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El tirón económico frente a su percepción

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La trayectoria de la economía sigue siendo positiva, a tenor de los principales indicadores macroeconómicos de actividad y de creación de empleo, y todo apunta a que el PIB superará durante este trimestre su nivel prepandemia. En el cuadro, sin embargo, persiste una zona gris, que no es menor: la debilidad de la demanda de los hogares, como lo avalan las rondas sucesivas de previsiones del BCE. El banco central acaba de recortar su pronóstico de crecimiento del consumo en la eurozona hasta un paupérrimo 0,2%, frente al 0,7% anunciado en diciembre. Y a la inversa, revisa al alza la previsión de PIB hasta el 0,9%, en doble que en diciembre.

La visión de la economía española es incluso más contrastada, con un pesimismo creciente en relación al gasto de las familias (la OCDE lo ha recortado hasta el 0,5%, casi tres veces menos que en la ronda de otoño) sin desmentir el optimismo acerca de la evolución de la actividad (el PIB se ha revisado hasta el 2,1%, prácticamente el doble que en el otoño y uno de los mejores resultados en Europa). Esta dicotomía se refleja también en las encuestas cualitativas de confianza, y contribuye a dilucidar la contradicción entre la realidad de una economía que va mejor de lo que se vaticinaba y la percepción social.


La explicación de esta desconexión hay que encontrarla en cómo la desescalada de los precios energéticos y de otros suministros se ha trasladado al tejido productivo. Según el BCE, los costes de producción se han abaratado al compás del vuelco de los mercados internacionales de las principales materias primas. Pero los precios internos han reaccionado con retraso, ensanchando los márgenes empresariales y a la vez manteniendo la presión sobre el IPC. Por otra parte, las remuneraciones han mantenido una senda de moderación: los salarios pactados en el conjunto de la eurozona subieron un 4,3% en el primer trimestre, casi cuatro puntos menos que el IPC, agravando la pérdida de poder adquisitivo acumulada desde el inicio del brote inflacionario. La tendencia ha sido similar en España, si bien la erosión de capacidad de compra ha sido algo menos acusada que la media europea (-2% en el primer trimestre descontando la inflación).

Afortunadamente, la resiliencia del mercado laboral ha atenuado el impacto del shock de precios en el bolsillo de los hogares, gracias a la aportación a los presupuestos familiares de nuevas fuentes de ingresos. Todo lo contrario de lo que sucedió en la crisis financiera, cuando la sangría de puestos de trabajo generó un desplome de la renta disponible y una caída sin precedentes del consumo (un escalofriante -9,6% entre 2010 y 2013), de modo que el nivel de vida de las familias se sitúa todavía en retroceso con respecto a las cotas precrisis financiera.

Con todo, el BCE anticipa una mejora del consumo en los próximos años, en base a dos premisas. Una, que las remuneraciones recuperen poder adquisitivo, algo que parece posible a medida que la desinflación se afianza y que los acuerdos salariales integran medidas de compensación. La otra premisa es que el empleo siga aguantando, y esto dependerá de la resistencia de la economía a la subida de los tipos de interés. Y ahí es donde radica la principal incógnita: el banco central se muestra optimista, pero también reconoce que el encarecimiento del dinero está afectando a los sectores más endeudados, a la vez que enfría la financiación de la inversión —uno de los motores más potentes del crecimiento actualmente—. Lagarde da a entender que el ciclo de ajuste de tipos de interés no ha concluido, de modo que podrían producirse al menos dos vueltas de tuerca adicionales. Con el riesgo elevado de invalidar sus propias previsiones de expansión sostenida. Y de frustrar las expectativas de mejora del nivel de vida.

PRÉSTAMOS | El crédito bancario para la compra de vivienda por parte de familias desciende a un ritmo acelerado. En el periodo de diciembre a abril, último dato disponible, el volumen de nuevos préstamos se redujo un 16% en comparación con un año antes. Excluyendo las renegociaciones de préstamos existentes, la caída es aún más aguda, rozando el 21%. No se apreciaba una tendencia similar desde 2013.  Por otra parte, el crédito a empresas también se contrae, pero a menor ritmo (-9% en concepto de nuevos préstamos concedidos en el mismo periodo, sin renegociaciones). 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La deuda pública y el dedo que apunta a la luna

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El toque de atención de la Comisión Europea en relación a la situación de las cuentas públicas de los países miembros nos retrotrae al periodo anterior a la pandemia. Pero esa impresión de déjà vu es en parte engañosa, por las disrupciones que se han producido estos últimos tiempos en el entorno económico y financiero en que se enmarca la política fiscal. Un cambio que Bruselas debería incorporar.

La necesidad de equilibrar los ingresos con los gastos corrientes —al menos a lo largo del ciclo, es decir descontando el vaivén de la coyuntura— sigue siendo válida. Somos, junto con Francia, el único país de la UE que no ha logrado eliminar el déficit primario (fuera de intereses) en ningún año desde el inicio de etapa de recuperación posterior a la crisis financiera. Además, Bruselas propone flexibilizar los objetivos, para que cada país defina su propia senda de ajuste. De modo que cuando se reactiven las reglas fiscales, en principio a partir del próximo ejercicio, el mix de medidas —reforma tributaria, recorte del gasto poco eficaz— estaría enteramente en nuestras manos.

El impulso expansivo procederá de los fondos europeos, que podrán desplegarse hasta 2026, sin computar en el gasto a efectos de las reglas fiscales. La adenda al programa Next Generation, si bien se trata de préstamos, debería contabilizarse de modo similar. Por tanto, es factible emprender una senda de corrección de los desvíos sin efectos traumáticos en la economía ni en la sociedad, es decir sin austeridad. La Comisión estima que una reducción del déficit primario en un punto porcentual, hasta el entorno del -0,5% del PIB, la mitad que antes de la pandemia, facilitaría una suave desescalada de la deuda pública.

