tamaño empresarial por encima de la media nacional, estimulando las mejoras en la organización del trabajo y la búsqueda de eficiencia productiva. Tienen en común la menor dependencia del mercado interior, y su fragmentación como consecuencia de todo tipo de normas territoriales, algo que perjudica el tamaño empresarial y la eficiencia en sectores tan importantes como la construcción, por ejemplo.

La disparidad sectorial de la productividad también evidencia la relevancia de una estrategia transversal, ya que el tirón de los sectores más dinámicos no parece trasladarse al resto de actividades (prueba de la ausencia del efecto trickle down).

De momento la transversalidad que prometían los fondos europeos no se ha logrado, a tenor de los magros resultados de ejecución, particularmente en el ámbito de la digitalización. Las Memorias anuales de las principales agencias públicas en el campo de la tecnología muestran porcentajes de ejecución inexplicablemente bajos. Y un programa que sí se ha ejecutado, como el kit digital, no parece haber redundado en un repunte de la inversión ni en un mayor crecimiento del tamaño de las pymes. Los fondos europeos están teniendo un efecto más tangible en algunos sectores como el del vehículo eléctrico, pero incluso en este caso el impacto no cumple las expectativas por el lento despliegue de la red de suministro y de electrolineras, consecuencia de diversos cuellos de botella administrativos.        

La buena noticia es que
una parte del tejido productivo se está abriendo paso en el cambio tecnológico,
la transición energética y la reconfiguración de la globalización. No obstante,
este avance no se filtra al resto de la economía, lastrando los resultados de
conjunto y ensanchando las desigualdades. Todo ello pone de manifiesto la
relevancia de las políticas horizontales, como la competencia del mercado
interno, la reforma de la fiscalidad y de la financiación para facilitar la
eclosión de empresas de tamaño intermedio más productivas y con salarios más
altos, o la articulación de la oferta de formación con las necesidades del
mercado laboral. En materia de productividad, la igualdad de oportunidades es
clave.    

INDUSTRIA | La productividad de la industria manufacturera se ha incrementado un
4,4% desde la pandemia (en concepto de valor añadido por persona ocupada,
comparando los tres primeros trimestres de 2023 con el mismo periodo de 2019).
El resultado supera el 3,6% registrado en Alemania. Por su parte, Francia e
Italia anotan caídas del 7,8% y 2,6%, respectivamente. Ante la falta de datos,
no es posible determinar en qué medida estas diferencias proceden de cambios
estructurales, o bien de fenómenos transitorios de retención de plantilla en
los países más afectados por la crisis energética.   

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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¿Hacia una economía distinta?

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2023 podría cerrar el ciclo de algunas de las políticas y estrategias económicas de los últimos tiempos. En primer lugar, de las reuniones de los bancos centrales de referencia de la pasada semana —Reserva Federal y Banco Central Europeo— se puede concluir que las subidas de tipos de interés han terminado por ahora, salvo que acontezca algo imprevisible que altere esa ruta monetaria. El escenario central apunta a que la inflación se ha moderado y la actividad económica se ha debilitado, pero sin grave impacto sobre el empleo ni dando lugar a una grave recesión. El marco financiero, tan endurecido en los dos últimos años, puede comenzar a aflojar el próximo, algo que puede venir bien ante las perspectivas más restrictivas de la política fiscal. El efecto neto debería ser positivo para la economía y confiemos que no retroalimente la inflación.

Por
otro lado, algunas de las estrategias económicas transversales más importantes
de los últimos años —transición energética y digitalización— pueden haber
cerrado un cierto ciclo y abierto otro, o dar paso a una cierta refundación del
alcance y objetivos. Respecto a la transición energética, hemos podido observar
esta semana, tras mucha sangre, sudor y lágrimas —venciendo enormes
resistencias— que se llegaba a un acuerdo en la reciente COP28 (Conferencia
sobre el Cambio Climático de este año) celebrada en Dubai. Se pacta la
transición “para abandonar los combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas) en
los sistemas energéticos, de manera justa, ordenada y equitativa, acelerando la
acción en esta década crítica, a fin de lograr el cero neto para 2050″. Un
acuerdo decisivo, sin duda y con un potencial enorme para cambiar el paso a un
proceso de transformación de la economía global. Sin embargo, el proceso de
llevarlo a la práctica puede sufrir diferentes avatares. Por ejemplo, en junio
de 2024, se celebran elecciones europeas, donde uno de los temas centrales
puede ser el modelo de economía y de transición energética del Viejo Continente
a futuro. Hasta ahora, la UE —y su Parlamento— ha sido firme creyente de esa
transición, con un modelo de elevados costes y sin atajos —a diferencia de
otros países—, pero, dependiendo de los resultados electorales, se podría
cambiar —entiéndase demorar u obstaculizar— esa hoja de ruta energética, con
consecuencias económicas de gran calado.

