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El peculiar europeísmo de los españoles

Un 9 de mayo, hace 73 años, se firmó la Declaración Schuman, origen institucional de la Unión Europea, a la que España se incorporó en 1986 (cuando su denominación oficial era la de “Comunidades Europeas”). En estos casi 40 años tan llenos de todo tipo de vicisitudes que la han transformado profundamente, la sociedad española ha dado repetidas muestras de un considerable apego a Europa, ganándose el calificativo de “europeísta”. Así se volvió a resaltar el pasado 23 de marzo, en la presentación del informe del último Eurobarómetro, encuesta de opinión realizada en los 27 Estados miembros de la UE en el arranque del año 20231. De entre los resultados de esta encuesta, la Representación en España de la Comisión Europea destacó particularmente dos: nueve de cada diez españoles se sienten (“absolutamente” o “hasta cierto punto”) ciudadanos de la Unión Europea, y tres de cada cuatro suscriben (más o menos rotundamente) la afirmación según la cual la UE debería aumentar su margen para adoptar decisiones.

Efectivamente, España presenta porcentajes de respuesta comparativamente muy altos en esas dos preguntas del Eurobarómetro. Por una parte, el 45 % de los encuestados españoles afirman sentirse “absolutamente” ciudadanos de la UE, porcentaje igual o muy próximo a los que arrojan los países nórdicos (Suecia: 45 %, Dinamarca: 44 % y Finlandia: 42 %), solo rebasado por Luxemburgo (51 %) y Malta (46 %) (Gráfico 1). Por otra parte, más de un tercio de los entrevistados españoles (35 %) se declara “totalmente” de acuerdo con la afirmación: “Se deberían tomar más decisiones a nivel de la Unión Europea”; una proporción superada por un único país, Chipre, cuya población (inferior a un millón de personas) respalda esta afirmación en un 48 % (Gráfico 2). Atendiendo, por tanto, a estas dos preguntas, España sería, de entre los Estados miembros “grandes” (por población), el más europeísta.


Ahora bien, el porcentaje de quienes en España manifiestan confianza en la UE (45 %) —si bien más alto que el observado en Francia (33 %), Grecia (37 %) y Eslovaquia (37 %)— resulta moderado cuando se compara con los que arrojan Dinamarca (71 %), Lituania (65 %), Portugal (64 %), Malta (63 %), Suecia (63 %) o Irlanda (61 %), asemejándose a los observables en Alemania (45 %), Italia (44 %) o Austria (44 %) (Gráfico 3). También la confianza de los españoles en las principales instituciones de la UE (como el Parlamento Europeo y la Comisión) se sitúa, más bien, en un rango entre moderado y bajo (Gráfico 3). Por lo demás, un dato que llama poderosamente la atención es el que da cuenta de la frecuencia con la que los españoles conversan con amigos o familiares sobre cuestiones relacionadas con la política europea: el porcentaje de quienes “nunca” hablan sobre estos temas alcanza el 53 %, el más alto de toda la UE (Gráfico 4)2.


Así pues, desde una perspectiva comparativa, la presencia de Europa en el “espacio de pensamiento y comunicación” de los españoles es modesta, como también lo es la valoración que hacen de las instituciones europeas. ¿No resulta entonces un tanto paradójico el masivo apoyo que manifiestan a favor de que la UE asuma más poder de decisión? El mismo Eurobarómetro abre una vía explicativa de esta paradoja al ofrecer datos sobre la confianza que las instituciones políticas nacionales generan en los ciudadanos.

Esos datos muestran con claridad la acusada desconfianza de los españoles en sus instituciones políticas. Así, el 90 % de los encuestados tiende a desconfiar de “los partidos políticos nacionales”, el porcentaje más alto de toda la UE. Ciertamente, en todos y cada uno de los 27 países que forman la UE, la proporción de personas que desconfían de los partidos políticos supera a la de quienes confían en ellos, pero en algunos (como los nórdicos o los Países Bajos) la diferencia entre ambos grupos (el de quienes tienden a confiar y el de quienes tienden a desconfiar) es pequeña o moderada, mientras que, en otros (como los meridionales), es muy abultada. A la cabeza de estos últimos se encuentra España, país que registra la mayor diferencia entre ambos grupos (83 puntos); dicho de otro modo, por cada persona que confía en los partidos políticos españoles, nueve desconfían de ellos (Gráfico 5).