Pero ese escenario no cuenta con el cambio radical que se ha producido en el contexto monetario y macroeconómico. Antes del brote inflacionario, los tipos de interés se situaban en terreno netamente negativo. Fruto de esa política monetaria acomodaticia, bastaba con que la economía se expandiera, aun modestamente, para que los esfuerzos de contención del agujero fiscal redundaran en un menor endeudamiento público. En efecto, la variable clave para la dinámica de la deuda es el diferencial entre el tipo de interés (determinante de los costes financieros) y la tasa de crecimiento de la economía (de la que depende la evolución de los ingresos públicos y del gasto). Antes de la pandemia ese diferencial era negativo, es decir el tipo de interés era muy inferior al crecimiento, facilitando la desescalada.


Sin embargo, las previsiones apuntan a tipos más elevados durante un tiempo prolongado, hasta que los precios se hayan encauzado. Por otra parte, el crecimiento económico puede verse constreñido por las disrupciones que se han producido en los últimos tiempos, como las tensiones geopolíticas, el debilitamiento del sistema multilateral, o los costes cada día más perceptibles del cambio climático y del envejecimiento poblacional.

En suma, no es descartable que aparezca un diferencial desfavorable entre el tipo de interés y el crecimiento económico. Esta circunstancia cambiaría drásticamente el escenario fiscal. Bajo la hipótesis, relativamente prudente, de un diferencial nulo (tipos de interés que igualan el crecimiento), los beneficios asociados a la contención del déficit se echarían a perder, de modo que el peso de la deuda se mantendría en niveles elevados. Y si esas medidas de contención no se pusieran en marcha, el endeudamiento emprendería una escalada inexorable. Bruselas reconoce el elevado riesgo para la sostenibilidad derivado de un diferencial desfavorable de tipos de interés en relación al crecimiento de la economía.

Con todo, cada país tiene que hacer sus deberes. Pero no se trata de un mero ejercicio de contabilidad. Los esfuerzos de corrección de los desequilibrios solo serán exitosos si se enmarcan en una estrategia europea de inversión, reformas e incentivos, susceptible de facilitar las diferentes transiciones y así fortalecer el crecimiento sostenible de la economía.

TIPOS DE INTERÉS | Tras el ascenso abrupto registrado en 2022, el rendimiento del bono español con vencimiento a 10 años se ha estabilizado en torno al 3,5% desde inicios del presente ejercicio, evidenciando la anticipación por parte de los mercados de una pausa en las subidas de tipos de interés por parte del BCE. De manera similar, la prima de riesgo se mantiene inmune al giro restrictivo de la política monetaria: el diferencial de rendimiento con respecto al bono alemán oscila en torno a 100 puntos básicos (un nivel relativamente reducido), sin que se detecte una tendencia clara.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Mejora de las perspectivas

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Durante la pandemia, el consumo mundial de productos industriales y de otros bienes se disparó en detrimento de los servicios, con efectos particularmente perjudiciales en las economías como la nuestra con más presencia de estos sectores. Ahora pasa lo contrario: era evidente que la pauta de demanda tenía que revertirse en mayor o menor medida, pero el movimiento está siendo más intenso de lo anticipado, aportando un impulso a corto plazo a la economía española y a la vez tensionando los precios.

La actividad en los sectores ligados al turismo y el ocio crece a un ritmo que roza el doble dígito en el conjunto de la UE (descontando la inflación), lo que revela la potencia de la demanda de esos servicios. El tirón se percibe en nuestro sector turístico, así como en las ramas que exportan otros servicios, más que compensando la debilidad de la demanda interna. Esta sufre el lastre de la contracción del consumo de los hogares registrada. De modo que el crecimiento del PIB se debe fundamentalmente a la aportación exterior sin la cual ya estaríamos en recesión (la aportación de la demanda interna ha sido negativa en los dos últimos trimestres, drenando un total de 1,6% de PIB).


El empuje aportado a la actividad en los servicios tiene todavía cierto recorrido gracias a la persistencia de la bolsa de ahorro embalsado en los otros países europeos. En términos medios, las familias europeas registraron un importante superávit financiero en 2022, que se añade a los jugosos excedentes registrados durante la pandemia (en España, sin embargo, las cuentas de los hogares arrojan un déficit financiero). De momento, los consumidores europeos están tirando de ese colchón de liquidez para beneficio de nuestros exportadores y operadores turísticos. Pero el efecto acabará por agotarse, de modo que las perspectivas de cara a finales de año son menos boyantes, sobre todo habida cuenta del impacto de la subida de tipos de interés que, según se prevé, irá in crescendo.

Por otra parte, el estímulo que proviene de la demanda externa también tensiona los precios. Así lo avalan los últimos datos de IPC, con incrementos que superan el 1% en el mes de abril en hoteles, restaurantes, ocio y cultura, y que llevan la inflación en el sector de servicios hasta el 4,4% en términos interanuales, el doble de los bienes industriales sin energía. El problema es que la inflación en el sector de servicios suele ser bastante persistente, incluso en presencia de una desaceleración de la demanda.

Sin duda, el pacto trienal de rentas alcanzado entre empresarios y sindicatos es una buena noticia porque reduce el riesgo de escalada de precios en el sector de servicios y, en general, ayuda a anclar las expectativas de inflación. También podría contribuir a mantener el plus de competitividad de nuestro tejido exportador: entre los otros grandes socios europeos, únicamente Alemania dispone de un acuerdo de rentas similar. Un acuerdo que, a diferencia del nuestro, se sustenta en las generosas deducciones fiscales aportadas por el Estado para facilitar el consenso.

