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La empobrecedora inflación de subvenciones

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El encadenamiento de calamidades de estos últimos años —pandemia, crisis energética, conflictos geopolíticos con una pugna feroz por el liderazgo mundial como tela de fondo— no solo explica el debilitamiento a corto plazo de las economías europeas. También marca una ruptura duradera de la política económica europea, con importantes implicaciones para España. Hasta hace poco, la estrategia se basaba en el libre comercio dentro y fuera de la Unión Europea. Es decir, cada país debía esforzarse por ganar competitividad mediante reformas pro productividad y estímulos a la inversión productiva y en capital humano. Y no subvencionando su aparato productivo. La OMC estaba ahí para prevenir distorsiones a ese dogma entre bloques comerciales, y la Comisión Europea hacía lo propio en el seno de la UE.    

Ante la magnitud de los desafíos y la marginalización progresiva del multilateralismo, el mantra del libre comercio, con sus más y sus menos, está dejando paso a una inflación de subsidios especialmente perjudicial para los países, como el nuestro, con un estrecho espacio fiscal. El caso de las ayudas de Estado es particularmente significativo. En principio los Estados miembros tienen prohibido subvencionar a sus empresas, ya que se considera que son una distorsión al mercado único europeo. Existen excepciones a esta regla, como cuando los subsidios son temporales y de interés general para la UE, caso de la crisis sanitaria. Pero las excepciones se han ido multiplicando tras la guerra en Ucrania, la crisis energética y el giro proteccionista de otros bloques comerciales. Desde marzo, las ayudas se pueden justificar con el objetivo de descarbonización industrial y de inversión en energías renovables, pudiendo extenderse hasta finales de 2025, algo que pone fin a la idea de transitoriedad. Asimismo, las ayudas pueden invocarse, y prolongarse durante dos años, cuando existe un riesgo de deslocalización, en alusión a las ayudas masivas del llamado Inflation Reduction Act de EE UU .

La consecuencia es que
estamos asistiendo a un aumento exponencial de las medidas de apoyo a los
sectores más vulnerables o a los que se consideran como estratégicos. La
Comisión aprobó en 2022 ayudas por un total cercano a 672.000 millones de
euros, equivalente al 4,2% del PIB de la UE. Además, las ayudas se reparten de
manera desigual: más de la mitad corresponden a Alemania, un país que dispone
de recursos presupuestarios para proteger su tejido productivo. Otros, como
España, no pueden permitírselo por la situación de la hacienda pública.
Nuestras ayudas alcanzan apenas al 2,5% del total.  


La dilución del apoyo, y su asimetría entre países, tiene un doble inconveniente. En primer lugar, se distorsiona la competencia a favor de los países con más recursos. La prórroga de las excepciones europeas hasta finales de 2025 contradice el principio de transitoriedad de los subsidios. En segundo lugar, las medidas se dispersan entre sectores y empresas, con el resultado de reducir el impacto para el conjunto de la UE. Véase como ilustración el caso de la competencia entre Estados miembros para atraer industrias de semiconductores y de vehículos eléctricos.

En declaraciones recientes, algunos
responsables comunitarios han alertado de estos riesgos. Ahora bien, una vuelta
pura y simple a la ortodoxia anterior a la pandemia no parece viable en el
actual entorno internacional, y nos abocaría a la dependencia tecnológica en
áreas estratégicas. La solución pasa probablemente por un esfuerzo común, en
torno a objetivos transversales como las transiciones digital y verde, huyendo
de apoyos a empresas específicas o “campeones nacionales”. Una especie de Next Generation pilotado en común. Sin
duda se trata de una tarea compleja, que conlleva un mayor protagonismo de la
UE. Pero, para que Europa pueda seguir aspirando a mejorar sus cotas de
bienestar en un entorno global disruptivo, la constitución de un pilar
industrial común es más eficaz que el actual sálvese quien pueda.   

AFILIACIÓN | El mercado laboral se resiente de la desaceleración de la economía, pero aguanta. Pese a un entorno cada vez más hostil, la afiliación se incrementó en algo más de 5.000 personas en términos desestacionalizados. El paro registrado aumentó, pero menos de lo que es habitual para esta época del año. Entre los cambios estructurales, además del mayor protagonismo de las fórmulas estables de contratación, destaca el dinamismo del empleo de extranjeros: más del 30% del incremento de la afiliación desde el inicio del año proviene de este colectivo.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Condiciones para una desescalada de la inflación

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Según las previsiones de algunos de los más prestigiosos think tanks, la economía española tiene la capacidad de absorber la crisis energética y de suministros: su crecimiento sufrirá un recorte severo, especialmente en los próximos meses, pero sin caer en la tan temida estanflación y retomando impulso en el próximo ejercicio. El rebote del turismo, el colchón de ahorro generado por la pandemia, y el plus de inversión aportado por los fondos europeos figuran entre los principales focos de resistencia.