En cuestión de confianza en el Parlamento nacional, España (con Bulgaria y Eslovaquia) forma parte del trío de países con porcentajes más altos de ciudadanos que tienden a desconfiar del Legislativo. Casi cuatro quintas partes de los encuestados españoles así lo reconocen (78 %). Aunque el Parlamento (nacional) es una institución que, en gran parte de los Estados miembros, cosecha porcentajes de desconfianza más altos que de confianza, se desvían de esta pauta los países nórdicos, donde la confianza en el poder legislativo de la nación es especialmente destacable (Suecia: 68 %; Dinamarca: 63 %; Finlandia: 63 %), seguidos de Luxemburgo (56 %), Irlanda (49 %) y los Países Bajos (48 %). En España, solo una sexta parte de los entrevistados (16 %) expresa confianza en el Parlamento nacional; es decir, no llegan a dos los ciudadanos que confían del Parlamento, por cada ocho que desconfían de él (Gráfico 5).

El cuadro de desconfianza institucional se completa con los resultados de la pregunta sobre el Gobierno nacional. España vuelve a quedar incluida en el grupo de países con porcentajes más elevados de ciudadanos que desconfían de su Gobierno: así lo manifiesta el 73 % de los encuestados, porcentaje en el que coincide con Grecia, solo superado por Eslovaquia (82 %), Croacia (75 %) y Rumania (74 %). Son pocos los países en los que los ciudadanos que confían en el Gobierno prevalecen sobre los que desconfían de él (Luxemburgo, Dinamarca, Irlanda, Malta y Finlandia), pero también son pocos los que presentan porcentajes de estos últimos (desconfiados) que exceden en más de 40 puntos a los porcentajes de los primeros (confiados): Eslovaquia, Croacia, Rumanía, Francia, Grecia, Bulgaria y España (Gráfico 5).

Los datos expuestos hasta aquí sugieren que ese amplio respaldo a una UE con más poder decisorio expresado por los encuestados españoles se nutre, en buena medida, de la desconfianza hacia las instituciones políticas nacionales. Se entiende así mejor la reivindicación de una mayor capacidad de decisión de la UE, aun cuando el nivel de confianza de los españoles en ella y en sus principales instituciones, así como la atención que prestan a las cuestiones europeas, disten significativamente de las observadas en otras sociedades; en particular, en las nórdicas, pero también en Portugal e Irlanda, países que ostentan niveles de confianza hacia sus instituciones nacionales notablemente más altos que España.

En definitiva, una variante del “efecto Mateo” cobra forma en cuestión de confianza en las instituciones nacionales y europeas:  las sociedades que muestran más confianza en las instituciones europeas también presentan porcentajes altos de confianza en las instituciones nacionales; y las que manifiestan escasa confianza en las instituciones europeas, por lo general, tampoco exhiben altos niveles de confianza en las instituciones nacionales. Ambas confianzas parecen funcionar de manera más complementaria que sustitutoria. La mayor confianza en las instituciones europeas no se consigue a costa de una menor confianza en las instituciones nacionales; antes bien, parece que una y otra se retroalimentan.

[1]El Eurobarómetro 98 recoge las opiniones de 26.468 ciudadanos europeos. La muestra representativa de la población española (de 15 o más años) encuestada incluye a 1.011 personas. El trabajo de campo de las diferentes encuestas nacionales se llevó a cabo entre el 12 de enero y el 6 de febrero de 2023.

[2]Bien es cierto que también son los que afirman en mayor proporción no conversar “nunca” con familiares y amigos sobre cuestiones políticas nacionales: 41 %.

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La reforma de las pensiones: más que una oportunidad perdida

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Suficientes, más equitativas y sostenibles: así son las pensiones que, según el Gobierno, garantiza su nueva reforma. Tres adjetivos biensonantes derivados de otros tantos conceptos muy arraigados en el discurso político europeo sobre las pensiones, pero de los cuales se echan en falta definiciones operativas: suficiencia, equidad y sostenibilidad.