En suma, el desvío de la demanda externa hacia los servicios se conjuga con otros factores, como la moderación de los precios energéticos y el buen comportamiento del mercado laboral para generar un shock favorable de crecimiento. Por la misma razón, la inflación podría ser más persistente, especialmente con un contexto de presión sobre los precios alimentarios como consecuencia de la sequía. Pese a ello, el escenario central es de desescalada, sobre todo tras el inesperado acuerdo de rentas. La principal incógnita radica en la sostenibilidad de los vientos de cola a partir de la segunda parte del año, que es cuando el impacto del endurecimiento monetario pilotado por el BCE será más perceptible. Las perspectivas mejoran notablemente a corto plazo, pero las incertidumbres nos obligan a corregir los desequilibrios sin bajar la guardia.

ACTIVIDAD | Según la encuesta de gestores de compra en el sector de servicios, la actividad sigue creciendo a un ritmo elevado (el indicador PMI rozó en abril el nivel 58, netamente por encima del umbral que marca la expansión). Además, las perspectivas son favorables para los próximos meses, a tenor del volumen de pedidos recibidos, particularmente desde el exterior. Por otra parte, el indicador de precios percibidos por las empresas de servicios se mantiene en valores altos, además de superar el índice de precios percibidos, —tendencia que apunta a un crecimiento de los márgenes—.

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Dato no tan sorprendente

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Muchos son los analistas que llevan esperando una subida de los préstamos dudosos de la banca española desde hace algún tiempo. Ese pronóstico no se ha cumplido de momento, a pesar de los muchos shocks que lleva la economía de nuestro país desde hace un año: coletazos de la pandemia, impacto de la guerra de Ucrania, elevada y persistente inflación. Mucha incertidumbre. El último dato disponible —noviembre de 2022— publicado esta semana es del 3,68% del total del crédito, el más bajo desde diciembre de 2008. Muy alejado de la considerable morosidad que se tuvo en los años de la crisis financiera global.

No debería asombrar tanto este buen dato. Primero porque, como se enseña en Macroeconomía en las universidades, está fuertemente relacionado con la evolución del PIB y del empleo. La evidencia empírica existente es clara: cuando el PIB se contrae y el paro aumenta, suben los préstamos morosos. Sin embargo, 2021 y 2022 son años de crecimiento económico, a pesar de la incertidumbre, y el empleo se ha comportado razonablemente bien. Es cierto que en 2020 se produjo una fortísima contracción de la actividad económica como consecuencia de la covid y de las medidas de confinamiento y tampoco se notó apenas en la morosidad.

La clave, en mi opinión, es que se confió en que era un problema transitorio y se dio apoyo. Las numerosas medidas aplicadas —ERTEs, préstamos ICO con garantía pública, entre otras y generosas ayudas— fueron una palanca clave que permitió acomodar esa fuerte caída del PIB sin consecuencias de calado en el empleo o en la estabilidad financiera. Conforme algunas de esas medidas de apoyo se iban retirando en 2021 y 2022, se pensó de nuevo que podría repuntar la morosidad. Era lo que los modelos predecirían, pero no llegó a acontecer. Al fin y al cabo fueron años de crecimiento económico. Eso sí, basados en el efecto rebote tras la covid, y apoyados por el ahorro acumulado. Otras medidas y protocolos han sido importantes, como el último, el acuerdo sobre las hipotecas. Una red del trapecista que ha permitido soportar los fuertes vientos de cara del mercado de crédito en estos años. Poco o nada que ver con lo que aconteció de 2008 a 2013, donde estalló la burbuja inmobiliaria: notable contracción del PIB y escandaloso incremento del paro, junto al derrumbe del valor de los activos inmobiliarios.

Sin complacencia, eso sí. La situación puede cambiar y llevar a un cierto repunte de la morosidad. Con la adecuada gestión de las entidades financieras y la vigilancia supervisora, debería ser manejable. Los préstamos dudosos pueden aumentar ante la fuerte desaceleración de la economía, donde las previsiones de crecimiento para 2023 son mucho más modestas. Si el mercado de trabajo sigue mostrando resiliencia, como hasta ahora, ese aumento no debería ser de gran magnitud. No obstante, las subidas de tipos de interés —con cierto recorrido al alza—, en un entorno incierto de inflación (aun cuando esté bajando) y actividad económica mucho menos pujante probablemente terminará afectando. El crédito moroso podría repuntar en 2023. Sería una sorpresa que no lo hiciera.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Resistencia y prudencia

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El Rousseau de El Contrato Social advertía que es necesario comprender que no es posible preverlo todo. Aun así, los ciudadanos y las empresas precisan de referencias. Por ello, las proyecciones económicas continúan siendo importantes. Una brújula temporal que conviene ajustar porque el magnetismo de las reglas económicas y financieras está cambiando frecuentemente. Sobre todo, por los shocks imprevistos y la complejidad geopolítica al alza.

A esto se refiere la Comisión Europea en su informe de previsiones económicas de primavera. Asume el golpe que la guerra en Ucrania supone para la mandíbula europea, pero insiste en que es encajable y superable hacia finales de año. Se estima que España crecerá 1,6 puntos menos que en la anterior estimación (hasta el 4%) y la UE 1,3 puntos menos (hasta el 2,7%) que en la anterior previsión. Se indica desde Bruselas que España y Francia son los menos afectados entre los grandes Estados miembros por la guerra en Ucrania. Esto no le priva de señalar que el español es uno de los casos donde, sin embargo, más han crecido los costes energéticos y la inflación. La estimación es que los precios se situarán en un promedio del 6,3% a finales de este año, lo que supone asumir que la presión inflacionista se rebajará a finales de 2022. Otras previsiones apuntan a los primeros meses de 2023 para observar la moderación de precios.

