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Una tragedia humana pero también económica

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La DANA que ha asolado muchas poblaciones de la provincia de Valencia, así como de otras zonas, ha sido un desastre natural con numerosas pérdidas humanas y económicas. Todavía nos encontramos en estado de shock por la tragedia acontecida, de la que muchas familias nunca se recuperarán, pero es importante también hacer una primera valoración de los descomunales daños económicos. Afectan a amplias capas de la población y de las empresas de las zonas afectadas. Con dos ideas de entrada. La primera es que las pérdidas por el momento son prácticamente incalculables, lo que obligará a adoptar una visión dinámica de las actuaciones y apoyos públicos. La segunda es que hay que ir realizando numerosas actuaciones de urgencia con diligencia desde ya, si no se desea que esos daños ya existentes se multipliquen por la demora. El tejido empresarial —y las infraestructuras— tardarán mucho tiempo en recuperarse, pero no se puede permitir que desaparezca una parte significativa del mismo —que sostiene la economía y bienestar de esta área— por falta de ayudas suficientes. En definitiva, una situación dramática que requiere acciones públicas y privadas (por ejemplo, compañías de seguros) muy contundente, casi sin precedente histórico. 

Por proximidad a lo acontecido y la mayor magnitud de los daños, este artículo se centra en Valencia. Los municipios afectados son unos 65 (850.000 habitantes), en una de las zonas más intensivas en actividad industrial y de servicios de todo el país. Ha afectado a muchos pequeños y grandes negocios, cultivos y al turismo. La gran magnitud la ilustra un primer paquete de 10.600 millones de euros aprobado en el Consejo de Ministros del pasado martes en ayudas directas a familias, empresas y ayuntamientos, que incluyen los ERTEs que tanto amortiguaron los problemas laborales en la pandemia. El tiempo dirá si hace falta más y a cuanto podrían elevarse esos recursos adicionales que se puedan necesitar. No se puede tener aún una visión completa de los perjuicios totales. Lo que está claro, es que las pérdidas humanas nunca se podrán compensar. La actividad económica se resentirá significativamente en los próximos meses, que también puede impactar en el PIB español unas décimas. No obstante, más adelante el PIB paradójicamente puede reactivarse cuando empiecen las obras de reposición y mejora de infraestructuras y otras inversiones. Sin embargo, habrá un impacto financiero negativo inevitable sobre el déficit y deuda pública.

Por último, una lección fundamental es la necesidad de desarrollar mejores indicadores y protocolos de alerta para estos eventos de muy baja probabilidad, pero descomunales pérdidas humanas y económicas. La sociedad del siglo XXI tiene suficientes resortes científicos y tecnológicos —incluida la inteligencia artificial— para modernizar esos procedimientos y aminorar los terribles daños de las catástrofes naturales.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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Pigou y competencia, en lugar de peajes

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La decisión de reemplazar la implantación generalizada de los peajes en las vías de alta capacidad en España por medidas para impulsar el transporte sostenible va en la buena dirección, pero sería necesario que el gobierno y Bruselas expliquen este acertado golpe de timón y, de paso, resuelvan algunas de las dudas que esta solución puede generar.

La economía no es maniquea, existen razones a favor y en contra de los peajes. Empecemos con los argumentos espurios a favor y sus inconvenientes. Las empresas constructoras defienden los peajes como un ingreso finalista para la construcción y mantenimiento de la red de carreteras. España es uno de los países europeos con más kilómetros de carretera por millón de habitantes, lo que es una ventaja competitiva pero conlleva, igualmente, unos enormes gastos de mantenimiento. Diversas asociaciones de usuarios y las constructoras denuncian que existe un déficit importante en la conservación de nuestra red viaria, generado entre otras razones por los recortes que vinieron con las crisis económicas o el COVID. Sin embargo, los ingresos finalistas no son una buena idea económica. La razón es obvia. Cuando uno elabora un presupuesto para satisfacer dela mejor manera posible las necesidades de la población, introducir una restricción hace que la solución sea peor. El mantenimiento de las carreteras es importante, pero no lo es menos la educación o una emergencia sanitaria.