Empecemos por la suficiencia. ¿Qué significa «pensiones suficientes»? Si preguntáramos al respecto a los pensionistas, probablemente muchos responderían con buen criterio: «¿Suficientes para qué?». Y es que sin una referencia de suficiencia (por ejemplo, la capacidad efectiva para acceder a una cesta de bienes y servicios que cubran las necesidades básicas de alojamiento y manutención) no cabe atribuir la condición de suficiente a renta alguna. En ausencia de esa referencia, el Gobierno suele recurrir al expediente de identificar la suficiencia de las pensiones con su revalorización (incondicional) conforme al IPC. Es un recurso políticamente sencillo y electoralmente rentable (más, todavía, cuando se excluye la posibilidad de revalorizaciones negativas si desciende la inflación), pero financieramente arriesgado, puesto que puede implicar aumentos significativos e imprevistos del gasto en pensiones (según estimaciones del Banco de España, cada punto de la revalorización aplicada a las pensiones de este año cuesta en torno a 1.800 millones de euros consolidables).

Sigamos con la equidad. En un sistema de pensiones contributivas, como las más de 10 millones que ya provee la Seguridad Social, la equidad fundamental debería residir en el establecimiento de reglas de proporcionalidad justas (no discriminatorias) entre lo que se ha aportado al sistema a través de cotizaciones y lo que se percibe de él a lo largo de todo el periodo de percepción de la pensión. Sabemos por diversos análisis que esta equidad es muy imperfecta en nuestro sistema de pensiones. En efecto, aunque la mayoría de los ciudadanos lo desconozca, todos los jubilados (con carreras de cotización completas) que cobran su pensión durante algo más de diez años perciben del sistema más de lo que cotizaron a él (tanto más, cuanto más tiempo vivan). Sin embargo, algunos pensionistas consiguen mejores pensiones con menores esfuerzos contributivos y otros, peores pensiones con mayores esfuerzos contributivos (por ejemplo, los que cotizaron más años de los precisos para obtener el 100% de la base reguladora de la pensión). La nueva reforma de las pensiones no solo no corrige estas inequidades actuariales, sino que las refuerza al imponer incrementos de las cotizaciones sociales que no se incorporan al cálculo de la pensión. Esto último lo consuma a través de una triple vía: reforzando el mecanismo de equidad intergeneracional (con tasas progresivamente más altas y una vigencia temporal más prolongada), elevando las bases máximas de cotización por encima de la inflación (sin un alza equivalente de la pensión máxima) y creando una «cuota de solidaridad» (que grava el importe del salario superior a la base máxima): incrementos gratis et amore para la Seguridad Social que constituyen elementos de redistribución de la población empleada –y, en particular, de los empresarios y los trabajadores mejor retribuidos (normalmente en virtud de su mayor productividad)– a los pensionistas. Por tanto, la nueva reforma debilita la equidad contributiva en beneficio de una equidad redistributiva que, en los Estados del bienestar mejor organizados, se persigue mediante instrumentos de política social financiados con impuestos generales.

Por último, detengámonos en la sostenibilidad y distingámosla del sostenimiento. Si convenimos en que es sostenible lo que se puede sostener sin que los costes para ello provoquen más perjuicios que beneficios para la comunidad, afirmar que un gasto es sostenible exigirá una valoración de los costes de sostenimiento basada en la mejor evidencia disponible. El sistema de pensiones de la Seguridad Social, cuyo porcentaje de gasto sobre el PIB ronda actualmente el 12% (alrededor de 12.000 millones de euros mensuales), ha sido sostenido financieramente desde sus orígenes, incluso cuando los ingresos por cotizaciones no han bastado para cubrir los gastos en prestaciones. Pese al déficit contributivo, continuado desde 2011, la Seguridad Social ha pagado puntualmente todas las pensiones; eso sí, al precio de vaciar prácticamente el fondo de reserva («la hucha de las pensiones») y recibir préstamos y transferencias de considerable volumen del Estado. La pregunta no es si este Gobierno y los que le sucedan van a seguir sosteniendo el gasto en pensiones, que lo harán (porque si no, sucumbirían inmediatamente); la pregunta es qué costes implicará este sostenimiento del gasto en pensiones que previsiblemente crecerá entre tres y cinco puntos sobre el PIB hasta 2050 (o más, si el PIB cayera arrastrado por una recesión).