Por último, en el ámbito de la digitalización, también la UE aprobó hace una semana el borrador de la primera regulación de Inteligencia Artificial (IA) del mundo, que aspira a impulsar la innovación y, al mismo tiempo, a garantizar que los sistemas de IA utilizados sean seguros y respeten los derechos fundamentales y valores europeos. Tiene que ser ratificado, pero si sale adelante, es clave alcanzar ese difícil equilibrio entre innovación y control de riesgos. Ojalá sea referencia en otras latitudes. Europa no puede quedarse atrás en el desarrollo de la IA como principal eje de crecimiento y competitividad del futuro, pero simultáneamente debe ser compatible con los derechos fundamentales y con riesgos adecuados. Vienen cambios de calado a corto y medio plazo.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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Debilitamiento alemán

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Una de las imágenes de la semana fue la del canciller alemán Olaf Scholz con un parche —estilo pirata— en su ojo derecho, a consecuencia de una caída haciendo ejercicio. Ilustra para muchos la situación de la economía alemana, que está despertando creciente preocupación. Con un gran matiz: aunque sus datos coyunturales de crecimiento económico e inflación no son buenos, sigue presentando la menor tasa de desempleo de la UE. El debilitamiento económico alemán se produce dentro de un contexto de fortalezas productivas, que más de uno quisiéramos para nuestro propio país. Aun así, las señales provenientes del gigante alemán desde el comienzo de la guerra de Ucrania son inquietantes. También para el resto de países —como España— que son socios comerciales y comparten la UE y el euro. Alguien que conoce muy bien esta realidad, el influyente periodista económico Wolfgang Münchau, afirmaba hace unos días que “es el fin de la era alemana”.

Alemania presentó una tasa de crecimiento del 0,1 por cien en el segundo trimestre, después de la recesión de comienzo de 2023. Casi un año sin crecimiento. El último dato de inflación (agosto) es del 6,1 por cien, inusualmente alto y persistente para un país históricamente refractario al crecimiento de precios. Al impacto brutal inicial del encarecimiento de la energía y otros factores de oferta, siguieron efectos de “segunda ronda”, con significativo crecimiento de los salarios. Las malas noticias recientes sobre el sector constructor e inmobiliario —con una cierta “burbuja”— se añaden al entorno negativo.

En
febrero de 2022, cuando Rusia invadió Ucrania, se hicieron evidentes los
resultados de la errática política energética alemana de las últimas décadas.
Su enorme dependencia del gas ruso debilitó su competitividad industrial que,
en gran parte, parecía derivarse del uso intensivo de ese combustible barato.
Sustituir ese factor drenó muchos recursos y laminó parte de la fortaleza alemana.
Como en otros países europeos, importadores de energía, no haber diversificado
(i.e. centrales nucleares), al menos, durante la transición ecológica, ha
tenido consecuencias muy negativas.

Otras dudas apuntalan la flojera de la actividad económica alemana. La relación con China se ha vuelto más compleja. Hay crecientes impedimentos para las  exportaciones e importaciones con el gigante asiático. Afecta también negativamente el envejecimiento de la población germana y la gran dificultad para suplir vacantes en el mercado de trabajo, problema generalizado en muchos países. La falta de inversión —no solamente en seguridad y defensa— y la excesiva regulación son otros dos grandes obstáculos. Aunque el gobierno germano ha lanzado un plan fiscal para dinamizar la inversión y la economía, varios desacuerdos internos han desdibujado ese programa de gasto. Los aspectos positivos son el gran margen del Tesoro alemán para cualquier esfuerzo significativo de inversión —si llega el acuerdo político sobre el mismo— y las potencialidades que las reformas estructurales tendrían en una economía potente. Asimismo, la banca alemana —muy volcada en lo regional— debe encontrar su hoja de ruta para financiar proyectos transformadores de más alcance. Todo por el el bien de ese país y de la UE.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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Los desafíos de una economía resistente, pero con grandes debilidades estructurales

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Nuevamente, vuelvo a escribir el día después de unas elecciones generales sobre los deberes del próximo Gobierno. 1.351 días después del 11 de noviembre de 2019, el día después de aquellas votaciones, y tras una grave pandemia, la guerra cruenta en Ucrania y un brote inflacionario persistente. Casi nada. En aquel entonces vivíamos ignorantes de lo que se nos venía encima en 2020, casi veíamos el futuro con optimismo, tras haber alcanzado algo de estabilidad económica al final de una década —como la de 2010— que se inició turbulenta con los coletazos de la crisis financiera y el brutal impacto de las tensiones de la deuda soberana europea.

