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La debilidad de la inversión, ¿ha venido para quedarse?

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La semana pasada, en una jornada de trabajo organizada en el marco del Observatorio Funcas de la Empresa y la Industria (OFEI), tuvimos la oportunidad de discutir sobre la situación de la inversión en España. Aunque el título del evento, “Debilidad de la inversión empresarial: a la búsqueda de explicaciones”, ya indicaba cierta preocupación por la situación, el objetivo —más allá del pesimismo insinuado— era realizar una diagnosis rigurosa de lo que está sucediendo con esta variable.

El objeto del análisis era la paradoja que experimenta la economía española, consistente en que, a pesar de sus buenos resultados en términos de crecimiento, la inversión no ha alcanzado todavía los niveles prepandemia (gráfico 1). La inversión es una variable con efectos a medio y largo plazo y, por tanto, se puede posponer o adelantar dependiendo de las condiciones del mercado. Evidentemente, la escalada de los tipos de interés no ha ayudado a impulsarla; sin embargo, como ya se ha explicado, los tipos de interés han crecido de la misma manera en el resto de las economías de la zona euro y no presentan un patrón tan débil como el español. Además, en la segunda mitad del año pasado, la estabilización de los tipos debería haber contribuido, al menos, a contener la caída en la inversión, cosa que solo se ha observado en el primer trimestre de 2024. En todo caso, los primeros trimestres de los últimos tres años han mostrado un buen comportamiento, por lo que es bueno tomar perspectiva con un período de análisis más extenso.


Se recordará que, a comienzos de siglo, la denominada inversión no productiva —en construcción y vivienda— estuvo creciendo de forma desmesurada, alcanzando el 20,7% del PIB en 2006, lo que impulsó el esfuerzo total en inversión al 30,0% del PIB ese mismo año. La crisis surgida de la Gran Recesión provocó un ajuste sin precedentes en esta partida hasta tocar fondo en 2013, cuando el esfuerzo total había caído al 17,4% (cuadro 1). La reestructuración fue tal que la inversión productiva superó ligeramente a la inversión en vivienda y construcción, dando lugar a una composición de la inversión más equilibrada, manteniéndose así hasta la pandemia. Hasta aquí, una historia bastante conocida. Lo que no lo es tanto es la debilidad que ha mostrado la inversión productiva desde entonces, pues no es capaz de seguir la senda de crecimiento de la economía general. De hecho, en 2023 esa debilidad ha llegado a provocar que la inversión productiva solo represente el 8,8% del PIB, el mínimo desde 2014.


Entre las razones que se argumentan para explicar la débil trayectoria de la inversión destaca el acceso a la financiación o los elevados costes energéticos, y está tomando protagonismo el riesgo regulatorio y la incertidumbre sobre el futuro. De hecho, el factor que el último informe del Banco Europeo de Inversiones señala como la mayor barrera en el largo plazo para las decisiones de inversión es precisamente la incertidumbre. El 83% de los empresarios españoles indican que la incertidumbre les está influyendo negativamente a la hora de invertir. Y mientras en España el 60% de los empresarios asegura que la incertidumbre representa un obstáculo muy fuerte para su inversión, en el conjunto de la UE no llega al 40%.

Un ejemplo muy claro que pone de manifiesto el freno que está imponiendo la incertidumbre es el comportamiento de la inversión en “material de transporte”. Esta es la componente que más ha retrocedido en la formación bruta de capital fijo. En el primer trimestre de 2024 muestra un nivel (real) un 12,5% inferior al de 2015 (gráfico 2). Uno de los problemas a los que se enfrenta este tipo de inversión es la cambiante regulación sobre la transformación necesaria para descarbonizar el sector de transporte, y a esto se debe añadir que todavía el vehículo eléctrico en el transporte de mercancías solo es una realidad en los vehículos de menor capacidad. Pero incluso en las flotas de las empresas que solo precisan de turismos, se observa que el desarrollo en España está siendo mucho más lento que en la media europea. El gráfico pone de manifiesto de manera contundente que los agentes económicos españoles están posponiendo su decisión de inversión en vehículos, a pesar de las numerosas ayudas que se han puesto en marcha a través de los planes Next Generation para la sustitución del parque automovilístico de las empresas.