En lugar de proponer medidas para moderar el crecimiento del gasto, como hicieron (con mayor o menor fortuna y eficacia) los Gobiernos que le han precedido, este apuesta por un cambio de paradigma en la política de pensiones consistente en fiar la sostenibilidad del sistema al aumento de los ingresos de la Seguridad Social; pero no a través del crecimiento del empleo y la productividad, sino de las cotizaciones sociales, cuyos tipos, bastante altos en comparación con los de otros países europeos, han permanecido estables muchos años. Según el Gobierno, hay margen para semejantes aumentos de las cotizaciones, puesto que los costes laborales por hora trabajada son en España más bajos que en otros países de nuestro entorno. Provoca, sin embargo, asombro que, en un país con salarios comparativamente bajos y una parte importante de la población activa en paro, se justifique una subida de los costes salariales por la necesidad de financiar las pensiones. No menos desazón produce que desde el Gobierno se menosprecie a quienes, con datos y estimaciones contrastables, advierten de los perjuicios que el alza de cotizaciones sociales ocasionará al empleo y a la competitividad de los bienes y servicios producidos en España.

La Comisión Europea ha aceptado esta reforma de las pensiones con la que el Gobierno se propone rematar el cumplimiento del componente 30 del Plan de Recuperación y Resiliencia («Sostenibilidad del sistema público de pensiones en el marco del Pacto de Toledo») y asegurarse así la recepción de los 10.000 millones de euros del siguiente tramo de los fondos Next Generation. Ha sido prudente y no ha calificado la reforma, pero más probable parece que le merezca un aval «con reservas» que una consideración de «referente internacional». Sí ha gustado, y mucho, a los sindicatos, que la celebran como el resultado de un «acuerdo histórico». En cambio, las organizaciones empresariales la perciben como un atropello inaceptable, quizá lamentando ahora haber permanecido demasiado «a la expectativa» durante estos meses.

Esta pieza final de la reforma de pensiones promovida a matacaballo por el Gobierno no supone sólo otra oportunidad perdida para generar confianza en el sistema de pensiones mejorando sus reglas de funcionamiento conforme a los conocimientos que expertos nacionales e internacionales proveen desde hace años y actualizan puntualmente. También ahonda en el conflicto político y en la devaluación del Parlamento (completamente al margen de la articulación de esta norma), en la sensación de inseguridad jurídica que albergan muchos empresarios y en la desconfianza de la población hacia la política y los políticos. Y no, la reforma no creará «un sistema muy sólido, con pensiones suficientes, muy bien financiado, muy sostenible y más equitativo», como aseveró el ministro José Luis Escrivá hace unas semanas, en medio de las negociaciones con la Comisión Europea. Quizá fuera tal su propósito, pero, con la evidencia de la que a día de hoy disponemos, esa rotunda afirmación no es más válida que su contraria.

Este artículo se publicó originalmente el el diario El Mundo.

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Anticipando el corte del gas ruso

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La clave de nuestro futuro económico radica en el gas ruso: en esencia, ese es el vaticinio de la Comisión Europea en sus últimas perspectivas económicas. Todos los países se enfrentan a una fuerte desaceleración tras el verano, cuando no a caídas del PIB que podrían durar uno o dos trimestres. Los más dependientes del gigante euroasiático serán los más afectados, pero en una economía interconectada como la europea ninguno está a salvo. Alemania e Italia, por ejemplo, apenas crecerían en torno al 1%, mientras que España, menos expuesta al riesgo de un corte total del suministro de gas ruso, crecería ligeramente por encima del 2,1%, frente al 3,4% de la anterior previsión. Actividad por tanto a la baja, y precios al alza por la misma causa: unos precios energéticos disparados cuya onda expansiva atraviesa el conjunto del aparato productivo, provocando más inflación.   

El pronóstico, si bien lúgubre a corto plazo, mantiene casi intactas las perspectivas económicas a medio plazo esbozadas antes de la guerra. Y es que Bruselas augura que todo mejorará cuando el precio de la materia prima se estabilice, gracias a la aparición de nuevas alternativas a los hidrocarburos rusos, o a una tregua en las hostilidades en Ucrania. En ese preciso instante, bajará la inflación (la Comisión anticipa un IPC interanual cercano al objetivo del BCE 2% a finales de 2023 para la media de la eurozona) y la economía reanudará una senda de sólida recuperación.

