Introducción al debate sobre la economía europea ante los desafíos globales

La economía europea ha capeado mejor de los previsto las consecuencias de la pandemia, la guerra en Ucrania, la crisis energética y el giro copernicano de la política monetaria. Una recesión de gran magnitud ha podido evitarse, y las previsiones apuntan a una ligera recuperación en el transcurso del año, evidenciando una resiliencia notable.  

Retos globales

A medio plazo, sin embargo, las perspectivas generan dudas, especialmente en comparación con la trayectoria de otras grandes potencias. En primer lugar, por la magnitud de los desafíos globales a que se enfrenta la Unión Europea. Su modelo productivo se asienta en premisas que se han debilitado como consecuencia de las tensiones geopolíticas. La proliferación de medidas proteccionistas y la lógica de bloques regionales que toma el relevo del multilateralismo entorpecen el comercio internacional, potente motor del crecimiento europeo. Según estimaciones del Global Trade Alert, las restricciones se han multiplicado casi por 3 en los últimos cuatro años, acentuando la tendencia iniciada antes de la pandemia[1].

Por otra parte, la industria europea se asoma a una verdadera reconversión
como consecuencia de las disrupciones del suministro de energía rusa y la
reorganización de las cadenas globales de valor (el llamado fenómeno de “reglobalización”).
Las economías centroeuropeas están más expuestas a esta reconversión que las
del sur del continente, que disponen de abundantes fuentes de energía renovable
y son menos vulnerables a las vicisitudes de los intercambios con China. La
necesidad de contribuir a la lucha contra el cambio climático ante una opinión
pública concienciada es otro reto. Prueba de ello los dilemas que se plantean a
la hora de poner en marcha la agenda verde mediante un programa ambicioso de
reformas e inversiones para descarbonizar la economía.

Finalmente, los gobiernos se han comprometido a incrementar el gasto militar en un contexto de cronificación del conflicto bélico en Ucrania y de preocupación ante la solidez del sistema de defensa europeo.

La debilidad de la inversión frente a la abundancia del ahorro

En segundo lugar, no está claro que la UE disponga de los instrumentos para hacer frente a estos desafíos globales: todos ellos tienen en común la necesidad de intensificar el esfuerzo de inversión. Las estimaciones del gasto de inversión que sería necesario para alcanzar los objetivos de “autonomía estratégica”, sosteniendo simultáneamente la competitividad y la transición verde, superan los 700 mil millones de euros anuales[2]. Esto supone un 18% del total invertido actualmente.   

No obstante, la inversión es precisamente una de las asignaturas pendientes de la economía europea (gráfico 1). En los últimos cuatro años, la inversión productiva apenas se ha incrementado un 2,4%, frente al 7,9% de EE UU.


La debilidad de la inversión es paradójica, ya que Europa dispone de una abundante bolsa de ahorro que podría movilizarse. Así pues, una parte de ese ahorro se exporta, sirviendo para reforzar el capital productivo fuera de Europa[3]. Según los datos de inversión extranjera directa, la exportación neta de capital se elevó a 119 mil millones de euros en los tres primeros trimestres de 2023. Una tercera parte de esa fuga de ahorro se dirigió a EE UU , tal vez atraída por las jugosas subvenciones del Inflation Reduction Act o del Chips and Science Act. La capitalización de empresas norteamericanas con ahorro europeo sigue una trayectoria creciente (gráfico 2).


La segunda palanca atañe a la inversión nacional pública, especialmente si ésta ejerce un impulso multiplicador sobre la inversión privada. En este caso el escollo se encuentra en el escaso margen fiscal de la mayoría de los Estados, atenazados por el efecto conjugado de los elevados niveles de endeudamiento y la reactivación de las reglas fiscales, exigiendo un importante ajuste. Las cláusulas de salvaguarda previstas en estas reglas abocan a una reducción sin tregua de los desequilibrios hasta cumplir con los umbrales de deuda y de déficit. El elemento de flexibilidad que se incorpora para no perjudicar la inversión solo sirve para extender el periodo del ajuste, pudiendo pasar de cuatro a siete años.

El tercer instrumento consiste en potenciar la inversión europea financiada
de manera mancomunada. Esta política podría redundar en una nueva ronda de
fondos Next Generation pilotados por cada país, mejorando el marco de
ejecución para paliar las deficiencias que han podido aminorar el efecto
tractor sobre la economía. Otra opción consistiría en un programa gestionado
directamente desde Bruselas para financiar bienes públicos de interés general. Ambas
fórmulas, sin embargo, se fundamentan en un endeudamiento común, algo que choca
con la reticencia de los países frugales, que solo aceptarían compartir un programa
de inversión a condición de financiarlo sin deuda. Es decir, procediendo a una reasignación
del presupuesto europeo sin aumentar el volumen total de recursos: una
eventualidad que obligaría a recortar el gasto en agricultura (la sacrosanta
PAC) o en cohesión social.

Statu quo versus mayor integración

Habida cuenta de las discrepancias y a falta de iniciativas para facilitar
la inversión, un descuelgue de competitividad no sería descartable, amenazando
la sostenibilidad del modelo social europeo. Además, en el actual contexto de fragmentación
y de endeudamiento público, se ha desatado una inflación de “ayudas de Estado”
en los países que disponen de más capacidad fiscal. Este es un instrumento que tiene el inconveniente de ser disperso, no
estando a la altura de los potentes incentivos del Inflation Reduction Act,
además de entrañar un riesgo evidente de distorsión de la competencia en el seno
del Mercado Único.

