Estados Unidos ha sido uno de los pocos países desarrollados en el cual ha habido una clara política de estado que no sólo trataba de fomentar que se siguiese quemando cuanto más petróleo mejor, sino que también optó por tratar de impedir que fuese la propia industria la que se organizase autónomamente para que el país implementase unos mínimos racionales en la lucha contra el cambio climático.
Pero ahora el candidato alternativo en las elecciones presidenciales de Noviembre, Joe Biden, ha venido para hacer saltar por los aires el idilio entre Trump y la extracción y quema petrolífera, y ha anunciado la promesa electoral de un plan multibillonario (de billones hispánicos) para liderar junto con Europa la esencial lucha contra el socioeconómicamente destructivo cambio climático.
La lucha contra el cambio climático ha venido siendo una obra representada entre bastidores, y con un escenario en el que se escenificaban sólo las (vanas) esperanzas
La lucha contra el cambio climático ha sido realmente un terreno en el que, a pesar de lo ineludible y de la emergencia, realmente la humanidad ha fracasado (por el momento) a la hora de reinventar su socioeconomía, para hacerla sostenible para el medioambiente y para sí misma. Porque algunos sectores siempre han venido denostando a los científicos tachándolos de “calentólogos”, muy a pesar de que nos advirtieron con sus modelos de la que finalmente se nos ha venido encima. Por si eso no fuera poco, además, los han llegado a ridiculizar tanto a ellos como a las evidencias científicas y los datos objetivos que aportaban, recurriendo a argumentos vacíos como que el planeta no se iba a acabar con el cambio climático. Ése no es sino un obvio y ramplón extremo que, si bien es cierto pues el yermo Marte sigue ahí, no es menos cierto que, si el cambio climático sigue su curso, va a desencadenar una era de fuertes cambios socioeconómicos brutale, que van a cambiar (a mucho) peor nuestro mundo y nuestra economía tal y como la conocemos.
Actualmente, en este tema estamos inmersos en un evidente proceso de auto-destrucción por el que, si bien el hombre como especie es casi 100% seguro que sobrevivirá, la realidad es que muy probablemente podrían morir millones de personas, y además se destruirá a raudales bienestar y riqueza socioeconómica. Y todo por no haber hecho los deberes a tiempo, y por no haber tratado de hacer nuestra socioeconomía sostenible para con el planeta tal y como lo conocemos, pues en torno a él nuestra economía se ha estructurado. Porque esa mutación por la que se pasó de negar el cambio climático en su día, a admitir ahora su existencia pero negar que sea debido a la actividad humana es algo que sigue sin estar justificado, especialmente tras la publicación de reveladores y contundentes datos como los del pragmático semanario económico The Economist, que en su artículo “El mundo está perdiendo la guerra contra el cambio climático” ya fue rotundo y concluyente respecto a la causalidad de la actividad humana. Pero los intereses ocultos y los poderes fácticos no podían sino hacer acto de presencia también en el tema del cambio climático, como lo hacen siempre que el hombre deja su rastro en cualquier asunto en el que está involucrado. Así hemos ido llegando poco a poco a una situación de emergencia climática que ya es insostenible, y podemos afirmar sin ambages que actualmente estamos fracasando estrepitosamente en la lucha contra el cambio climático (y aún así hoy en día hay cosas que nadie se ha preguntado).
Y es que, como siempre ocurre en este teatrillo en el que se ha convertido el mundo, una cosa es lo que se representa ante los ingenuos espectadores, y otra cosa muy distinta es lo que ocurre entre bastidores. Porque evidencias tenemos de que aquí hay sinsentidos para todos, como ha sido el que por ejemplo Trump adujese inicialmente que no quería dedicar ni un dólar de dinero federal a la lucha contra el cambio climático, porque según él no era ninguna emergencia ni mucho menos requería de inversiones públicas que no estarían justificadas. Lo contradictorio vino después, cuando fue la propia industria automovilística la que, por responsabilidad sectorial y socioeconómica, se puso de acuerdo de forma autónoma para poner en marcha políticas de reducción de emisiones por sí misma y sin coste para las arcas federales. Y entonces Trump sólo pasó a ponerles “palos en las ruedas” (nunca mejor dicho).
