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Pobres avances al año del informe Draghi

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Hace poco más de un año, dos informes de gran calado sacudieron el debate económico europeo: el de Mario Draghi, ex presidente del BCE, y el de Enrico Letta, ex primer ministro italiano. Ambos textos coincidían en un diagnóstico claro: la Unión Europea necesita un salto cualitativo para afrontar la competencia global, reforzar su soberanía económica y modernizar sus estructuras productivas. Sin embargo, doce meses después, el balance es desalentador. El informe de Draghi advertía de la urgencia de acometer una verdadera estrategia industrial europea, capaz de reducir la dependencia tecnológica y energética. El de Letta ponía el foco en el mercado único, subrayando que sin completar su integración en ámbitos como la energía, las telecomunicaciones o los servicios financieros, la UE quedaría rezagada frente a Estados Unidos y China. Ambos documentos planteaban un mensaje común: Europa debe pensar en grande y actuar con rapidez.

Como cabía esperar, la reacción inicial fue positiva. Las instituciones comunitarias y numerosos gobiernos reconocieron la relevancia de lo que se proponía. Se multiplicaron los discursos a favor de una agenda industrial común, de la autonomía estratégica y de una mayor inversión en innovación. Sin embargo, el paso de las palabras a los hechos ha sido mínimo. Las razones de esta parálisis son varias. Por un lado, la fragmentación política ha frenado los consensos. El Parlamento Europeo saliente y la renovación de la Comisión Europea han hecho que las prioridades se diluyan en la transición institucional. Por otro, los Estados miembros siguen divididos entre los que defienden un mayor intervencionismo comunitario y los que se resisten a mutualizar riesgos o ceder soberanía económica.

El resultado es que la UE sigue igual de lejos de un verdadero presupuesto para financiar, entre otras cosas su transición tecnológica y energética, más allá de los fondos extraordinarios del Next Generation EU, cuyo impulso se agota. Tampoco se han dado pasos firmes en los proyectos estratégicos como semiconductores o IA. Draghi alertaba de que la ventana de oportunidad era reducida: o Europa se reindustrializa y fortalece su mercado interno, o verá erosionada su capacidad de influencia global. Y Letta subrayaba que sin completar el mercado único en sectores estratégicos, las empresas europeas no podrán competir con suficiente escala con sus rivales globales, EE. UU. y China, que durante este año han consolidado su liderazgo aún más. Ambas advertencias siguen plenamente vigentes, pero las respuestas políticas han sido tímidas.

La UE necesita más que nunca decisiones audaces: una política industrial común, un presupuesto a la altura de sus ambiciones y una gobernanza que permita actuar con mucha más rapidez. El tiempo continúa corriendo casi a velocidad de vértigo sobre todo en tecnología y la inacción se convierte en un lujo que Europa no puede permitirse.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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Cómo contener la deuda: experiencias recientes

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La manera de abordar los desequilibrios presupuestarios es una cuestión tan compleja como controvertida políticamente, pero la diversidad de experiencias del último lustro —alejadas algunas de ellas de la doxa de la crisis financiera— aporta lecciones relevantes para países como España que, contrariamente a otros, disponen todavía de un margen de maniobra.

Los aprietos de Francia muestran que no hay que fiarse de los mercados. El país está otra vez al borde de la crisis política surgida precisamente por el impasse presupuestario, con una prima de riesgo netamente por encima de la española y acercándose a la que soporta Grecia. Pero hace tan solo dos años, cuando la deuda sobre PIB se situaba ya en niveles próximos a los que conocía nuestra hacienda pública, las agencias de rating reiteraban su confianza. Los déficits han ido acumulándose paulatinamente, pero el deterioro de las expectativas ha sido súbito, incluso en el seno del Gobierno galo cuyo ministro de Hacienda alertó esta semana acerca de un posible rescate del FMI.


Frente a la molicie, tampoco sirven ajustes draconianos cuando lo que necesita la economía es recuperar competitividad: desde hace dos años Finlandia aplica un programa de recortes de gasto público que parecen estar ejerciendo un impacto recesivo a corto plazo, necesitando nuevos ajustes. La inversión se ha desplomado (con una caída acumulada del 7,4% desde la entrada en funciones del nuevo Gobierno en 2023), y la ratio de deuda pública sobre PIB sigue imparable. En comparación, Dinamarca y Suecia se caracterizan por la frugalidad de sus Estados, aligerando la deuda, pero sin apretar demasiado el cinturón y manteniendo el tirón de la demanda privada y de las exportaciones.

En la práctica, el mix de políticas es diverso, ya que depende del punto de partida de cada país. El desendeudamiento de Portugal registrado en los últimos cinco años procede del incremento de la recaudación y del mantenimiento del gasto en relación al PIB. Dinamarca y Suecia, por su parte, han realizado ajustes tanto de ingresos como de gasto. En todos los casos, la fórmula solo puede sostenerse en el tiempo si se genera un contexto favorable al crecimiento. Prueba de ello, la estrategia de Alemania ha pasado por contener sus desequilibrios a expensas de la inversión en infraestructuras, cuyas carencias contribuyen a explicar el debilitamiento de la potencia industrial.