Según la
Comisión Europea, el total de ayudas aprobadas en 2022 supera los 671 mil
millones de euros, es decir el 4,3% del PIB de la UE, frente a menos del 1%
antes de la pandemia. Alemania concentra más de la mitad de las ayudas, siendo
España uno de los países que menos han apelado al Marco Temporal de ayudas de
Estado en relación con su tamaño. La dilución del apoyo, y su asimetría entre
países, tiene un doble inconveniente de distorsionar la competencia y de reducir
los beneficios de conjunto para la UE. Esto ocurre cuando los países compiten
con subvenciones para atraer una misma inversión, como se ha visto por ejemplo
en el sector de semiconductores.  

En suma, solo
un escenario de mayor integración, con una profundización de la unión financiera y con mayores estímulos públicos,
ya sea nacionales o europeos, permitiría preservar la competitividad de la UE
ante los desafíos globales.                  

[Esta entrada es un resumen de la introducción que el autor ofreció en el acto ‘La economía europea ante los desafíos globales’, organizada por Funcas en el Parlamento Europeo, que contó con la participación de Miguel Gil Tertre, economista jefe de la DG de Energía de la Comisión Europea, Jonás Fernández, coordinador del grupo socialista en la comisión de Economía y Asuntos Financieros del Parlamento Europeo y Eva Poptcheva, vicepresidenta de la misma comisión y portavoz de Ciudadanos. Puede ver el video íntegro del acto aquí].


[1] Véase https://www.globaltradealert.org/.

[2] Este volumen de recursos es solo para cumplir con los objetivos de descarbonización, según el informe de la Comisión Europea, Strategic Foresight Report 2023 https://commission.europa.eu/document/download/ca1c61b7-e413-4877-970b-8ef619fc6b6c_en?filename=SFR-23-beautified-version_en_0.pdf

“>[3] La balanza por cuenta corriente de la UE arroja un importante superávit, evidenciando el exceso de ahorro frente a la inversión. Además, una parte de ese excedente de ahorro sirve para capitalizar empresas de terceros países (el volumen de los flujos de salida de inversión directa extranjera supera el de las entradas).     

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La economía española de la periferia al centro

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El cambio de paradigma de
la globalización, cuyo exponente más visible es el estancamiento de la locomotora
exportadora alemana, entraña algunas oportunidades para las economías que
ostentan una ventaja comparativa en los sectores de servicios. Este es el caso
de España, a tenor del buen comportamiento de las exportaciones de servicios no
turísticos como la consultoría, la construcción y algunas actividades
relacionadas con las nuevas tecnologías.

Se trata de actividades
menos afectadas por las trabas al comercio internacional que han ido proliferando
al calor de las tensiones geopolíticas, afectando sobre todo a las mercancías:
en los últimos cuatro años, el número de restricciones a los intercambios de
bienes se ha multiplicado casi por tres (según el FMI en base a informaciones
recogidas por Global Trade Alert).      

Los datos evidencian el gran salto adelante de este sector en España. Las ventas en el exterior alcanzaron el año pasado el 7,6% del PIB, es decir más de la mitad de los ingresos en concepto de turismo, pulmón tradicional de la economía. Por su parte, las importaciones de servicios no turísticos se han estancado, de modo que el saldo de nuestros intercambios arroja un superávit histórico cercano al 3% del PIB, cuando era casi nulo antes de la crisis financiera.  


La asombrosa subida en escala del sector tiene un impacto relevante a nivel agregado. Los servicios no turísticos, no solo apuntalan el sólido excedente externo que ejerce de colchón ante los vaivenes globales, también aportan oxígeno al crecimiento: más de la quinta parte del avance del PIB registrado en 2023 se debe directamente a la pujanza de estos sectores. En suma, el modelo exportador español se ha diversificado.  

Esta trayectoria, a todas luces favorable, obedece sin embargo a factores más o menos sostenibles. Por una parte, los costes laborales figuran entre los más competitivos en Europa, contribuyendo al buen posicionamiento internacional del sector. La Unión Europea presenta superávit a escala global en servicios no turísticos, pero nuestro excedente es proporcionalmente mayor. Además, España es junto con Portugal, Eslovenia y Eslovaquia —economías con costes laborales relativamente bajos— el que más ha incrementado su excedente.

Por otra parte, la
presencia internacional en algunos de estos sectores (caso de los servicios
profesionales, o de las actividades de software) se basa sobre todo en
la conectividad a la red, algo que se puede conseguir con empresas
relativamente pequeñas que son las más frecuentes en nuestro tejido productivo.    

En otras ramas, no obstante, el tamaño de las unidades de producción sí que importa, caso por ejemplo de las plataformas logísticas. Y, en general, conviene afrontar las barreras al crecimiento empresarial para consolidar el plus de competitividad. A este respecto el acceso a fuentes diversificadas de financiación, más allá de la que aporta la banca tradicional, es uno de los escollos más persistentes. Asimismo, la debilidad de la inversión en equipamiento y bienes de la propiedad intelectual es preocupante: este es un componente rezagado en comparación con los niveles prepandemia, cuando el esfuerzo inversor se sitúa ya netamente por encima de dicho nivel en el resto de la eurozona.

Salvo salto cuantitativo de la inversión, tanto física como en capital humano, el dinamismo de los servicios perderá fuelle o dependerá sobremanera de la perpetuación, socialmente cuestionable, de costes laborales bajos. La adenda a los fondos europeos puede servir de palanca, si bien por definición su despliegue prioriza la industria, la energía, dejando potencialmente de lado buena parte del pujante sector de servicios no turísticos. La clave está por tanto en la movilización a fines de inversión productiva de la bolsa de ahorro acumulado por el sector privado. De ahí la importancia de desatascar el proyecto previsto por Bruselas de unión del mercado de capitales, condición para conectar los excedentes financieros con las necesidades de desarrollo.   