El informe pone la esperanza en dos viejos conocidos para la economía española: el turismo y las ayudas europeas. El primero, porque se espera que se sitúe estas próximas vacaciones no lejos de los niveles alcanzados en 2019. El segundo, porque los fondos de recuperación y resiliencia estarían llamados a tener un impacto importante en el capítulo de inversiones, impulsando a sectores como la construcción, que está bastante afectado por el aumento de costes de materiales. Sea como fuere, será importante avanzar en ejecuciones y proyectos, lo que en este contexto de incertidumbre y costes crecientes no es nada sencillo. Transporte, construcción y todas las actividades muy dependientes de la energía están tocadas.

Tal vez estas previsiones rezuman gran confianza en la ayuda europea. Es la dimensión comunitaria, precisamente, una referencia que no ha de perderse para afinar estimaciones y prepararse. Sobre todo, en la perspectiva monetaria. Mientras que en Bruselas se confía en el crecimiento del PIB nominal para que España reduzca su deuda hasta el 113,7% en 2023, la subida de tipos de interés amenaza los costes financieros de ese endeudamiento. Si los problemas de inflación, suministros e incertidumbre se prolongan, la deuda seguirá subiendo porque el apoyo fiscal tendrá que extenderse. El BCE actuará pensando en una Europa que pide normalización financiera —entre otras cosas, para moderar precios— y ese cambio está ya aquí. Sin otros mecanismos de soporte para la deuda, las primas de riesgo subirán. Cuanto menos dure el entorno actual, menos riesgo… pero, entre lo que no puede preverse y la incierta duración de lo que está sucediendo hay que ser muy certeros para evitar la indexación salarial, preservar la solidez del mercado laboral y gestionar los niveles de deuda.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La transición energética y sus costes

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El verano ha sentado bien a la economía española, gracias al fuerte tirón del turismo y a la pujanza del mercado laboral. Tanto la ocupación hotelera como los desplazamientos apuntan a una temporada que se acerca al 70% del nivel record de 2019, desmintiendo algunas de las previsiones sombrías a raíz de la expansión de la variante delta. Por otra parte, la afiliación a la seguridad social crece a ritmo sostenido, alimentando el rebote del consumo de las familias. Algo similar sucede en los países vecinos, de ahí la mejora europea y en paralelo la de nuestras ventas en el exterior. Todo ello augura un tercer trimestre boyante, con un crecimiento del PIB sin duda superior al 3%. 

El reverso de la medalla es
el mantenimiento de la senda alcista de los costes industriales. La escalada, en
su vertiente no energética, es esencialmente transitoria: los productores de
metales, contenedores y suministros tecnológicos como los chips aprovechan los
cuellos de botella para ampliar capacidad productiva, por lo que se vislumbra
una moderación de sus tarifas a partir de la primavera.

Sin embargo, el
encarecimiento del gas y sobre todo de la electricidad parece más persistente, habida
cuenta de la inercia de la oferta. Podríamos estar, por tanto, ante el riesgo
de un inoportuno shock de oferta, que a falta de reformas sería
especialmente negativo para nuestra economía.

El principal factor es
global: la lucha contra el cambio climático es prioritaria, pero obliga a
incorporar el coste de las emisiones de carbono. El resultado es un
encarecimiento de la producción intensiva en energías fósiles y singularmente
de la electricidad, ya muy visible en el mercado. Este ciclo durará todavía
unos años, hasta que la oferta que proviene de fuentes no contaminantes ocupe
el terreno de las fósiles. A esta tendencia general, se superpone un mercado
eléctrico español que tiende a amplificar las fluctuaciones del coste de las
energías más contaminantes. Ésta es una consecuencia cuasi matemática del
sistema marginalista tal y como se ha diseñado.

El corolario es el
deterioro del poder adquisitivo de empresas y particulares, de momento
eclipsado por el rebote del gasto embalsado durante la crisis. Las empresas que
se enfrentan a una competencia feroz no pueden permitirse ajustar sus precios,
y por tanto los márgenes se reducen. Los trabajadores, por su parte, no están
en condiciones de reivindicar una recuperación de sus ingresos reales. Si
empresas y familias lograran compensar el aumento de costes externos, se
generaría un bucle inflacionista que sin duda presionaría sobre los tipos de
interés. 

Fuente: Markit Economics, INE, Agencia Tributaria y Funcas.

Otro riesgo, tal vez mayor, es el de pérdida de competitividad de los sectores más expuestos al shock energético. El aparato productivo español es relativamente dependiente de las energías fósiles y por tanto será uno de los más penalizados por el incremento del precio del CO2, amplificado por un diseño defectuoso de nuestro mercado eléctrico.

La apuesta del Plan de recuperación por la transición energética es, por tanto, acertada. Para convertirla en realidad, una premisa es que las empresas que hayan sobrevivido a la crisis pandémica aguanten el impacto del shock, razón por la cuál una reforma del sistema de formación de precios eléctricos es urgente. Además, es crucial que las inversiones que se financien con los fondos europeos sean rentables tanto desde el punto de vista medioambiental como económico. Esto no se consigue con meras subvenciones a proyectos de energía renovable, sino con una estrategia que incluye una senda gradual y previsible de ajustes fiscales, inversiones de infraestructura y una evaluación permanente de la relación coste-beneficio de las diferentes iniciativas.

