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La economía española y la ola proteccionista

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Para una economía tan dependiente del exterior como la española, el auge del proteccionismo es una de las tendencias más relevantes de los últimos años. Las barreras arancelarias, las limitaciones a las importaciones y las restricciones a las exportaciones de productos estratégicos han proliferado a lo largo y ancho del planeta, convirtiéndose en la nueva normalidad: se estima que tales medidas se han multiplicado por tres en los últimos cinco años, y esto es antes del retorno de Trump a la Casa Blanca. 

Conviene entender cómo están operando las restricciones, habida cuenta del volumen de nuestros intercambios con el exterior: cerca del 40% del PIB, siendo la dependencia mucho mayor en algunos sectores como el automóvil. Para empezar, según la Organización Mundial del Comercio, el proteccionismo está fortaleciendo los bloques geopolíticos como factor de integración económica, al tiempo que se debilitan los lazos entre bloques. En los últimos cinco años, el número de acuerdos comerciales regionales —una práctica poco frecuente a principios de siglo, cuando el comercio internacional se regía sobre todo por las normas multilaterales de la OMC— ha pasado de cerca de 500 a más de 600. El mercado único europeo, una de las zonas comerciales más integradas, coexiste con el acuerdo transpacífico, que incorpora las economías más dinámicas del mundo, o la zona de libre comercio africana, entre otros. 

Ante esta realidad, preocupa el estancamiento de la integración económica europea, cuando no su fragmentación como consecuencia de la inflación de distorsiones y de ayudas de Estado. La profundización del mercado europeo al conjunto de los sectores de servicios, en consonancia con las recomendaciones de los informes Letta y Draghi, ayudaría a contrarrestar las amenazas proteccionistas procedentes de países terceros. Los beneficios serían significativos para una economía competitiva como la española. Y esta es una política que depende sobre todo de reformas, y no de los maltrechos presupuestos públicos. 

Por otra parte, más que el proteccionismo como tal, lo más perjudicial es la ausencia de reglas comerciales estables. Hasta cierto punto las empresas pueden adaptarse a un entorno de restricciones, mediante estrategias de inversión o de desvío de los flujos comerciales, sorteando las barreras: pese su carácter gravoso para algunos sectores europeos, el Inflation Reduction Act de la administración Biden no deja de ser previsible. De ahí que su puesta en marcha no haya interrumpido los intercambios entre ambos lados del Atlántico. 

Otra cosa es cuando la política comercial está marcada por la bilateralidad o carece de pautas transparentes. El Bundesbank acaba de recortar sus previsiones de crecimiento para Alemania hasta el 0,1% en 2025, frente al 1% anticipado en junio (un vaticinio que ya parecía discreto), achacándolo a las incertidumbres generadas por las amenazas de Trump. Una recaída de la locomotora industrial alemana supondría un revés para nuestro comercio exterior como para el conjunto de la Unión Europea. Por ello, no hay que minimizar el riesgo que entraña un periodo prolongado de indefinición acerca de las reglas que regirán los vínculos comerciales en los próximos años. A la inversa, el estrechamiento de los vínculos con otros bloques geopolíticos, como el recién anunciado acuerdo con el Mercosur, tendría efectos compensatorios saludables.  

La OMC también pone de manifiesto la necesidad de conseguir que los acuerdos comerciales no agraven las brechas sociales o los desequilibrios medioambientales. Estos riesgos, que pueden ser más percibidos que reales (la evidencia empírica presentada en el informe apunta a impactos negativos, pero poco significativos), contribuyen al retroceso del multilateralismo. 

En suma, la globalización se está transformando rápidamente, de modo que el paradigma de una economía sin fronteras comerciales se asemeja cada vez más a una quimera, dejando paso a la lógica de los bloques geopolíticos. El reto es integrar esta realidad, acompañándola de reglas negociadas basadas en la reciprocidad, y evitando la fragmentación europea.    