Todas estas previsiones, sin embargo, están sujetas a una conjetura: que la inflación emprenda una rápida desescalada, de modo que la virulencia de los precios energéticos tenga efectos transitorios y no perjudique el grueso del tejido productivo. Según el Banco de España, el IPC pasaría del 7,5% este año al 2% el que viene, mimetizando el objetivo del BCE. 

Ojalá se cumpla este vaticinio, porque sin duda es el mejor de los escenarios ante un shock energético de gran magnitud, que entraña múltiples riesgos. El más conocido, como lo señalan los expertos monetarios, es la amenaza de una espiral de precios y de salarios que se cierne sobre nuestra economía. Cada uno de los sectores intenta recuperar la erosión de capacidad de compra generada por la inflación. La remuneración media por asalariado, que ya se redujo un 3,6% en términos reales en 2021, podría sufrir un recorte adicional superior al 4% este año. Y los sectores industriales no energéticos han tenido que comprimir sus márgenes, lo que les aboca a incrementar sus precios. Es un hecho que el IPC descontando la energía y los alimentos frescos se incrementa ya a tasas próximas al 3,5%.   


La mecánica de las expectativas de inflación es un riesgo aún más potente: según el Banco de Pagos Internacionales (que agrupa a la mayoría de bancos centrales del mundo), el alza de los precios está superando el umbral a partir del cual los consumidores y las empresas perciben un riesgo elevado de pérdida de poder adquisitivo. Estaríamos por tanto dejando atrás la era de la gran moderación, caracterizada por una relativa despreocupación social en relación a la inflación. Ahora cualquier incremento parcial de precios se percibe como una señal de espiral generalizada, y por tanto nutre las expectativas alcistas. El organismo internacional detecta esta mecánica en EE UU. 

Sin duda es prematuro concluir que las expectativas se han desanclado también en Europa. Pero el riesgo es que andemos ese mismo camino, algo que tendría consecuencias para las personas en situación de vulnerabilidad como para las empresas más afectadas por la crisis energética y que se exponen a riesgos financieros y de morosidad.  

En este contexto, es comprensible que la política monetaria intente anclar las expectativas, abriéndose a incrementos de tipos de interés. Es crucial sin embargo que ese ajuste sea gradual y que tenga en cuenta el riesgo de deterioro coyuntural que provocaría una intensificación del conflicto bélico, o un parón en los flujos de financiación de economías endeudadas como la nuestra. El rendimiento del bono público a 10 años ya supera el 1,7%. 

Pero el arma monetaria no basta. También es importante una política fiscal que actúe de manera quirúrgica, aunque potente, para contener la amenaza de desgarro del aparato productivo y compensar los hogares con bajos niveles de renta (a la inversa, la subvención al consumo de hidrocarburos, además de entrañar un alto coste presupuestario, no es susceptible de calmar las expectativas de inflación, ni de contener las desigualdades económicas y sociales). El anuncio de un tope al precio al gas que entra en el mercado eléctrico es otra medida que, a falta de más detalles, permitiría iniciar una desescalada de la inflación. Todo ello condiciona la eventualidad de un acuerdo de rentas, haciendo más verosímil el pronóstico de una recuperación sin inflación. 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Economía de resistencia

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La espiral de costes de producción y de precios al consumo, junto con las disrupciones en las cadenas de suministros generadas por la multiplicación de paros en el transporte y otros sectores clave, han acrecentado los riesgos de manera alarmante. Sin embargo, diversos indicadores evidencian una importante capacidad de resistencia da la economía española, de modo que la estanflación no es el escenario más probable —a condición de que se maneje la situación con audacia—. 

La capacidad de compra está muy mermada por la inflación, algo que en tiempos normales hubiera conducido inexorablemente a un desplome del consumo, de los mercados de exportación y del turismo (los consumidores de otros países también se enfrentan a una reducción de sus ingresos en términos reales). Sin embargo, la economía dispone de un importante amortiguador: el sobreahorro acumulado durante la pandemia. Esta bolsa de gasto latente se desinfla por causa del alza de los precios (se estima que el valor real de los depósitos bancarios de los españoles se ha reducido en cerca de 20.000 millones de euros como consecuencia de la inflación). Pero su volumen sigue siendo elevado permitiendo a los hogares sufragar una parte de sus compras de bienes y servicios. Prueba de ello, el ascenso del gasto con tarjetas, inalterable incluso después de la invasión de Ucrania –si bien los retrasos en el aprovisionamiento son ahora un escollo. El turismo extranjero da buenas sensaciones, con un incremento de las pernoctaciones desde el inicio de año, mientras que las reservas hoteleras para la temporada de verano alcanzan cotas que se aproximan a la era pre-covid.    