Hoy todo aquello nos parece muy lejos, aunque no hayan transcurrido ni cuatro años. Tras experimentar una recesión sin precedentes —de las más graves en toda la OCDE— a causa del Covid-19, la economía española se ha ido recuperando paulatinamente, a pesar del impacto de la inflación, los problemas de la cadena global de suministros y el conflicto bélico. Hasta tal punto que incluso tenemos sectores con sobrecalentamiento de demanda, como el turístico, que este año superará al del 2019. Nos olvidamos con frecuencia de nuestras fortalezas y la de los servicios ofrecidos a visitante foráneos, junto al consumo privado y las exportaciones, las que dan buenas noticias en la coyuntura económica, sobre todo si la comparamos con los principales países europeos, azotados por una inflación más elevada y una mayor debilidad en su crecimiento actual, incluso algunos en recesión.

Hay una resiliencia de la economía española en este entorno que puede sorprender, pero tiene otras muchas lecturas. En primer lugar, el país está cerca de los 21 millones de afiliados. Ha progresado notablemente en creación de empleo, aunque también se observe cierto agotamiento de este ritmo de creación de puestos de trabajo en los últimos registros estadísticos. La tasa de paro está en el 12,7% y, aunque sea un avance, solo nos recuerda que debemos perseverar en los esfuerzos, ver qué ha funcionado y qué no. No hay lugar para la complacencia, puesto que el desempleo sigue muy por encima de los promedios de la UE y porque el estructural se estima en un 8% y aún estamos a una distancia considerable del mismo. El paro entre menores de 25 años supera el 28%, un registro muy incómodo. Durante toda la legislatura ha estado presente, en diferentes formas, la cuestión de la temporalidad de los contratos. Es un debate necesario para comprender el funcionamiento de las instituciones laborales en España, que deja diferentes interpretaciones. Por un lado, la flexibilidad ha mostrado un cierto rédito en los últimos cambios del marco regulatorio. Sin embargo, se habla de reformas laborales con demasiada ligereza. Parece que los diferentes actores políticos tiran en distintas direcciones, al menos en las declaraciones públicas. Sin embargo, en la práctica, los avances en descentralización y simplificación de contratos han permitido crear empleo como nunca en España. Todo ello, sin despreciar los importantes detalles (o algo más que eso) que suponen otros avances, como las subidas del salario mínimo, aunque se pueda discutir su recorrido y temporalidad. Por lo tanto, convendría reconocer que en materia de empleo ha habido más consenso del que aparentemente trasluce. Y, para certificarlo, está la UE, fijando límites a lo que sí y no parece conveniente desmantelar, cambiar o proponer en materia de trabajo.

Otro de los grandes ejes de cambio debe ser, sin más demora, la transformación productiva. El país está abocado imperiosamente al aumento de la productividad que persiguen todas las economías avanzadas, tras la crisis (en sentido de cambio) productiva a la que lleva el cambio tecnológico. La última gran manifestación es la inteligencia artificial, un campo en el que España está en un curioso, pero potencialmente interesante lugar desde el punto de vista estratégico. Cuenta con talento y capacidad científica para progresar, pero requiere una apuesta mucho más decidida por la inversión —privada y pública— y gestión de la I D i. Hacen falta los incentivos necesarios.

En estos años, también, hay un legado importante de gestión de situaciones críticas inesperadas que han marcado la agenda y que continuará requiriendo esfuerzos y una importante y responsable gestión. Al igual que en las anteriores legislaturas la crisis financiera y la de la deuda soberana ponderaron de forma considerable en la capacidad de decisión y presupuestaria, la pandemia y la guerra de Ucrania han dejado algo más que un poso en el gasto público. Va a tocar ya revisar las reglas fiscales de la UE para retomar la senda de la disciplina y ajuste. Sin embargo, todavía están por ejecutar gran parte de los fondos destinados a transformación y resiliencia (Next Generation EU) que se comprometieron con el Covid-19. El semestre europeo, que España preside, tendrá que lidiar con este equilibrio entre el mundo fiscal expansivo y el más responsable.

No puede olvidarse, además, que el cambio ha sido también notablemente financiero y monetario, entre otras cosas, por el importante cambio de régimen en la inflación. Los años de la gran expansión cuantitativa han pasado. Esa gran acción monetaria comenzó a desmantelarse apenas hace un año en la eurozona, con las primeras subidas de tipos de interés. En los años anteriores, en un entorno de tipos de interés negativos, el Tesoro español se financió a coste casi cero o incluso negativo. Y, lo que es tanto o más importante, amplió los plazos de pago de la deuda. Sin embargo, ahora el coste financiero ha subido. Lo saben las familias y empresas. El futuro mayor coste financiero lo notarán también las arcas públicas. Más aún, cuando hay factores de gasto que amenazan la sostenibilidad de las cuentas del Estado en un entorno de envejecimiento poblacional y de aumento del gasto en pensiones y sanidad.

Finalmente, España tiene que dirimir claramente cuáles son esos factores diferenciales en este entorno de cambio de productividad. Se habla mucho de digitalización y de sostenibilidad ambiental. España ofrece obvias ventajas naturales para encabezar o estar entre la élite europea de energías limpias. El problema es que ha habido demasiados vaivenes en el pasado y, ahora, sin embargo, hay una sensación de inmediatez —aquí y en todos lados— que sugiere costes importantes a corto plazo. La estrategia energética debe ser una, consolidada y bien agendada.

