En mi última entrega en el Blog Salmón esbozábamos un decálogo para tratar de salir de la crisis provocada por el coronavirus sin fracturar los frágiles cimientos en los que se asienta nuestra economía.
Uno de los elementos críticos que destacábamos entonces era el impacto de un gasto público elevado en un contexto de reactivación moderada y menores ingresos tras una caída abrupta de la economía. Tratar de aumentar la presión fiscal de manera generalizada sobre los actores económicos y los ciudadanos para financiar ese gasto podría ahogar nuestra incipiente recuperación. La pregunta que debemos hacernos a estas alturas es, ¿podemos evitarlo?
Números rojos
El caso es que los números rojos de la economía española en 2020 fueron los peores de la Unión Europea, con un 11 % de déficit. Nos siguieron Malta (10,1%), Grecia (9,7%), Italia (9,5%), Bélgica (9,4%), Francia y Rumanía (9,2%). 113.172 millones de euros de exceso de gastos sobre ingresos públicos en el conjunto de las administraciones son una brutalidad. A ello debemos añadir que en su última actualización del cuadro macroeconómico, el Gobierno ha empeorado la previsión de déficit para 2021 del 7,7% de PIB al 8,4%, rebajando el crecimiento estimado en este año al 6,5%, estimaciones que por otra parte están sujetas a enormes incertidumbres, tal y como apuntábamos en un artículo anterior.
Por su parte, el pasado 11 de mayo la Airef estimaba, basándose en la «limitada» información proporcionada por el Gobierno en el Programa de Estabilidad y Crecimiento, el Plan Nacional de Reformas y el Plan de Recuperación, que el déficit estructural podría quedar en el 4,6% en 2024, esto es, por encima de los niveles anteriores a la pandemia (3,5% en 2019). Ello implica que, incluso con una economía en niveles de crecimiento precrisis, nuestra brecha estructural habría empeorado.
Nuestra posición fiscal de partida, en palabras de la Airef, «representa una dificultad añadida a la hora de afrontar los retos de la crisis». Y demos gracias al BCE de que la carga de de nuestra muy abultada deuda se mantenga contenida debido a unos tipos históricamente bajos.
Ante esta situación, el Gobierno plantea un incremento generalizado de la carga fiscal que, con independencia de mensajes más o menos confusos, medias verdades, globos sonda, rectificaciones y rodeos varios, afectará a todos los sectores económicos y a todos los ciudadanos en los próximos años. Una subida impositiva que, no olvidemos, acompaña a las servidumbres estructurales que vienen con los Fondos de Recuperación, y a la que nos vemos abocados por (i) tener una posición fiscal más débil en el momento de estallar la crisis, (ii) haber comprometido gastos para la próxima década siendo plenamente conscientes de dicha posición deficitaria y (iii) no contemplar a su vez reformas de calado sobre la necesidad, oportunidad y eficiencia de las numerosas partidas de gasto, claramente revisables, de nuestras administraciones.
Esta estrategia de lanzarnos en su momento por la senda de la expansión fiscal, sin emprender otros ajustes paralelos, se topó de repente con las enormes necesidades sobrevenidas derivadas de la pandemia, de tal manera que ahora nos encontramos en una trampa de muy difícil escapatoria si de verdad queremos retornar con garantías a unas finanzas públicas sostenibles.
Así, mientras otras grandes economías del euro como Alemania, Francia, Italia y Portugal han optado por rebajas fiscales para estimular la recuperación económica, nosotros parecemos abocados a seguir el camino contrario, tal y como hemos venido contando en esta casa (por ejemplo, comprar reseñas google). Algo que va a ser muy complicado de vender a un público demasiado saturado de lemas y promesas.
La apuesta de nuestros responsables económicos resulta bastante clara: fiarlo todo a una reactivación económica rápida que absorba el impacto de la subida fiscal y la traduzca en ingresos inmediatos, contantes y sonantes. De ahí la insistencia en la cuenta atrás hacia el objetivo de vacunación, la apelación a un futuro brillante, y el borrón y cuenta nueva oficial que pretende hacernos olvidar los largos meses de pandemia y su gestión. Una apuesta posible, pero todavía incierta y sobre todo muy arriesgada, pues lo que se está poniendo en juego no es otra cosa que nuestro futuro.