La contención de los salarios y de los precios no energéticos es otro amortiguador de la crisis en ciernes, ya que distribuye el shock energético y evita una espiral inflacionista que abocaría a un fuerte deterioro de la competitividad. Gracias a ello, el dinamismo de las exportaciones se mantiene como uno de los principales activos de nuestro tejido empresarial. Los resultados registrados en el pasado ejercicio parecen prolongarse en el presente, con un alza de los salarios pactados hasta febrero del 2,3%, y un núcleo central de precios en el 3%. En paralelo, las ventas en el exterior siguen cosechando nuevos records, aunque bajo la amenaza de los cuellos de botella. 

Por otra parte, parece que la ejecución de los fondos europeos está mejorando. Las convocatorias en el cierre del año totalizan cerca de 9.000 millones —el doble que en el otoño—. Y los PERTE empiezan a configurarse: los del vehículo eléctrico, energías renovales e industria agroalimentaria son relevantes de cara a la necesidad de transformar el modelo productivo. 

Todo ello debería garantizar un crecimiento positivo para el resto de 2022, aunque menor que el 5,6% anticipado antes del conflicto en Ucrania. Pero esto solo ocurrirá bajo dos supuestos. En primer lugar, que se mantengan los precios energéticos en sus niveles actuales, algo que supone que las exportaciones de gas ruso no se interrumpan por completo. Si este fuera el caso, la economía centroeuropea podría entrar en recesión, y nuestra inflación se desbocaría aún más, debilitando los puntos de resistencia. 

En segundo lugar, la política económica se enfrenta a la difícil tarea de evitar el cierre de negocios a raíz del encarecimiento de la electricidad y de los hidrocarburos, y a la vez preparar el cambio de modelo energético. Urge aligerar el impacto inmediato del shock, como en Francia, Italia y, con retraso, en España: se trata de evitar un desgarro del tejido productivo y no echar a perder el potencial de recuperación. Pero también son imperiosas reformas con miradas largas, para corregir ineficiencias en los mercados energéticos y no quedarse atrás en un ajuste del modelo energético que es ineludible. Unas reformas que además tendrían la virtud de limitar el coste presupuestario del plan de urgencia.  

PIB | La economía creció un 5,1% en 2021, una décima más de lo avanzado en enero por el INE. Destaca el tirón del consumo privado y de la inversión en el cuarto trimestre, compensando la caída del consumo público (un retroceso que no se había registrado en los últimos seis años). La demanda externa también tuvo un buen comportamiento, impulsada por las exportaciones tanto de bienes como de servicios turísticos y no turísticos. Todos los sectores avanzaron en el cierre del año, sin alcanzar todavía los niveles anteriores a la pandemia, especialmente en la construcción.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Los problemas crecen

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Aunque en enero estábamos en plena incidencia de la variante ómicron y la inflación ya presionaba, los pronósticos para la economía en 2022 eran, en general, bastante optimistas. Mucho más de lo que lo son hoy, con una guerra en Ucrania de consecuencias imprevisibles, una inflación que no para de crecer y con una pandemia que aún deja su triste huella. Como en China, que tiene confinada a decenas de millones de personas en ciudades industriales relevantes. Esta confluencia de dificultades ha encarecido brutalmente los combustibles y la electricidad. En paralelo, ha cortocircuitado las cadenas de suministro a escala global, con dificultades particulares en Europa.

Esa multiplicación de obstáculos va esparciéndose como una mancha de aceite. El encarecimiento de la energía y la falta de suministros se han convertido en un quebradero de cabeza para transportistas y sectores como la agricultura y la pesca, que dependen de un coste asumible de la energía. Serias dificultades que afectan a producciones básicas y generan tensión social. Aunque las cuentas públicas salen debilitadas de la pandemia, es probable que sea necesario hacer esfuerzos (fiscales) adicionales para superar la segunda crisis en dos años, la tercera en algo más de una década. Todos estamos agotados. Las finanzas del sector público no paran de recibir golpes, pero es peor no hacer suficiente. En la crisis de 2008, se tardó años en actuar. En la pandemia, se reaccionó rápidamente.

En la crisis actual, con la agudización de los problemas en pocas semanas, una respuesta gradual no será suficiente. Una parte significativa del sistema productivo puede quedarse paralizada súbitamente. Ya sucede en algunos casos. Con efectos en cadena si las decisiones son insuficientes. Conviene plantearse medidas contundentes, poner más carne en el asador por parte de las administraciones implicadas y así parar la espiral de estrés en la que se ha embarcado la economía española. Eso sí, nada ayudan las profecías catastrofistas que solamente generan más presión social.