España ocupa una posición intermedia. La deuda oscila en torno a un año de PIB, pero el déficit de las administraciones converge hacia el umbral del 3%, alejando el riesgo de aplicación del procedimiento por déficit excesivo. Además, la corrección se está realizando sin que descarrile el ciclo expansivo: los mercados lo premian con primas de riesgo a la baja. Ahora bien, no cabe la autocomplacencia. La mejora procede sobre todo del empuje cíclico de los ingresos. Apenas se han abordado las raíces estructurales de los desvíos, particularmente en materia de pensiones: la inmigración aporta un plus transitorio de ingresos al sistema, sin corregir el déficit subyacente.

Además, las sucesivas prórrogas presupuestarias entorpecen, cuando no impiden, la adaptación de la política fiscal a las necesidades de la economía, por ejemplo, en materia de vivienda o de natalidad, algo que podría afectar el crecimiento a medio plazo. Persisten ineficiencias y trabas en la utilización de los fondos europeos, que explican la brecha entre el elevado grado de ejecución de los recursos (según los datos oficiales) y la realidad de la inversión empresarial, mucho más prosaica. Y el trágico episodio de incendios forestales evidencia la necesidad de reforzar la coordinación entre administraciones en materias de interés común.

En suma, el buen momento económico no es óbice para descuidar los deberes de política fiscal que se acumulan año tras año. La experiencia internacional tanto como las amarguras de nuestra propia historia muestran que no se trata de proceder a ajustes drásticos, sino de acompañar las transformaciones en ciernes.

DEUDA | En contra de lo que se temía, la política de reducción de activos iniciada por el BCE en 2022 no ha dificultado la colocación en el mercado de títulos de deuda pública española. Desde 2022, la deuda en circulación ha aumentado en cerca de 200.000 millones de euros, al tiempo que el banco central ha reducido su cartera en 56.000 millones, de modo que los mercados, liderados por los inversores no residentes, han incrementado su exposición en 256.000 millones. Pese al fuerte aumento de la oferta de bonos, la prima de riesgo ha tendido a reducirse.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El acuerdo comercial con EE. UU.: asimetría y contrapesos

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La respuesta de la diplomacia económica europea a la ofensiva arancelaria de Trump ha generado decepción, pero un análisis pormenorizado de los hechos permite vislumbrar nuevas oportunidades que deberíamos aprovechar para que no cunda el pesimismo. 

Si bien el arancel general es del 15%, y no del 25%, la divulgación en fechas recientes de los detalles del acuerdo sellado en el campo de golf del magnate republicano deja una imagen de debilidad del ejecutivo comunitario. El acuerdo es perfectamente asimétrico: nuestros envíos a EE. UU. se enfrentan a un incremento abrupto de tarifas, cuando en sentido inverso nos comprometemos a suprimir los gravámenes sobre las importaciones de productos industriales y a suavizar todo tipo de normativas que, sin embargo, seguirán aplicándose a la producción europea. Las exigencias también pasan por multiplicar las compras de gas y de armamento norteamericano. 

Persisten, además, numerosas zonas grises, de modo que el acuerdo no despeja la incertidumbre que pesa como una losa sobre sectores clave como el automóvil, la industria farmacéutica (salvo los medicamentos genéricos) o la agroindustria. La caída de los envíos transatlánticos, perceptible en los meses previos al acuerdo, podría agravarse.

La buena noticia es que la economía europea, y particularmente la española, está capeando la ola proteccionista mejor de lo que se había vaticinado. El consumo de las familias resiste, y se afianza el ciclo de inversión en vivienda, contrarrestando los vaivenes globales. Sobre todo, surgen nuevas tendencias en el plano del comercio internacional que conviene entender para no sucumbir a la percepción de vasallaje total a EE. UU. 

En primer lugar, el comercio en el seno del bloque comunitario parece estar saliendo de su letargo: los intercambios en entre miembros de la eurozona se incrementaron un 4% en el segundo trimestre, impulsando la cuota de mercado de los exportadores españolas. Es pronto para determinar si el repunte es transitorio o traduce una mayor integración europea en reacción a las inclemencias del contexto internacional. En todo caso, quedan muchas reformas por acometer para revertir la fragmentación y reforzar la capacidad de negociación frente a las grandes potencias. 


Sorprende, por otra parte, el dinamismo de los intercambios con un conjunto heterogéneo de países o regiones, entre los que destacan Reino Unido, África, Oriente Medio, India, Vietnam y algunas economías de América Latina. El deterioro de las relaciones transatlánticas centra toda la atención, pero hay vida debajo del radar mediático: nuestras exportaciones hacia el “resto del mundo” (que engloba el total no comunitario, a excepción de EE. UU. y China) aumentaron un 7,2% en el segundo trimestre, y el rebote alcanza el 14% desde inicios del año pasado. Exportamos hacia ese grupo de países casi diez veces más que a EE. UU., evidenciando los beneficios que aportaría un estrechamiento de las relaciones con estados o bloques comerciales que comparten la aspiración a una relación basada en la regla de derecho. 

Preocupa, eso sí, el desequilibrio desbocado de los intercambios con China: las exportaciones europeas hacia el gigante asiático se desplomaron un 11,3% en el primer semestre, mientras que las compras de productos chinos se elevaron un 13,7%, agravando el déficit. Todo apunta a que los exportadores asiáticos, con el apoyo de su Gobierno, intentan compensar en el mercado europeo el endurecimiento de la política comercial de Trump o el estancamiento de su mercado interno. 