El horizonte voluntarista de la Comisión, sin embargo, elude el papel vital de la política económica para afrontar el shock energético. De su gestión depende la supervivencia de muchas empresas que, pese a ser viables, necesitan un apoyo fiscal para ajustarse y transitar hacia un modelo menos intensivo en carburantes fósiles. Las sociedades europeas también amenazan con desgarrarse por el carácter desigual de la crisis: el informe confirma que los deciles de rentas más bajos son los más expuestos a la crisis, y los hogares manifiestan un malestar creciente ante la pérdida de poder adquisitivo de los salarios. 

Bruselas no dice cómo afrontar estos retos y a la vez cumplir los objetivos de corrección de los desequilibrios de unas cuentas públicas lastradas por el coste de la pandemia. Sin duda la respuesta pasa por la gradualidad de los ajustes, pero también por una combinación de repriorización del gasto, flexibilidad en la utilización de los fondos europeos y medidas de reequilibrio fiscal. 

Otro frente de vital importancia es la política monetaria. Las previsiones de Bruselas incorporan la hipótesis de un ajuste paulatino de tipos de interés. Algo deseable ya que una sobrerreacción agudizaría las tendencias recesivas. Sin embargo, la gradualidad, aparte de no estar garantizada, parece poco compatible con la previsión de una bajada abrupta de la inflación. Mejor prepararse a la eventualidad de un episodio inflacionista más duradero, y a la vez fortalecer los cortafuegos sociales con pactos de rentas. Y los financieros, gracias un instrumento eficaz antifragmentación: el próximo día 21 deberíamos conocer la propuesta del BCE. Esperemos que esté a la altura de las circunstancias porque de lo contrario los mercados no tardarán en presionar las primas de riesgo; la de una Italia debilitada tras la dimisión de Draghi, pero también la nuestra.


Las familias y las empresas españolas, tras un arduo periodo de desendeudamiento, están mejor posicionadas que en la crisis financiera para soportar el giro de política monetaria. Su posición financiera es también comparable a la media europea, incluso mejora la de algunos de los países llamados frugales como Holanda. Pero para el Estado una elevación progresiva de los tipos de interés tendrá un impacto mucho más pronunciado.

El Comisario Gentiloni resume el desafío apelando a una estrategia de “solidaridad, sostenibilidad y seguridad”. Ha llegado la hora de conciliar estos principios en los próximos PGE.  

Primas de riesgo | El diferencial de tipos de interés entre el bono público español a 10 años y la referencia alemana, o prima de riesgo, se ha duplicado desde el inicio del año en paralelo al cese del programa de compra de deuda del BCE. Sin embargo, su nivel actual, en el entorno de 117 puntos básicos, es casi idéntico a la media del periodo expansivo pre-pandemia 2015-2019 de 120 puntos. En comparación, la prima de riesgo italiana alcanza 224 puntos, frente a una media de durante la expansión de 177 puntos.

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Resistencia y prudencia

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El Rousseau de El Contrato Social advertía que es necesario comprender que no es posible preverlo todo. Aun así, los ciudadanos y las empresas precisan de referencias. Por ello, las proyecciones económicas continúan siendo importantes. Una brújula temporal que conviene ajustar porque el magnetismo de las reglas económicas y financieras está cambiando frecuentemente. Sobre todo, por los shocks imprevistos y la complejidad geopolítica al alza.

A esto se refiere la Comisión Europea en su informe de previsiones económicas de primavera. Asume el golpe que la guerra en Ucrania supone para la mandíbula europea, pero insiste en que es encajable y superable hacia finales de año. Se estima que España crecerá 1,6 puntos menos que en la anterior estimación (hasta el 4%) y la UE 1,3 puntos menos (hasta el 2,7%) que en la anterior previsión. Se indica desde Bruselas que España y Francia son los menos afectados entre los grandes Estados miembros por la guerra en Ucrania. Esto no le priva de señalar que el español es uno de los casos donde, sin embargo, más han crecido los costes energéticos y la inflación. La estimación es que los precios se situarán en un promedio del 6,3% a finales de este año, lo que supone asumir que la presión inflacionista se rebajará a finales de 2022. Otras previsiones apuntan a los primeros meses de 2023 para observar la moderación de precios.