SECTOR EXTERIOR | En lo que va de año, el sector exterior (diferencia entre las exportaciones y las importaciones de bienes y servicios) ha aportado seis décimas de crecimiento de la economía española, explicando casi la quinta parte del avance del PIB registrado en el presente ejercicio. El 80% restante procede de la demanda interna. En el conjunto de la Unión Europea la aportación del sector exterior ha sido de una magnitud similar, pero su peso en el crecimiento del PIB ha sido mayor que en España, explicando el 68% de dicho crecimiento (y la demanda interna solo el 32%).

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Mal trago para los bancos centrales

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La Reserva Federal de Estados Unidos se reúne este miércoles para tomar una decisión que marcará un hito en los próximos pasos de los bancos centrales. Si no hay sorpresa —que sería morrocotuda—, este miércoles la Fed subirá los tipos de interés. Será muy probablemente la primera de otras muchas este año. Los analistas descuentan hasta siete en 2022 en Estados Unidos. Está por ver que así sea. En la misma dirección, pero con muchas más cautelas, el Banco Central Europeo confirmó la semana pasada su plan para la paulatina retirada de sus fuertes estímulos de compras de bonos por la pandemia. Tampoco descarta posibles subidas de tipos si se mantiene la previsión de inflación bien por encima del objetivo del 2 por cien.

Tiempos difíciles para los banqueros centrales, con una elevada inflación y unas peores expectativas de crecimiento, motivadas por una combinación del aparente fin de lo peor de la pandemia y un conflicto bélico de evolución incierta. Para la Fed, con doble mandato —estabilidad de precios y contribuir al crecimiento— porque cada elemento de sus objetivos tira para un lado. También para el BCE, cuyo único mandato es luchar contra la inflación, aunque con el matiz de mantener la estabilidad financiera. Cuando hubo que actuar en la crisis financiera de 2008 y en la pandemia, la dirección de la estrategia estaba clara. Era una recesión sin inflación: política monetaria expansiva con voluminosas compras de bonos y bajadas de tipos de interés. El ritmo a seguir y la magnitud de estas acciones era lo único que decidir. Sin embargo, en este momento, se está produciendo una desaceleración —que en un escenario extremo puede llevar a recesión en algunos países— en un entorno de inflación alta no visto en casi cuatro décadas.

En el caso de la Fed, buena parte de los analistas todavía cree que la preocupación por el crecimiento de los precios será mayor que la de una desaceleración. El mercado de trabajo se está comportando bien en Estados Unidos, por lo que mantienen su visión de que habrá varias subidas de tipos este año. Los mercados estarán atentos a la magnitud de la subida de tipos que se decida. Contendrá mucha información de los escenarios y temores que maneja ese banco central.

El riesgo a equivocarse en la dirección, magnitud y ritmo de la estrategia es muy elevado en esta ocasión para todos los bancos centrales, incluido el BCE. No obstante, hoy se entienden mejor —aunque haya sido por un factor externo tan dramático e inesperado como la guerra— las mayores cautelas del BCE en el proceso de la salida de su estrategia expansiva.

Dos dudas finales. La primera, sobre la incierta efectividad de la retirada de estímulos y subida de tipos para controlar una inflación que está motivada en gran parte por los mayores costes energéticos y sus ramificaciones. La segunda, sobre los efectos muy negativos que “pasarse de frenada” en la subida de tipos podría tener sobre familias y empresas de menores ingresos y mayor vulnerabilidad financiera. Un entorno casi imposible en el que decidir.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Vuelve el miedo a la estanflación

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Con el avance de la vacunación las incertidumbres ligadas a la pandemia han remitido, pero su lugar ha sido ocupado por nuevos y preocupantes riesgos. Concretamente, el aumento de la inflación, unido a diversos shocks de oferta, han devuelto a la actualidad un término que casi habíamos olvidado: estanflación. Es decir, inflación a la vez que estancamiento económico.

