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Inflación de costes y precios: evidencias con datos empresariales

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Los sucesivos incrementos en el nivel general de precios desde la
recuperación post pandémica por la COVID19, acelerados por la invasión rusa de
Ucrania, han suscitado un amplio debate sobre sus causas, sus consecuencias y las
correspondientes respuestas de política económica. Al tradicional análisis
macroeconómico de la inflación y las respuestas monetarias y fiscales para doblegarla,
se le ha sumado en esta ocasión uno nuevo de carácter microeconómico, que relaciona
la inflación con la falta de competencia en los mercados, con el poder y la
codicia empresarial (greedinflation)
y propone otras soluciones, entre ellas, una defensa más activa de competencia
y el control de precios.

El reciente episodio inflacionario ha estado precedido y acompañado por
fricciones en las cadenas de suministro globales, el encarecimiento del
transporte y la distribución y la subida de los precios de la energía y los
alimentos, todos ellos inputs
productivos en muchos casos importados y de uso generalizado en todos los
sectores. Es, por tanto, razonable relacionar el reciente episodio
inflacionario con un incremento generalizado en los costes de producción de las
empresas como consecuencia del encarecimiento de los inputs energéticos y de las materias primas. Las cuestiones que
animan el debate se refieren a si la traslación de los incrementos de costes a
precios se ha realizado de forma absorbente (las empresas no trasladan
íntegramente el aumento de costes y reducen márgenes), o se ha realizado de
forma aumentada (incrementando precios y márgenes). Y si la mayor o menor
traslación de incremento de costes a incremento de precios depende de la
competencia en los mercados y en qué sentido.

La disponibilidad de información sobre incrementos relativos de costes y precios en los ejercicios de 2022 y 2023 (expectativas) para una muestra de cerca de 500 empresas españolas con sede en Aragón, ha permitido llevar a cabo un estudio que trata de responder a las preguntas planteadas. El cuadro 1 resume una parte relevante de la información proporcionada directamente por las empresas en una encuesta voluntaria y anónima, sobre aumentos relativos de costes y precios en 2022 con respecto a 2021 y expectativas de incrementos de costes y precios para 2023 en relación con 2022. Prácticamente todas las empresas que participan en la encuesta responden afirmativamente a la pregunta sobre un posible aumento de costes en 2022, proporción que disminuye cuando se trata de expectativas sobre el comportamiento de los costes en 2023. Por tanto, el supuesto de que las empresas transitan por un episodio de inflación de costes no se rechaza. En segundo lugar, un porcentaje significativo de empresas no traslada el incremento de costes a incremento de precios, al menos instantáneamente y, entre las que sí lo hacen, el incremento medio de precios es menor al incremento medio de costes; es decir, las empresas de la muestra soportan en promedio un descenso en sus márgenes de beneficios.


Un análisis pormenorizado de la información disponible permite llegar a otros resultados relevantes. En primer lugar, la proporción de empresas que aumentan precios habiendo incrementado sus costes es menor en mercados más competitivos. Sin embargo, entre las empresas que experimentan aumentos de costes y deciden aumentar precios, la proporción de incremento de costes que se trasladan a precios es mayor entre las compañías que perciben más competencia en sus mercados que entre las que perciben un entorno menos competitivo. Otro resultado del análisis es que la traslación de incrementos de costes a precios se reparte a lo largo de varios periodos de tiempo y que las empresas que perciben entornos más competitivos trasladan el incremento de costes con más rapidez que las que perciben un entorno menos competitivo. Finalmente, se comprueba que la variación de márgenes se explica (negativamente) por la variación de costes, pero, controlando por la situación de costes de las empresas, la variación de precios no es informativa de la variación de márgenes.

Las respuestas de las empresas de la muestra a la inflación de costes es la
que podría esperarse según la teoría microeconómica de formación de precios en
mercados de competencia imperfecta. Las empresas tienen cierto poder de
mercado, pero desigual según las características estructurales del mismo
(número de competidores, diferenciación de producto). En un entorno de
competencia perfecta, no trasladar los incrementos de costes a incrementos de
precios y no hacerlo con rapidez significa poner en peligro la propia
viabilidad de la empresa. En mercados con competencia imperfecta las empresas
tienen holgura suficiente para valorar qué parte del incremento de costes
trasladan a los precios, conscientes de que los resultados no serán
indiferentes a las decisiones de otros competidores y de la sensibilidad de la
demanda a los precios de venta. La formación de precios se explica como un
resultado de equilibrio, donde el poder de mercado —situaciones donde los
precios se mantienen por encima de los costes marginales—, se conoce a partir
del resultado de equilibrio, es decir no se trata de un valor determinado de
antemano. Bajo este marco conceptual de análisis, en mercados estructuralmente
más competitivos los precios se mantienen cerca de los costes y se mueven en
paralelo a ellos cuando la competencia estimula la innovación y la mejora en la
relación calidad/coste de los productos. Sin embargo, las variaciones de costes
se trasladan más rápidamente y con mayor proporción a incrementos de precios en
mercados estructuralmente más competitivos que en los que lo son menos. La
competencia en los mercados tiene muchas virtudes, pero no es efectiva como
primera defensa frente a la inflación medida como variación de los precios.

Los resultados del estudio con datos empresariales —y la lectura que se realiza de los mismos desde la microeconomía— podrían ponerse en cuestión por la evidencia del incremento en los márgenes empresariales observado en las cuentas nacionales de la economía española y de otras economías. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en los datos agregados influyen los resultados de unas pocas y grandes empresas de una forma que no lo hacen en los resultados de los análisis con datos más granulares, como es este al que nos referimos. Más importante aún, en nuestra opinión, es el hecho de que los resultados con datos agregados no permiten diferenciar entre la influencia del comportamiento de los costes marginales y de los costes medios sobre la evolución de aquellos. Los partidarios de la explicación del episodio inflacionista como una greedinflation tendrán que argumentar por qué los márgenes empresariales, en el agregado, se mantienen relativamente estables antes de la pandemia y disminuyen durante la misma, cuando las condiciones estructurales de los mercados y el poder de mercado que se atribuye a las empresas no eran tan distintas a las actuales.