EUROPA vs EE UU Y CHINA | La Unión Europea volvió a arrojar un superávit por cuenta corriente en 2023, de magnitud similar al excedente prepandemia, cercano a 340.000 millones de euros. Sin embargo, se observan importantes cambios en las relaciones con las otras grandes potencias: el superávit con EE. UU. se ha reducido un 55%, al tiempo que el déficit de los intercambios con China se ha multiplicado por dos. Durante el mismo periodo, la economía española ha incrementado su superávit en términos de cuenta corriente, como consecuencia de la mejora de la balanza con otros países europeos.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El modelo exportador español en una Europa que pierde terreno

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El sector exterior ha sido uno de los principales protagonistas de la recuperación reciente tras la pandemia, de manera similar a lo que sucedió después de la crisis financiera. España es el único de los grandes países de la Unión Europea que ha conseguido mantener simultáneamente un sólido superávit de los intercambios comerciales (cercano al 2,5% del PIB en el último año, con datos hasta el tercer trimestre, prácticamente lo mismo que la media del periodo 2015-2019), y un abundante flujo de entrada de capital extranjero. El doblete también ha aportado capacidad de resistencia y confianza ante las turbulencias geopolíticas de los últimos años. 

La cuestión es hasta qué punto estos resultados son sostenibles en el
tiempo. Para calibrarlo, en un mundo interconectado, conviene examinar nuestra
trayectoria a la luz de las transformaciones que atraviesan la economía
global. 

La más evidente: Europa, nuestro principal mercado de exportación y de atracción de inversiones, está perdiendo terreno en relación a los otros grandes bloques comerciales. El crecimiento de la zona euro lleva más de un año sin levantar cabeza, de modo que a duras penas supera los niveles de actividad prepandemia. El PIB se sitúa solo un 3% por encima del nivel alcanzado a finales del 2019, cuando la economía norteamericana ya se ha propulsado un 7,3% más allá de ese umbral. Y se vislumbra una divergencia aún más acusada en el próximo año. 


La locomotora exportadora europea parece haberse atascado, a tenor de la notable contracción del superávit exterior (desde el 2,8% del PIB en el periodo 2015-2019, hasta el 1,2% en 2023). El bloque es también menos atractivo para el capital productivo internacional. La inversión directa extranjera retrocede en términos agregados, aun con diferencias, ya que cae en Alemania al tiempo que sube en España. Mientras tanto, el capital fluye hacia el otro lado del Atlántico tras la aplicación de los potentes estímulos a la inversión y a la relocalización de empresas del Inflation Reduction Act. Europa no dispone de un arsenal comparable al que ha desplegado la administración Biden, ni de una estrategia coordinada, optando de facto por la competencia entre socios comunitarios, como lo evidencia la inflación de subvenciones nacionales, o “ayudas de Estado”, un instrumento poco eficaz que además desvirtúa el mercado único en detrimento de las economías con menos espacio fiscal como la nuestra.

Además del deterioro de la posición energética, Europa padece un
déficit creciente en sus intercambios de productos de alto valor añadido
tecnológico, particularmente con China. En 2022, dicho déficit alcanzó los
36.000 millones de euros, dejando atrás los excedentes de años anteriores. De
manera similar, el comercio de vehículos eléctricos es deficitario.

Así pues, tiene mérito que las empresas españolas hayan ganado terreno en un mercado aletargado como el europeo. Tarde o temprano, sin embargo, el auge de nuestras exportaciones empezará a languidecer. De hecho, ya se perciben síntomas de enfriamiento de los intercambios con la UE, como el ligero descenso de las exportaciones de bienes registrado hasta noviembre. Las importaciones, por su parte, se van recuperando, de modo que cabe esperar una contracción del excedente exterior para este año. Según el Panel de Funcas, el superávit que arroja nuestra balanza por cuenta corriente descenderá hasta el 1,5% del PIB. Este es todavía un saldo saludable.      

No obstante, a medio plazo, además de depender de un bloque comercial europeo
en declive relativo, nuestro aparato productivo se enfrenta al reto de
incorporar las nuevas tecnologías para mantener su posición competitiva. El
talón de Aquiles es la debilidad de la productividad, reveladora de la
dificultad a realizar la transición digital, amenazando con erosionar la
ventaja que disponemos en términos de costes de producción. Un viento de cola
que conviene preservar con consenso social y actuando sobre todas las palancas
que impulsan la productividad.

COMERCIO INTERNACIONAL | Las exportaciones cayeron un 0,7% hasta noviembre en relación a un año antes, arrastradas por los derivados del petróleo, las semi-manufacturas y los medicamentos. Por el lado positivo, destaca la recuperación de las ventas en el exterior del sector automotriz y la consolidada robustez de las de bienes de equipo. Las importaciones también experimentaron una caída a nivel agregado, del 6,8%, como consecuencia sobre todo del abaratamiento de las compras de energía. Con estas tendencias, el déficit comercial se situó en menos de la mitad en comparación con un año antes.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Final anticipado de la escalada de tipos de interés

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Ahora que la desinflación
se va afianzando, el impacto en la economía real del actual episodio de
endurecimiento monetario se ha convertido en la principal preocupación, de tal
modo que cabe preguntarse si no se le ha ido un poco la mano al BCE.  

Casi todos los factores de crecimiento se están agotando uno tras otro. El sobreahorro de los hogares ha desaparecido o se ha transformado en un activo financiero poco líquido, al tiempo que el encarecimiento del dinero reduce la demanda de crédito, uno de los determinantes de la inversión. Tampoco cabe esperar un fuerte impulso del exterior: los intercambios internacionales renquean, afectando sobremanera a la industria europea, muy dependiente de las exportaciones (la OCDE prevé un crecimiento escuálido del comercio mundial en los próximos dos años).