El cambio del modelo energético es imprescindible para cumplir con los objetivos medioambientales. Pero conviene reconocer los costes de transición para el aparato productivo español, y afrontarlos con reformas, medidas que minimicen el impacto sobre los sectores más vulnerables e incentivos bien diseñados.

PRECIOS | El recién divulgado índice de precios industriales apunta a una creciente brecha entre el ciclo alcista de los suministros energéticos e intermedios, y la moderación de las tarifas practicadas por la mayoría de sectores. Entre enero y julio el precio del suministro de energía eléctrica y gas se encareció un 44,1%, y el de los productos intermedios como el hierro, el acero, el aluminio y otros metales lo hizo un 12,3%. Mientras tanto, los precios de producción de bienes de consumo y de bienes de equipo acumulan incrementos muy inferiores, del 3% y 2,1% respectivamente.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La economía de la salud pública en España (II)

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Este[1] es el segundo de una serie de artículos en la que estamos analizando de forma elemental la Economía de la salud pública en España. La importancia de las actividades y servicios de salud pública no se puede minusvalorar. Se ha estimado que de los 30 años de esperanza de vida ganados a lo largo del siglo xx, 25 se pueden atribuir a medidas de salud pública, tales como mejor nutrición, saneamiento y vivienda, etc., mientras que la asistencia sanitaria a los pacientes individuales habría contribuido con cinco años (Bunker et al. 1994). La vigilancia y control epidemiológico han conseguido contener ciertas epidemias. Las vacunas a lo largo de la historia han disminuido radicalmente morbilidad y mortalidad salvando millones de vidas (Andre et al. 2008) (Hidalgo et al 2013).

Además, estos servicios y herramientas —en particular los de prevención y vigilancia epidemiológica— se han revelado críticos para dar respuesta a la pandemia de la COVID-19, enfermedad infecciosa global nueva que, cuando debuta, nos golpea carentes de los conocimientos necesarios para atajarla, en especial sin vacunas disponibles, ni tratamientos específicos. La mejor respuesta y resultados de los países del Sudeste Asiático y de Alemania (desde luego en la primera ola) seguramente se pueden atribuir al despliegue de unos servicios de salud pública potentes, habiendo sido el tipo y características del sistema de asistencia sanitaria curativa individual relativamente indiferentes a la hora de evitar contagios, hospitalizaciones y fallecimientos (Lobo 2020).

Otra motivación para estudiar la
economía de la prevención y salud pública son las interrelaciones entre pandemias y crecimiento económico. En
esta ocasión no estamos ante una crisis económica que impacta y genera
consecuencias en la salud, sino ante una crisis sanitaria que tiene
consecuencias en la economía de todos los países. En particular, la
incertidumbre y la falta de confianza que genera la progresión de contagios,
hospitalizaciones y fallecimientos paraliza consumo e inversiones, sin que
quepa esperar que la economía se recupere si no se estabiliza la situación
sanitaria. No existe un balance compensatorio entre economía y salud. Los
países que más han contenido la pandemia son los que menos daños económicos han
sufrido y mejor se han recuperado, mientras que los que han respondido con
medidas laxas y han tenido menor éxito en su contención son también los que
peor evolucionan económicamente.

«Las inversiones en herramientas que permiten prevenir la enfermedad pandémica tienen altísimo retorno, lo que obliga a reorientar las prioridades económicas en el futuro hacia la vigilancia epidemiológica, rastreo, detección y seguimiento de contactos, vacunas, etc…».

Félix Lobo y Marta Trapero Bertrán

El FMI en las últimos Perspectivas de la Economía Mundial de abril de 2021 ha estimado una caída del PIB mundial en 2020 del 3,3%, sin precedentes históricos recientes, pero que podría haber sido tres veces mayor de no haber sido por las extraordinarias políticas de apoyo desplegadas. Cutler y Summers (2020) han estimado el coste total de la pandemia en los EE.UU teniendo en cuenta, además de las pérdidas de PIB, los costes sanitarios emergentes (muertes prematuras valoradas a partir del “valor estadístico” de la vida, morbilidad y discapacidad y problemas mentales resultantes) en 16 billones (doce ceros) de dólares, equivalentes al 90% de su PIB en un año. Para una familia media de cuatro miembros el quebranto alcanzaría los 200.000 dólares. Aproximadamente la mitad es pérdida de renta derivada de la recesión y la otra mitad pérdidas por vidas más cortas y menos saludables. En la Gran Recesión la reducción de producción sólo fue de un cuarto. Las distintas publicaciones de Funcas también están prestando gran atención a las consecuencias económicas de la COVID-19, tales como el nº 165 de 2020 de Papeles de Economía Española; SEFO, Spanish and International Economic & Financial Outlook últimos números y el libro de Ocaña et al. (2020), Impacto social de la pandemia en España. Una evaluación preliminar.

Una consecuencia es que las inversiones en herramientas que permiten prevenir la enfermedad pandémica tienen altísimo retorno, lo que obliga a reorientar las prioridades económicas en el futuro hacia la vigilancia epidemiológica, rastreo, detección y seguimiento de contactos, vacunas, etc… En España se ha estimado que la vigilancia epidemiológica de la pandemia tiene una ratio beneficio/coste de 7 a 1 (González López-Valcárcel, y Vallejo Torres 2021).