Más información en la nota técnica “Cost and price inflation with firm level data: An empirical analysis

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A propósito de la remuneración de los depósitos bancarios

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Desde hace semanas se viene debatiendo sobre la menor remuneración de los depósitos en la banca española comparada con la de otros socios europeos. Esta cuestión ha llegado a suscitar el interés de autoridades económicas y de la competencia. Parece oportuno reflexionar sobre la estructura y funcionamiento del mercado de depósitos —y de productos de ahorro, en general— en España y explorar las causas de ese aparente retraso en la traslación del aumento de los tipos de interés oficiales al pasivo bancario.

Hay varias premisas iniciales. La banca española ha reforzado sustancialmente sus colchones de liquidez tras la crisis financiera y de la deuda soberana. Lejos quedan los episodios en la que los mercados mayoristas habían cerrado la financiación vía bonos a nuestros bancos. El contexto actual es muy diferente. Hoy nuestras entidades financieras se financian por todas las vías disponibles (BCE, mercados mayoristas y segmento minorista). Además, emiten con normalidad no solo títulos de deuda, sino también de capital e híbridos (como los cocos). Por otro lado, como ha señalado Standard & Poor’s Ratings hace unos días, tras el intenso saneamiento y venta de activos deteriorados de la crisis financiera, las entidades españolas han tenido menor necesidad de financiación, ante un crecimiento mucho más moderado de su crédito y balance. Por otro lado, en los últimos años los ahorradores españoles que buscaban una remuneración mayor —por los tipos negativos en vigor hasta hace un año— han apostado por otros productos como fondos de inversión, en buena parte, ofrecidos por la propia banca.

En este entorno parece oportuno valorar la evolución reciente de la remuneración de los depósitos. La política monetaria debe transmitirse de modo muy similar a la deuda como al ahorro, para que sea efectiva. En ese proceso se está, aunque haya resultado menos rápida la traslación hasta ahora a los depósitos por las circunstancias comentadas, muchas de ellas efectos colaterales de la reacción de los bancos centrales a la crisis financiera y al Covid-19, en el que la liquidez oficial se multiplicó. La inflación que trajo la guerra de Ucrania y las tensiones pospandémicas en las cadenas de suministro han obligado a los bancos centrales —aceleradamente— a cambiar su política de tipos de interés y a ir retirando los instrumentos extraordinarios de liquidez. Se está empezando a notar y trasladando a las rentabilidades de los productos de ahorro, incluidos depósitos. Y viendo la retirada de estímulos y liquidez del BCE, el marco financiero actual de mayores tipos —que favorece el ahorro, otra fuerza a tener en cuenta— y la evidencia histórica (con anteriores guerras de pasivo), esa traslación a los depósitos bancarios se va a completar y probablemente más pronto que tarde.

Las estadísticas existentes —del Banco de España— muestran claramente que esa transición ya se está produciendo. Por ejemplo, los depósitos a la vista, que usamos para las transacciones cotidianas, han ido ganando peso durante todos estos años de tipos de interés negativos (o muy bajos) y hoy son el 92% (882.000 millones de euros) del total de depósitos de los hogares. Las cuentas a plazo estuvieron en franca decadencia, pero han aumentado con las subidas de tipos, sobre todo en lo que va de año, desde 64.900 millones de euros de enero hasta los 78.400 millones de mayo. Tiene lógica que se abra —si no se ha abierto efectivamente ya— una mayor pugna por la liquidez de esas cuentas cada vez más intensa, pues el BCE está reduciendo las facilidades extraordinarias de años anteriores. Por otro lado, los tipos sí que están subiendo. Según datos del Banco de España, en los depósitos a un año el tipo era 0,37% el pasado enero y ya era 1,33% en abril (último dato disponible). En el mismo periodo, para depósitos entre uno y dos años ha subido del 1,24% al 1,70%. Para empresas, el incremento es incluso mayor. Hace un año el tipo era negativo y ahora el tipo medio (abril de nuevo) es 2,6%.

Aun cuando hay menos entidades en el sector bancario hoy, la competencia no es solamente cuestión de número, sino mucho más importante, de la intensidad de la rivalidad. Ahora, además, con los medios online, el dinero se mueve más rápido y hay menos costes de transacción y cambio. La gente mueve el dinero donde quiere. Incluso, a veces, adonde no debería, como los criptoactivos, sobre todo, si no tienen suficiente educación y cultura financieras. En la banca hay una referencia sobre información y regulación de protección del consumidor y, al ser un servicio de carácter universal, el cliente puede comparar distintas opciones para su perfil de rentabilidad-riesgo.

El diferente efecto de la inflación entre países puede estar afectando también. Tiene cierta lógica que en algunos países donde es bastante más elevada, como Alemania y otros países de centro y norte de Europa, la remuneración nominal de los depósitos sea mayor. Aun así, la rentabilidad de las cuentas es mayor en términos reales (una vez descontada la inflación) en países con menor crecimiento de precios actualmente —como España—, y puede explicar, en parte, los actuales menores tipos nominales de las cuentas bancarias. Este impacto terminará desapareciendo cuando se acerquen las tasas de inflación en la zona euro. Todo conduce a pensar que la transición a los pasivos bancarios ha comenzado y culminará antes de lo que pensamos.

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Inflación a dos velocidades

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La economía manifiesta señales inesperadas de fortaleza en este inicio de año y, sin embargo, la nueva dimensión que reviste el brote de inflación invita a la cautela. El empleo toma impulso, con un incremento de la afiliación que ha superado las expectativas (cerca de 67.000 puestos de trabajo creados en febrero, un ritmo que evidencia incluso a una aceleración desde el cierre del año). El principal indicador de coyuntura apunta a un crecimiento de la actividad (el índice PMI se sitúa en un nivel expansivo tanto en la industria como en los servicios), mientras que la confianza empresarial mejora, de modo que el primer trimestre podría acabar con un PIB netamente en positivo. La balanza de los intercambios con el exterior arroja un importante superávit, pese al turbulento entorno internacional. Y entra tanta o más inversión extranjera como la que sale del país: solo en diciembre, las entradas de capital fueron el doble que las salidas.