Por si fuera poco, las políticas presupuestarias están constreñidas por la próxima reactivación de las reglas fiscales europeas y las crecientes cargas financieras. La economía española resiste mejor que en el resto de Europa, pero la magnitud de nuestros desequilibrios presupuestarios nos aboca un esfuerzo de consolidación.    


Eso sí, los análisis coinciden en el papel destacado del mercado laboral como dique de contención. El empleo ha seguido creciendo, evitando una escalada de impagos de préstamos bancarios y sosteniendo la demanda. Esto explica que el consumo de las familias sea el principal artífice de la leve recuperación del crecimiento pronosticada por la OCDE para el año que viene. Sin embargo, el vaticinio depende de que el empleo siga aguantando, algo que no está garantizado: si los sectores con más dificultad para adaptarse a la transición energética o la desglobalización no recortan plantilla, es porque consideran que la desaceleración es pasajera.

Por ejemplo, la actividad
en las ramas de automoción y otro material de transporte ha descendido un 4%
desde la pandemia, cuando el empleo se ha mantenido (en el tercer trimestre del
presente ejercicio se situaba incluso un 1,5% por encima del nivel alcanzado en
el mismo periodo de 2019, según los datos de ventas de grandes empresas). Estos
sectores prefieren retener la plantilla, aun recortando la jornada laboral: un
comportamiento que se entiende en un contexto de declive demográfico, siempre y
cuando se mantengan las expectativas de una mejora de la cifra de negocios en
un futuro no muy lejano. De hecho, están apareciendo ya algunas señales
preocupantes a este respecto: véase la ligera caída del empleo en Francia en el
último mes, la también leve subida del paro en Alemania y la clara desaceleración
de la afiliación en España.

A medida que los precios
se moderan, los salarios podrían también recuperar algo de capacidad de compra y
estimular la demanda. No se trata de una espiral salarial tan temida por los
bancos centrales, sino más bien de un fenómeno de compensación puntual de poder
adquisitivo. En Alemania, por ejemplo, los salarios pactados suben entre un 2,5
y un 3%, excluyendo esas compensaciones transitorias y no consolidadas. En todo
caso, el IPC de noviembre confirma la menor presión de la inflación subyacente
(la que se obtiene descontando los componentes más volátiles del índice), tanto
en el conjunto de la eurozona como en España.

A corto plazo cabe
esperar todavía una inflación subyacente alta, y repuntes de IPC por los
efectos base. El BCE querrá comprobar que la trayectoria de los precios y de
los salarios es coherente con sus objetivos, de modo que no se espera un ajuste
antes de la primavera. A partir de ese momento, no obstante, los argumentos a
favor de un recorte de tipos de interés adquirirán más peso (pero ojo porque no
volveremos a la era del dinero casi gratis). Entre tanto, vendría bien una
inflexión en el discurso monetario para alentar las expectativas, y así sostener
los colchones de resistencia, entre otros el mercado laboral.

IPC | El descenso del IPC en noviembre (-0,5% en la eurozona y -0,6% en España), refuerza la tendencia a la moderación de la inflación. Durante la primera parte del año, el IPC registró un incremento medio mensual del 0,4% tanto en la eurozona como en España. En ambos casos, la tasa se ha reducido hasta el 0,1% en lo que va de segundo semestre. Además, la trayectoria es compartida por todos los socios de la moneda única. También se observa una convergencia entre países en el núcleo central de precios, excluyendo energía y alimentos.  

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Debilitamiento alemán

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Una de las imágenes de la semana fue la del canciller alemán Olaf Scholz con un parche —estilo pirata— en su ojo derecho, a consecuencia de una caída haciendo ejercicio. Ilustra para muchos la situación de la economía alemana, que está despertando creciente preocupación. Con un gran matiz: aunque sus datos coyunturales de crecimiento económico e inflación no son buenos, sigue presentando la menor tasa de desempleo de la UE. El debilitamiento económico alemán se produce dentro de un contexto de fortalezas productivas, que más de uno quisiéramos para nuestro propio país. Aun así, las señales provenientes del gigante alemán desde el comienzo de la guerra de Ucrania son inquietantes. También para el resto de países —como España— que son socios comerciales y comparten la UE y el euro. Alguien que conoce muy bien esta realidad, el influyente periodista económico Wolfgang Münchau, afirmaba hace unos días que “es el fin de la era alemana”.

Alemania presentó una tasa de crecimiento del 0,1 por cien en el segundo trimestre, después de la recesión de comienzo de 2023. Casi un año sin crecimiento. El último dato de inflación (agosto) es del 6,1 por cien, inusualmente alto y persistente para un país históricamente refractario al crecimiento de precios. Al impacto brutal inicial del encarecimiento de la energía y otros factores de oferta, siguieron efectos de “segunda ronda”, con significativo crecimiento de los salarios. Las malas noticias recientes sobre el sector constructor e inmobiliario —con una cierta “burbuja”— se añaden al entorno negativo.

En
febrero de 2022, cuando Rusia invadió Ucrania, se hicieron evidentes los
resultados de la errática política energética alemana de las últimas décadas.
Su enorme dependencia del gas ruso debilitó su competitividad industrial que,
en gran parte, parecía derivarse del uso intensivo de ese combustible barato.
Sustituir ese factor drenó muchos recursos y laminó parte de la fortaleza alemana.
Como en otros países europeos, importadores de energía, no haber diversificado
(i.e. centrales nucleares), al menos, durante la transición ecológica, ha
tenido consecuencias muy negativas.