En suma, la lógica geopolítica, inspirada en relaciones asimétricas de poder, está sustituyendo a la regla de derecho como fundamento del sistema multilateral, con impactos de momento limitados, pero que se harán más evidentes con el tiempo, en consonancia con las premoniciones de Albert Hirschman. Conviene, sin embargo, reforzar los contrapesos que se desprenden de las tendencias más recientes, tanto en términos de integración europea como de acercamiento a otros bloques comerciales en base a principios de reciprocidad, ayudando a mitigar la inquietante vulnerabilidad de Europa.   

BALANZA COMERCIAL |  En el primer semestre el déficit comercial ascendió a 25.100 millones de euros, según datos de aduanas, frente a 15.800 millones en el mismo periodo del año pasado. El deterioro procede del débil avance de las exportaciones, apenas un 1%, frente al intenso crecimiento de las importaciones, con una expansión del 5,4% durante el mismo periodo. Destaca el déficit creciente de la balanza de los intercambios de bienes con EE. UU., consecuencia de la caída de los envíos hacia ese país (-5,1%) y del auge de las importaciones ( 10,1%). 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La renta variable no parece tener freno

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Un verano más, un año más, la renta variable estadounidense y global alcanza nuevos máximos. Ya llevamos varios años así desde la pandemia. En especial, las americanas, que con grandes empresas tecnológicas sigue marcando tendencia, más aún desde la explosión de la Inteligencia Artificial (IA). Aunque del 2 al 9 de abril, entre el anuncio de Trump de los aranceles y la declaración de la tregua comercial durante 90 días, tuvo lugar una verdadera sangría en las acciones de todo el mundo, en especial el NASDAQ. Todo eso parece ya pasado, y a pesar de los grandes conflictos geopolíticos (Gaza, Ucrania) y de las idas y venidas con los aranceles, la renta variable permanece al alza. El año 2025 está siendo testigo, una vez más, de una ola alcista en los mercados de valores globales. Índices de referencia como el S&P 500 y el Nasdaq siguen alcanzando nuevos máximos históricos. Las bolsas europeas no son ajenas a esas subidas, incluido el IBEX-35, con un comportamiento inversor muy interesante.

Se habla de que la IA (y la tecnología en general) es el factor impulsor central en el actual rally. Las BigTech, especialmente las más activas con la IA, continúan aumentando con fuerza su valor de mercado. Hay división de opiniones actualmente sobre si esta subida es o no una burbuja. Solamente el tiempo lo dirá, aunque algunos indicadores financieros de estos grandes gigantes tecnológicos parecen sustentar el optimismo. Lo que sí que parece claro es que el futuro de muchas empresas pasará por tener éxito en sus modelos productivos y de negocio con la IA, un elemento decisivo en su supervivencia a largo plazo. Desde la óptica más cortoplacista, parecer ser que las recompras de acciones por muchas empresas estadounidense, con Apple y Alphabet a la cabeza, explican parte del actual rally. Estas operaciones incrementan el beneficio por acción y apuntalan las cotizaciones. Por el lado macroeconómico, las expectativas de rebajas de tipos de interés, en particular en el caso de la Reserva Federal, alimentan el apetito inversor. Un dólar más débil y la mayor confianza del consumidor también ayudan. Los mercados nuevamente descuentan con casi total certeza un recorte de tipos para septiembre y alguna más antes del fin de año. No es la primera vez que se pronostica una bajada y no ocurre. No obstante, la macroeconómia puede sostener las ganancias en renta variable por más tiempo.

Finalmente, hay riesgos significativos en este contexto de sobreprecio. El NASDAQ cotiza a casi 30 veces las ganancias futuras. Esas valoraciones tan elevadas y la gran dependencia en solamente unas empresas, las BigTech, y de sus estrategias en IA son señales de alerta. Por otro lado, el mantenimiento sostenido del actual rally también dependerá de si la economía no da sustos tras los aranceles, si se acometen las esperadas rebajas de tipos de interés, y no empeoran las incertidumbres geopolíticas.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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Cripto sin riendas

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Desde su primera aparición en 2010 los criptoactivos han evolucionado de ser casi una rareza, de importancia marginal en el ámbito de las inversiones, a un fenómeno global en la actualidad con implicaciones profundas para la economía, las finanzas y la soberanía monetaria. Continúa siendo un activo de elevado riesgo, con un mercado insuficientemente transparente a la vez que volátil, sin que gran parte de los inversores minoristas comprendan lo que se están jugando. Es en este escenario, en el que han proliferado estos activos digitales y las stablecoins (diseñadas para mantener un valor constante) la Administración Trump termina de impulsar una nueva ola de desregulación financiera que muy probablemente transformará el panorama cripto en EE. UU. y más allá. Y que podría afectar al futuro de la demanda y uso de divisas como el dólar, o sea, a la soberanía monetaria de los países, ya que la nueva norma otorga a aquéllas mayores posibilidades ser empleadas en transacciones comerciales, sobre todo, internacionales.