El problema es que la inflación no da tregua, y, sobre todo, que empiezan a evidenciarse los tan temidos efectos de segunda ronda, aunque de manera peculiar. La aceleración del IPC en febrero, tanto en España como en el conjunto de la eurozona, ha sido una sorpresa negativa. Se esperaba otro comportamiento, habida cuenta de los efectos indirectos positivos que cabía anticipar como consecuencia de la desescalada de los precios energéticos, de la incipiente moderación de la cotización de las materias primas agrícolas (los precios pagados por los agricultores españoles se redujeron en noviembre, último mes disponible) y la cuasi normalización de las cadenas de suministro. De ahí el frenazo de los precios industriales: en enero crecieron ligeramente por encima del 8%, tres veces menos que en el otoño. Pero la menor presión de los costes de producción no parece haberse trasladado a los precios pagados por los consumidores, al menos de momento.

Preocupa especialmente la fuerte subida de los precios de los servicios, un sector que no debería verse particularmente afectado por el encarecimiento de las materias primas, sobre todo en un contexto de moderación de los salarios. Sin duda, algunas empresas con poca exposición a la competencia internacional están en condiciones para trasladar todo el incremento de costes de producción a los precios. Pero desde el punto de vista de la economía, al proceder a un traslado total, generan efectos de segunda ronda, la bestia negra del BCE. Solo una repercusión parcial de los costes de producción a los precios de venta permite aminorar el riesgo de cronificación de la inflación, a la vez que asegura un reparto de sus efectos en el poder adquisitivo.


Podríamos por tanto estar asistiendo a una dualidad en el proceso inflacionario. Por un lado, algunos sectores, sobre todo en los servicios, pueden repercutir plenamente la subida de los costes a sus tarifas de venta, de modo que mantienen los márgenes o, incluso, en algunos casos los incrementan gracias al aumento de las ventas. En el lado opuesto, los sectores que operan en un entorno altamente competitivo, sobre todo en la industria, así como los salarios en general (salvo los que están indiciados), asumen la carga de la inflación. Esta circunstancia explica, por ejemplo, que en Alemania los actores sociales llegaran a un acuerdo de rentas plurianual en la industria.

En lo inmediato, la dualidad contribuye a la persistencia de la inflación y a la erosión de la capacidad de compra de los hogares. Y, a largo plazo, el impacto puede ser todavía más perjudicial, porque redunda en un descenso de la rentabilidad relativa de los sectores más expuestos a la competencia internacional, de vital importancia para mantener el superávit externo y dinamizar la productividad de nuestra economía.

La tarea se complica para el BCE, porque el endurecimiento de su política monetaria es susceptible de enfriar la demanda, sin poder incidir en la dualidad de precios que amenaza con desgarrar el tejido productivo.

SUBYACENTE | El IPC subyacente, que se obtiene descontando la energía y los alimentos frescos, se incrementó un 0,7% en febrero, impulsando la tasa interanual hasta el 7,7%. Si bien el INE no ha adelantado un desglose, es probable que el encarecimiento de los alimentos procesados sea el principal factor. La inflación subyacente también se acelera en el conjunto de la eurozona, con un incremento mensual del 0,9% y del 7,4% en términos interanuales. Destaca la presión de los alimentos procesados y de los servicios. Estos aceleran su subida hasta el 4,8%.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La persistencia del IPC

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Las presiones inflacionarias tienen pinta de ser más persistentes de lo anticipado, con un IPC que apenas se ha beneficiado de las rebajas de enero o de los recortes de IVA, y con los alimentos disparados, avivando el descontento social. Detrás de las cifras agregadas, sin embargo, aparecen tendencias de fondo que pueden ser útiles de cara al buen diseño de la política contra la inflación, tanto la fiscal como la monetaria.

Y es que los efectos de la desescalada de la
primera onda expansiva de costes empiezan a notarse en el periodo más reciente.
Así pues, desde el mes de agosto —­clímax de la crisis del gas y de los
alimentos— el IPC energético ha registrado un descenso cercano al 17%. El de
alimentos no elaborados, los más golpeados por la sequía y el encarecimiento de
los fertilizantes y otros insumos, se ha desacelerado hasta valores inferiores
al 3%, menos de la mitad que durante la primera parte del pasado ejercicio.

Naturalmente, el shock inicial todavía se está trasladando al resto de precios. Pero esos efectos indirectos también se están frenando: el núcleo central de precios, es decir, sin contar la energía y los alimentos, está creciendo a un ritmo anual del 3,6%, casi la mitad que durante el periodo central del shock. Los alimentos elaborados también se encaminan a una desaceleración, especialmente en el periodo más reciente —si bien desde tasas muy elevadas y de manera desigual—. Todo ello debería reflejarse en los datos agregados a partir de la primavera, cuando el efecto escalón posterior a la invasión de Ucrania haya desaparecido.


En suma, el traslado de la primera ola de inflación al conjunto del aparato productivo está amainando, pero de manera muy gradual. Vamos en la buena dirección, pero la gradualidad de la desescalada eleva el riesgo de cronificación, especialmente en los sectores caracterizados por la falta de competencia. Es por ello que algunos socios europeos han fortalecido el papel de la autoridad de vigilancia de los mercados, con instrumentos que facilitan la comparación de precios como en Francia (similar al que existe en la CNMC para las tarifas eléctricas) o la denuncia de prácticas anticompetitivas. Véase la estrategia de 360 grados de Portugal. Según un estudio reciente de la OCDE, este tipo de políticas es susceptible de contribuir a limitar la inflación (los llamados efectos de segunda ronda), y no solo a incidir favorablemente en el nivel de los precios.