Otras dudas apuntalan la flojera de la actividad económica alemana. La relación con China se ha vuelto más compleja. Hay crecientes impedimentos para las  exportaciones e importaciones con el gigante asiático. Afecta también negativamente el envejecimiento de la población germana y la gran dificultad para suplir vacantes en el mercado de trabajo, problema generalizado en muchos países. La falta de inversión —no solamente en seguridad y defensa— y la excesiva regulación son otros dos grandes obstáculos. Aunque el gobierno germano ha lanzado un plan fiscal para dinamizar la inversión y la economía, varios desacuerdos internos han desdibujado ese programa de gasto. Los aspectos positivos son el gran margen del Tesoro alemán para cualquier esfuerzo significativo de inversión —si llega el acuerdo político sobre el mismo— y las potencialidades que las reformas estructurales tendrían en una economía potente. Asimismo, la banca alemana —muy volcada en lo regional— debe encontrar su hoja de ruta para financiar proyectos transformadores de más alcance. Todo por el el bien de ese país y de la UE.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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La nueva vida de la política industrial

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Tras haber estado
denostada, la política industrial está operando su gran retorno en la agenda
pública. El desafío es mayúsculo para Europa, cuya estrategia se ha basado en
el mutilateralismo y la libre competencia dentro del mercado único. Un mantra
que ha empezado a resquebrajarse con la relajación de la normativa europea de
ayudas públicas. En 2022, el gobierno alemán aprovechó esa ventana de
oportunidad para dedicar nada menos que 163.000 millones de euros a
subvenciones y transferencias de capital —en buena parte a su aparato
industrial—, más del doble que antes de la pandemia, y cuatro veces más que
España.        

El giro responde en parte
a la naturaleza disruptiva de las transformaciones tecnológicas que atraviesan
el tejido productivo, particularmente en los albores de la Inteligencia
artificial. La urgencia de la lucha contra el cambio climático es otra
importante consideración. Pero el factor clave es geopolítico: la política
industrial es la columna vertebral de la pugna por el liderazgo tecnológico de
las principales potencias mundiales. 

Por fortuna España dispone de los fondos Next Generation para afrontar estos retos, unos recursos que conforman los principales ejes de su política industrial. Sin embargo, la experiencia pasada muestra que el éxito no está asegurado. Depende, en primer lugar, de la incorporación del punto de partida. Nuestra industria representa algo más del 13% de la economía, siendo el nuestro el único de los grandes países que ha conseguido elevar ese porcentaje en relación a la situación previa a la pandemia. Pese a ello, la industria tiene un peso menor que en Alemania (20,7%) e Italia (16,3%). Conviene, por tanto, concentrar los esfuerzos en los sectores donde nuestro tejido presenta una ventaja comparativa.


Estos sectores no son nada fácil de identificar —y esa es otra lección de la historia económica—, sobre todo teniendo en cuenta la rapidez de las transformaciones y por tanto la dificultad inherente a la hora de detectar desde el Estado los proyectos con más potencial. De ahí la importancia de inspirarse de las innovaciones que van surgiendo por las propias fuerzas del mercado en los ámbitos prioritarios para la política industrial, es decir las transiciones digital y verde. Concretamente, una parte de los 84.000 millones solicitados a la UE como parte del plan de recuperación podría desplegarse en función de las señales que aporta la financiación privada, para así ejercer de palanca y atraer nuevas inversiones en sectores prioritarios. Este es un instrumento que también se caracteriza por su agilidad, ya que el proceso de selección viene determinado por el interés de los inversores.

Otro factor crucial es la
complementariedad con los grandes centros universitarios, como lo evidencia la
industria farmacéutica española. La aportación de fondos europeos podría por
tanto estar condicionada a la formulación de proyectos conjuntos entre la
industria y la investigación, algo que, por otra parte, actuaría como acicate
para la atracción de talento investigador.

Las subvenciones directas,
incluso dentro de un proceso de licitación competitiva, tienen el inconveniente
de la lentitud de los procedimientos. Y se exponen al riesgo de competencia espuria
entre países miembros en su esfuerzo de atraer inversiones en sectores clave.
Este está siendo el caso de los microchips, con una espiral de ayudas que
podría ser perjudicial tanto para las arcas públicas como para la eficiencia de
conjunto: al final, podría “ganar” la ubicación que más subvenciones ofrece y
no necesariamente la mejor posicionada de cara al interés general.

Todo ello evidencia la
importancia de la buena articulación entre los instrumentos de política
industrial y las reglas fiscales y de competencia europeas. Unas reglas, en
vigor hasta la pandemia, que se formularon en el momento de mayor esplendor de
la globalización y de la supremacía del mercado como impulsor del crecimiento.
En la actual era geopolítica, sin embargo, la política macroeconómica es ya
indisociable de la estrategia industrial.    
 

COMERCIO EXTERIOR | Se mantiene la buena racha del comercio
exterior. En el periodo de enero a mayo, la balanza comercial (diferencia entre
exportaciones e importaciones de bienes) redujo su déficit hasta 14.800
millones, casi la mitad que un año antes. El déficit se explica sobre todo por
las compras de productos energéticos a países terceros. Los intercambios con
países de la UE, sin embargo, arrojan un superávit, que contrasta con el
déficit intra-comunitario de Alemania, Francia e Italia. Además, ese superávit
no para de crecer (8.600 millones este año frente a 6.999 en el pasado
ejercicio).               