El informe pone la esperanza en dos viejos conocidos para la economía española: el turismo y las ayudas europeas. El primero, porque se espera que se sitúe estas próximas vacaciones no lejos de los niveles alcanzados en 2019. El segundo, porque los fondos de recuperación y resiliencia estarían llamados a tener un impacto importante en el capítulo de inversiones, impulsando a sectores como la construcción, que está bastante afectado por el aumento de costes de materiales. Sea como fuere, será importante avanzar en ejecuciones y proyectos, lo que en este contexto de incertidumbre y costes crecientes no es nada sencillo. Transporte, construcción y todas las actividades muy dependientes de la energía están tocadas.

Tal vez estas previsiones rezuman gran confianza en la ayuda europea. Es la dimensión comunitaria, precisamente, una referencia que no ha de perderse para afinar estimaciones y prepararse. Sobre todo, en la perspectiva monetaria. Mientras que en Bruselas se confía en el crecimiento del PIB nominal para que España reduzca su deuda hasta el 113,7% en 2023, la subida de tipos de interés amenaza los costes financieros de ese endeudamiento. Si los problemas de inflación, suministros e incertidumbre se prolongan, la deuda seguirá subiendo porque el apoyo fiscal tendrá que extenderse. El BCE actuará pensando en una Europa que pide normalización financiera —entre otras cosas, para moderar precios— y ese cambio está ya aquí. Sin otros mecanismos de soporte para la deuda, las primas de riesgo subirán. Cuanto menos dure el entorno actual, menos riesgo… pero, entre lo que no puede preverse y la incierta duración de lo que está sucediendo hay que ser muy certeros para evitar la indexación salarial, preservar la solidez del mercado laboral y gestionar los niveles de deuda.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El impacto de las ayudas europeas

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Los 140.000 millones de euros anunciados en transferencias directas y préstamos representan una gran oportunidad para salir de la crisis y transformar el modelo productivo de la economía española, cuyas debilidades han quedado patentes tras el shock. Pero la partida no está ganada. Las directrices que acaba de divulgar la Comisión Europea con respecto al funcionamiento del fondo y su utilización muestran el camino que queda por recorrer en muy poco tiempo.

Los Gobiernos disponen de menos de un mes para enviar a Bruselas sus planes nacionales de recuperación, y así optar a un desembolso de ayudas a partir de principios de 2021. Algunos países, como Francia, ya han aprobado su programa de inversión, explicitando la parte que se financiará con ayudas europeas —un extenso documento de más de 300 páginas, con todo tipo de detalles sobre cómo se articulará el programa con los presupuestos generales—. Cualquier demora retrasará el acceso a esos fondos, habida cuenta del periodo que necesita la Comisión para examinar las peticiones (dos meses) y el Consejo para aprobarlas.

Además, el plan nacional deberá identificar las inversiones en economía digital y transición ecológica, evidenciar la voluntad reformista de cada Gobierno y mostrar que los cambios normativos responden a las recomendaciones enviadas por Bruselas, en especial las más recientes. Si bien este puede ser un acicate para diseñar una estrategia con luces largas para la economía española, conviene no minusvalorar la dificultad de esa tarea, a la luz de la imposibilidad en épocas anteriores para encontrar los consensos necesarios. Las últimas recomendaciones de Bruselas, por ejemplo, encomiendan a España mejorar los resultados en materia de empleo, y adoptar medidas que pongan las cuentas públicas en una senda de equilibrio, “cuando las condiciones económicas lo permitan”. Una reforma del sistema de pensiones parece por tanto ineludible.

Una reforma crucial, y que no aparece en los recetarios clásicos, atañe a la prevención del riesgo de insolvencia de buena parte del aparato productivo. Tras meses de parálisis o de actividad reducida, muchas empresas están al borde de la quiebra pese a ser viables. Los sectores de la hostelería, de la restauración, del transporte, las actividades culturales y otros servicios que se basan en el contacto humano son los más afectados. Pero no todas las empresas de esos sectores se exponen al riesgo de insolvencia, mientras que otras ramas de actividad también padecen las secuelas de la crisis.