La reciente (des)regulación aprobada, denominada Genius Act, es un giro radical. Con promesas de transparencia y confianza, reordena prioridades legales y crea una peligrosa dependencia entre regulación, mercado y potencialmente dinero público. Con una capitalización por encima de los 200.000 millones de millones, las stablecoins se han convertido en el combustible de todo el ecosistema cripto. Ofrecen liquidez casi instantánea y paridad con el dólar. Sin embargo, detrás de su aparente estabilidad existe una compleja red de riesgos operativos y regulatorios. El elemento más controvertido, que no único, reside en que los tenedores de stablecoins pasarían a tener prioridad legal en caso de quiebra, por encima del resto de acreedores, alterando el orden tradicional de prelación. Algunos agentes de gran importancia en posibles procesos problemáticos como abogados o administradores concursales podrían no desear involucrarse en liquidaciones si no tienen garantías de cobro. Y, lo que es peor, si los activos del emisor no alcanzan para cubrir las obligaciones, la presión recaería en el Estado para indemnizar a los tenedores. O sea, se allana el camino a un posible rescate cripto con fondos públicos. El nuevo marco legal podría, entre otras disfuncionalidades, incentivar la confianza excesiva, desincentivar la debida diligencia de los usuarios y alimentar la idea de que las stablecoins son “seguras por ley”. 

Mientras, en Europa, la normativa MiCA (Reglamento sobre Mercados de Criptoactivos) contrasta enormemente con la Genius Act, ya que aquella es una regulación garantista y que busca proteger a los usuarios. Esas grandes divergencias pueden generar arbitraje regulatorio, donde las empresas migran hacia jurisdicciones más permisivas, debilitando los esfuerzos multilaterales por armonizar las reglas del juego. Y con un potencial aumento considerable de riesgos financieros globales.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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La trama se complica para la economía global

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Por si fuera poco, un conflicto bélico potencialmente de amplio alcance se ha unido a las erráticas políticas –de consecuencias imprevisibles– de la Administración Trump en materia arancelaria, fiscal, migratoria y social. Estados Unidos y el mundo entero están en el diván viendo qué puede pasar en la actual legislatura americana. La incertidumbre y la angustia están a la orden del día y los inversores, sumidos en la perplejidad. Las disputas de Israel y Estados Unidos con Irán han dado siempre quebraderos de cabeza. El alto el fuego anunciado por Trump es una buena noticia y los mercados y el precio del petróleo así lo han reconocido. Pero no parece firme y sería muy prematuro asumir que pueda ser definitiva y no vaya a haber más tensiones con Irán, que encarecerían el petróleo, el gas y otras materias primas.

Tras los primeros ataques israelíes del 12 de junio, los mercados energéticos reaccionaron con cierta brusquedad: el barril de Brent llegó a subir más del 10%, alcanzando su punto más alto en meses. El temor a que Irán bloquee el estrecho de Ormuz –vía estratégica para casi el 20% del petróleo mundial– generó un nuevo repunte. Algunos analistas alertaron de que un cierre prolongado enviaría el Brent por encima de los 100 dólares por barril, con consecuencias negativas para la inflación y el crecimiento económico global. Aunque hoy se asumen mejor los shocks de oferta del petróleo, sigue habiendo repercusiones importantes. Suelen transmitirse rápidamente: cada 10% de aumento en precios del petróleo se traslada en un 0,4% de inflación. En un escenario de escalada, el precio podría superar significativamente los 120 dólares por barril, lo que dispararía los costes energéticos, del transporte y materias primas. Otros activos también han respondido, como cabría esperar con movimientos típicos de aversión al riesgo: bonos soberanos, oro y otras divisas refugio subieron, mientras que las Bolsas globales mostraron signos de corrección. EE UU y Europa experimentaron caídas moderadas, reflejo de la incertidumbre. En paralelo, se dispararon los spreads de crédito en economías emergentes, especialmente aquellas más dependientes de fuentes energéticas.

Hay varios escenarios. Comenzando por el más benigno, o sea, que haya desescalada y contención, como parecía apuntar el alto el fuego. Si el conflicto finalmente no se agrava, facilitaría una estabilización de precios en 80‑85 dólares del barril de Brent y aunque habría algunos efectos de la incertidumbre sobre la macroeconomía se evitaría una crisis sistémica. 

El segundo escenario es de una escalada limitada. Un conflicto que se prolongue mediante ataques asimétricos iraníes puede causar variaciones temporales del 10%‑20% en el petróleo, subidas manejables en fletes marítimos, y perturbaciones regionales en inversión y turismo. Este escenario suele reflejarse en un Brent fluctuante entre 90‑110 dólares, con periodos de estrés bursátil y cierto endurecimiento monetario global. 

Por último, el escenario más dramático, el bloqueo total y fuerte escalada, que conllevaría el cierre del estrecho de Ormuz, ataques a instalaciones en otros países o implicación de las guerrillas cercanas a Irán. Las consecuencias, aunque más improbables a día de hoy, serían severas: petróleo por encima de 120 dólares, la inflación global vuelve a repuntar sustancialmente y hay riesgos de recesión y de crisis financiera, especialmente en economías emergentes. EE UU y sus aliados podrían responder militarmente, escalando el conflicto a una guerra regional.

Dentro de las repercusiones macroeconómicas globales, los mayores impactos los tendrían los países importadores de petróleo. También afectaría a EE UU que, aunque puede autoabastecerse de petróleo, el coste del mismo producido domésticamente es comparativamente más caro (el obtenido vía fracking). Un alza sostenida del crudo rebajaría el crecimiento global además de repuntar la inflación por la subida por energía, los costes de transporte y alimentos. No serían buenas noticias ya que podría presionar a los bancos centrales como el BCE y sobre todo la Reserva Federal a cambiar su hoja de ruta e incluso, en este último, a subir tipos, lo que encarecería deuda pública y privada. 