Lo cierto es que desde estas líneas hemos repartido análisis críticos tanto a anti-climáticos como a proclimáticos, puesto que ha habido cosas en ambos bandos que son criticables, como por ejemplo la malograda tasa de carbono europea. Pero este tema no va de plantearse un objetivo que realmente es ineludible para la supervivencia de nuestra socioeconomía y de nuestro bienestar tal y como los conocemos, sino de ver cómo podemos alcanzar ese objetivo con el mínimo impacto posible, porque de una u otra manera, obviamente algún impacto va a haber en un tema como el energético, tan masivo y tan imbricado en nuestra socioeconomía a todos los niveles. Así que resulta innegable que algo hay que (por lo menos) intentar hacer para no abrasarnos bajo el sol del clima más hostil, y ello implica que hay que reinventar nuestro futuro: en un proceso así de “clarividente” es donde errores como el carbonífero europeo son admisibles, porque lo de escribir el futuro nunca ha sido tarea fácil (ni que se consiga a la primera de cambios). Peor sería haberse quedado cruzados de brazos o incluso gesticulando “a verlas venir”, y no haber ni siquiera intentado hacer nada para solucionar un problema que no va a remitir, sino que sólo va a ir a (mucho) peor.
Y por cierto, que aquí tampoco hemos negado la colosal dificultad y lo también potencialmente muy dañino de pinchar la denominada como “Burbuja de carbono”, pero la cuestión es si tenemos otra alternativa a la defunción socioeconómica casi segura del cambio climático. En este sentido, hace unos años, el famoso estudio Stern ya estimó de forma bastante fundamentada (en aquel momento) que el impacto del cambio climático sobre la economía mundial alcanzaría hasta un 20% del PIB mundial, mientras que la el impacto de la propia lucha para paliarlo limitaría su impacto a un mucho más asumible 1% (visto con perspectiva, salía muy barato, puesto que un cisne negro como el Coronavirus ha tenido un impacto sobre el PIB mucho más masivo). Tal vez el “Guatemala” en este caso sea nuestra única opción frente al “Requete-guatepeor”. Y soluciones posibles parece que puede haber, como por ejemplo (las hojas de fotosíntesis artificial que hemos analizado aquí): el tema es que se necesita que nuestros dirigentes apuesten por ellas y las impulsen también desde instancias oficiales.
Para los (todavía) incrédulos respecto a la certeza del cambio climático, desde estas líneas también les hemos analizado cómo nuevos datos como los que está trayendo el parón de emisiones a raíz del confinamiento por el Coronavirus pueden acabar de convencerles de que en esto tenemos que ir todos juntos, y de que algo hay que hacer. Además, ya no es sólo por temas medioambientales y estrictamente de sostenibilidad socioeconómica en los plazos más largos: es que la “descarbonización” de nuestra economía es una oportunidad geoestratégica de oro para una superpotencia como Europa, que no es precisamente rica en petróleo y que depende de terceros países con regímenes censurables e incluso hostiles. Además esa “descarbonización” se basa en tecnologías en las que somos líderes, que podremos vender por todo el mundo, y que aportan una flexibilidad clave para nuestro propio sistema energético. Como muestra de hasta qué punto esto puede ser así y está haciendo que el mundo petrolífero se sienta existencialmente amenazado, tenemos la evidencia de que la “guerra del petróleo” ya está aquí; esa guerra en la que los productores líderes se están tirando los pozos petrolíferos a la cabeza por quedarse con los futuros restos del sector.
De Obama a Biden, pasando (de puntillas) por Trump, la historia de EEUU y la lucha contra el cambio climático está marcada por las idas y venidas
Y yendo ya el epicentro mundial de la lucha entre los pro-clima y los anti-clima, ese Estados Unidos que es el primer consumidor mundial de crudo ha sido un país en el que, administrativamente y en el tema del cambio climático, se ha pasado casi por todas las fases posibles. Inicialmente allí se negó tajantemente su mera existencia, para posteriormente admitirla pero justificarse en que no lo veían como algo que revistiese especial gravedad y así no establecerlo como una de sus prioridades. Después se vio que la cosa iba en serio, y se optó por alcanzar unos acuerdos de mínimos en el Tratado de París que ni eran ambiciosos ni aseguraban revertir la situación climática. Ya posteriormente EEUU ha abrazado el negacionismo más recalcitrante de la mano del siempre polémico presidente Trump, y ha optado no sólo por fomentar por todos los medios el seguir quemando petróleo a raudales, sino que como les decía incluso ha entrado a impedir que la industria autónomamente trate de reducir las emisiones ante la flagrante inacción de sus administraciones públicas.