Parece que se apuesta por esperar a mandatos de la Unión Europea, que se reúne esta semana. Tienen la ventaja de poder contar con medidas que sean verdaderos game changers porque permitan acometerse con mayor comodidad fiscal o con cambios en los mecanismos de precios —electricidad— avalados por las autoridades comunitarias. Sin embargo, hasta que se materialicen esas decisiones —si así ocurriera—, las propuestas deben ayudar a disminuir la tensión. Bajar impuestos —como el IVA, que al final pagan los consumidores, no los productores— tiene poca efectividad.

A corto plazo, parecen necesarias adicionalmente ayudas fiscales específicas que compensen a los sectores más impactados —transporte, agricultura y pesca, entre otros— ya que, de otro modo, no podrán enjugar sus pérdidas. Se trabaja en ello, aunque hay urgencia para que lleguen de modo inmediato y no en unas semanas. El dinero en metálico puede ayudar a reducir la tensión, como ha ocurrido en otros países. Y eso sí, a medio plazo, tras un exhaustivo debate, la UE debe reformar determinadas políticas transversales —agricultura y pesca, energía— con un doble objetivo: reducir la dependencia exterior de los suministros y proteger mejor las rentas de estos sectores.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El legado de una crisis desigual

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La proximidad de una campaña de vacunación junto con los resultados registrados por los sectores que menos dependen del contacto humano, como la industria y los servicios profesionales, han despertado una cierta esperanza. La Bolsa lo ha celebrado con el mejor mes de noviembre de su historia. Asimismo, el incremento del número de afiliados a la Seguridad Social ha dado alas a la tesis de una recuperación que seguiría en marcha, pese a las restricciones de la segunda ola. Y la OCDE, en sus últimas previsiones, confirma que la economía global se recuperará en el nuevo año. La economía española sería una de las que rebotan con más fuerza, tras un devastador -11,6% en 2020, el peor resultado después de Argentina.

Pero esas expectativas podrían verse frustradas si no se extraen conclusiones de una de las principales características de la actual crisis, que es su carácter desigual. Es un hecho constatable en todos los países que padecen la pandemia que los sectores de la hostelería, la restauración y la cultura han sido duramente perjudicados. Según los datos de noviembre, estos sectores concentran cerca del 60% de todos los ERTE y buena parte de los autónomos que perciben una prestación por cese de actividad. También acaparan más de la mitad de los avales al crédito. El índice PMI, uno de los principales indicadores de coyuntura, apunta a un desplome acusado de los servicios en noviembre, mientras que la industria aguanta.

Gráfico 1

Gráfico 2

Fuente: Markits Economics y Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones.

Una de las consecuencias de la desigualdad es la elevada concentración de los costes de la crisis en unos pocos sectores, en vez de repartirse por el conjunto del tejido productivo como en algunas de las anteriores recesiones. Esto entraña el riesgo de una acumulación insostenible de deuda y de quiebra de empresas viables. En su informe de estabilidad financiera, el BCE ha alertado precisamente de ese riesgo, y de su efecto en cascada sobre las entidades financieras.

Otra implicación es una demanda debilitada, ya que los hogares no reasignan todo el gasto embalsado de hostelería y restauración hacia otros bienes y servicios. Este sobre-ahorro se superpone al que proviene de la incertidumbre (ahorro precautorio). Todo ello redunda en un debilitamiento del consumo de las familias que no se puede contrarrestar con transferencias públicas. Estas solo generarían más ahorro improductivo en vez de estimular el gasto —salvo en el caso de las ayudas a los más desfavorecidos, como el ingreso mínimo vital, por su elevada propensión a consumir—.

Sin duda la extensión de la vacuna reducirá la incertidumbre y el miedo a desplazarse, alentando el turismo. Sin embargo, el daño que representa el cierre de negocios que se producirá hasta la llegada del antivirus es irreversible, sobre todo si, como parece previsible, nos enfrentamos a otras fases de apertura y cierre de la economía. Tampoco disminuye el riesgo financiero asociado al impago de la deuda de las empresas insolventes.

Por tanto, una pronta acción es necesaria para salvar empresas viables en los sectores más afectados, como ayudas al pago de alquiler o compensaciones a los negocios por pérdida de ingresos por razones de covid. Países de nuestro entorno como Alemania, Francia e Italia ya han respondido a la segunda ola con programas de ayudas directas a las empresas de entre 8.000 y 10.000 millones de euros, focalizadas en los sectores en dificultad.

Finalmente, ante la perspectiva de un cambio estructural en la demanda, también conviene facilitar la reasignación de recursos hacia nuevas empresas y sectores con potencial de crecimiento. Este es el momento de un gran esfuerzo de reciclaje y movilidad, tanto de trabajadores en ERTE como de parados de larga duración y autónomos cuyo negocio se extingue. El presupuesto público, como principal ariete, debe jugar un potente papel dinamizador de la inversión. La clave está en una expansión fiscal pronta y mejor calibrada de lo que aparece en los PGE, para superar una crisis desigual.

