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Rankings económicos

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Ha suscitado mucha atención la clasificación que el semanario The Economist ha hecho de las principales economías occidentales. España ha quedado en cabeza, seguida de Grecia e Italia, que prosiguen con su recuperación, y luego Irlanda y Dinamarca. Se elabora esta clasificación a partir del PIB, la inflación, los rendimientos bursátiles, el desempleo y el déficit fiscal. Ha habido controversia política sobre los resultados del citado ranking, que, en todo caso, es una buena noticia para la economía española. Cuando te ponen una buena nota, y mucho más a escala internacional, se renueva el interés por tu país, con lo que puede crecer el flujo inversor exterior. Un aspecto muy positivo. 

Parece oportuno comprobar las fuentes de ese buen desempeño. Una primera razón es el saldo migratorio neto positivo desde el 2019, con la llegada de más de 1,2 millones de trabajadores extranjeros, la mayor parte de Latinoamérica. Con algún aspecto menos positivo, como es la baja cualificación de gran parte de esos inmigrantes, lo que conlleva unos salarios reducidos. La economía española es en la actualidad un 7% más grande que la del 2019, pero cuando se ajusta esa cifra por el crecimiento de la población, se queda en un 3%. La especialización productiva en servicios es otro elemento a favor. El turismo ha vuelto con una fuerza enorme, generando impactos claramente positivos, pero con efectos colaterales no deseados, como el crecimiento de precios de la vivienda, con repercusiones negativas para toda la economía. También efectos medioambientales que, a la luz de la terrible experiencia catástrofe en Valencia por la dana, deben ponderarse proactivamente. Y no solamente es el turismo lo que ha crecido entre los servicios. Los no turísticos han pasado de representar en términos del PIB un 5,5% antes de la covid a aproximadamente el 8% en el 2024. Otra buena noticia. Y aunque la actividad industrial está estancada en España, no ha empeorado como en países como Alemania. 

El semanario británico señala que las reformas del mercado de trabajo y del sistema financiero de hace una década han sido dos ejes importantes para la evolución favorable de la macroeconomía de nuestro país. Pero si no se continúa con una agenda reformista —laboral, pensiones— que aumente la productividad, la posición puede empeorar pronto. Si no se resuelven algunos cuellos de botella como la falta de vivienda asequible, probablemente se frenará la llegada de capital humano foráneo. Por otro lado, el español medio —sobre todo, la generación joven— no comparte la misma percepción optimista que ofrece la macroeconomía. Los comparativamente bajos salarios, la pérdida de poder adquisitivo con la inflación y las dificultades de acceso a la vivienda pesan. El aumento de la productividad es la clave que garantizaría seguir en la parte alta del ranking, y ahí es donde comienzan los interrogantes del futuro. 

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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La formación de los inmigrantes y sus efectos en la economía española

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España ha revertido en el siglo XXI sus flujos migratorios históricos, de manera que, con un ritmo creciente, predominan en la actualidad las entradas de inmigrantes que pasan a formar parte de su población. Este proceso está incidiendo de forma relevante en el crecimiento de la economía española, aunque presenta determinados rasgos —relacionados con la formación de los inmigrantes— con importantes efectos sobre factores clave —entre otros, el consumo o la productividad—, un fenómeno no exclusivo de España, aunque sí más acusado en nuestro país. Varios trabajos recientes de Funcas han abordado este asunto y en esta nota se resumen las principales conclusiones.

El actual ciclo ascendente de inmigración arrancó en 2013, se aceleró en los últimos años de la década pasada y prosigue en la actualidad, una vez superadas las restricciones de la pandemia, a un ritmo elevado. Su primer impacto es el demográfico; el crecimiento de la población en nuestro país es un fenómeno que contrasta con la reducción de la de otros socios del Sur de Europa, como Italia o Grecia. España ha pasado de los 46,5 millones de habitantes en 2013 a los 48,9 en 2024, y lo ha hecho con una fecundidad a la baja y una población oriunda decreciente. El corolario es que el incremento poblacional español es íntegramente imputable a la llegada de inmigrantes, que suman ya 9,2 millones de personas, casi un 19% de la población total. 

En consecuencia, los efectos económicos de la inmigración en España en la última década son igualmente significativos. El más evidente es el aumento de la fuerza laboral. Funcas estima que en 2023 el 64% de los nuevos empleos los han ocupado los inmigrantes, cubriendo en muchos casos actividades y puestos de trabajo con escasez de mano de obra en sectores como el turismo y otros vinculados a este. Simultáneamente, esos nuevos empleos han redundado en un aumento del consumo, engrosando los ingresos fiscales y contribuyendo al crecimiento del PIB: nada menos que la mitad del crecimiento del año pasado se debe, según Funcas, a la aportación de los inmigrantes. La llegada de inmigrantes en edad de trabajar ha permitido, también, mitigar el envejecimiento de la población española; su ratio entre personas en edad laboral y mayores de 65 es de 5,6, frente a 2,2 de los nacidos en España. Aun así, los flujos de entradas no parecen suficiente para solucionar desafíos como, por ejemplo, el aumento del gasto en pensiones.

La cara B de este fenómeno radica, principalmente, en la interacción entre el modelo productivo español, intensivo en mano de obra, y el perfil formativo de los inmigrantes. La cualificación de los que llegan es baja en términos relativos: el 38% de los inmigrantes en España tienen educación primaria o secundaria baja, una formación netamente menor que la de los inmigrantes que viven en otros países de Europa y también que la de la población oriunda. Hablamos de promedios y las cifras pueden variar por colectivos o lugar de procedencia, pero, en términos generales, el resultado es que los inmigrantes tienen una inserción laboral mayoritaria en empleos de baja cualificación. Efectivamente, España tiene una alta tasa de desempleo y puede tener una menor necesidad de mano de obra altamente cualificada en comparación con Francia y Alemania, pero precisa de más fuerza laboral con baja formación en sectores como la agricultura y la hostelería. Naturalmente, los niveles formativos bajos y los empleos menos cualificados resultan en ingresos menores para los inmigrantes. Para la población nacida en España, el ingreso neto promedio por persona fue de 15.378 euros en 2023. Para los extranjeros procedentes de la UE fue de 11.901 euros. Los inmigrantes de países nopertenecientes a la UE ganan aproximadamente un 30% menos que los trabajadores españoles y sus aportaciones fiscales son, lógicamente, menores. Además, con ingresos más bajos, consumen menos y es más probable que dependan de beneficios estatales, lo cual impacta también en el gasto público. 

En resumen, el impacto inmediato sobre la economía de la inmigración que recibe España es, en general, positivo: se puede afirmar que buena parte del crecimiento económico reciente, apoyado en el turismo y sectores vinculados al mismo, ha sido posible precisamente la disponibilidad de mano de obra inmigrante, lo que ha redundado en el incremento de la demanda y ha tenido benéficos efectos fiscales. Sin embargo, los inmigrantes llegados a España presentan un déficit de formación que lastra su aportación y que, además, perpetúa inercias nocivas en la economía española. En otras palabras, el modelo español prioriza cantidad frente a calidad, lo que penaliza el crecimiento de la productividad y de la renta per cápita. Un modelo alternativo pondría el foco en políticas que prioricen la llegada de una inmigración de habilidades medias y altas, que busquen atraer talento —no solo mano de obra— y que favorezcan la inversión en programas de capacitación de los recién llegados. 

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