Los efectos netos sobre el dólar y los activos denominados en esa divisa no están claros. En estas circunstancias esta moneda siempre ha sido refugio, pero la creciente incertidumbre y el posible efecto negativo de una guerra en el déficit se añadiría a la incertidumbre política que lleva generando la Administración Trump desde enero, lo que podría seguir desestabilizando el dólar. Tampoco es seguro si se mantendrían los flujos de capitales hacia la UE como lo que llevamos de año. 

El Viejo Continente se ha estado beneficiando del volantazo de los inversores hasta ahora en 2025. Sin embargo, tanta incertidumbre en las políticas económicas estadounidenses y los efectos negativos del encarecimiento de la energía sobre la UE, con grandes países importadores, puede hacer mella en la confianza de los inversores, ya que el crecimiento europeo (y probablemente la inflación) se resentirían. Los sectores más expuestos son el energético, pero también el turismo y aviación (rutas interrumpidas como las de esta semana vía Doha generarán muchas disrupciones), defensa y ciberseguridad (aumentarán inversiones) y agroindustria y transporte de mercancías también por la fragilidad de las cadenas globales. 

En todo caso, Europa parece encontrarse en una posición intermedia de vulnerabilidad. Sin participación directa en el conflicto aparentemente, parece más preparada que en la guerra de Ucrania de 2022, pero todavía muy dependiente de las importaciones energéticas. El nuevo conflicto en Irán podría suponer un stress test a su arquitectura energética, económica, fiscal e incluso de gobernanza.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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La desigual geografía de las mujeres refugiadas en Europa

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Las mujeres que huyen de sus países en busca de protección internacional enfrentan una doble vulnerabilidad: además de sufrir las consecuencias de los conflictos —violencia, persecución, pérdida de medios de vida—, están expuestas a riesgos añadidos durante el trayecto migratorio, como la violencia sexual, la trata o la explotación. Aunque hombres y mujeres comparten muchas de las razones que los llevan a solicitar asilo, los costes físicos, emocionales y sociales del proceso suelen ser distintos. También influyen de manera desigual factores como la aversión al riesgo o las normas sociales: en muchas sociedades, a las mujeres se les asigna el rol principal de cuidadoras, lo que puede limitar su capacidad o disposición para migrar. Por ello, su menor presencia en el asilo europeo refleja no solo desigualdades en la experiencia migratoria, sino también en las condiciones que determinan la decisión misma de migrar.

En 2024, las mujeres representaron apenas un tercio de las solicitudes de asilo en la Unión Europea, aunque su presencia varía notablemente entre países. En Austria (44 %), Francia (44 %) o España (42 %) se acerca a la mitad, mientras que en Eslovenia (4 %), Bulgaria (13 %), Eslovaquia (19 %) o Italia (19 %) es claramente minoritaria (gráfico 1). Estas diferencias no son solo coyunturales, sino que responden a patrones consolidados. Como muestra el gráfico 2, Francia y España han mantenido durante la última década una proporción de mujeres solicitantes sistemáticamente superior a la media europea, fuertemente condicionada por la evolución de Alemania, el país que con diferencia recibe el mayor número de solicitudes. En contraste, Italia y Grecia presentan una presencia femenina mucho menor: desde 2021, menos del 30 % en Grecia y por debajo del 20 % en Italia.


La composición femenina de las solicitudes de asilo varía según el país de destino, reflejando tanto las rutas migratorias como el origen nacional de los solicitantes. Los países con mayor proporción de mujeres suelen recibir más peticiones de personas latinoamericanas, mientras que aquellos con flujos procedentes de Asia, África u Oriente Próximo presentan una composición más masculinizada. En España, donde las mujeres representan el 42 % de las solicitudes en 2024, esta presencia se vincula al peso de solicitantes latinoamericanos, entre quienes la participación femenina es alta: 54 % entre los venezolanos, 48 % en los colombianos y 51 % en los peruanos (gráfico 3). En todo caso, el creciente flujo de solicitudes en España de malienses y senegaleses puede cambiar este patrón. De sus solicitudes, solo el 2 % y el 8 %, respectivamente, se corresponden con mujeres.


Francia, por su parte, destaca por acoger una proporción elevada de mujeres solicitantes (44%). Llama la atención que esta elevada presencia femenina no se debe únicamente al origen nacional de quienes solicitan asilo, sino también a que, para una misma nacionalidad, Francia acoge un porcentaje de mujeres mayor que otros países europeos (gráfico 3). En 2024, el 57 % de los solicitantes de asilo ucranianos en Francia fueron mujeres, mientras que ese porcentaje fue notablemente menor en Alemania (35 %), Grecia (40 %), Italia (41 %) y España (44 %). Esta diferencia también se reproduce para otras nacionalidades: Francia presenta mayores porcentajes de mujeres entre los solicitantes de países africanos como Guinea o Costa de Marfil. Es decir, más allá del país de origen, existen factores específicos del contexto francés —como la existencia de redes migratorias previas, trayectos migratorios más seguros o la mayor frecuencia de viajes por vía aérea— que favorecen una mayor recepción de solicitudes de asilo de mujeres.