Este artículo se publicó originalmente en Comprar reseñas en Google

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Ahorro voluntario, ahorro del miedo y ahorro forzoso

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Al inicio de la anterior crisis económica asistimos a un aumento de la tasa de ahorro de los hogares hasta máximos entonces históricos —un 12% de la renta disponible bruta en el segundo trimestre de 2009—. Dicho ahorro fue denominado “ahorro del miedo”, ya que los hogares decidieron aumentar su ahorro por precaución ante la incertidumbre generada por la caída de la actividad económica y el crecimiento del desempleo.

Aquel máximo histórico ha sido
superado de largo en el segundo trimestre de este año, en el que la tasa se
disparó hasta el 22,5%. Se trata en este caso de un nuevo tipo de ahorro,
desconocido hasta ahora, que podríamos llamar “ahorro forzoso”, ya que es el resultado,
no de una decisión deliberada de los ciudadanos de contener su gasto, sino de
la imposibilidad material de consumir debido al confinamiento y al cierre de
numerosos servicios.

Gráfico 1

Fuente: INE.

Sin duda la tasa de ahorro descenderá en los próximos trimestres, puesto que, aunque sea con restricciones, los negocios han reabierto y los ciudadanos han recuperado la movilidad, lo que les permite volver a gastar. Pero en cualquier caso se mantendrá en niveles más elevados que antes de la pandemia, porque ahora, con lo que nos vamos a encontrar de nuevo, es con el ahorro del miedo, ante la prolongación de la crisis y los daños permanentes al empleo que esta ya está causando. A esto podríamos añadir una nueva modalidad de ahorro del miedo: el que resulta de la restricción voluntaria de las salidas y de las relaciones sociales por miedo a contagiarse del Covid-19.

«En cuanto al ahorro del miedo en el cual nos instalaremos a partir de ahora, su impacto económico será inevitablemente negativo, ya que como sucede en toda crisis económica —especialmente en el caso de España—, a corto plazo este ahorro contribuye a reforzar la dinámica de la crisis».

María Jesús Fernández

Si la crisis fuese de corta duración, ese ahorro forzoso podría tener algún efecto benéfico sobre la economía, ya que ayudaría a los hogares a reducir su endeudamiento y mejoraría su solvencia. No obstante, la prolongación de aquella va a suponer una caída estructural de la actividad económica y del empleo, de modo que ese primer impacto positivo sobre la solvencia será finalmente anulado por el efecto negativo derivado del aumento del desempleo. En cuanto al ahorro del miedo en el cual nos instalaremos a partir de ahora, su impacto económico será inevitablemente negativo, ya que como sucede en toda crisis económica —especialmente en el caso de España—, a corto plazo este ahorro contribuye a reforzar la dinámica de la crisis. Compra reseñas para Google.

No obstante, no hay que confundir el impacto negativo a corto plazo de ese ahorro coyuntural del miedo, con el efecto económico a largo plazo de mantener una tasa de ahorro elevada de forma permanente o estructural. Una economía que presenta de forma estructural una tasa de ahorro elevada es una economía menos dependiente del exterior para su financiación —y por tanto, con menos deuda externa—, y además durante las etapas expansivas genera menos desequilibrios, como inflación, déficit de la balanza de pagos o sobreendeudamiento de los hogares. Gracias a esta menor generación de desequilibrios durante las fases expansivas, la caída de la actividad en las etapas de crisis es más suave, y además, el colchón de ahorro acumulado permite a los consumidores afrontar la fase descendente del ciclo realizando un menor ajuste del gasto. El resultado es un crecimiento más estable macroeconómicamente, lo que a largo plazo supone también mayor inversión y mayor productividad, de modo que el menor peso en la economía de las actividades relacionadas con el consumo es más que compensado con un mayor peso de otras actividades, como las vinculadas a las exportaciones.

Es decir, es perfectamente
sostenible una economía con un ahorro elevado. Es más: no solo es sostenible,
sino que es más sano. De hecho, países con tasas de ahorro muy elevadas, como
Alemania o los países nórdicos, tienen pleno empleo.

En este sentido, España es uno de
los países desarrollados con una tasa de ahorro más reducida. Entre los años
2000 y 2019, nuestra tasa de ahorro media se situó en torno al 8%, frente a,
por ejemplo, un 17% en Alemania, un 12% en Suecia y Noruega y una media del 13%
en el conjunto de la Eurozona. Es cierto que hay factores que pueden ayudar a
explicar este hecho diferencial tan acusado, como la elevada posesión de
vivienda en propiedad en nuestro país, aunque no lo explican en su totalidad.