En definitiva, el nuevo Gobierno no afronta retos necesariamente nuevos, pero sí más acuciantes que hace cuatro años, aunque partiendo de una coyuntura comparativamente benigna. En un entorno global de proteccionismo y riesgos ampliados, lo menos que se puede tener es una hoja de ruta firme.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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Se busca hoja de ruta desde la estabilización económica al crecimiento sostenido

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El Gobierno que salga de las elecciones del 23 de julio se encontrará una economía estabilizada tras los avatares de la pandemia, persistente inflación y las repercusiones económicas de la guerra en Ucrania. La economía española ha mostrado mayor resiliencia desde 2020 —con numerosos shocks externos— que la que exhibió en 2008-2012 con la crisis financiera global y la de deuda soberana europea. Aunque las circunstancias eran muy distintas, sobre todo en relación con la burbuja inmobiliaria, endeudamiento del sector privado y los fuertes desequilibrios exteriores —determinantes en los problemas de nuestro país hace 15 años—, parece claro que se aprendió de errores, se actuó con rapidez en general, y se contó con un apoyo de la UE sin precedentes. Ahí están los fondos Next Generation EU.

El gran desafío es ahora pasar de ese periodo de estabilización a uno de crecimiento sostenido y sostenible, que permita mejorar el bienestar económico y social de los españoles. Es el principal reto de largo plazo de nuestra economía, que engloba muchos otros. El eje para lograrlo es aumentar la productividad. Merece un lugar prioritario en la agenda política y buscar amplios consensos para las reformas que lo faciliten. Sin mejoras significativas de productividad, los cambios a largo plazo no tendrán la fortaleza necesaria para que la economía española recupere el vigor de las últimas décadas del siglo XX.

Dos factores a tener en cuenta, uno a favor y otro no tanto. Primero, a pesar de los persistentes déficits y el elevado endeudamiento del Estado, la deuda soberana no sufre tensiones, aunque lógicamente su coste se haya encarecido —como al resto— en paralelo a la política monetaria restrictiva. Aunque el BCE esté reduciendo su balance, no se observan tensiones en los bonos españoles. De hecho, la prima de riesgo ha disminuido recientemente. Sigue el apetito inversor. No se pueden lanzar las campanas al vuelo, pero es un buen punto de partida para acometer cambios y reformas sensatas sin preocuparse por la reacción de los mercados. El segundo elemento no es tan positivo. Los próximos años, tras los fuertes déficits acumulados en los últimos años, van a venir marcados por la consolidación fiscal. La UE la requerirá. El marco fiscal expansivo de los últimos años —necesario en algunos momentos críticos, pero también inflacionario— debe dar paso a un equilibro fiscal más realista y sostenible. Una economía que crece —o lo anhela— debe aspirar a un equilibrio presupuestario, que se puede lograr por los mayores ingresos y por la vía de reducción del gasto fiscal coyuntural que se introdujo con la pandemia y la guerra de Ucrania.

En todo caso, volverá a estar sobre la mesa una reforma fiscal —de consenso— que garantice el mantenimiento de los pilares del estado de bienestar e ingresos suficientes para financiarlos. Y que genere suficientes incentivos para el emprendimiento y el crecimiento. El debate sobre las pensiones —en el contexto del conjunto de rentas— seguirá ante las tres décadas de dificultades que se avecinan para su sostenibilidad.

Los ejes transversales de la digitalización y la sostenibilidad acentuarán su protagonismo. Sería interesante que se visibilizaran claramente en la hoja de ruta del próximo Gobierno, incluido en el reparto de competencias y tareas de los ministerios. No pueden ser dos departamentos únicamente. Deben ser ejes transversales. Ello permitiría, en un corto plazo, sacar el mejor aprovechamiento de los fondos Next Generation EU, pero en el medio y largo plazo se asentarían las bases de una verdadera economía del siglo XXI. En los últimos años se han dado pasos en esa dirección, pero tanto España como la UE deben redoblar sus esfuerzos y apostar por iniciativas que hagan de la digitalización y sostenibilidad dos ventajas competitivas de la economía europea.

El modelo de transición energética europeo tendrá que experimentar cambios debido a los enormes costes —incluida inflación— que impone. Una cierta dosis de realismo —incluyendo el uso de combustibles fósiles— parece imponerse en esa transición para que genere las ventajas que traerá. Sin una transición energética más realista, estará en juego la competitividad de la economía europea y española. Nuestro país debe continuar teniendo mucho que decir por el relativo éxito de nuestro estatus energético desde que se inició la guerra de Ucrania. Mucho más cuando las renovables y el hidrógeno van a aumentar su relevancia.