Se podría decir que a nivel internacional, con la historia del cambio climático, todo empezó “oficialmente” con aquel Protocolo de Kyoto allá por 1997, cuando las naciones más desarrolladas del planeta acordaron reducir sus emisiones en una media del 5% para el periodo 2008-2012. A pesar de la laxitud de los objetivos propuestos, y dejando a un lado la gran variabilidad en los objetivos para los diferentes países, el senado de los Estados Unidos ya declaró inmediatamente que no iba a ratificar el tratado. Posteriormente, en 2001, el presidente George W Bush retiraría formalmente a los Estados Unidos del citado Protocolo de Kyoto. En 2005 dicho protocolo adquirió el rango del legislación internacional para aquellos países concienciados que se mantuvieron dentro de él. En 2008 cambiaron las tornas en EEUU, el presidente Obama pretendió recuperar el tiempo perdido, y anunció que Estados Unidos se reengancharía “vigorosamente” al tren de la lucha contra el cambio climático junto al resto del mundo. Y por cierto, ya en 2009 China sobrepasó a los EEUU como principal emisor mundial de gases de efecto invernadero, que no todo aquí es poca vinculación en esta lucha por parte de Estados Unidos (aunque posteriormente han logrado encomiables progresos).
Ya más recientemente, de nuevo en el marco multilateral de las Naciones Unidas como ya fuese el caso del Protocolo de Kyoto, en 2015 los principales países del mundo desarrollado firmaron el Tratado de París, de nuevo con la sonora ausencia (inicial) de EEUU. No fue hasta unos meses más tarde, ya en 2016, cuando la administración Obama acabó decidiendo unirse al tratado y sus objetivos en la lucha contra el cambio climático, y se reafirmó en propuestas anteriores de reducir sus emisiones en un 26-28% para 2025 (algo que hoy se ha hecho ya prácticamente un lamentable imposible). Realmente, a pesar del “bombo y platillo” con el que este tratado se anunció en todos los telediarios, lo cierto es que sus objetivos eran muy muy poco ambiciosos. De hecho, el tratado ni siquiera establece para ningún país unos objetivos concretos y vinculantes de reducción de sus emisiones de gases efecto invernadero; por el contrario, el acuerdo se limita a establecer unos objetivos difusamente planetarios, y a pedir a los diferentes países firmantes que establezcan acordes sus propios objetivos nacionales, cuyo seguimiento se debería hacer de forma obligatoria.
Y en 2017 empezaron ya las desavenencias más graves y la vulneración de los principios más básicos de la ineludible lucha contra el cambio climático. Como no podía ser de otra forma, vinieron de la mano (o más bien del puño) de ese siempre controvertido presidente Trump, que ya hizo visceralmente campaña incondicional a favor del petróleo y su consumo desaforado en las elecciones de 2016. Fue en 2017 cuando Trump ya anunció formalmente que iba a retirar a los Estados Unidos del Tratado de París. Trump dio la “buena nueva” en los medios proclamando que su retirada iba a crear miles de nuevos puestos de trabajo en EEUU, cuando lo cierto es que los datos apuntan a que podría acabar teniendo exactamente el efecto contrario. El mejor contra-ejemplo de ello a día de hoy está en una Europa que lidera la transición energética, y que, además de que ya vende sus tecnologías limpias por todo el mundo, las renovables y las energías limpias ya suponen en el propio Viejo Continente todo un sector que genera miles de empleos. Toda una (gran) ocasión perdida por Estados Unidos (o más bien por Trump), con un multimillonario coste de oportunidad echado literalmente por tierra en perjuicio de su economía.