Se necesita, por tanto, un diagnóstico granular para identificar los negocios que tienen probabilidad razonable de ser viables a medio plazo, pero necesitan inyecciones de capital. Para conseguirlo, Alemania ha ampliado las competencias de su agencia de garantías de crédito (la KfW) y Francia se dispone a adoptar medidas dentro del plan nacional de recuperación. Veremos si se trata de cambios organizativos o si corren el riesgo de favorecer campeones nacionales en detrimento del proyecto europeo. En todo caso, en nuestro país la creación de un fondo de capitalización de empresas ha sido un paso en la buena dirección que, sin embargo, no servirá para las pymes.

La gestión de los fondos europeos será otra de las mejoras necesarias para reforzar la credibilidad del plan. Los socios son conscientes del bajo grado de utilización por España de los fondos disponibles —nuestro país apenas ha gastado un poco más de uno de cada tres euros asignados para el periodo presupuestario europeo 2014-2020—, el porcentaje más bajo en la UE después de Grecia y Eslovaquia.

Gráfico 1

Gráfico 2

Fuentes: Comisión Europea y Previsiones de Funcas.

En definitiva, por sí solas, las ayudas europeas solo aportarán un plus momentáneo de actividad. Lo importante es no perder de vista la tarea que nos incumbe, acometiendo nuevas reformas que respondan a la gravedad de la crisis, y elaborando unos Presupuestos Generales del Estado que evidencien la coherencia de la estrategia.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La economía al desnudo

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El debate acerca de las respuestas económicas a la pandemia, tanto a nivel europeo como nacional, se centra en la recuperación, obedeciendo a un calendario propio que no coincide con la dinámica de la crisis. Así pues, el plan propuesto por la Comisión Europea –dotado con 500.000 millones en ayudas directas y 250.000 en préstamos, y especial atención a los países más golpeados como el nuestro— será sin duda objeto de ásperas negociaciones durante largos meses, y con toda probabilidad no será aprobado por los parlamentos nacionales y el europeo antes de finales de año. Por tanto, si bien se trata de un paso en la buena dirección, no se anticipa que las ayudas estén disponibles hasta mediados de 2021. Por otra parte, la Comisión del Congreso para la Reconstrucción Social y Económica acaba de entrar en funcionamiento, y sus trabajos se extenderán durante varios meses.

Pero la economía real no espera y la recesión se cierne desde ya, con especial severidad sobre el turismo y la industria del automóvil, dos de los principales pilares de nuestra economía. Cada uno de esos sectores representa, directa o indirectamente, en torno al 10% del PIB. Uno de cada cinco empleos existentes en España, y más de uno de cada cuatro euros que se exportan, dependen del turismo o de la automoción (con datos de 2019). Por tanto, una reacción a las malas noticias que se acumulan desde estos sectores no puede demorarse.

Ya se anunciaba un fuerte retroceso de la entrada de turistas extranjeros, y los datos lo avalan. Solo en marzo, los ingresos por turismo cayeron cerca del 63% (según la balanza de pagos publicada en fechas recientes), y la información más reciente acerca de las reservas hoteleras desde el extranjero para este verano apuntan en la misma dirección. Con todo, cabe esperar una recuperación del sector a medida que el temor a viajar vaya amainando. Este sigue siendo un destino atractivo que debería prevalecer, si bien su puesta en valor requiere de una política de apoyo al sector y medidas innovadoras (teletrabajo europeo, corredores sanitarios seguros, territorios libres de la covid-19…).

Gráfico 1

Gráfico 2

El caso de la automoción es aún más complejo. El cierre de la principal planta de Nissan en España, que se superpone a una reducción de plantilla en Ford y los rumores acerca de una reestructuración global en el grupo Renault, que de momento no afectará a los centros productivos peninsulares, plantean un escenario inquietante.

«Sería un sinsentido competir en subsidios directos, por el escaso margen presupuestario y porque esa política se enfrentaría rápidamente a un impasse ante decisiones de grupos mundiales. Sin embargo, si España ocupa la octava plaza en el ranking mundial es porque dispone de importantes activos».