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La transición digital y ecológica: un doble déficit

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Además de los shocks macroeconómicos generados por la inflación y el ajuste monetario, la economía afronta un doble cambio estructural: el giro en la globalización provocado por las tensiones geopolíticas, y la revolución de las tecnologías digital y ecológica. De momento, el modelo productivo español parece inmune a ambas transformaciones en términos agregados, a tenor del superávit de nuestros intercambios con el exterior —superior al 1% del PIB en 2022, pese al encarecimiento de la energía—. Este hito se explica, al menos en parte, por los reducidos costes laborales de las empresas españolas en relación a sus principales competidores.

Sin embargo, este resultado global no debería eclipsar una tendencia subyacente, a saber, el creciente déficit de nuestros intercambios tecnológicos, revelador de una debilidad estructural que, de no corregirse, pondrá en peligro el excedente del total de intercambios con el exterior. Durante los últimos años las importaciones de los bienes más representativos de la transición digital —teléfonos móviles y sus componentes, ordenadores y convertidores con electrónica de potencia— se han incrementado a un ritmo muy superior al de las ventas en el exterior. La consecuencia es que el desequilibrio digital que ya existía antes de la pandemia se ha agravado, hasta alcanzar cerca de 10.000 millones.

De manera similar y tal vez más preocupante habida cuenta de nuestra ventaja comparativa en recursos renovables, nuestros intercambios de tecnología ecológica —aproximada aquí por el comercio internacional de paneles fotovoltaicos, coches eléctricos y baterías de litio— se caracterizan por un importante y creciente déficit. La brecha se ha acrecentado hasta rozar los 7.200 millones. Con todo, la balanza total de la doble transición digital y ecológica arroja un agujero de 17.200 millones, casi 7.000 millones más que en 2019.


Bien es cierto que otros sectores compensan el deterioro (de ahí el mantenimiento del superávit a nivel agregado). Destaca el auge internacional de la industria del medicamento, que encadena los excedentes en sus intercambios con el extranjero. Este podría ser uno de los sectores más favorecidos por el proceso de relocalización de las cadenas de suministro, en respuesta a un mundo más polarizado que requiere de una mayor seguridad en el abastecimiento de productos esenciales. Los servicios no turísticos también mejoran su presencia en el exterior, paliando la cuasi desaparición del turismo durante la pandemia, y de esa manera contribuyendo notablemente al resultado de conjunto. Disponemos, por tanto, de sólidos factores de adaptación ante la nueva era de la globalización.

Pero a la larga no está claro que estos factores puedan compensar el creciente déficit tecnológico. Por ejemplo, es evidente que una mutación industrial hacia el vehículo eléctrico es imprescindible para preservar la aportación del sector automotriz a la economía del país. Otro caso es el de los paneles solares, cuya producción en nuestro territorio ayudaría a poner en valor los recursos renovales.

En todo caso, el desequilibrio del comercio tecnológico es revelador de algunas vulnerabilidades en nuestra capacidad de adaptación a las transformaciones digital y ecológica. Porque en esta gran mutación pierden peso los costes laborales como factor de competitividad. Y escalan los “intangibles” como la capacidad de innovación, la atracción de talento, la calidad del capital humano y la modernización de la organización del trabajo, así como la previsibilidad del entorno en el que operan las empresas, estimulando sus inversiones.

Los EE UU lo han entendido, desplegando un arsenal de incentivos de corte abiertamente proteccionista. Europa debe encontrar su propio camino dentro de una visión inspirada por el multilateralismo, pero acorde con los tiempos geopolíticos que corren y la necesidad de no quedarse atrás en la transición tecnológica. Nuestra economía dispone de activos naturales, especialmente en lo que atañe a la energía, y de los recursos europeos del Next Generation. El déficit tecnológico evidencia el camino que queda por recorrer para potenciarlos.

SALDO EXTERNO | Los datos de Aduanas hasta febrero apuntan a una reducción del déficit del comercio exterior de bienes, hasta 10.800 millones de euros (frente a 6.400 un año antes). Esta mejora obedece al abaratamiento de la factura de las importaciones energéticas y a la mejora del saldo de los intercambios de productos químicos, medicamentos y semi-manufacturas como el hierro y el acero. A la inversa, el superávit del comercio exterior de automóviles se ha reducido, mientras que en el caso de la maquinaria de oficina y telecomunicaciones, el déficit se ha agravado.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Inflación a dos velocidades

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La economía manifiesta señales inesperadas de fortaleza en este inicio de año y, sin embargo, la nueva dimensión que reviste el brote de inflación invita a la cautela. El empleo toma impulso, con un incremento de la afiliación que ha superado las expectativas (cerca de 67.000 puestos de trabajo creados en febrero, un ritmo que evidencia incluso a una aceleración desde el cierre del año). El principal indicador de coyuntura apunta a un crecimiento de la actividad (el índice PMI se sitúa en un nivel expansivo tanto en la industria como en los servicios), mientras que la confianza empresarial mejora, de modo que el primer trimestre podría acabar con un PIB netamente en positivo. La balanza de los intercambios con el exterior arroja un importante superávit, pese al turbulento entorno internacional. Y entra tanta o más inversión extranjera como la que sale del país: solo en diciembre, las entradas de capital fueron el doble que las salidas.

El problema es que la inflación no da tregua, y, sobre todo, que empiezan a evidenciarse los tan temidos efectos de segunda ronda, aunque de manera peculiar. La aceleración del IPC en febrero, tanto en España como en el conjunto de la eurozona, ha sido una sorpresa negativa. Se esperaba otro comportamiento, habida cuenta de los efectos indirectos positivos que cabía anticipar como consecuencia de la desescalada de los precios energéticos, de la incipiente moderación de la cotización de las materias primas agrícolas (los precios pagados por los agricultores españoles se redujeron en noviembre, último mes disponible) y la cuasi normalización de las cadenas de suministro. De ahí el frenazo de los precios industriales: en enero crecieron ligeramente por encima del 8%, tres veces menos que en el otoño. Pero la menor presión de los costes de producción no parece haberse trasladado a los precios pagados por los consumidores, al menos de momento.