Pero la “inconsciencia” de Trump respecto al cambio climático no se queda ni mucho menos ahí. Aparte de lo que les comentábamos ya antes acerca de cómo ha intentado parar por todos los medios incluso iniciativas responsables y autónomas por parte del propio sector automovilístico, la administración Trump ha echado la persiana escandalosamente a programas como el Sistema de Monitorización de Carbono de la NASA, o ha cerrado páginas emblemáticas como la de la Agencia de Protección del Medioambiente, además de haber forzado a eliminar las menciones al tema del cambio climático en múltiples sites federales. Es evidente que Trump ha hecho todo lo que estaba en su mano por frenar cualquier conato de lucha contra el cambio climático, sin ni siquiera preocuparse por estudiarlo con rigor: parece tener un objetivo muy preclaro, que estaría sospechosamente alineado con ciertos poderes fácticos.
Y ahora llega Biden para tratar de enderezar el rumbo y enmendar la terrible situación
Ahora parece que Estados Unidos puede acabar intentando cambiar definitivamente el curso de la Historia, y aunque el riesgo de que llegue tarde sea inasumiblemente alto, lo cierto es que no hay mucha opción aparte. Así, llega ahora a las presidenciales el esperanzador discurso de un candidato Biden que promete con liderar por fin con Europa la transición energética y la lucha contra el dañino cambio climático. Y es que una verdadera lucha contra el cambio climático no tiene mucho sentido sin el líder económico del planeta, por lo que, aunque tarde, el potencial giro sólo debe ser (muy) bienvenido. Esperemos que otras potencias como China refuercen su camino en el mismo sentido, y que establezcan objetivos de reducción de emisiones más ambiciosos, acordes a su posición de líderes emisores de gases efecto invernadero. Desde Europa podemos ayudarles con esas tecnologías limpias por las que apostamos decidida y visionariamente en su día, y en las que gracias a ello ahora somos líderes mundiales.
De esta manera, Biden podría poner fin a esa larga historia que les resumía antes entre Estados Unidos y el inexorable desastre climático, tras el traumático choque con la cruda realidad de la evidencia del cambio del clima que arrojan los datos más recientes que van aflorando, y que parece que a Trump ni siquiera le despeinan lo más mínimo. Finalmente, a pesar de los denodados esfuerzos de su administración, ha acabado por tomar forma una firme concienciación de los ciudadanos estadounidenses por su propia cuenta (y riesgo), con un clamor popular por “hacer algo” para tratar de revertir el cambio climático. En este interesantísimo informe de Pew Research, en 2016 ya un 38% de los adultos estadounidenses estaba convencido de que parar el cambio climático debía ser una prioridad socioeconómica fundamental; un porcentaje que en junio de este año ya se ha ampliado generosamente hasta alcanzar más del 60%, y al que además ya se han unido fraternalmente numerosas figuras incluso de las propias filas republicanas (algunas de renombre).
Pero hay que reconocer que el giro pro-clima no es sólo (anti)mérito de un visceral Trump que ha “metido (y mucho) la pata” en este tema, y de unos datos que ya muestran una realidad del cambio climático totalmente incontestable. Resulta innegable que tradicionalmente entre las filas demócratas siempre han sido mucho más conscientes de los temas medioambientales, entre los que se sitúa en el podio el tema de hoy. Así, el pasado Junio, los demócratas propusieron ya un plan para la acción climática en Estados Unidos que seguía la estela de Europa, y que ambicionaba que en 2050 dejasen de estar a la venta en el país los automóviles que emitiesen gases efecto invernadero. Pero llegando tan tarde como llegan, y juzgando además por la velocidad de crucero que los datos demuestran que ya ha alcanzado el cambio climático, mucho me temo que hay que hacer algo más si el objetivo es de verdad evitar el desastre.