También hemos de tener presente que en las recesiones económicas los países tienden a reducir los gastos públicos sanitarios debido a las restricciones fiscales. Pero, entre ellos, los gastos en prevención y salud pública cuentan con elevadas probabilidades de ser recortados. Las razones —en circunstancias normales, bien distintas de las de una pandemia— son las siguientes:

  • Prioridad de las personas enfermas que
    requieren tratamiento,
  • Estos gastos tienen poca visibilidad y
    rentas electorales,
  • Producen beneficios difícilmente
    apreciables por cada individuo y sólo afloran a largo plazo, por lo que no
    concentran las demandas de los ciudadanos,
  • No tienen el apoyo de grupos de interés
    ni de organizaciones sindicales o profesionales poderosas.

Estas reducciones de gasto (popularmente recortes) pueden llegar a tener consecuencias negativas a corto y largo plazo en la salud de las personas. Algunas derivan de la propia crisis; otras pueden ser espoleadas por las políticas públicas, como la política de austeridad impuesta por la Unión Europea para responder a la crisis financiera de 2008-2014. Las repercusiones sobre la salud de la contención de los gastos sanitarios durante la Gran Recesión han sido un tema destacado de análisis en años pasados, aunque con conclusiones poco claras (Karanikolos et al. 2015). En España un estudio encontró que la crisis perjudicó a la salud mental de los españoles, pero debido a los trastornos psicológicos causados por el enorme paro, más que por las restricciones de gastos y servicios. Sin embargo, no encontró que la crisis se asociara, a corto plazo, a mayor incidencia de enfermedades crónicas como la EPOC, cardiovasculares, etc. (García-Gómez et al, 2016); (Oliva Moreno et al. 2018). Puede leerse una discusión breve de esta cuestión en Lobo (2017). Todo indica que, además de las trágicas mortalidad y morbilidad, las consecuencias indirectas para la salud de la pandemia van a ser muy superiores a las de la crisis financiera de 2008-2014.

En próximos artículos analizaremos el
nivel, la evolución, los componentes y las características del gasto público en
prevención y salud publica en España según las distintas fuentes disponibles.


[1] Este artículo se basa en el publicado por los mismos autores “El gasto público en servicios de prevención y salud pública en España antes de la COVID-19 (I). Los datos nacionales”, en Cuadernos de Información Económica, nº 280, enero-febrero 2021.

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Gasto público y crecimiento en los países de la OCDE, 1964-2018

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Buena parte de las
economías avanzadas de la OCDE muestran, desde mediados de los años sesenta
del pasado siglo, una tendencia decreciente de sus tasas de crecimiento,
especialmente perceptible en los países europeos y Japón. En paralelo, la
trayectoria del gasto público presenta un aumento sostenido hasta comienzos
del decenio de los ochenta, estabilizándose posteriormente en torno a una
media del 41% del PIB, aunque con amplias diferencias entre países. En
términos muy generales, la pregunta a la que se ha tratado de responder en
este trabajo es si ese nivel de gasto público tiene alguna relación con la
caída de las tasas de crecimiento.

La relación entre
gasto público y crecimiento económico responde a dos fuerzas contrapuestas.
Por una parte, los efectos positivos del gasto público sobre la productividad
a través de la acumulación de capital físico y humano, de la corrección de
los fallos de mercado y de la mejora de la estabilidad social mediante la
reducción de la desigualdad. Por otra, los efectos distorsionadores de los
impuestos sobre la productividad del capital y sobre el crecimiento, así como
por las ineficiencias de la gestión pública y por la extensión de las
actividades de búsqueda de rentas. El resultado final dependerá de la
importancia relativa de ambos efectos, lo que, bajo determinados supuestos
sobre la forma de la función de producción, se relaciona principalmente con
el tamaño, la composición y la calidad del gasto y de los ingresos públicos.

A partir de los
análisis empíricos realizados, la primera conclusión de este artículo es
que el tamaño alcanzado por el gasto público en la mayor parte de los países
avanzados estaría siendo una rémora para el crecimiento económico. Sin
embargo, un resultado tan agregado que, por otra parte, ha sido ampliamente
contrastado en otros trabajos, esconde relaciones muy heterogéneas entre gasto
público y crecimiento económico en los distintos países.

En primer lugar, el
mencionado efecto negativo tiene una magnitud muy diferente entre países:
mientras en algunos, como los escandinavos, los coeficientes son bajos, en
otros, como los del antiguo bloque del este de Europa o los bálticos, son
mucho más elevados.

«Los resultados obtenidos presentan tantas particularidades que no puede decirse, sin más, que una reducción del gasto público en los países avanzados de la OCDE implique un aumento de las tasas de crecimiento a largo plazo. La composición y calidad del gasto puede resultar tan determinante como su propio tamaño».

En segundo lugar,
los resultados no son tan concluyentes cuando en lugar del gasto público total
se toma el gasto en bienes y servicios públicos, excluidas por tanto las
transferencias, cuyo efecto sobre el crecimiento, aun siendo también negativo,
es a su vez muy diferente entre países. Y resultados opuestos se obtienen para
gran número de países cuando el análisis se circunscribe al gasto en
inversión pública. Por tanto, la composición del gasto es un factor muy
destacado en cuanto a sus efectos sobre el crecimiento.

En tercer lugar, la
relación entre gasto público y crecimiento no necesariamente es lineal. La
estimación no paramétrica de coeficientes que pueden variar en el tiempo
muestra que en algunos países se ha iniciado una senda de ajuste y
estabilización del gasto que modifica el signo de su relación con el
crecimiento económico, de modo que algunos de los efectos negativos habrían
quedado en buena medida neutralizados.