Esta menor tasa de ahorro
constituye, pues, un factor de gran relevancia a la hora de comprender muchas
de nuestras dinámicas económicas.

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Gestión de riesgos sistémicos

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Los terribles efectos sanitarios, económicos y sociales de la pandemia están abriendo debates que perdurarán. En nuestro país, la respuesta sanitaria, con la descentralización de la gestión a las comunidades autónomas, ha despertado críticas por falta de contundencia e insuficientes recursos y coordinación. Es cierto que otros países —como Alemania o Suiza— funcionan, en gran medida, descentralizando por regiones administrativas y les ha ido bastante mejor. Tal vez sea porque su sistema institucional está más engrasado que el español y menos sujeto a estériles tensiones políticas. En todo caso, España no es en absoluto un Estado fallido, término empleado recientemente dentro y fuera de nuestras fronteras con demasiada frivolidad. Pero hay mucho que mejorar.

No es la primera vez en la historia reciente con algún episodio de riesgo sistémico donde buena parte de la gestión residía en las autonomías. En la crisis de 2008, las cajas de ahorros que tuvieron problemas de solvencia estaban sujetas al paraguas supervisor del Banco de España, pero también a las normas y, en algunos casos, por qué no decirlo, las interferencias de las comunidades. Parte de las competencias normativas de las cajas y las cooperativas de crédito entonces —y aún en algún aspecto anecdótico hoy— estaban en las autonomías. La lentitud con que reaccionaron algunas instituciones de ahorro, la imposibilidad de aumentar su solvencia a través de emisiones de capital debido a su carácter fundacional y las interferencias de los Gobiernos territoriales constituyeron un cóctel que empeoró la situación.

«España no es en absoluto un Estado fallido, término empleado recientemente dentro y fuera de nuestras fronteras con demasiada frivolidad. Pero hay mucho que mejorar».

Santiago Carbó

El resto de la historia se conoce: reformas legislativas para convertirlas en sociedades anónimas y, al final, procesos de recapitalización que supusieron solicitar un programa de asistencia financiera en la UE. Aquel episodio sistémico se resolvió cuando se pudieron tomar decisiones más centralizadas de modo efectivo y se emplearon recursos por elevación, en este caso europeos. Se demostró que, para las crisis sistémicas, lo mejor es una gestión más centralizada, juntando fuerzas, con mayor capacidad de coordinación y credibilidad, así como un pool de recursos disponibles mucho mayor. La posterior creación de la unión bancaria europea ha propiciado un marco institucional mucho más potente para afrontar futuras crisis financieras.

Si para riesgos sistémicos de estabilidad financiera fue necesaria la estrategia por elevación, para una crisis global de salud pública, como la de la covid-19, esta receta parece también necesaria. Los mecanismos de coordinación sanitaria deben ser reforzados dramáticamente en España —alrededor del Ministerio de Sanidad, con muchos más recursos para estas contingencias—, para alcanzar mayores cotas de efectividad y evitar la sensación de desconcierto que tantos perjuicios ha causado.

Asimismo, hace falta algo más: una verdadera estrategia de salud pública paneuropea con recursos, credibilidad y competencias que eviten la evidente y dañina descoordinación —como han sido los cierres unilaterales de fronteras— que se ha producido en la UE. Catástrofes de estas características requieren de un sistema para afrontarlo, no de partes descoordinadas.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Las dos crisis

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Sin paños calientes. La gravedad de la crisis económica causada por la pandemia ya tiene todas las hechuras para ser de parecida magnitud a la financiera de 2008. Con consecuencias imprevisibles. Una historia entre dos crisis, como la de las dos ciudades de Dickens, que anuncia un enorme cambio social. Un siglo y medio después sigue siendo válido aquello de “era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura”.

Las malas perspectivas sanitarias hasta verano de 2021 —donde en el mejor de los casos empezarían a sentirse los efectos favorables de la vacuna— nos obligan a prepararnos para lo peor. Si la gestión pública de la pandemia sigue marcada por la incertidumbre —incluidos bandazos—, los problemas se multiplicarán. Aunque la naturaleza de la recesión actual es bien distinta a la crediticia, sus efectos empiezan a notarse en cada rincón de la economía. Comienzan a preocupar, 12 años después, las implicaciones financieras. La covid-19 mantiene demasiado tiempo actividades bajo mínimos, miles de empresas cerrando y un horizonte temporal de infarto. Este no era el panorama inicial, hay que reprogramar. Si no es así, tarde o temprano, quedará afectado el sistema bancario que ha sido, en esta ocasión, un catalizador fundamental de la liquidez y crédito que ha precisado el sector empresarial desde marzo. Voces tan autorizadas como Carmen Reinhart, economista jefe del Banco Mundial, ya hablan abiertamente de una crisis financiera en ciernes.