La solución de los peajes conlleva, además, otros inconvenientes como la necesidad que imponen de invertir en un sistema de control de tráfico que, según cómo se implemente, puede conllevar un importante coste e incluso tener un riesgo de obsolescencia tecnológica. Pero probablemente el mayor problema potencial es que los peajes incentiven un trasvase del tráfico de autovías a carreteras de un solo carril por sentido, con la consiguiente reducción de la eficiencia y aumento en la siniestralidad.

Sin embargo, existen dos argumentos en favor de los peajes que sí tienen fundamento económico. Primero: el pago por uso es un buen principio, por equidad y por eficiencia, para financiar la construcción de nuevas infraestructuras y el mantenimiento de las existentes. Solo si los usuarios de las carreteras, (y de todos los medios de transporte), pagan por los costes de uso de la infraestructura (y también por los costes medioambientales), tomarán las decisiones correctas en lo que respecta a qué modo de transporte emplear e impulsar. 

Segundo —siguiendo el argumento anterior—: el uso de peajes pondría al transporte por carretera en igualdad de condiciones con otros medios de transporte que ahora pagan por el uso de la infraestructura. En la situación actual, el transporte por carretera está parcialmente “subvencionado”, lo que puede ser uno de los motivos por los cuales el ferrocarril de mercancías tiene un papel casi testimonial en España en comparación con otros países europeos. Este es un punto importante para Bruselas y para la estrategia de lucha contra el cambio climático y, por ello, la nueva hoja de ruta plantea impulsar el transporte sostenible. 

La forma de hacerlo
es recuperar a Pigou, y aplicar de forma más intensa el lema de “quien contamina,
paga”: tratar el transporte por carretera como otros sectores industriales,
imponiendo a los vehículos comerciales (y a la vivienda) un pago por emisiones
de CO₂ a partir del 2027, que
se estima que será unos 45 euros por tonelada
. El argumento del gobierno
español es que este nuevo impuesto, que se va a implantar en toda la UE, cumple
parcialmente con los objetivos que se perseguían con los peajes. Aún no se sabe
cómo se va implementar; una posibilidad sería utilizar el impuesto de los carburantes. 

Utilizar los
impuestos pigouvianos (medioambientales) —como el de carburantes— tiene
múltiples ventajas sobre los peajes. El primero y más obvio es que estos
impuestos ya existen, y no hay que realizar inversiones para su puesta en
funcionamiento. Además, se aplica a todas las carreteras y su importe es mayor para
vehículos más grandes, que son, a su vez, los que generan un mayor desgaste de las
infraestructuras. Y, no menos importante, precisamente porque su importe depende
del uso de combustible, proporciona incentivos al ahorro energético a través de
la moderación de la velocidad y de la adquisición de vehículos más ecológicos. Es
decir, puede ser una forma de incentivar los vehículos eléctricos —que en
nuestro país tienen una cuota de mercado muy baja— más eficaz que los actuales planes
Moves, cuyas subvenciones directas a la
compra se trasladan en gran medida a los precios.

Una buena pregunta sería
si es mejor esperar a 2027 o, por el contrario, es preferible hacer una
transición más gradual, subiendo progresivamente los impuestos de los
carburantes con el doble objetivo (el famoso doble dividendo de los impuestos mediambientales) de reducir las
emisiones y de que los usuarios de la red viaria contribuyan en mayor medida a
su mantenimiento (¡eso si, sin convertir estos impuestos en finalistas!). No se
pueden ignorar los costes políticos de una medida de este tipo. A nadie le gusta
subir impuestos y, aunque nunca es un buen momento para hacerlo, siempre es
útil una comparación con el entorno para comprobar si existe margen para una
medida como esta. Y lo que se comprueba sistemáticamente es que el precio de la
gasolina, antes de impuestos, es más elevado en España que en nuestros
principales vecinos, pero el PVP, que incluye impuestos, es significativamente más
bajo. Algo similar sucede con el gasóleo (ver gráficos). Dado que el precio del
petróleo es un precio internacional, se puede deducir que el hecho de que el
precio de los carburantes antes de impuestos en España se sitúe entre los más
altos de Europa es consecuencia de la falta de competencia en el mercado de
refino y distribución. Estos sectores están muy concentrados, y aunque la CNMC
ha hecho una gran labor en los últimos años (favoreciendo las gasolineras
automáticas e introduciendo medidas para reducir la cuota de mercado de las
empresas dominantes), todavía queda mucho camino por recorrer.