Por otra parte, el contexto es propicio a una mayor focalización de las ayudas en torno a los colectivos vulnerables; de lo contrario, los esfuerzos serán insuficientes para las personas más necesitadas y perjudiciales para el erario público. Es preferible, y a la vez menos costoso, elevar las transferencias monetarias condicionadas a un cierto umbral de ingresos, como en el caso de la ayuda de 200 euros recientemente decidida por el Gobierno, que recortar el IVA de manera generalizada. Estos recortes, además, solo sirven para abaratar puntualmente los productos, sin ningún impacto en las dinámicas, con el riesgo añadido de que la medida sea absorbida por los márgenes empresariales.

Entre tanto, el protagonismo está en el Banco
Central Europeo (BCE). La lenta y desigual desescalada de la inflación que se
aprecia en España es también perceptible en el resto de países de la zona euro.
Por otra parte, ya se constatan señales contractivas como consecuencia de las
subidas de tipos de interés y su reflejo en el euríbor. Las condiciones de
acceso a los préstamos bancarios se endurecen mientras se contrae la concesión
de nuevos préstamos, preludio de un enfriamiento de la demanda. Todo ello, junto
con la necesidad de incorporar el tiempo de latencia entre los ajustes
monetarios y sus efectos en la economía, aboga por atino en la acción del banco
central en sus esfuerzos por aplacar la inflación.
Pero sin generar una recesión.

PRECIOS | El índice de precios al consumo registró en enero un descenso del 0,2%, inferior al registrado el mismo mes del año pasado, lo que ha elevado la tasa de inflación hasta el 5,9%. El incremento ha procedido de todos los componentes del índice subyacente, que es de donde proceden en estos momentos las mayores presiones inflacionistas: pese a la bajada de los costes energéticos y de otros costes, la transmisión de los ascensos anteriores puede no haberse completado. Sin embargo, el diferencial de inflación con la eurozona sigue siendo favorable a España (2,6 puntos porcentuales). 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Rebaja del IVA de los alimentos básicos, competencia y Santa Bárbara

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El Gobierno ha decidido reducir el IVA de los alimentos básicos: el del pan, la harina, los huevos, la leche, frutas, legumbres, verduras y cereales del 4% al 0%, y el de la pasta y el aceite del 10% al 5%. La medida viene acompañada, además, de ayudas directas —claramente distributivas— a personas con menores ingresos y patrimonio. Las rebajas fiscales son controvertidas, especialmente en un país con una deuda pública mayor que su propio PIB y en un entorno de tipos de interés crecientes. De hecho, muchos economistas han criticado ya esta reducción de los impuestos indirectos y dudan de que sea la mejor manera de ayudar a los más vulnerables durante la crisis. Por ello, merece la pena poner la lupa del análisis económico en esta reducción y obtener nuestras propias conclusiones 

Un motivo razonable para la duda es que las rentas más altas también se benefician de las reducciones de los impuestos indirectos, a veces en mayor medida que los colectivos más vulnerables. Por ejemplo, la reducción del IVA que se aplica a algunos bienes culturales, muy deseable por otras razones, es claramente regresiva, ya que su consumo esta muy correlacionado con el nivel educativo y la renta. Por tanto, son las rentas medias y altas las que disfrutan fundamentalmente de esta subvención implícita a la cultura. Sin embargo, esto no sucede con los alimentos básicos. Es más: alguno de ellos, como las patatas o la pasta, son el ejemplo típico de lo que los economistas llamamos bienes “inferiores”, un adjetivo en ningún caso peyorativo, sino que alude a que su demanda aumenta al reducirse la renta: con menos recursos tendemos a sustituir la carne por los macarrones. En definitiva, al contrario de lo que pasa con gran número de ayudas y subvenciones fiscalmente regresivas (cultura, coche eléctrico, placas solares, etc…), las rentas más bajas deberían beneficiarse en igual o mayor medida que el resto de la población de esta reducción fiscal. 

Otro problema potencial de la medida en la mente de sus críticos es que resulta fácil bajar impuestos, y muy, muy difícil subirlos, de modo que lo que es una decisión coyuntural (por el aumento de la inflación, o los precios de la energía) podría tender a volverse permanente. Pero en este caso el Gobierno evita este “efecto de trinquete” al establecer que la rebaja desaparecerá cuando la inflación subyacente descienda del 5,5%. Aún mejor: pensando en la cercanía de las elecciones y en las restricciones políticas, la rebaja que nos ocupa —con un coste fiscal estimado por el gobierno de 660 millones de euros— seguramente ha permitido justificar la retirada de la subvención universal de 20 céntimos por litro para la compra de carburantes: una gran noticia, ya que dicha subvención tenía un coste fiscal muy superior (rondaba los 5.000 millones), era manifiestamente regresiva (calculen el generoso subsidio público que los afortunados propietarios de grandes todoterrenos han recibido), y aumentaba el consumo de combustibles fósiles, desincentivando el uso del transporte público y de soluciones de movilidad menos contaminantes. La subvención era medioambientalmente disparatada, económicamente ineficiente al aumentar artificialmente el consumo de un insumo que había incrementado su coste e, incluso, estratégicamente cuestionable, pensando en la guerra de Ucrania y el impacto de la demanda de petróleo sobre los recursos de Rusia. 

«Cómo se reparta la subvención entre empresas y consumidores dependerá fundamentalmente de dos factores: la elasticidad de la demanda y el nivel de competencia en el mercado».

Juan José Ganuza

Más discutibles son las voces que reclaman sanciones para los establecimientos que no repercutan la bajada del IVA en los precios. Los controles de precios no funcionan y no se puede ir contra la ley de la gravedad y contra la microeconomía. Si se introduce una subvención (una rebaja impositiva) en un mercado competitivo, una parte se trasladará a los consumidores en términos de reducción de precios; inevitablemente, la otra parte engrosará los beneficios empresariales. Cómo se reparta la subvención entre empresas y consumidores dependerá fundamentalmente de dos factores: la elasticidad de la demanda y el nivel de competencia en el mercado. 