Italia representa el caso opuesto: recibe un alto número de solicitantes de Asia y el norte de África, donde la proporción de mujeres es muy baja —como Bangladesh (1 %), Pakistán (2 %) o Egipto (2 %)—, y además esa proporción es inferior a la observada en otros países europeos. Un patrón similar se da en Grecia, con principales orígenes como Siria (26 % de mujeres), Afganistán (42 %) y Egipto (1 %). Estas cifras sugieren que las rutas hacia Italia y Grecia siguen estando fuertemente masculinizadas. Alemania, aunque con mayor volumen total, presenta un perfil similar: entre los solicitantes de Siria (28 %), Afganistán (30 %) o Turquía (33 %), la participación femenina también es baja (gráfico 3).

La estructura por edad de las personas solicitantes también ofrece claves importantes para entender las diferencias de género en los sistemas de asilo europeos. En todos los países analizados, las mujeres tienden a concentrarse en edades más diversas que los hombres, mientras que estos últimos presentan un claro predominio del grupo entre 18 y 34 años (gráfico 4). Este patrón es especialmente acusado en países como Italia o Grecia, donde más del 60 % de los solicitantes varones se sitúan en ese rango de edad (69 % y 59 % respectivamente). De hecho, en estos dos países el 56 % y el 44 % del total de solicitantes de asilo se corresponde con varones de 18 a 34 años, mientras que en España esta cifra se reduce al 33 % y en Francia al 28 %. En contraste, la distribución femenina está más equilibrada. De hecho, en Francia y Alemania las solicitudes de mujeres menores de edad tienen un peso relativamente importante.


Estas diferencias apuntan a trayectorias migratorias distintas según el país de destino: mientras que los hombres jóvenes suelen llegar solos por rutas terrestres o marítimas, muchas mujeres migran acompañadas de hijos o en el marco de proyectos familiares más amplios. En países como Francia y España, su mayor presencia puede vincularse a redes sociales previas y a formas de llegada menos peligrosas, como los vuelos comerciales. El Día Mundial del Refugiado constituye una ocasión para recordar que, más allá de los conflictos armados, las solicitudes de asilo responden también a contextos de inseguridad generalizada, violencia estructural o inestabilidad política, en los que las motivaciones humanitarias, familiares y económicas suelen entrelazarse.

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La opinión pública española sobre la inmigración se mantiene entre las más positivas de Europa

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En un contexto de crecimiento sostenido de la población inmigrante en España –en torno a 1,2 millones de nuevos residentes al año en los últimos dos años–, resulta especialmente relevante examinar cómo ha evolucionado la actitud de los ciudadanos hacia la inmigración. Según datos de 2024 de la Encuesta Social Europea (EES), la opinión pública española sobre la inmigración destaca por ser notablemente positiva en el contexto europeo. Cuando se pregunta a los encuestados si la inmigración es buena o mala para la economía de su país –en una escala de 0 (muy mala) a 10 (muy buena)–, varios resultados son especialmente llamativos. Con la excepción de Grecia, que presenta sistemáticamente las opiniones más negativas, la mayoría de los países de la UE15 con datos disponibles se posicionan entre puntuaciones medias de 4,5 a 6,5 (gráfico 1). España se ha situado durante todo el periodo entre los países más positivos respecto a la inmigración, alcanzando una puntuación de 6,2 en 2024, una de las más altas de la UE. Llama la atención que España ya ocupaba la tercera posición más alta en 2002, solo por detrás de Suecia y Austria.


Aunque la evolución de este indicador mostró un ligero descenso hasta 2013 –probablemente debido a la profunda crisis económica que comenzó en 2008–, la puntuación de España se mantuvo cercana a la de los países escandinavos. De hecho, este período evidencia la notable resiliencia de la opinión pública española: incluso durante años de aguda crisis económica en los que el desempleo llegó a superar el 25%, la opinión sobre la inmigración se mantuvo notablemente estable y positiva.

Dadas las actitudes generalmente positivas, cabe preguntarse: ¿quién apoya en España las restricciones a los flujos migratorios? En 2002, cuando España aún tenía relativamente poca experiencia como país de destino de la inmigración, el 50% de la población era partidaria de permitir la entrada a pocos o a ningún inmigrante procedente de países pobres no europeos (gráfico 2, izquierda). Desde entonces, el apoyo a posturas restrictivas se ha reducido casi a la mitad, cayendo hasta el 28% en 2024. Esto sitúa a España entre los países menos restrictivos de la UE, solo por detrás de Noruega (16%), Reino Unido (26%) y Suecia (27%) (gráfico 2, derecha). 


Un indicador aún más revelador es el de la proporción de personas que creen que no debería permitirse en absoluto la llegada de inmigrantes de este tipo. En 2009, ya en plena Gran Recesión, el 15% de los españoles compartía esta opinión (gráfico 3). En 2024, la cifra se había reducido al 6%, posicionando a España como uno de los países con menos partidarios del cierre total, solo por detrás de Noruega (2%) y Suecia (2%).


Para entender los aspectos sociales y políticos de esta tendencia, podemos fijarnos en la relación entre ideología y apoyo a las restricciones. Al comparar cuatro años clave –2002, 2009, 2015 y 2024– se observa un patrón claro: cuanto más a la derecha se sitúan los encuestados en la escala ideológica (0 = izquierda, 10 = derecha), más probabilidades hay de que estén a favor de políticas de inmigración restrictivas (gráfico 4).