Ese “algo” ahora parece haber sido abanderado con determinación por el candidato demócrata de cara a las presidenciales de Noviembre, Joe Biden. Este candidato será como quieran, tendrá las fallas que tenga (sobre todo de forma dirigida simplemente por ser la alternativa a Trump), pero por fin ha habido alguien en EEUU que ha decidido coger “el toro (ya muy bravo) por los cuernos”, y que trata de cambiar (o más bien de simplemente paliar) este desastre cierto tanto medioambiental como socioeconómicamente. Así, Biden ha anunciado un plan climático de nada menos que 2 billones de dólares (“billones” de los nuestros, no de los anglosajones), y que tiene por objetivo principal la lucha contra el desastre del clima; además lo aúna con la recuperación de la crisis pandémica. Entre las líneas maestras esbozadas para dicho plan, y de nuevo siguiendo la estela europea, Biden pretende promocionar el uso de energías limpias en el transporte, en la generación de energía eléctrica, y en el sector de la construcción, junto a otras propuestas diseñadas para además crear oportunidades económicas y reforzar las infraestructuras nacionales a la vez que se ataca al problema climático. Efectivamente, de esta manera los EEUU de Biden tratarían de hacer de la amenaza climática toda una oportunidad, tal y como ya consiguiera hacer Europa con su emergente sector de energías alternativas, que ya es todo un motor económico y energético de un Viejo Continente que ya inició hace años la transición energética (y lo que nos queda por progresar en ello y desarrollarla más aún).
Como no podía ser de otra forma, Trump ha salido a la palestra para cargar visceralmente contra Biden y su plan, y lejos de rectificar y reconocer que son políticas de ineludible futuro que él también debería optar por abrazar finalmente, ha exultado que el plan de su oponente está basado en falsedades y afirmaciones sin fundamento, tratando de tachar y de retratar a Biden y su plan medioambiental como radicales. Esto entra obviamente dentro del guion esperado, y especialmente por el hecho de que Trump, una vez que a la propaganda le falló su campaña de polarización poniendo enfrente a un Sanders radical que iba a espantar al electorado (en UK con el duelo Corbyn-Johnson les salió bien), Trump ya ha pasado agresivamente a seguir tratando de polarizar aún más a la sociedad estadounidense, y resucitando fantasmas del pasado ha afirmado que este plan de Biden es realmente incluso peor de lo que era la plataforma de Bernie (Sanders).
Por hoy, simplemente afirmar que, pese a sus innumerables fallas que tantas veces hemos expuesto desde aquí, Estados Unidos ha sido siempre un gran país, con una gran población, con grandes coches de grandes cilindradas, y donde muchos recurrían al cliché de que allí todo se hacía tan a lo grande que así pretendían sesgadamente apelar al sentimiento más patriótico, para acabar justificando que, desde instancias oficiales, la administración Trump haya optado ramplona y suicidamente por seguir quemando petróleo a raudales. No hay nada como tapar con banderas (aunque sean de color salmón y negro petróleo) los problemas del futuro, especialmente cuando ya has convencido a una masa crítica de la población de que el cambio climático era un quimera, antes de que los datos demostrasen que era evidente. La propaganda lo sabe, y una vez que alguien “se ha mojado” en sus círculos afirmando algo visceralmente, aunque ese “algo” se haya demostrado falso, la naturaleza humana a veces tan falta de auto-crítica hace que, si le ofrecen cualquier razonamiento por rocambolesco que sea, muchos lo van a abrazar ciegamente con tal de poder seguir afirmando infantilmente que ellos eran los que llevaban razón.
Afortunadamente, este colectivo tan destructivo socioeconómicamente no es mayoría tampoco en EEUU, y ese 60% mayoritario de estadounidenses conscientes del cambio climático está frotando sal en las heridas abiertas por la propaganda. Pero independientemente del giro, el tema es que, en lo que al cambio climático se refiere, lamentablemente, Estados Unidos no ha estado a la altura, o más bien no lo ha estado su última administración. Porque esperemos que en el futuro las generaciones venideras puedan hablar de estos años como “la era de la acción contra cambio climático”, y no como “la era del principio de la destrucción climática”, ya que a día de hoy todas las opciones están abiertas. Eso en el caso de que siga habiendo libros de Historia y no de Neohistoria, porque no duden de que, con un poco de propaganda, todo se puede reescribir, incluso los culpables de semejante desastre. No descarten que (de nuevo) los titulares reales de hoy acaben siendo en el futuro espetados visceramente como otro caso de prácticas «fake news», y que al final el responsable de tamaño desastre traten de que sea usted.
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