Converger con nuestros socios europeos en la presión impositiva sobre los combustibles fósiles, además de potenciar el uso de medios de transporte más sostenibles, generaría un incremento sustancial de los recursos. La presión sobre conductores y transportistas podría aliviarse con reducciones en el precio de la gasolina antes de impuestos, lo que solo puede venir de un aumento de la competencia en el sector. Además, la complementariedad entre el fomento de la competencia y la política fiscal también aplica al transporte de mercancías por ferrocarril: la reducción de algunas de las barreras a la entrada a la que se enfrentan los operadores entrantes en este mercado, en particular en lo referente a maquinistas y acceso a material rodante, y especialmente locomotoras, podría ser una alternativa —al menos, parcial— a los subsidios que ahora se plantean a este medio de transporte.

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bidenomics

Bidenomics

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La llegada de Joe Biden a la Casa Blanca traerá grandes cambios a la política tanto en Estados Unidos como a escala global. Seguramente a mejor. La economía también puede tomar un nuevo rumbo, aunque no cabe esperar milagros en este campo ni en el sanitario, al menos, a corto plazo. La nueva Administración no va a tener una luna de miel ni el periodo de gracia que se da a cualquier presidente porque EE UU está profundamente dividida. Asimismo, la pandemia y sus devastadores efectos sobre la actividad empresarial y social permanecerán, al menos, en 2021. El presidente electo deberá hacer frente a estos problemas con realismo y decisión. No ha sido un negacionista en campaña —lo que ha sido un factor a su favor— y no cabe esperar que lo sea en su mandato.

¿Qué puede cambiar en la economía con Biden? En el terreno doméstico, el primer gran eje es recuperar ética institucional, algo que EE UU ha perdido en el último Gobierno. Los demócratas quieren un paquete de medidas reformistas con un fuerte carácter social, planificadas para dos mandatos y que podrían elevar el gasto por encima de los siete billones de dólares. El objetivo es ampliar el acceso de la población más desfavorecida a servicios sociales, sanitarios y educativos. El problema para muchos americanos es que al menos la mitad de ese gasto debe financiarse con impuestos. En el escenario actual —casi ideal para el nuevo presidente—, este programa reivindicaría el papel de los Gobiernos en la salida de la crisis. Ese programa eminentemente social no debe descuidar el apoyo a las empresas, que son las que garantizarán el empleo del futuro. Sin embargo, hay un posible obstáculo que ya fue una rémora de todas las iniciativas que no se culminaron en la era Obama: el bloqueo de cualquier intento de reforma desde el Senado, que podría tener mayoría republicana a partir de enero.

«Biden es lo más parecido al nuevo centrismo económico que EE UU podía ofrecer. Correcto para los mercados —a pesar de su énfasis en subir impuestos— y un hombre de su tiempo en derechos sociales y en políticas de transformación económica»

Hay otras preferencias de Biden en materia económica. Por ejemplo, pretende gastar hasta dos billones de dólares en políticas de lucha contra el cambio climático, de las que Trump se había alejado totalmente, pero también para mejorar gran parte de las infraestructuras públicas, bastante desfasadas. Cabe esperar que ese cambio en materia climática venga acompañado de una vuelta del diálogo, el liderazgo y la cooperación internacional. Es imprescindible reducir tensiones comerciales y geoestratégicas así como rifirrafes políticos estériles con otros países. En este contexto, soy algo más optimista en que se avance hacia un acuerdo internacional sobre el impuesto a empresas tecnológicas y actividad digital, elemento clave en la fiscalidad del futuro por el gran peso de las Big Tech y los activos intangibles.

En suma, Biden es lo más parecido al nuevo centrismo económico que EE UU podía ofrecer. Correcto para los mercados —a pesar de su énfasis en subir impuestos— y un hombre de su tiempo en derechos sociales y en políticas de transformación económica. Si además consigue retomar la vía del entendimiento internacional con un liderazgo americano más compartido, amable y sin unilateralismo, quedará esperanza de un nuevo renacer económico.

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