Sin embargo, esta relación general también ha evolucionado. En 2009, durante las primeras fases de la crisis económica, casi el 40% de los encuestados de izquierdas en España apoyaban algún tipo de restricción, frente al 70% de los de derechas. En 2024, sin embargo, estas cifras habían descendido en todo el espectro: así opinaban el 10% de los encuestados que se ubicaban a la izquierda y alrededor del 50% de los que lo hacían a la derecha. El descenso más notable se produjo entre los encuestados de izquierdas, que se han alejado del apoyo a las restricciones de forma más clara con el paso del tiempo.

Este patrón refleja las tendencias observadas en otros países europeos incluidos en la encuesta. Sin embargo, España destaca en un aspecto importante: mientras que el apoyo a las restricciones entre los españoles de izquierdas está ahora en línea con la media europea, los de derechas parecen significativamente menos restrictivos. En 2024, poco más del 50% de los encuestados de derechas en España apoyaban las restricciones, frente a una media del 68% entre sus homólogos de otros países.

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¿Cuál puede ser la hoja de ruta económica europea en el actual desorden mundial?

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Novedades en el panorama arancelario y comercial. Destaca la suavización –y, en buena parte, retirada– de las tarifas que se anunciaron el ya famoso 2 de abril. También los acuerdos comerciales de EE. UU. con Reino Unido, y en particular, tras un fin de semana intenso de negociaciones en Ginebra, la tregua arancelaria de 90 días entre el gigante norteamericano y China, que bajan drásticamente sus respectivos aranceles al 30% y al 10%. Quedan muchos otros convenios comerciales por acordar entre Estados Unidos y el resto del mundo, destacando el de la Unión Europea, que tendrá que actuar y avanzar. Por lo pronto, esta cierta situación de impasse de la UE no le ha dejado inmune a los logros de otros países, como ha demostrado la depreciación del euro de esta semana. No tener un acuerdo comercial con EE. UU. puede penalizar y mete más presión a la UE. 

No está desocupada la UE en absoluto. Con una agenda política y económica cargadísima y gran parte de esta con muchos asuntos pendientes con Estados Unidos, que hacen más complejo el diálogo. Junto a las negociaciones comerciales, están encima de la mesa el futuro de la defensa y seguridad en Europa –con una posible retirada parcial eventual de Estados Unidos y el rearme de los países de la UE– y los intereses geopolíticos, en particular, todo lo relacionado con la guerra en Ucrania. Mucha tela que cortar. Así como en la pugna entre Estados Unidos y China parecía que los primeros tenían mucho más que perder que los segundos, con sociedades muy distintas en su capacidad de aguante, en el caso de la UE probablemente la cosa no está tan clara, y un mal acuerdo (o falta de uno que sea bueno para las dos partes) puede generar más perjuicio en este lado del Atlántico. 

No solamente porque la UE mantiene un superávit comercial que podría menguar significativamente, sino por la mayor debilidad macroeconómica actual, con varios países en importantes encrucijadas políticas y de sus economías productivas. Francia, Italia y sobre todo Alemania se encuentran en un diván terapéutico en lo económico y político. La accidentada elección como canciller germano de Friedrich Merz la semana pasada nos recuerda las tribulaciones a las que frecuentemente se enfrentan los países europeos. También las divergencias de los principales países en los grandes asuntos de Bruselas restan eficacia a la estrategia negociadora, en la que ir con una voz única, creíble y sin ruidos internos ayuda a tener éxito en el proceso. 

Las relaciones con China son otro elemento de gran trascendencia. La Unión Europea en su conjunto y también algunos de sus países por separado, están reforzando –y esperan seguir haciéndolo– sus lazos comerciales con el gigante asiático, sobre todo tras el anuncio de los aranceles por parte de Estados Unidos el 2 abril. Fue una piedra de toque para recordar que hay que tener vínculos comerciales y económicos más intensos y una estrategia más definida con el principal país en las cadenas de suministro globales. Abrirse más a China no tiene por qué ser necesariamente motivo de tensión con Estados Unidos, o por lo menos se debe intentar evitar, ya que este último país está hablando con el gigante asiático, tras su reciente acuerdo de tregua arancelaria. China debe formar parte de todas las ecuaciones comerciales que se diseñen a escala global. Asimismo, Estados Unidos y el país asiático han abierto negociaciones en un sentido más amplio que los aranceles. Los desequilibrios macroeconómicos –gran déficit comercial del país americano–, y cómo corregirlos, van a ser parte de ese diálogo que ahora se ha abierto. Incluirá seguramente además el papel del dólar y del yuan a escala global en el futuro, entre otros asuntos. 

En este sentido, Europa se encuentra en una situación comparable, porque otros temas, como el desequilibrio exterior de Estados Unidos con la Unión Europea, la relación entre el euro y la divisa americana, así como los comentados temas de defensa y geopolíticos, pueden suponer una manera de abrir –en un símil deportivo– el campo de juego para la negociación de las próximas semanas. Es como si todo el ruido de los aranceles se hubiera producido para sentar a todos los países a negociar no solamente las tarifas, sino también para corregir, al menos en parte, el conjunto de desequilibrios exteriores que tiene Estados Unidos. En este entorno, la Unión Europea debe tener el temple, nivel de exigencia y diplomacia suficientes para cerrar acuerdos con ambas potencias comerciales, para no quedarse fuera de lo que puede ser una era menos oscura y con mayor dinamismo de la que se pronosticaba el 2 de abril. 