Preocupa especialmente la fuerte subida de los precios de los servicios, un sector que no debería verse particularmente afectado por el encarecimiento de las materias primas, sobre todo en un contexto de moderación de los salarios. Sin duda, algunas empresas con poca exposición a la competencia internacional están en condiciones para trasladar todo el incremento de costes de producción a los precios. Pero desde el punto de vista de la economía, al proceder a un traslado total, generan efectos de segunda ronda, la bestia negra del BCE. Solo una repercusión parcial de los costes de producción a los precios de venta permite aminorar el riesgo de cronificación de la inflación, a la vez que asegura un reparto de sus efectos en el poder adquisitivo.


Podríamos por tanto estar asistiendo a una dualidad en el proceso inflacionario. Por un lado, algunos sectores, sobre todo en los servicios, pueden repercutir plenamente la subida de los costes a sus tarifas de venta, de modo que mantienen los márgenes o, incluso, en algunos casos los incrementan gracias al aumento de las ventas. En el lado opuesto, los sectores que operan en un entorno altamente competitivo, sobre todo en la industria, así como los salarios en general (salvo los que están indiciados), asumen la carga de la inflación. Esta circunstancia explica, por ejemplo, que en Alemania los actores sociales llegaran a un acuerdo de rentas plurianual en la industria.

En lo inmediato, la dualidad contribuye a la persistencia de la inflación y a la erosión de la capacidad de compra de los hogares. Y, a largo plazo, el impacto puede ser todavía más perjudicial, porque redunda en un descenso de la rentabilidad relativa de los sectores más expuestos a la competencia internacional, de vital importancia para mantener el superávit externo y dinamizar la productividad de nuestra economía.

La tarea se complica para el BCE, porque el endurecimiento de su política monetaria es susceptible de enfriar la demanda, sin poder incidir en la dualidad de precios que amenaza con desgarrar el tejido productivo.

SUBYACENTE | El IPC subyacente, que se obtiene descontando la energía y los alimentos frescos, se incrementó un 0,7% en febrero, impulsando la tasa interanual hasta el 7,7%. Si bien el INE no ha adelantado un desglose, es probable que el encarecimiento de los alimentos procesados sea el principal factor. La inflación subyacente también se acelera en el conjunto de la eurozona, con un incremento mensual del 0,9% y del 7,4% en términos interanuales. Destaca la presión de los alimentos procesados y de los servicios. Estos aceleran su subida hasta el 4,8%.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El auge internacional de la economía española

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La posición internacional de la economía española está experimentando una mejora notable —una tendencia que, de afianzarse con inversiones, reformas y un esfuerzo de contención de la inflación subyacente podría abrir una nueva etapa en nuestro desarrollo—. La manifestación más visible de este cambio es el sorprendente crecimiento de las exportaciones: cuatro de cada diez euros generados por la economía española provienen de la demanda externa, un 20% más que antes de la pandemia, y un 60% por encima del nivel anterior a la crisis financiera.

La tendencia no se desmiente pese al debilitamiento global en marcha. En 2022, con datos hasta noviembre, las ventas de mercancías en el exterior registraron un incremento apabullante del 24% —la mejor marca entre los grandes países de la Unión Europa— mientras que las exportaciones de servicios tuvieron un comportamiento aún más dinámico. Todo ello redunda en una progresión de la cuota de nuestra economía en el mercado global, avalada por la entrada de un volumen ingente de capital extranjero con fines productivos (más de 33.000 millones de euros hasta octubre en términos de inversión directa internacional, es decir, excluyendo los flujos de capital financiero).


El tirón exportador ha permitido amortiguar el impacto del shock energético y de su corolario en términos de encarecimiento de las importaciones. El resultado es que España es una de las pocas economías de la zona euro que ha conseguido mantener un superávit externo. Solo nos acompañan en ese ranking otros seis países, entre ellos Alemania, si bien en este caso con un excedente en fuerte contracción. A la inversa, Italia ha entrado en números rojos por primera vez en el último decenio y Francia ha agravado su ya abultado déficit.

Además, el comercio se está diversificando. Aparte de los sectores tradicionales como la industria agroalimentaria, la automoción y el turismo, que mantienen una presencia internacional relevante, destaca la pujanza de las exportaciones de medicamentos, bienes de equipo, energía y servicios profesionales.

Es pronto para determinar si la tendencia es sostenible en el tiempo, pero la moderación de los costes laborales unitarios registrada en los últimos años apuntaría en esa dirección, al menos a corto plazo. A este factor se añade ahora la ventaja de costes energéticos que entraña la disponibilidad de una potente infraestructura de gas licuado (de ahí el abaratamiento del precio del gas en el mercado ibérico Mibgas, en relación al europeo TTF), junto con el despliegue de inversiones en energías renovables. Por otra parte, algunos sectores como la farmacia se están beneficiando del acortamiento de las cadenas de suministro en reacción a los fenómenos de escasez generados por la pandemia. La intensificación del comercio entre España y otros países europeos también evidencia el giro hacia una “regionalización” de los intercambios, con múltiples beneficios para la economía española.