Con respecto a la elasticidad de la demanda, tenemos el viento de cola. La demanda de alimentos básicos no varía significativamente cuando estos aumentan su precio. La falta de elasticidad de la demanda (en jerga economista) hace que los cambios en los costes repercutan rápidamente en los precios, pero también que las reducciones de impuestos se trasladen en gran medida a una bajada en el precio si el mercado es competitivo. Y esa es la gran condición: que el mercado sea competitivo. Cuanto más lo sea, más bajarán los precios al hacerlo el IVA. 

Pero solo nos acordamos de la competencia, como de Santa Bárbara, cuando truena. Fomentar la competencia no vende. En el debate público no se discute sobre la conveniencia de reducir las barreras a la entrada a mercados como el de la distribución de alimentos, mientras que otros, como el de transporte por carretera, están aún pendientes de ser liberalizados. Nos encontramos, por tanto, ante una oportunidad para asimilar que la mejora de la competencia no es solo un mecanismo para mejorar la innovación, expandir los mercados y con ello la demanda y el empleo, sino también para mejorar la equidad, reduciendo los precios de bienes esenciales como los alimentos básicos. 

La eficacia de la competencia como palanca para mejorar el bienestar de todos ha quedado demostrada, por ejemplo, a través de la liberalización del mercado del ferrocarril de larga distancia, impulsada desde Europa sin mucho entusiasmo doméstico. La apertura de este mercado ha conllevado un aumento de casi el 70% en los viajes en trenes de alta velocidad y una reducción del 43% en los precios en el corredor Madrid-Barcelona en poco más de un año, haciendo accesible a una gran parte de la población con menos recursos este medio de transporte. De la misma manera, en el mercado de distribución de alimentos —afectado por regulaciones autonómicas— la inflación se reducirá mas rápidamente en aquellos territorios en los que el mercado sea más competitivo cuando se reduzcan los costes de producción, y el impacto de la reducción del IVA llegará de forma más elocuente a los consumidores. En definitiva, no es tiempo para amenazar con controles de precios, sino para aprender la lección de que la competencia es un mecanismo para impulsar la equidad y el bienestar de los más vulnerables.

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Intervención del mercado eléctrico y defensa de la competencia

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La defensa de la competencia es una de las políticas públicas más eficaces para aumentar el bienestar de los ciudadanos y la equidad, pero ha de ser laica. Los mercados no son objetos de culto, sino un mecanismo que genera una asignación eficiente de los recursos —cuando se dan las condiciones adecuadas— y permite a los consumidores apropiarse de una parte importante de este bienestar. Si existen fallos de mercado se hace necesaria la intervención pública, a veces para corregir asignaciones ineficientes (por ejemplo, mediante impuestos que incentiven una menor contaminación) o directamente para proteger a los consumidores del aumento de poder de mercado de las empresas (luchando contra los cárteles o prohibiendo fusiones anticompetitivas). 

En definitiva, el bienestar de los consumidores es uno de los objetivos de la política de competencia. En el mercado eléctrico asistimos a un fallo de mercado no frecuentemente citado en los libros —una guerra— que ha distorsionado, y mucho, los precios. Por ello, tal como defendimos en una entrada anterior en este blog, está justificado y es necesario intervenir el mercado, pero es imprescindible hacerlo generando el mínimo posible de distorsiones. El Consejo Europeo ha sido sensible a esta necesidad, abriendo la posibilidad de que España y Portugal intervengan el mercado mayorista eléctrico. Parece que la vía elegida para reducir el precio es una de las que discutíamos en la citada entrada: la fijación de un precio de referencia para el gas empleado en la producción de electricidad. Con esta medida se reduce el coste de las centrales de ciclo combinado y, con ello, el precio de la electricidad en su conjunto. Se interviene en menos del 10% del mercado, consiguiendo una rebaja del precio para toda la electricidad producida. Esta vez el —así denominado por los medios— “efecto marginalista” se torna positivo. 

¿Qué problemas de competencia puede generar esta intervención? El principal es una posible distorsión del mercado europeo en su conjunto. El mercado ibérico está conectado con el francés y este a su vez está muy interconectado con otros países europeos. Es posible que el nuevo precio de la electricidad, artificialmente rebajado, atraiga a los consumidores franceses, lo que a su vez podría desplazar producción de electricidad más eficiente y barata. Por ello, aunque la interconexión con Francia es escasa (del entorno del 3%) sería necesario establecer un precio no distorsionado (construyendo el precio con el gas a precios internacionales) para este mercado. No es trivial la forma de hacerlo y dependerá de cómo se implemente también la manera en que se bonifique el gas. Pero en otras dimensiones, este sistema de intervención es muy neutro. Por ejemplo, no distorsiona la asignación eficiente de los recursos. Si en lugar del gas se eligiera bonificar una energía inframarginal, sí se alteraría la asignación eficiente, porque esta energía podría entrar a producir en lugar de otras de menor coste. Al reducir el precio de la energía más cara, pero sin alterar el orden de precios, la electricidad generada con gas no desplazará a ninguna energía más eficiente y solo entrará a producir cuando la demanda no se pueda cubrir con las fuentes de energía inframarginales (nuclear, fotovoltaica, eólica, etc…). Por otra parte, si el ranking de precios no cambia, los incentivos de las empresas inframarginales en la subasta no se verán afectados por la bonificación.

El único interrogante se situaría en la producción de energía hidroeléctrica, que tiene un coste variable bajo, pero cuyos incentivos a pujar dependen de su coste de oportunidad. Por ello, si al llevarse a cabo la intervención y definirse su duración se generasen expectativas de que el precio de la electricidad producida por gas pudiera subir pasada la misma, cabría esperar que la produccion hidroeléctrica se redujese. No habría impacto sobre los precios, pero se quemaría más gas del deseable. Dejando las conjeturas sobre el futuro, el mercado mayorista seguirá utilizando las fuentes de energía más baratas en cada momento.