«El control de la pandemia será decisivo para aminorar el desastre. Pero en materia financiera, hay mucho por hacer también. Parece necesaria la prolongación de las medidas que reguladores y supervisores han puesto en marcha para evitar un impacto negativo súbito».

Santiago Carbó

Los gobiernos —y el sector privado— han movilizado recursos como nunca. Eso sí, con un incremento brutal de la deuda, que no augura nada bueno. Todo ello acompañado de la decidida acción de los bancos centrales, incluido el BCE. En esta ocasión, no se ha titubeado. No siempre certeramente, entre otras cosas por la celeridad del desastre. Para el resto de la pandemia hay que diseñar y ejecutar acciones precisas. Cirugía para minimizar el número de empresas afectadas. Con recursos públicos limitados y una pandemia que dura más de lo esperado, hay que apoyar únicamente actividades y empresas viables, que generen riqueza y ayuden en la recuperación. Sin lastres. De otro modo, se generaría una crisis grave de morosidad y deterioro de activos en unos meses, que agrandaría la crisis y retrasaría notablemente la salida.

El control de la pandemia será decisivo para aminorar el desastre. Pero en materia financiera, hay mucho por hacer también. Parece necesaria la prolongación de las medidas que reguladores y supervisores han puesto en marcha para evitar un impacto negativo súbito en la morosidad y la cuenta de resultados de los bancos. El mantenimiento de avales públicos también, aunque ahora más selectivos si cabe.

Por último, el propio sector financiero tiene mucho que hacer. No solo con una evaluación de riesgos rigurosa. También con estrategias más disruptivas y valientes para hacer crecer negocio y rentabilidad. Habrá más fusiones y operaciones corporativas. No obstante, hace falta bastante más en materia tecnológica y adaptación de la estructura a la nueva realidad. Mucho por hacer para evitar lo peor en lo financiero también.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Precisión quirúrgica para los presupuestos

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Las negociaciones en torno a unos nuevos Presupuestos Generales (PGE) se están desarrollando en un contexto económico inusualmente incierto por las características de la pandemia, pero con algunas pautas que aparecen con cada vez más nitidez. En primer lugar, España se enfrenta a una crisis específica, es decir un shock asimétrico que nos afecta con más virulencia que al resto de Europa.

Esto solo se debe en parte al peso desproporcionado en nuestra economía del turismo y de otras actividades que dependen del contacto humano (cultura, actividades artísticas y de ocio), o sectores covid. El verdadero drama radica en que estas actividades han sido golpeadas con más dureza que en los países vecinos. En el segundo trimestre, la actividad en los sectores covid descendió nada menos que un dantesco 39%, casi el doble de la media europea. Solo con que el resultado se hubiera contenido en esa media, el ranking internacional hubiera mejorado notablemente, aproximándose a países como Francia. Sin duda, la distribución geográfica del turismo extranjero y su elevada estacionalidad explican este resultado, que apunta a la necesidad de una respuesta diferenciada, incluso dentro del propio sector. En cualquier caso, el encadenamiento de ERTE e inyecciones de liquidez para actividades que pueden ser insolventes no parece suficiente para enfrentar una crisis sectorial.

Gráfico 1

Gráfico 2

Fuentes de los gráficos: Eurostat y Funcas.

Otro factor específico, sin duda asociado a lo anterior y a la multiplicación de contagios, es el deterioro de la confianza que se cierne sobre el consumo de las familias. Las expectativas de los consumidores, que se habían recuperado desde el inicio del verano, vuelven a palidecer, mientras que se mantienen al alza en economías comparables. Los indicadores disponibles como las ventas minoristas y la facturación de grandes empresas en bienes de consumo empiezan a resentirse. Asimismo, el ahorro se acumula en depósitos bancarios, por la creciente cautela de los hogares que se resisten a gastar ante un panorama tan incierto. Según el indicador avanzado de la OCDE —uno de los principales predictores de actividad en los próximos meses— la economía española es la única entre las más grandes que pierde ritmo.

De ahí se pueden deducir algunas consideraciones relevantes de cara a la elaboración de los próximos presupuestos. Uno, el detalle del impulso fiscal importa más que su tamaño. Un incremento generalizado del gasto público, o una reducción de impuestos, no solventarán la crisis sectorial ni necesariamente resultará en un comportamiento distinto del ahorro privado, que seguirá atesorándose, restando fuelle a la economía.

Esto es ya una realidad patente. Los datos divulgados por Hacienda esta semana evidencian un desplome sin precedentes de la recaudación, sobre todo en IVA (-11% hasta julio) y Sociedades (-29%), así como un intenso incremento del gasto (casi un 30%). Se estima que el agravamiento del déficit que se ha generado (hasta 60.000 millones acumulados solo por el Estado durante los siete primeros meses) representa un monto apenas superior al creciente superávit del sector privado.