La agenda deberá contener decisiones de las que solamente se percibirán los logros a más de cinco años vista. Sin embargo, es muy necesario que se comiencen a acometer si se desea tener éxito a largo plazo. Un aumento de la productividad precisa de cambios en la política laboral —no implica derogar nada—, en los incentivos y la apuesta por la innovación. Esa productividad ayudará a crecer y a hacer sostenibles las cuentas públicas. Por otro lado, la educación también será determinante. La conformación de talento y capacidades es más necesaria que nunca. Debemos aspirar no solamente a retenerlo, también a atraerlo, en la pugna global por captar recursos humanos con grandes capacidades para la transformación digital. Para retener o atraer talento, los salarios deben aumentar, de ahí que sea tan importante la productividad. Y tener un modelo social en el que la vivienda sea mucho más accesible. La única medida realista para ello es aumentar el parque de casas en alquiler. Lleva años, pero debe iniciarse desde ya y sin interrupciones. En suma, mucho que hacer, pero también mucho que lograr.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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Acertar en la prórroga

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Los Presupuestos Generales del Estado para 2023 (PGE2023) son financieramente viables y creíbles. Incluso en un escenario macroeconómico peor que el previsto por el Gobierno. Y lo son porque los ingresos en 2022 van a acabar muy por encima de lo previsto, lo que proporciona un colchón y el mejor punto de partida posible.

El verdadero desafío está en lo que, en su mayor parte, no aparece en los PGE2023, pero que va a suponer un impacto fiscal significativo en 2023: la prórroga del paquete de medidas para amortiguar el golpe de la inflación y la crisis energética. En función de cómo se concrete esa prórroga, se puede poner en cuestión la solvencia presupuestaria y fiscal en 2023.

Una extensión plena y directa de las medidas aprobadas a lo largo de 2022 y las que puedan llegar nos llevaría a un efecto global neto por encima de 1,5 puntos de PIB. Eso desbordaría el colchón existente y el déficit en 2023 volvería a aumentar. Por eso hay que escoger y priorizar. Tres sugerencias para ello.

La primera es que las prórrogas de las medidas se hagan trimestralmente. Esto permitiría tener capacidad de adaptación del paquete fiscal ante lo que nos pueda deparar un futuro incierto y abierto; al tiempo que su coste anual final pueda ir modulándose para no incumplir en ningún caso con el objetivo de déficit de 3,9% de PIB que contemplan los PGE2023.

La segunda es que se dé prelación a las medidas focalizadas en los hogares más vulnerables y las ramas y empresas más impactadas; a las actuaciones que reman a favor y no en contra de la transición energética; y a las que van en línea con los cambios fiscales propuestos en el libro blanco de la reforma tributaria. Teniendo en cuenta todo lo anterior y su coste financiero, las candidatas a ser eliminadas o, al menos, muy recortadas son la bonificación general a carburantes y la rebaja del IVA sobre el gas y la electricidad. Aunque, en el primer caso, tendría sentido mantenerla para ramas productivas intensivas en combustible y con muy difícil adaptación tecnológica inmediata, como pueden ser el transporte y la pesca.

La tercera es que la revisión trimestral apuntada abre la puerta a que, en los próximos meses, el paquete fiscal aparezca también en las negociaciones sobre un pacto de rentas amplio. Los agentes sociales podrían participar en la definición y elección de medidas compensatorias; lo que, a su vez, daría una perspectiva integradora al propio paquete.

Convirtámonos en referencia europea también en esto.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Giro en la estrategia energética

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El sorprendente vuelco narrativo de la Comisión Europea, unido a las informaciones disponibles acerca del consumo energético y de las reservas de gas, apuntan en la buena dirección. Sin embargo, nada de ello parece suficiente para doblegar la tendencia recesiva que se cierne sobre la economía europea. 

La Presidenta von der Leyen se libera de un dogma anunciando topes en la remuneración de la generación de electricidad, de modo que la factura de la luz no amplifique el vaivén de la cotización del gas, algo que está acrecentando el riesgo de recesión y de pobreza energética. No será fácil sellar un acuerdo entre los Estados miembros, por los diferentes postulados de partida. Además, mucho depende del nivel del tope y de su funcionamiento. Pero la propuesta de la Comisión tiene una lógica económica difícil de rebatir. Es un hecho que la excepción ibérica, utilizando una fórmula similar a la de Bruselas, está aportando un respiro en relación a los países vecinos. 

También ha sido bien recibida la propuesta de compensación solidaria por los beneficios extraordinarios de las empresas petroleras y gasísticas. El shock de precios equivale a un impuesto que recae sobre el conjunto de la economía, y cuya carga tiene que ser repartida, con especial atención a los hogares vulnerables y a los sectores en dificultad: de no proceder a ese reparto, se intensificará el malestar social, así como el riesgo de espiral inflacionaria y de cierre de empresas. 