No es esperable que esta medida reduzca los incentivos a invertir en energías verdes. Se trata de una disposición temporal y los planes de negocio de las empresas son a largo plazo, trazados además sin contar con los extraordinarios beneficios actuales. No olvidemos tampoco que, aún con la intervención, es probable que el precio se sitúe por encima de los precios medios de los últimos años. Por todo ello, es más importante un marco regulatorio estable que garantice a las empresas el retorno de sus inversiones que mantener ahora estos precios artificialmente elevados. Dentro de unos años, con el aumento de la inversión en energías renovables, cada vez será más frecuente que sean estas —con costes variables bajos— las que fijen el precio marginal, lo que previsiblemente acarreará un descenso drástico del precio de la energía. Desde la perspectiva actual la reducción es un maná, pero si ponemos las luces largas hay que garantizar una transición que mantenga los incentivos a invertir, de modo que la meta no se difumine antes de hacerse realidad. Por ello, cuando las urgencias de hoy hayan pasado, sería deseable abrir un debate sobre el mercado eléctrico mayorista del futuro, apostando por subastas de renovables que garanticen retornos estables y subastas de capacidad que nos ayuden a soportar mejor crisis de suministro. Otros objetivos han de ser la mejora de nuestra interconexión con el mercado europeo y la recuperación de buenas ideas del pasado, como excluir del pool energías como la nuclear con costes fijos amortizados, cuya remuneración no debería depender de las coyunturas energéticas actuales. 

Por último, una breve reflexión sobre el papel de las empresas eléctricas en esta crisis. Es justo decir que no son parte del problema, pero tendrían que ser parte de la solución. La escalada de precios que hemos vivido se explica simplemente por el aumento de los costes de las centrales de gas, que son las que frecuentemente fijan el precio en nuestro mercado: no necesitamos recurrir a teorías de comportamiento estratégico por parte de las empresas. Dicho esto, hoy en día las compañías compiten en algo más que en precios y beneficios. También lo hacen en reputación con respecto a su responsabilidad social corporativa. En esta dimensión, no es lo mismo obtener beneficios como efecto de una fase económica expansiva que hacerlo artificialmente por el entorno bélico, con una sociedad en crisis. Por ello, las empresas deberían ser cómplices del esfuerzo del Gobierno en racionalizar los precios de la energía. No se entendería que el sector iniciase una ofensiva legal para retener unos beneficios obtenidos por serendipia y a cambio del sacrificio de otros.

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La competencia es más eficaz que regular los precios de los test de antígenos

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Si no les gusta el gris no sigan leyendo. La regulación de precios de productos sanitarios en tiempos de pandemia no se presta a un debate maniqueo. No hay verdades absolutas, sino pros y cons, un mundo lleno de grises. Ya discutimos en el blog la decisión de imponer un precio máximo a las mascarillas y concluíamos aquella entrada con una enigmática frase: los controles de precios en general no funcionan, pero las mascarillas pueden ser la excepción que confirma la regla. El caso de las pruebas de antígenos y, sobre todo, la situación de la pandemia, son diferentes, pero gran parte de los argumentos de entonces son válidos ahora.

El primer principio general es que los controles de precios no suelen funcionar bien en mercados competitivos. El precio de equilibro de mercado —el punto de intersección de la famosa X de oferta y demanda— maximiza los intercambios y el bienestar. Si imponemos un precio inferior al de equilibrio, la oferta se reducirá y la demanda aumentará, lo que conllevará que existan más consumidores que quieran comprar el bien que unidades disponibles. Este exceso de demanda se traduce en colas, desabastecimientos y, en definitiva, en pérdida de bienestar. Además, se reducen los incentivos a invertir en aumentar la oferta o en innovar.

Sin embargo, es dudoso que estos argumentos se puedan aplicar directamente al mercado de los test. Primero, por un problema de equidad. Sus altos precios hacen que sean los grupos de mayor renta los que proporcionalmente más los utilizan. Si reducimos el precio y la suerte (o las colas) deciden quién obtiene el test, este efecto renta se reducirá sustancialmente. Este es un argumento redistributivo en favor del control de precios defendido por muchos economistas, entre los que se encuentra el premio nobel Paul Krugman, que encuentra inadmisible que la protección ante la pandemia esté condicionada por el nivel de renta.

Amihai Glazer, autor de uno de los mejores manuales de microeconomía y teoría de precios, proporciona otro argumento en favor del control de precios en mercados sanitarios que mezcla efectos redistributivos y de eficiencia. La idea central es que, correlacionado con la renta, está el tipo de ocupación. Por ello, con precios altos, los denominados white collar —trabajadores de oficina, de mayor renta y con más posibilidades de teletrabajar— acapararían las mascarillas y los test, frente a los trabajadores de la construcción o de las fábricas (blue collar) que tienen más riesgo por no poder teletrabajar y por depender en numerosas ocasiones del transporte público. Por ello, incluso con riesgo de desabastecimiento y racionamiento, puede ser preferible un precio máximo.

Pero seguramente el argumento más poderoso es que el mercado de distribución farmacéutica no se corresponde con un mercado perfectamente competitivo. Las farmacias y los distribuidores farmacéuticos tienen poder de mercado y su comportamiento no casa bien con la pasiva y dócil oferta de los mercados competitivos. Cuando existe poder de mercado, un precio máximo puede aumentar la demanda y mejorar el bienestar porque, en este caso, la ineficiencia proviene de que transacciones eficientes no se realizan puesto que las empresas prefieren mantener precios altos antes que aumentar las ventas.

Pero cuando uno evalúa políticas públicas, no solo debe centrarse en análisis de los costes y beneficios de una medida, sino también en las posibles alternativas. Por todo lo dicho, la decisión del gobierno de fijar un precio máximo de los test de antígenos en 2,94 euros puede justificarse, aunque supone algunos riesgos que el gobierno intenta mitigar con la compra masiva de test. Pero existe una medida que podría alcanzar los mismos objetivos y, al mismo tiempo, disiparía el fantasma del posible desabastecimiento: el aumento de competencia en la distribución de los test.