En cuarto
lugar, la calidad y eficacia del sector público se muestra como un factor
explicativo muy relevante de las diferencias que se aprecian entre países con
niveles similares de gasto. Países con un tamaño del gasto muy elevado
ofrecen, en cambio, resultados mucho mejores en su relación con el crecimiento
que otros con un tamaño más reducido, debido a las diferencias en variables
de tipo institucional. La conclusión es que un elevado número de países
podrían mejorar sus tasas de crecimiento sin necesidad de reducir el gasto,
reforzando sus indicadores de calidad y eficacia del gobierno.

Incluso enjuiciando
el papel del sector público solo por sus efectos sobre el crecimiento, los
resultados obtenidos presentan tantas particularidades que no puede decirse,
sin más, que una reducción del gasto público en los países avanzados de la
OCDE implique un aumento de las tasas de crecimiento a largo plazo. La
composición y calidad del gasto puede resultar tan determinante como su propio
tamaño y otro tanto puede decirse de la eficacia e imparcialidad de la
actuación del sector público en la provisión de bienes y servicios.

El análisis
realizado no puede obviar el hecho de que el crecimiento, como objetivo de las
políticas públicas, debe conciliarse con otros objetivos que también
formarían parte de una hipotética función de bienestar social, como la
conservación del medio ambiente, la distribución de la renta o el acceso a
ciertos servicios básicos como la educación o la sanidad. Todo lo que aquí
hemos deducido tiene que ver con el alcance de las relaciones entre gasto
público y crecimiento económico, pero no se prejuzga que el crecimiento deba
ser el único código para evaluar el gasto, aunque sí conviene tenerlo muy
presente cuando se proponen políticas redistributivas que conllevan un
componente de gasto público. El equilibrio entre eficiencia y equidad, tan
discutido en cuanto a lo óptimo de sus proporciones, requiere, con seguridad,
tener en cuenta todo tipo de factores, económicos, ambientales y sociales, a
la hora de diseñar y ejecutar la intervención del sector público en las
sociedades avanzadas.  

Esta entrada es un resumen del artículo ‘Gasto público y crecimiento en los países de
la OCDE, 1964-2018’, publicado en el número
164 de Papeles de Economía Española
.

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Concentración de la población y crecimiento económico

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El mundo en el que
vivimos está cada vez más urbanizado y muchas de las mayores ciudades del
mundo atraen cada vez más población, especialmente en los países en vías de
desarrollo. Entre 1950 y 2009, la población urbana en el mundo pasó de 732 a
3.400 millones de personas y la tasa de urbanización aumentó del 30al 50%.
Hoy en día, aproximadamente un 55% de la población mundial vive en ciudades y
las Naciones Unidas predicen que, en el año 2025, esta cifra aumentará hasta
los 5.000 millones.

Sabemos que la tasa
de urbanización de un país y su desarrollo económico están altamente
correlacionados. Una explicación de este fenómeno es que, a medida que el
país se hace más rico, un mayor número de sus habitantes se desplaza a vivir
en sus ciudades, tal vez porque el proceso de crecimiento económico y de
cambio estructural asociado al mismo viene a menudo acompañado de una
reducción en el peso del sector agrícola en la economía. También es posible
que, puesto que la gente suele ser más productiva en las ciudades que en los
pueblos, una mayor población urbana enriquece al país.

Los pocos estudios
empíricos de los que disponemos sobre la relación entre la concentración de
población urbana y el crecimiento económico se basan en regresiones donde la
variable dependiente es el crecimiento económico y la principal variable
explicativa es alguna medida de concentración urbana, normalmente la ratio de
la población de la mayor ciudad y la población urbana del país, también
conocido como la primacía urbana. Estos modelos incluyen otros controles, en
particular el nivel de desarrollo del país. Como sugiere la hipótesis de
Williamson, cuando un país es pobre, la concentración urbana es alta para
ahorrar en los escasos recursos del país, y, a medida que este se enriquece,
la población urbana tiende a repartirse entre otras ciudades. Así pues, estos
estudios nos muestran que concentrar más población en unas pocas ciudades es
positivo hasta cierto punto.

«La concentración urbana es positiva para la economía de estos países siempre y cuando vaya acompañada de un aumento en la inversión en infraestructura, por ejemplo, en acceso a sanidad».

Algunos
autores relacionan este nivel crítico con el concepto teórico del tamaño
óptimo de las ciudades. Otros trabajos prefieren usar medidas absolutas de
población y estimar el efecto de tener muchas ciudades medianas y llegan a la
conclusión de que es mejor para el crecimiento económico tener un gran
número de ciudades de tamaño mediano. Desde un punto de vista teórico,
existen modelos de equilibrio general con muchas ciudades que nos ayudan a
entender, entre otras cosas, cuáles son las ganancias o pérdidas asociadas a
desplazar a un gran número de personas de una ciudad a otra. Estos estudios,
aunque muy prometedores, se han llevado a cabo solamente para Estados Unidos,
China y México. Sus resultados sugieren que existen sustanciales ganancias
asociadas a aumentar la concentración urbana, al menos en China, reflejando el
hecho de que restricciones a la emigración de zonas rurales a zonas urbanas
como las impuestas por el sistema Hukou, son dañinas para la economía China.