Entre tanto, los países intentan reducir la dependencia del suministro ruso y moderar la demanda. Las reservas europeas se encuentran ya por encima del objetivo del 80% marcado para el otoño, el doble que antes de la invasión de Ucrania. Por otra parte, ante el recorte del suministro ruso que transita por gasoducto, las importaciones de gas licuado se han disparado, evidenciado la diversificación de la oferta. Los consumidores, por su parte, han empezado a ahorrar energía. En España, ante la presión de las tarifas, el consumo eléctrico ha descendido un 2,3% durante el verano y el de gasolina lo ha hecho un 1%, a la vez que la demanda de gas se ha desacelerado. Una tendencia similar es constatable en el resto de la UE. 


Sin embargo, estos esfuerzos no parecen suficientes para evitar una recesión en los países más dependientes de Rusia, ni prevenir una fuerte desaceleración en otros menos vulnerables como España. Según la Agencia Internacional de la Energía, en caso de cese total de los envíos procedentes del gigante euroasiático, las reservas de gas solo permitirían cubrir las necesidades hasta enero, obligando a adoptar medidas drásticas de ahorro energético y a un parón de la actividad industrial. La administración Biden había prometido acelerar sus envíos de hidrocarburos a Europa, para así paliar el déficit ruso, pero los productores americanos han enfriado esas expectativas alegando dificultades técnicas para acelerar el bombeo. Otros países celebran la vuelta al carbón, pero esto apenas aliviaría la escasez global –además de agravar la huella de carbono.         

Conviene, por tanto, complementar las acciones ya anunciadas con incentivos a la eficiencia energética. Algunas propuestas han empezado a aparecer en el debate, como en Francia con la introducción de progresividad en los precios en función del volumen de consumo y de las emisiones de carbono. Es también crucial que la reforma del mecanismo de formación de precios no desincentive la inversión en energías renovables y que la mejora de las interconexiones entre países no sufra más retrasos. 

En suma, las medidas propuestas por Bruselas son un primer paso para aliviar el impacto de la crisis energética a corto plazo, pero requieren de más profundización para lograr la autonomía estratégica que se pretende. A nosotros nos incumbe la tarea de compatibilizarlas con las reformas ya emprendidas. Y encontrar consensos para cerrar la brecha de inflación con el resto de Europa.  

IPC | El mantenimiento de la inflación por encima del 10% en términos interanuales refleja dos tendencias contrarias: una moderación de los precios energéticos y de los alimentos frescos, contrarrestada por la aceleración del resto de precios, o IPC subyacente. Sin embargo, la inflación podría retroceder levemente en los próximos meses, como consecuencia de los fuertes incrementos registrados en el mismo periodo del pasado ejercicio (efecto escalón). Se espera una tasa de inflación en diciembre del 8,6% bajo la hipótesis de moderación de los precios energéticos, y del 9,5% en caso de presión incrementada. 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Ajustes necesarios en la respuesta a la invasión de Ucrania

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Hace poco más de un mes, el Banco Central Europeo (BCE) publicaba en su boletín mensual un análisis del impacto presupuestario de las medidas adoptadas en los países de la eurozona para hacer frente a los efectos económicos de la invasión de Ucrania. Según los cálculos de los autores, tan solo el 12% de esas rebajas impositivas e incrementos del gasto tiene por beneficiarios a los hogares vulnerables; y menos del 2% contribuirá directamente a la transición ecológica. La semana pasada, Kristalina Gueorguieva, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), advertía de la necesidad de que las actuaciones se centren en apoyar a los más frágiles, evitando medidas generalistas que, por definición, son más costosas para los erarios europeos y acaban alimentando el proceso inflacionario.

Desafortunadamente, la probabilidad de que la necesidad de medidas compensatorias se extienda a 2023 debería hacernos reflexionar para redefinir el plan de choque. Y el párrafo anterior nos da pistas sobre cómo deberíamos hacerlo: focalizando mucho más las ayudas y apostando en mayor medida por actuaciones que sean compatibles con el impulso a los objetivos de transición energética y ecológica.

En todo caso, debemos tener claro que para afrontar el episodio inflacionario no basta con lo anterior; y que la subida de tipos de interés por parte del BCE puede ser una medicina particularmente dolorosa y no muy eficiente, en la medida en que el origen de la inflación no es un sobrecalentamiento de la economía europea y, por tanto, habrá que reducir mucho la demanda para que se note el efecto en los precios. Por eso necesitamos tres cosas más.

La primera es actuar de forma contundente sobre los mecanismos de fijación de precios de la energía, que generan resultados absurdos en la coyuntura actual. La UE debería resolverlo en lo que resta de mes. Porque no es muy inteligente mantener las reglas actuales y dejar que Rusia utilice su gas como una potente arma de guerra económica.

La segunda es la enorme importancia de alcanzar un pacto de rentas ambicioso y en un plazo breve. En tiempos de guerra, necesitamos que en el seno de los países de la UE mantengamos cohesión, paz social y solidaridad.