No todo son malas noticias sobre la inversión productiva. La inversión en activos inmateriales, que incluye la inversión en investigación y desarrollo, sí crece, y lo hace a buen ritmo, pues en el primer trimestre de 2024 es un 7% más elevada que la registrada en el mismo período de 2020. Por tanto, parece claro que donde se está teniendo más reparos es en la inversión en activos materiales. En concreto, cuando se analiza el patrón de inversión de los sectores institucionales españoles, se comprueba que los programas Next Generation sí han contribuido al aumento de la formación bruta de capital fijo en el sector público, que había estado cayendo antes de la pandemia, pero aún no está teniendo un efecto positivo en la inversión empresarial. Lo que se debería esperar en el futuro es que este impacto positivo también llegue al sector privado empresarial y reactive la inversión en activos materiales.

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Robert Wilson y Paul Milgron reciben el premio Nobel de Economía por poner la teoría de subastas a trabajar

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Si buscan polémica, háganlo en las páginas de política o internacional de
los medios. El premio Nobel de Economía de este año es incontrovertible. Robert Wilson y Paul Milgrom (el orden se debe a que uno fue el mentor del otro) son
dos de los mejores economistas teóricos vivos. El galardón les ha sido
concedido por sus contribuciones a la teoría de subastas y el diseño de nuevos
formatos de subastas. Si estiran un poco e insisten en discutir el premio, podrían
objetar que hay otros grandes economistas que pueden reclamar ser pioneros de la
teoría de subastas, o que había otras contribuciones de Milgrom y Wilson que igualmente
hubieran merecido el reconocimiento. Pero la academia sueca acierta: el impacto
de ambos en la teoría de subastas es inmenso. Si acudimos al título de un libro
de Paul Milgrom, ellos pusieron la teoría de subastas a trabajar. Sus ideas nos
han permitido introducir competencia en el sistema eléctrico o asignar las
licencias de espectro de una forma eficiente, obteniendo además recursos para
el sector público y mejorando el bienestar de todos.

Wilson fue pionero en investigar las subastas de valor común. Las
subastas de arte que vemos en las películas son el ejemplo paradigmático de
subastas de valor privado.
Cada coleccionista valora el cuadro de forma diferente. Sin embargo, cuando subastamos
licencias de telecomunicaciones, campos petrolíferos o pensamos que los
coleccionistas pueden revender el cuadro, parece mejor asumir que, en gran
parte, los participantes comparten una valoración común y que, si difieren
entre sí, es por la incertidumbre sobre el valor del bien. En este contexto
aparece la “maldición del ganador”. El más optimista termina ganando la subasta,
pero perdiendo dinero, dado que el valor real de lo subastado estará más cerca
del valor medio de las estimaciones que de la más alta. Este fenómeno no es de
equilibrio, pero reduce los beneficios del subastador. Los agentes son
racionales; al pujar las compañías de telecomunicaciones se asesoran con
expertos, anticipan esta maldición y pujan menos cuanto mayor es su desventaja
informativa. Por eso, es óptimo para el subastador reducir al máximo la
incertidumbre sobre el valor del bien, no solo revelando información, sino también
permitiendo que los participantes agreguen su información durante la puja. En la
práctica esto significa apostar por formatos de subasta abiertos, donde los
participantes observan el comportamiento de los demás, aprenden y reducen su
incertidumbre. En un muy citado artículo, Milgrom (con R. Weber) generalizó
esta teoría para valoraciones interdependientes (con componentes privadas y
comunes), lo que describe bien muchas adjudicaciones reales: la incertidumbre
sobre la demanda afecta a todas las empresas que pujan por una licencia, pero
entre ellas existen diferencias de eficiencia.

Pero lo más importante de Wilson y Milgrom es que pusieron sus ideas a
trabajar y cambiaron nuestras vidas. En 1994, junto con otros economistas,
convencieron a los reguladores americanos para asignar el espectro
radioeléctrico[1] a través de una subasta
abierta con múltiples rondas. El problema era complejo, las valoraciones eran
interdependientes y además había complementariedades geográficas entre las
licencias. Sin embargo, la subasta fue un éxito, se recaudaron más de 20.000
millones de dólares y —lo más importante— los estudios posteriores demostraron
que la asignación del espectro fue razonablemente eficiente. Mucho mejor que
con los medios utilizados con anterioridad (concursos y loterías). Había
comenzado la época dorada del diseño de subastas.


[1] Un análisis sobre la teoría de subastas, las técnicas para el diseño óptimo
de mecanismos de adjudicación y el uso de la teoria en la asignación del
espectro radioeléctrico en España puede encontrarse en
este artículo
.

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