Esta abultada agenda del Viejo Continente con el exterior (no solamente Estados Unidos) no puede hacer caer en el olvido que hay un reto pendiente de vital importancia, como marcaban los conocidos informes de Mario Draghi y Enrico Letta, como es el aumento de la productividad. Dicho de otro modo, el diseño de estrategias económicas que permitan la definitiva integración de los principales mercados europeos (energía, telecomunicaciones y financieros entre otros), el aumento de la dimensión y competitividad con la creación de empresas que sean verdaderos campeones europeos y el desarrollo de políticas en el ámbito de la innovación y del mercado de trabajo que permita un aumento notable de la productividad, algo absolutamente necesario –hoy mejor que mañana– para garantizar los actuales niveles de renta y bienestar de la Unión Europea.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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Deuda europea mancomunada, ilusión y realidad

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La Unión Europea multiplica las iniciativas, rompiendo un tabú tras otro. Para España y otros Estados miembros que se enfrentan a una concatenación de prórrogas presupuestarias o un parón legislativo, Bruselas se ha erigido en el principal protagonista de la política económica, liderando la respuesta a la guerra comercial desatada por Trump, anunciando un programa masivo de rearme y prometiendo un fondo europeo para la innovación con la ambición de rivalizar con las otras grandes potencias. 

El marco propuesto por la Comisión para el próximo periodo presupuestario menciona la palabra inversión dieciocho veces y la defensa doce, mientras que no se encuentra ninguna referencia a las sacrosantas reglas fiscales. Otra prueba de la voluntad de cambio: el texto alude a los niveles de deuda europea en una sola ocasión. Incluso la unión financiera, un proyecto que llevaba lustros encallado en los meandros bruselenses, podría empezar a ver la luz en los próximos tiempos, con grandes beneficios potenciales para una economía competitiva como la española. Todo ello prefigura un giro copernicano de estrategia, dejando atrás las rencillas entre las economías frugales del norte y otras, tradicionalmente favorables a una mayor integración. 

Una vez liberada del corsé ideológico, la política fiscal europea se enfrenta, en primer lugar, al desafío de cómo ensanchar su margen de acción. Los recursos disponibles a nivel comunitario apenas alcanzan el 1,2% del PIB de la UE. Por comparación, en EE UU el gobierno federal dispone del 15% del PIB en recursos tributarios y otros ingresos. La estrechez fiscal de las instituciones europeas explica que se haya tenido que recurrir al endeudamiento para financiar el programa Next Generation. Las emisiones de deuda se han disparado desde la pandemia (quebrando de facto el tabú de los eurobonos), de modo que hoy por hoy los pasivos totales ascienden a 650.000 millones, más del triple del total de recursos propios disponibles (por comparación, en España la ratio de deuda sobre ingresos públicos es de 2,5 y en Italia 2,9). La deuda escalará hasta 1 billón de euros en 2026, según las previsiones de la Comisión. 


Los mercados parecen dispuestos a financiarla, a tenor de la excelente calificación de las agencias de rating. Aún así, un fuerte incremento de las cargas financieras es inevitable en los próximos años, entrañando un riesgo de expulsión de otros gastos y evidenciando la necesidad de reforzar los recursos propios comunitarios 

Y ahí es donde aparece una nueva línea divisoria. Algunos Estados, generalmente los más endeudados como el nuestro, proponen que sea Bruselas la que asuma la factura emitiendo nueva deuda conjunta o creando nuevos impuestos. Los nórdicos no ven con buen ojo que Bruselas gane más capacidad tributaria o eleve las transferencias que recibe de los Estados. Prefieren acelerar las inversiones utilizando el margen de maniobra que permite su saneada posición fiscal. Por razones simétricas, ambas visiones están condicionadas por el punto de partida, lo mismo que ocurre con nuestras comunidades autónomas. 

Ante el riesgo de fragmentación, convendría examinar la eficacia relativa de las administraciones nacionales versus la europea: otro gran desafío, por sus dimensiones políticas. En su informe, Draghi considera que el nudo gordiano del declive europeo en innovación y competitividad se encuentra en la falta de una acción común. Por extensión, el esfuerzo en seguridad debería afrontarse en buena medida de manera compartida, ya que reviste las características de un bien público europeo. Todo ello justificaría un aumento de las aportaciones de las haciendas públicas nacionales en beneficio de la hacienda comunitaria: por razones de eficacia y coherencia con los objetivos comunes, los Estados miembros deberían ceder más recursos a la hacienda comunitaria, fortalecer su base tributaria; o al menos deberían comprometerse a hacerlo en el futuro, el recurso a la deuda siendo la solución de transición. El “que pague Bruselas” es una ilusión, porque Europa somos todos.

COSTE FINANCIERO | Contrariamente a una percepción generalizada, el tipo de interés que soporta la emisión de deuda mancomunada es ligeramente superior al que se aplica a la deuda española. En la última subasta, los bonos europeos con vencimiento a cinco años se colocaron a un tipo de interés del 2,80%, cuatro puntos básicos por encima de su equivalente español. En los tramos más largos, se mantiene el diferencial ligeramente favorable a la deuda española sobre la europea. Como tal, el recurso a la deuda mancomunada no entraña una ventaja en términos de costes financieros en el caso de España. 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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