En los
países en vías de desarrollo se sitúan, hoy en día, las mayores ciudades del
mundo y las que crecen más rápidamente. En los últimos años, un gran
número de economistas urbanos han empezado a trabajar muy activamente en el
estudio de los sistemas de ciudades en estos países. Uno de los principales
hallazgos de estos trabajos es que la concentración urbana es positiva para la
economía de estos países siempre y cuando vaya acompañada de un aumento en
la inversión en infraestructura, por ejemplo, en acceso a sanidad. Es
difícil, dado lo poco que sabemos sobre este tema, formular políticas de
concentración de población que beneficien a la economía de forma agregada.
En primer lugar, es necesario poder estimar con mayor fiabilidad cuál es el
tamaño óptimo de las ciudades de un país y como éste depende de su nivel de
desarrollo. Por otro lado, es necesario estimar modelos macroeconómicos de
equilibrio general en más países para poder entender bien las consecuencias
que tendría la aplicación de este tipo de políticas. Teóricamente, parece
claro que los gobiernos podrían mejorar la distribución de la población
puesto que los individuos eligen el lugar donde viven y trabajan sin tener en
cuenta las consecuencias agregadas de sus decisiones. Sin embargo, en la
práctica, diseñar e implementar este tipo de intervenciones es complicado y
parece poco realista dado nuestro limitado conocimiento sobre este tema.

Esta entrada es un resumen del artículo ‘Concentración de la población y crecimiento
económico’, publicado en el número
164 de Papeles de Economía Española
.

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Factores determinantes del crecimiento económico: una comparativa a nivel mundial

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El
crecimiento económico, con aumentos significativamente elevados en el nivel de
producción, es un fenómeno relativamente reciente si atendemos a la
evolución de los niveles de producción en los últimos dos mil años. De
hecho, lo que hoy consideramos como crecimiento económico, con incrementos
medios anuales de la producción en torno al 2%, representa una tendencia que
solo se observa a partir de la Revolución Industrial, inicialmente en un
número limitado de países y con tasas de crecimiento más moderadas, siendo
más intenso y amplio este fenómeno durante la segunda mitad del siglo XX.
Anteriormente, las tasas de crecimiento de la producción han resultado ser muy
reducidas y cercanas a cero durante periodos de tiempo considerablemente
elevados. Incluso, han existido épocas en las cuales se han producido
retrocesos en la renta per cápita en muchas economías cuyos niveles solo se
han recuperado una vez transcurrido un lapso de tiempo considerablemente
elevado. Este cambio en el crecimiento económico producido a partir de la
Revolución Industrial ha llevado a considerar al progreso tecnológico como el
motor fundamental del crecimiento de la producción a lo largo del tiempo, dado
que en periodos anteriores el progreso tecnológico ha sido muy limitado, al
igual que los avances en la producción.

Se constata la disminución, en el período 1980-2017, de la participación de las rentas del trabajo respecto a la renta total, al contrario que en las décadas anteriores a 1970

Por otra
parte, tanto los niveles como las tasas de crecimiento de la renta per cápita
muestran una elevada variabilidad entre economías, no observándose una clara
tendencia en la reducción de estas diferencias. Hemos analizado los
determinantes del crecimiento económico adoptando una perspectiva global,
considerando una muestra extensa de países, tanto desarrollados como en vías
de desarrollo, mediante la utilización de la denominada contabilidad del
crecimiento. Este enfoque parte de la definición de una función de
producción agregada donde se consideran todos los factores que determinan el
nivel de producción. Una vez definida la función de producción agregada de
la economía y calibrados los parámetros de la misma, podemos obtener una
medida de la productividad agregada, representativa del estado de la
tecnología. El crecimiento de la producción se explica por dos grupos de
factores: acumulación de inputs (crecimiento extensivo) y progreso
tecnológico (crecimiento intensivo). El crecimiento extensivo hace referencia
a la proporción del crecimiento de la producción que viene explicado por el
aumento en la cantidad de factores productivos, mientras que el crecimiento
intensivo hace referencia al cambio tecnológico que aumenta la eficiencia
productiva. La fuente de información que hemos usado en nuestro análisis es
la base de datos Penn World Table (PWT), versión 9.1. La PWT es
una base de datos que contiene un gran volumen de información para una amplia
muestra de países. La muestra seleccionada para la realización del análisis
comprende un total de 113 economías, mientras que el periodo seleccionado es
de 1980 a 2017, excepto para los países de Europa del Este, que incluye a
países surgidos a partir de la desintegración de la Unión Soviética, para
los cuales únicamente disponemos de información para el periodo 1994-2017.

El
análisis realizado muestra que ha habido poca convergencia en el PIB per
cápita o en el crecimiento de la productividad durante el período
considerado. Los resultados obtenidos muestran una ralentización en el
crecimiento de la productividad agregada, observándose que la aportación de
la productividad total de los factores (PTF) al crecimiento de la producción
ha sido moderada, e incluso negativa para un conjunto de países en vías de
desarrollo. Estos resultados contrastan con los obtenidos anteriormente por la
literatura, en la cual los avances en la PTF explicaban una proporción muy
elevada del crecimiento económico. Los resultados que presentamos en este
artículo contradicen esta visión tradicional del fenómeno del crecimiento
económico, indicando que para el periodo 1980-2017, la acumulación de
factores productivos ha sido el principal motor del crecimiento de la
producción. El capital humano también ha sido un factor relevante a la hora
de explicar la evolución de la producción, teniendo un efecto positivo en
todas las economías, principalmente en Asia, África y América del Sur,
precisamente en aquellas economías que partían de menores niveles de capital
humano, por lo que en términos de este componente tecnológico las diferencias
entre países se han reducido. Por último, también se constata un cambio en
la distribución de la renta, con una disminución de la participación de las
rentas del trabajo respecto a la renta total, al contrario que lo ocurrido en
las décadas anteriores a 1980, fenómeno que puede tener importantes
consecuencias a la hora de determinar el grado de desigualdad en la
distribución de la renta dentro de cada economía.

Esta entrada es un resumen del artículo ‘Factores determinantes del crecimiento económico: una comparativa a nivel mundial’, publicado en el número 164 de Papeles de Economía Española.

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