La tercera está íntimamente ligada a la anterior. La pandemia nos ha mostrado la importancia de la coordinación y la cooperación en momentos críticos. Desafortunadamente, estamos ante otro. Cierto que en este caso no se trata de mascarillas, distancia social y responsabilidad individual para frenar contagios. Ahora se trata de que los sectores productivos y los hogares en mejor situación financiera acepten que las ayudas vayan a otros, asuman que su pérdida de poder adquisitivo sea comparativamente mayor y que, en la medida de las posibilidades de cada uno, se hagan esfuerzos voluntarios para ayudar a los más vulnerables.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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IPC: de la negación al riesgo de sobrerreacción

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Más inflación y, una vez pasado el verano, menos actividad: este es el panorama al que nos enfrentamos, como lo avalan tanto los hechos como los anuncios de política internacional dados a conocer esta semana.

Al traspasar la barrera psicológica del doble dígito, es ya inevitable que el IPC se arraigue en la economía y que los vaticinios de los responsables de política monetaria se vean desbordados por la fuerza de la realidad. Incluso suponiendo una moderación de los costes importados en los próximos meses, la inflación rozaría el 9% en media anual en 2022, casi dos puntos por encima del pronóstico de mayo del Banco de España, y más que duplicaría el objetivo del banco central en 2023. Sin sorpresa, la pérdida de capacidad de compra se ha convertido en un tema central, como lo reflejan las encuestas de confianza del consumidor y de sentimiento empresarial.

Además, la versión “económica” de la recién celebrada cumbre de la OTAN es que la perturbación geopolítica, principal desencadenante del brote de inflación energética, será más persistente de lo anticipado. Lejos de amedrentarse, Rusia profiere nuevas amenazas. Y en China no han gustado las valoraciones del comunicado de la alianza acerca de su papel desestabilizador del orden internacional. También surgen tensiones en el seno de la alianza, como las generadas por el anuncio de restricciones a las exportaciones de gas británico hacia la Unión Europea.

Para afrontar un shock de este calibre, el BCE, tras salir de la negación, no debería irse a otro extremo y ceder a la presión de los halcones. Estos recomiendan un ajuste agresivo de los tipos de interés, para así generar un parón de la demanda y atajar el traslado de la inflación energética al resto de precios. De modo que al empobrecimiento generado por la guerra y la crisis energética, de origen externo, se añadiría la recesión auto infligida por una sobrerreacción de la política monetaria.

Una estrategia gradual, que pasa por aceptar que la inflación superará el objetivo durante un cierto tiempo, es por tanto preferible. Sin duda la gradualidad contiene riesgos de persistencia de la inflación, y de pugna permanente por la recuperación del poder adquisitivo. Pero ese sería el precio a pagar por la preservación del crecimiento.

La persistencia del shock también sugiere un cambio de paradigma de la política contra la inflación de los gobiernos. Hasta ahora, las principales medidas se justificaban por el carácter pasajero del encarecimiento de la energía. Las subvenciones generalizadas a los hidrocarburos que se han extendido a través del continente, o el recorte de IVA energético, se traducen en bajadas puntuales de IPC —como hemos visto en junio en Alemania—. Pero no podrán doblegar la tendencia ni ayudarán a reducir la dependencia energética. Se requieren por tanto medidas estructurales, como el estímulo al ahorro energético, el apoyo al transporte público, o la reforma del mercado eléctrico.

Las compensaciones a los grupos vulnerables también deberían adaptarse, para evitar efectos de umbral (cuando los receptores pierden la ayuda solo con ganar un euro más) y estimular el ahorro energético. Para ello algunos países como Italia utilizan el sistema fiscal, mucho más ágil que la actual multiplicación de bonos y exenciones. El despliegue de transferencias fiscales, que se podría extender a las empresas más intensivas en energía, también actúa como acicate para reducir el consumo.

El grueso del ajuste a un entorno de inflación elevada tendrá que ser soportado por las empresas y los trabajadores. Habrá que aprovechar las innovaciones que van apareciendo en algunos acuerdos. Se trata de conciliar intereses aparentemente contradictorios, pero en realidad unidos por la necesidad de mantener dos de nuestros principales activos: la competitividad, de momento intacta como lo muestra el mantenimiento del superávit externo, y la cohesión social.

IPC | Tras haberse acercado a la media de la eurozona en mayo, el IPC repuntó de nuevo en junio, abriendo una importante brecha con respecto a los principales países vecinos. El diferencial es de 1,5 puntos en relación a Alemania e Italia, y de 3,5 puntos en el caso de Francia. Preocupa el impacto en la competitividad del alza del IPC subyacente, también por encima de la media europea según el dato adelantado. Entre tanto, los salarios mantienen su moderación, con un incremento del 2,5% de los nuevos convenios colectivos firmados hasta mayo.   