Tal como recomendó ya en 2015 la CNMC, la venta en general de productos farmacéuticos que no requieren prescripción médica (como es el caso de los test) en supermercados y otros medios de distribución aumentaría la competencia, reduciría los precios, y el aumento de oferta reduciría el riesgo de desabastecimiento. Además, las grandes cadenas de distribución tendrían un gran poder de compra (en este caso el poder de mercado es viento de popa) y podrían conseguir más unidades con menores costes. Esto no es solo teoría: es lo que observamos en otros países que han tomado esta medida (ver gráfico 1 y mapa 1), y lo que observamos también con las mascarillas: que bajaron de precio radicalmente cuando aumentaron los canales de distribución y tienen ahora un precio mucho menor que el fijado inicialmente por el gobierno.

Nota: El gobierno británico subvenciona la adquisición de paquetes de 7 test en farmacias.

Es importante, finalmente, reflexionar sobre el impacto de las medidas en el medio y largo plazo. El aumento de precio de los test se ha dado en España y en todos los países de Europa. La razón es que la sexta ola ha incrementado la demanda exponencialmente, y los suministradores de test deben estar al límite de su capacidad. Cuando tenemos restricciones de capacidad, la teoría económica nos dice que los precios suben, porque los incentivos a bajar los precios y captar nuevos consumidores se reducen. Pero esta situación tendrá un reverso: por la misma lógica, previsiblemente la sexta ola habrá terminado en febrero; la demanda caerá, las restricciones de capacidad desaparecerán, y los precios bajarán. Comprar Reseñas googleSi aumentamos la competencia en los canales de distribución, esa bajada se trasladará a los consumidores, y con ello se ayudara a controlar más la pandemia. Sin embargo, si no aumentamos la competencia, la mera existencia de un precio máximo no solo no ayuda a bajar los precios, sino que puede ralentizar la bajada de los mismos al actuar como un precio de referencia.

Terminemos con la capacidad de síntesis de las redes sociales. Tenemos dos problemas: los altos precios de las pruebas y su escasez. Fijar un precio máximo ataca el primero de los problemas con el riesgo de agravar el segundo. Aumentar la competencia, permitiendo la venta de los test en supermercados, no solo mata los dos pájaros de un tiro, sino que nos garantiza que cuando se produzcan las previsibles bajadas de los costes, estas se trasladarán a los consumidores, aumentando con ello su uso y la salud de todos.

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Preocupaciones de la banca

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Ninguna actividad o sector económico lo está teniendo fácil con el coronavirus. Menos aquellos que ya afrontaban importantes amenazas antes de esta pesadilla sanitaria y económica. El sector bancario ha visto exacerbados sus desafíos en este periodo. Ha tenido que lidiar con una situación financiera delicada de las empresas. La actuación de los gobiernos, con una batería histórica de medidas —en España destacan los ERTE y los avales del ICO— ha ayudado notablemente a evitar insolvencias. Sin embargo, aunque la recuperación ya ha comenzado, muchas empresas no han vuelto a la normalidad. Hay que unir el impacto de los cuellos de botella en los suministros, la subida de la energía y la inflación. La subida de precios daña el poder adquisitivo de las familias, sus finanzas y la demanda interna. Aún no se ha reflejado ningún impacto significativo sobre la morosidad, pero no es descartable un incremento en los próximos trimestres, conforme se vayan retirando estímulos y moratorias. Es un velo que vuela sobre la realidad financiera de muchos agentes. Si crecen las insolvencias, la cuenta de resultados de la banca sufriría un nuevo revés, en un contexto de baja rentabilidad y penalización del valor de la acción.

Esos riesgos de corto plazo vienen a unirse a preocupaciones y desafíos que venían de lejos. La baja rentabilidad está ligada, entre otros factores, a una política monetaria con tipos de interés muy reducidos o negativos desde hace más de una década. Más aún en la eurozona, cuyos bancos parecen jugar con alguna desventaja por los menores márgenes con los que operan comparados con los de EE UU, por ejemplo. La salida de ese laberinto podría estar más cerca por las expectativas inflacionarias, aunque los temores a descarrilar la titubeante recuperación económica o a meter presión a la deuda soberana de algunos países podría postergar la subida de tipos en la eurozona.

«El sector bancario sigue disfrutando de ventajas por ofrecer una gama universal de productos y servicios y unas muy buenas prácticas en cumplimiento normativo. En particular, en protección de datos, algo que la sociedad valora cada vez más».

Santiago Carbó

Las operaciones corporativas —últimas fusiones del sector o la compra del Garanti por el BBVA— siguen siendo oportunidades interesantes. Si en los próximos años se culminara la Unión Bancaria Europea, las fusiones transfronterizas ganarían atractivo con consecuencias positivas para el redimensionamiento de la industria. Tampoco hay que descartar en el futuro fusiones o asociaciones con empresas tecnológicas, que pueden aportar mucho valor.

La competencia —a veces cooperación, también— de fintech y grandes tecnológicas, que comenzaron a ofrecer servicios financieros y de pago —contribuyendo a la reducción de márgenes—, han obligado a los bancos a responder asumiendo un cambio drástico en sus canales de distribución, sustituyendo oficinas por nuevas capacidades tecnológicas, aumentando su eficiencia. Es probable que el avance hacia un modelo de plataformas continúe. No obstante, al menos por un tiempo, será necesario un equilibrio entre sucursales y canales tecnológicos, para evitar exclusión financiera. El sector bancario sigue disfrutando de ventajas por ofrecer una gama universal de productos y servicios y unas muy buenas prácticas en cumplimiento normativo. En particular, en protección de datos, algo que la sociedad valora cada vez más.