Hasta ahora, el aumento de la inflación de los precios al consumo ha sido el resultado fundamentalmente de circunstancias transitorias. Asimismo, el fuerte encarecimiento de las materias primas y de los fletes marítimos, así como los retrasos en los suministros de componentes, factores todos ellos que están suponiendo un aumento muy notable de los costes de producción, también se consideran de naturaleza transitoria, al ser consecuencia de los cuellos de botella generados tras el retorno a la normalidad.

Pero crece el temor a que nos encontremos ante un fenómeno más duradero. Para empezar, es muy posible que la situación de elevados precios de las materias primas persista, ya que detrás de ella también existen motivos más permanentes: una demanda que va a mantenerse en niveles muy elevados debido a las enormes inversiones que se prevén relacionadas con la transición energética y financiadas con masivos paquetes fiscales, y una oferta limitada por las escasas inversiones realizadas en los últimos años. A ello se suma el aumento disparado del precio de la electricidad, sin perspectivas de remitir en un futuro próximo, debido también, en parte, a un factor permanente: el aumento del precio de los derechos de emisión de CO2, necesario para realizar la transición energética. En suma, es muy posible que la acumulación y persistencia en el tiempo de tantos y tan variados incrementos de costes, acabe trasladándose a los precios finales al consumo. Dicho traslado solo sería parcial, debido a la intensa competencia global, de modo que también se resentirían los márgenes empresariales. El siguiente paso sería que los trabajadores tratasen de defenderse de la pérdida de poder adquisitivo mediante mayores exigencias salariales, estrechando aún más los márgenes, lo que podría desembocar en una espiral salarios-precios. Otro ingrediente necesario para alimentar este mecanismo también se encuentra presente en la economía: la expansión monetaria, a la que se recurre de forma masiva para financiar los históricos programas fiscales aprobados por los gobiernos.

“Aunque las autoridades monetarias deseen adoptar una política monetaria más restrictiva, pueden encontrarse con las manos atadas, especialmente en la eurozona, ya que dejar de comprar deuda —no digamos ya venderla— podría poner en serios aprietos a determinados países fuertemente endeudados”.

María Jesús Fernández

Por el lado de la actividad, la recuperación de la industria ya se ha paralizado en la eurozona por la falta de componentes, y por si todo ello fuera poco, se empieza a hablar de la posibilidad de una crisis energética durante el próximo invierno por la escasez de gas natural, crisis que ya ha dado sus primeros coletazos en China, donde en los últimos días se han producido frecuentes cortes de luz. Shocks de oferta y una espiral salarios-precios en un entorno monetario de gran laxitud es exactamente lo que ocurrió durante la etapa estanflacionaria de los años 70, y no es descartable que se repita en la actualidad.

Pero independientemente de lo más o menos factible que sea este escenario, la cuestión de fondo es que los agentes empiezan a desconfiar de los bancos centrales como garantes del control de la inflación. Los propios bancos centrales han dedicado muchos esfuerzos en los últimos tiempos a señalar su permisividad hacia tasas más elevadas. Pero no solo es una cuestión de permisividad: aunque las autoridades monetarias deseen adoptar una política monetaria más restrictiva, pueden encontrarse con las manos atadas, especialmente en la eurozona, ya que dejar de comprar deuda —no digamos ya venderla— podría poner en serios aprietos a determinados países fuertemente endeudados. Con el fin de evitar una nueva crisis de deuda, el BCE podría verse obligado a perpetuar de forma indefinida una política excesivamente laxa que seguiría alimentando el proceso inflacionista. Esta pérdida de credibilidad de la autoridad monetaria facilita el desanclaje de las expectativas de inflación, un proceso muy peligroso por los abruptos ajustes a que daría lugar en los precios de los activos financieros, cuyo resultado final sería un aumento de los tipos de interés a largo plazo, acompañado, como es lógico, de una recomposición de las primas de riesgo. Ni que decir tiene lo que este escenario podría implicar para un país tan endeudado como el nuestro.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El Periódico de España.

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