La buena gestión de nuestros recursos, esa asignatura pendiente
Nuestras administraciones públicas no se han caracterizado en general por su disposición a la sensatez y a la austeridad, entendida ésta como sobriedad y rigor en el gasto. Una disposición que casa muy mal con la naturaleza artificiosa del discurso político, proclive al exceso, a la culpabilización del contrario ideológico y a solucionar los problemas tirando de chequera ciudadana sin análisis previos rigurosos ni evaluaciones posteriores de resultados. Y es precisamente esta falta de consistencia la que hace tan impopular cualquier subida de impuestos, máxime cuando se apela a la responsabilidad e incluso al patriotismo de los contribuyentes.
Hace años escribí una entrada en mi blog personal, en la que formulaba cinco recomendaciones sobre la gestión de los recursos públicos que siguen plenamente vigentes, y mucho más en los tiempos que corren:
1) Cuando cualquiera de las administraciones decida prestar un servicio público (y me refiero a un verdadero servicio público), sus responsables deberían tener en cuenta:
- Que no se esté prestando ya por otra administración.
- Que el servicio corresponde exactamente a la necesidad que pretende cubrirse y no a intereses propios o ajenos.
- Que la relación calidad/precio del servicio a prestar sea la adecuada, y que además se garantice su financiación en el tiempo.
- Que la entidad que vaya a prestar el servicio esté correctamente dimensionada en infraestructura, medios materiales y personal. Un exceso de tamaño consume recursos financieros innecesarios que podrían emplearse en otros menesteres.
2) Los bienes públicos, obtenidos a través de impuestos, constituyen un verdadero tesoro para nuestra sociedad. Los cargos políticos y los funcionarios deberían tenerlo en cuenta a la hora de manejarlos, y obrar como un cajero cuidadoso con aquellos caudales que no son suyos. Pero también los ciudadanos deben utilizar los bienes y servicios públicos de forma cívica y responsable. Es una cuestión de derechos, pero también de deberes.
3) Los servicios inútiles, accesorios o duplicados deben eliminarse de inmediato. Cuestan mucho dinero, tiempo y esfuerzo, y no rinden utilidad alguna al ciudadano, sólo a las estructuras que los prestan y a los políticos que las dirigen.
4) Cuando una administración contrata, debe elegir siempre el medio más económico. Y como tal no se entiende necesariamente el más barato, sino aquel que resulta más adecuado a las circunstancias del caso.
5) Además de utilidad, la productividad de los medios públicos y de los trabajadores públicos resulta asimismo un factor clave. Si tenemos recursos materiales y humanos ociosos estaremos despilfarrando salarios, intereses del capital público invertido y amortizaciones fijas. Cuanto mayor sea la productividad de dichos recursos menor será el coste de los servicios prestados. Esto es válido para todo tipo de prestación: educación, sanidad, defensa, seguridad, etc. Aquí, la modernización y profesionalización de la carrera pública, la digitalización y la completa revisión de los procesos administrativos tienen mucho que decir.
Como apuntábamos entonces, durante décadas nos hemos contentado con un manejo rutinario y burocrático de nuestros recursos públicos, lo que ha coartado nuestras posibilidades de mejora. Si todas las administraciones públicas trabajaran intensamente en los cinco aspectos enunciados, otro gallo económico nos hubiera cantado ahora.
Y, por cierto, no tenemos que empezar de cero: algunos parecen haber olvidado que la Airef lleva años trabajando de manera muy seria y exhaustiva en la revisión de nuestro gasto público a través de sus spending review. Acordarse de nuestra Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal sólo para justificar futuras subidas de impuestos es un poco presentable «cherry picking». No nos hagamos trampas al solitario, porque al final, siempre acaban pagando los mismos. Como diría el profesor Rodríguez Braun: «usted, señora».