El diagnóstico también aboga por un mayor protagonismo de la inversión (en educación, nuevas tecnologías, energías renovables y políticas activas eficaces, temas para los cuales parece haber un cierto consenso). Y por acciones específicas para afrontar el riesgo de quiebra de muchas empresas viables. Un presupuesto de inversión expansivo tiene toda su lógica en una economía que requiere de un cambio estructural. Sin embargo, las circunstancias también aconsejan un esfuerzo de contención del resto de presupuestos, de forma que su evolución sea compatible con el crecimiento de la economía. Las favorables condiciones de financiación del déficit —una circunstancia que se mantendrá por un tiempo prolongado gracias a la acción del BCE—no nos eximen de una mayor selectividad en la política fiscal.

Todo depende, por tanto, de nuestra capacidad para acometer unos presupuestos que respondan con precisión cuasi quirúrgica al actual contexto de crisis sectorial, de solvencia y de confianza.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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¿mas-deuda-para-que?

¿Más deuda para qué?

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El Banco de España pronosticó este lunes que el PIB caerá este año entre el 6,6% y el 13,6% y colocó al turismo como sector particularmente afectado. El Estado parece la única tabla de salvación. Hay que sacar la artillería fiscal sí o sí. La resolución es compleja, pero la pregunta es simple: ¿qué uso de la deuda pública queremos? En la crisis de 2008, la financiera, los que salieron antes (Estados Unidos y Reino Unido) fueron los que optaron por ayudas rápidas y contundentes. Eso sí, orientadas al centro de los problemas tanto de los bancos como de la economía real.

En España, gastar genera dudas. Una inquietud que
transpira en la coalición de gobierno. Dilemas varios entre incentivos,
financiación o ayudas. Entre temporalidad o permanencia. La regla en momentos
de urgencia es que lo que se gaste sirva para eso, para lo urgente. Y reducir
su incidencia temporal.

En la crisis financiera había un sector
especialmente afectado, la construcción, intensiva en mano de obra, lo que
disparó el desempleo. En la crisis actual hay
temores por sectores estratégicos, como el turismo, primera
industria del país. Podría verse negativamente afectada hasta bien entrado
2021. También ocurrirá en otros países con una menor incidencia de la covid-19,
pero con las mismas dependencias, como Grecia.

«El gasto más urgente es el que apuntala la base sanitaria, el que permitiría prevenir o lidiar adecuadamente con nuevas oleadas. Junto a él, el “puente” de financiación y subsidios temporales para los colectivos desfavorecidos, así como autónomos y empresas paralizadas».

Santiago Carbó

El dinero no abunda. La semana pasada se vieron
las primeras tensiones apreciables en la subasta de Letras del Tesoro a 12
meses. El mercado ya parece descontar la falta de suficiente apoyo europeo, las
desviaciones fiscales acumuladas y las vulnerabilidades del modelo productivo
ante esta pandemia. Vienen tensiones de riesgo soberano nuevamente. Sin apoyo
europeo, habrá que acometer gasto con toda la fuerza que induzca a apoyar el
turismo, mejorar el sistema productivo y propiciar mejoras de productividad.

Las transferencias a las familias son urgentes
ahora, pero deben ser temporales y centradas en quien realmente lo necesita. Me
preocupa el actual enfoque del ingreso mínimo vital. Por ejemplo, deberían
permanecer los incentivos para incorporarse al mercado de trabajo y dinamizarlo
cuando pase el efecto de la covid-19. Que, además, es como una pescadilla que
se muerde la cola, porque si no aplicamos bien el gasto ahora, su efecto será
más duradero y traerá más deuda poco productiva. Este virus puede ser de ida y
vuelta, pero la economía no puede permitirse vivir en la intermitencia.

El gasto más urgente es el que apuntala la base
sanitaria, el que permitiría prevenir o lidiar adecuadamente con nuevas
oleadas. Junto a él, el “puente” de financiación y subsidios temporales para
los colectivos desfavorecidos, así como autónomos y empresas paralizadas. En
cuanto al turismo, son meses en los que vamos a
vivir en una economía cuasi cerrada de facto.

Necesitaremos ideas y apoyo del sector privado
también. Por ejemplo, como los bonos vacacionales que se manejan en Italia,
para gasto con descuento o crédito con ventajas fiscales en el sector hostelero
patrio. Tampoco puede olvidarse el transporte aéreo y otros sectores
estratégicos sensiblemente afectados. Asistirlos para que vuelvan a transitar
solos después. ¿Más deuda pública, entonces? Sí, pero bien usada.

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