IPC | Tras haberse acercado a la media de la eurozona en mayo, el IPC repuntó de nuevo en junio, abriendo una importante brecha con respecto a los principales países vecinos. El diferencial es de 1,5 puntos en relación a Alemania e Italia, y de 3,5 puntos en el caso de Francia. Preocupa el impacto en la competitividad del alza del IPC subyacente, también por encima de la media europea según el dato adelantado. Entre tanto, los salarios mantienen su moderación, con un incremento del 2,5% de los nuevos convenios colectivos firmados hasta mayo.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Nueva ola de inflación energética

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En los últimos tiempos el gas ha sido el protagonista inesperado de la economía española, por su papel de propulsor de la inflación que se ha extendido a través del aparato productivo, frenando la recuperación. Ahora todo apunta a que el petróleo podría estar tomando el relevo como aguafiestas. 

Dos factores confluyen en la dirección de un fuerte encarecimiento del oro negro en los próximos meses. Por el lado de la demanda, China ha iniciado el desconfinamiento de las zonas afectadas por los brotes de virus, preludio de un rebote de la actividad de la segunda economía del mundo, con enorme peso en las importaciones mundiales de materias primas. 

A la inversa, las restricciones a las importaciones de petróleo ruso anunciadas en fechas recientes por Bruselas generarán un recorte drástico de la oferta disponible, al menos a corto plazo: según los expertos de la Agencia Internacional de la Energía, una buena parte del suministro del gigante euroasiático no podrá ser redirigido hacia otros destinos, agravando la escasez global. Por otra parte, Arabia Saudí y otros países productores se muestran poco entusiastas en incrementar su extracción para cubrir el déficit de crudo euroasiático (han anunciado un bombeo adicional que representa menos del 10% de la oferta rusa). Se preguntan por qué lo harían, cuando los mismos países que les piden un esfuerzo se han comprometido a acabar con el uso de los hidrocarburos. Es un hecho que las inversiones se han desviado masivamente hacia las energías renovables.   

Entre tanto, descontando los altibajos que caracterizan un mercado tan volátil, el barril de brent se aproxima a los 120 dólares, un 53% más que a inicios de año. Y los mercados a plazo se orientan al alza. Si la cotización llegara hasta los 140 dólares, en consonancia con algunas de las previsiones (otras son aún más alarmistas), el IPC subiría un punto más. De modo que la escalada del petróleo anularía los esfuerzos desplegados para contener la inflación, tal la subvención a los hidrocarburos o el mecanismo de limitación del precio del gas que entra en el mercado eléctrico (una medida que por otra parte, e incompresiblemente, tarda en entrar en vigor). 


Sin duda nuestra economía puede aguantar el envite del petróleo en los próximos meses. Así lo evidencian los buenos datos de afiliación a la seguridad social para el mes de mayo, así como los indicadores de coyuntura, que apuntan a una mejora tanto en la industria gracias al auge exportador como en los servicios (los PMI muestran una mejora tras las turbulencias generadas por la invasión de Ucrania). La temporada turística se presenta bajo auspicios favorables y algunos hogares todavía disponen de un colchón de ahorro para mantener el consumo pese a la pérdida de poder adquisitivo. 

Pero un repunte de precios energéticos añadirá presión a un IPC subyacente que roza ya el 5%, y apenas un poco menos en la eurozona. Sin sorpresas el BCE se dispone a cesar sus compras de deuda, antes de incrementar sus tipos de interés —con una primera subida el mes que viene seguida de otras, hasta doblegar la inflación—. El giro se refleja ya en el coste del dinero, encareciendo las hipotecas y otros préstamos. 

Además, una recesión técnica en Alemania y otras economías más castigadas que la nuestra por la escasez de hidrocarburos no es descartable a partir del otoño, cuando el endurecimiento de las sanciones a Rusia entre plenamente en vigor. 

Finalmente, el mantenimiento de una fuerte inflación energética reduce el espacio de negociación para compartir el coste de manera equilibrada. De momento los salarios evolucionan con moderación, tanto en España (con incrementos pactados hasta abril cercanos al 2,5%) como en Alemania (4%), Francia (3%) e Italia (cerca del 1%). Pero ojo con la vuelta de las vacaciones. Las sanciones aumentan el riesgo de una cronificación de la inflación, pero esperemos que ayuden a resolver el conflicto bélico. 

CONTRATACIÓN | Según los datos divulgados esta semana, el número de contratos de trabajo registrados en mayo ha sido superior en 95.300 al registrado un año antes, con un incremento en los indefinidos de 574.300 y un descenso en los temporales de 479.000. Entre las modalidades de contratación indefinida, la que más creció fue la de fijos discontinuos ( 10,8%), de modo que el número de contratos acogidos a esta modalidad se ha multiplicado por 13 en el último año. Las otras fórmulas de contratación indefinida también ganan terreno, pero menos: 1,3% en mayo, y 243% en un año.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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