Por último, los criptoactivos. Los bancos están teniendo dificultades para poder operar con ellos y ofrecerlos a sus clientes. Si hay un sector que sabe evaluar riesgos —y las cripto los tienen, sin duda— es el bancario. Nuevamente la regulación —uno de los sectores que experimenta un mayor coste de cumplimiento normativo— pone trabas a la entrada a esos negocios, aunque terminará ocurriendo con las cautelas necesarias. En este contexto, aparece disruptivamente el euro digital, que aún está en estudio y tardará en entrar en vigor. En su diseño, final, la moneda digital del BCE debería preservar el canal de intermediación crediticia basado en depósitos bancarios, tan importante para la financiación de empresas y personas. Ha demostrado ser el sistema que funciona en Europa.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Solvencia bancaria tras el coronavirus

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En 2020 se decidió posponer los Juegos Olímpicos por la pandemia. Se esperaba que en el verano de 2021 la covid-19 ya no sería un obstáculo para celebrarlos. En cierto modo, lo ha seguido siendo, imponiendo unas pruebas deportivas sin público. También la Autoridad Bancaria Europea (ABE) optó por postergar la realización de los test de estrés a la banca hasta 2021, algo inicialmente paradójico para unas pruebas que están diseñadas para responder a escenarios adversos. La decisión parecía razonable por la dificultad que entrañaba dilucidar a qué escenarios había que enfrentarse y además los bancos de la Eurozona mantienen niveles cómodos de capitalización en general.

Las pruebas de esfuerzo simulan qué pasaría con los niveles de solvencia bancaria en determinados escenarios. En el muy adverso, por ejemplo, para el caso de España, se ha considerado una caída simulada del PIB del 0,9% en 2021, del 2,8% en 2022 y un crecimiento del 0,5% en 2023, con niveles hipotéticos de desempleo de hasta el 21,9%. Improbable, pero en lo que vamos de siglo ya hemos tenido grandes golpes. Sin olvidar, como apuntó el Banco de España esta misma semana, empieza a haber indicios de posibles aumentos de la morosidad.

Las pruebas que ya hizo la Reserva Federal y que incluían a varios bancos europeos ya fueron positivas. Pasaron todos. Buen precedente que se confirmó este viernes con los test de resistencia de la ABE para cuatro bancos españoles (Santander, BBVA, Sabadell y Bankinter). Todos resistirían una recesión severa de cuatro años, aunque solamente el ratio de capital de Bankinter se quedaría por encima de la media europea en ese escenario.

En estas pruebas se aprende por el camino. Por eso, tal vez la lección más importante en 2021 es hacia dónde van y no tanto dónde se está ahora mismo. Los supervisores europeos siguen permitiendo —por motivos de la pandemia— a los bancos usar sus colchones de capital para absorber pérdidas. No aprietan, de momento, con el llamado Pilar 2 de exigencias de solvencia, que se ocupa de la gestión de pérdidas esperadas. Es más, han anunciado que, a partir de octubre, se eliminarán las restricciones para repartir dividendos. Hasta finales de 2022, cuando se esperan cambios. Por ejemplo, vincular más el resultado de los test de a las exigencias de ese Pilar 2. El colchón de capital va a tener que ser algo más holgado. Tanto más cuanto más exigidos se vean los bancos en las pruebas de esfuerzo. La banca española, que por diferentes razones ha funcionado con colchones algo más estrechos, debe culminar el refuerzo de su solvencia para llegar con más holgura a 2023.

En los test del futuro se incluirán exigencias relativas al blanqueo de dinero y fraude y, progresivamente, de financiación sostenible. Otros signos de los tiempos que corren, que marcan las crisis, con empresas financieras hiperreguladas. Tal vez, en algún tiempo, haya pruebas de privacidad y exigencias de transparencia y competencia, a medida que los bancos se parezcan más a las superplataformas que dominan la economía del siglo XXI o estas se acerquen más a lo financiero.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Los precios que vienen

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En España se observa un creciente número de reservas en turismo y hostelería desde el fin del estado de alarma. Si la vacunación mantiene su ritmo y las cosas no se tuercen con mayores contagios, todo apunta a un verano con fuerte demanda interna y externa.

La creciente pujanza del consumo ha avivado el temor a un proceso inflacionario. El IPC de abril de la UE publicado esta semana se elevó al 2%. En EE UU llegó al 4,2%, una cifra no vista desde hace muchos años y que ha preocupado a muchos analistas. La inflación podría situarse por encima del objetivo de los bancos centrales (2%) en los próximos trimestres en los países que se recuperen más rápido, eurozona incluida. Hay un sesudo debate sobre si las autoridades monetarias deberían revisar los principios de estabilidad de precios para reflejar condiciones macroeconómicas muy diferentes de las existentes hace 20 años, cuando se fijó ese nivel.

Vuelve la inflación, pero a un mundo diferente. No ha habido espacio para la reflexión sosegada. Los bancos centrales combaten la pandemia en infinidad de frentes, vigilan la estabilidad financiera y afrontan nuevas demandas sociales de sostenibilidad medioambiental y reducción de desigualdades. Su agenda se ha agrandado desde la crisis financiera global.

«Los fundamentos de una economía crecientemente digital, competitiva y con un mercado de trabajo con vulnerabilidades deberían conducir a una vuelta a la inflación cerca del nivel objetivo».

Santiago Carbó

¿Debería preocupar el repunte de la inflación? El crecimiento de los precios —sobre todo en EE UU— puede alargarse en el tiempo conforme la recuperación y el “gasto embalsado” durante la pandemia se conviertan en consumo e inversión real. Los cuellos de botella en los suministros internacionales de materias primas y componentes tampoco ayudan. Sin embargo, hay serias dudas de que la presión al alza sobre los precios sea estructural. Hay fuerzas subyacentes que probablemente frenarán en el medio plazo las subidas de precios. Entre ellas, la situación del mercado de trabajo, que tras la pandemia no apunta a un crecimiento de salarios. La tecnología disruptiva, asimismo, da acceso a muchos bienes y servicios con costes y precios más baratos y a una creciente competencia que no facilita aumentos de márgenes en circunstancias de demanda fuerte, como parece avecinarse. Paradójicamente, para los países que no se adapten tanto a ese cambio puede haber subidas de precios con escaso crecimiento económico.

Pueden darse momentos de nervios con repuntes inflacionarios próximamente. Requerirán temple y acierto de los bancos centrales. Sin embargo, los fundamentos de una economía crecientemente digital, competitiva y con un mercado de trabajo con vulnerabilidades deberían conducir a una vuelta a la inflación cerca del nivel objetivo. Lo que también aplicaría a las expectativas sobre variaciones de tipos de interés, donde es difícil esperar cambios significativos en el futuro cercano.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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