Estos resultados, si bien positivos, no están sin embargo traduciéndose hoy por hoy en una elevación paralela de las cotas de bienestar para la mayoría de las personas. La renta per capita, por ejemplo, se sitúa todavía por debajo del nivel prepandemia. Y en lo que va de siglo ha retrocedido en comparación con la media europea. Un ingrediente crucial para impulsar la convergencia hacia las sociedades más exitosas es la productividad, otro la creación de empleo de calidad, de ahí la importancia de una buena ejecución de los fondos europeos, de las reformas y de la modernización de la gestión empresarial. Sin duda todo ello llevará tiempo, y entre tanto será necesario preservar el plus competitividad, algo que pasa por prevenir la pugna entre márgenes y salarios en su afán por recuperar el poder adquisitivo perdido. Por tanto, el barómetro a vigilar en el año que se inicia será el IPC subyacente, y el legado del que se cierra: un preocupante 7%.

IPC | La desescalada del IPC se afianza gracias a la moderación de los precios energéticos, más acusada en España que en la mayoría de países europeos. En diciembre la tasa interanual armonizada se situó en el 5,5%, el mejor resultado de la eurozona donde el IPC creció una media del 9,2%. Sin embargo, la tasa subyacente registró un repunte hasta el 7%, una décima por encima de la media de la eurozona. Esta evolución refleja sobre todo el encarecimiento de los alimentos elaborados (16,4% en España versus 14,3% en la eurozona). 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Los fondos europeos y la realidad de la economía

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La llegada inminente de los fondos europeos plantea una cuestión clave: ¿cómo reaccionará la inversión interna, es decir la que determina el futuro económico del país? El esfuerzo de equipamiento se desplomó cerca de un 9% en 2020, y si bien las tendencias han sido positivas en lo que va de año, todavía resta camino para recuperar los niveles precrisis, y más aún para cumplir los objetivos de transformación del modelo productivo asignados por el Next Generation EU.

La acumulación de deudas en los sectores más afectados por la crisis disuade el esfuerzo de renovación del capital productivo. Muchos negocios se han sobreendeudado y, aún siendo viables, no pueden permitirse un incremento adicional de pasivos. Este podría ser el caso de algunas empresas del sector del turismo o de la restauración, que empiezan a levantar cabeza y mejorarían sus perspectivas si accedieran al crédito para acelerar su digitalización. Sin embargo, los 7.000 millones de transferencias directas que se habían prometido en marzo no han llegado, sin duda por un diseño inadecuado del dispositivo. El plan de recapitalización (pilotado por Cofides), dotado de 1.000 millones, se acerca más a las necesidades del momento. No obstante, al centrarse en las empresas medianas no cubre el grueso del tejido empresarial.

Gráfico 1

Gráfico 2

 

Pero el resorte más poderoso de la inversión es el factor psicológico, especialmente en el entorno volátil generado por la imprevisibilidad de la pandemia y un hipotético regreso de las restricciones. Buena parte de la industria, del sector agroalimentario y de los servicios profesionales, relativamente poco afectados por la crisis, están ya en plena recuperación y disponen de suficiente liquidez para invertir. Los últimos datos de comercio exterior evidencian la trayectoria favorable de estos sectores. Las exportaciones se incrementaron en mayo un 5,3%, o más del 55% en tasa interanual, mejorando la locomotora alemana ( 36%). Todo ello ha servido a amortiguar la casi desaparición hasta fechas recientes del turismo, lo que explica el mantenimiento de un sólido superávit externo incluso en los momentos más oscuros del estado de alarma.

Por tanto, el potencial de equipamiento es colosal: las empresas que gozan de buena salud han acumulado nada menos que 35.000 millones de activos financieros líquidos. De momento esos excedentes han ido a engrosar las cuentas bancarias en vez de invertirse en la economía real —consecuencia del clima de incertidumbre—. Un cambio de expectativas redundaría en la transformación de ese sobreahorro en proyectos de inversión, generando un estímulo para la economía más potente del que se espera de los fondos europeos.

En teoría, los incentivos deberían empujar en esa dirección, ya que el interés aportado por los activos financieros es casi nulo, o incluso negativo habida cuenta de la inflación, mientras que el rendimiento medio que se puede racionalmente esperar de una inversión productiva es positivo. El BCE pone lo que puede de su parte, recompensando a las entidades bancarias que conceden préstamos a largo plazo, mayormente orientados a la inversión (los llamados TLTROs). Pero las empresas prefieren ahorrar. Todo porque en la práctica la incertidumbre sigue omnipresente, generando comportamientos de cautela.

La existencia de un potencial latente de inversión productiva tiene consecuencias para el manejo de los fondos europeos. Uno, la gestión de las expectativas es crucial para maximizar el impacto de los fondos. Para ello, la clave está en la previsibilidad de las políticas públicas. Y su coherencia: de poco sirve anunciar grandes proyectos de energías renovables, si el marco tributario y regulatorio no las acompaña, para así alinear los incentivos de mercado con los objetivos del Plan de recuperación. Dos, conviene priorizar los componentes más transformadores del Plan, por el mayor efecto tractor sobre la inversión latente y el conjunto de la economía. Sin duda esto conlleva una ejecución más dilatada en el tiempo, pero con una recuperación ya en marcha, el estímulo fiscal es menos relevante que los efectos de largo plazo.

FAMILIAS | A diferencia de las empresas, los hogares se han desendeudado desde el inicio de la crisis. Según las cuentas financieras divulgadas por el Banco de España esta semana, los pasivos se redujeron en 16.500 millones euros entre el cuarto trimestre de 2019 y el primero del presente ejercicio. Por otra parte, al igual que las empresas, las familias acumularon activos financieros en forma de efectivo y de depósitos, por una cuantía de 79.000 millones. Esta evolución refleja la compresión del gasto durante la pandemia, impulsando el ahorro familiar hasta máximos de la serie histórica.


Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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