Raymond Torres

El sector ya se enfrentaba a una difícil transición como consecuencia de cambios en las pautas de consumo y de exigencias medioambientales. Ahora se añade el colapso de la demanda por la crisis. Y la multiplicación de ayudas en otros países, con el objetivo de mantener allí la capacidad productiva, o repatriarla siguiendo une lógica de desglobalización. Francia pone en marcha un plan de 8.000 millones de apoyo al sector, y Alemania despliega toda su munición, que es mucha, aprovechando que las reglas del mercado único están en entredicho.

Sería un sinsentido competir en subsidios directos, por el escaso margen presupuestario y porque esa política se enfrentaría rápidamente a un impasse ante decisiones de grupos mundiales. Sin embargo, si España ocupa la octava plaza en el ranking mundial es porque dispone de importantes activos: una elevada productividad en comparación con los costes de producción, una nutrida red de proveedores y una extensa presencia en los mercados internacionales. Se trata de ponerlos en valor, dedicando los escasos recursos existentes a un plan de futuro, que podría ser el vehículo eléctrico, en la estela de lo que empieza a suceder en otros países. De no emprender una estrategia industrial, nos veremos abocados a soluciones de corto plazo para aliviar ajustes inevitablemente traumáticos.

Solo una acción que combine medidas urgentes y visión estratégica puede ayudar a evitar una agravación de las dificultades que atraviesan el turismo y la automoción. Porque, en momentos de crisis, el debate político solo puede centrarse en la realidad y desprenderse del solipsismo.


Fuentes de los gráficos: Organización mundial del turismo y European Automobile Manufacturers Association.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La ‘V’ está en la solvencia

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La economía es un conjunto de plantas que hay que regar. Los regantes desaparecieron con la Covid-19 y el confinamiento. Las plantas más vulnerables ya dan señales de debilidad extrema. Hay que evitar dos escenarios para que el jardín no muera en este shock. La primera, que no llegue agua. La segunda, que las raíces se pudran. En la economía, el agua es la financiación y las raíces son la solvencia. Lograr una recuperación económica en V no va a ser nada sencillo. Más aún en un contexto imposible para hacer predicciones sobre la forma de la recuperación. Aparte del necesario control sanitario, es necesario mantener la salud del sistema productivo, en particular de los sectores más afectados.

Esa salud empresarial implica recuperar la oferta productiva, el empleo, el consumo y la inversión, con la necesaria concurrencia de los Gobiernos. Ganan sentido —extraordinario ahora mismo— financiaciones mixtas, que implican agua de riego en forma de crédito avalado y participación en el capital para salvar raíces. Sin olvidarse que el acceso a algunos programas de financiación públicos extraordinarios es solo posible superados unos umbrales mínimos de solvencia, que cubran riesgos y eviten quiebras.

«La Comisión Europea está aprobando entre marzo y abril un nuevo Marco Temporal para las ayudas estatales, que incluye la recapitalización de empresas. Aumenta el montante financiable, reduce la burocracia y permite compartir riesgos con más flexibilidad. Muchos de esos cambios europeos están partiendo de Alemania, que demuestra anticipación y visión estratégica».

Santiago Carbó

En materia de liquidez, el Gobierno ha actuado hasta con un programa de financiación privada mediante avales públicos del ICO, aunque paulatinamente en tramos de 20.000 millones. Gradualismo que no genera la suficiente estabilidad y confianza, por lo que hace falta sacar ya toda la artillería. Asimismo, se ha pedido una respuesta europea y así el Eurogrupo aprobó la semana pasada un programa que, entre otros elementos, implica financiación para empresas desde el Banco Europeo de Inversiones. Incluso el BCE, especialista destacado en riego por inundación, tiene aún la posibilidad de activar mecanismos de financiación para pymes y autónomos, como abogué desde esta tribuna. Todo ayuda, pero tampoco parece suficiente para conectar raíces y ramas.

Dicho esto, una buena noticia para el reforzamiento de la solvencia es que ya existen los mecanismos legales para activar la financiación participativa del sector público, entrando en el capital de empresas si fuera necesario. Todo ello por tiempo limitado porque no se trata de intervenir empresas sino de hacer puente y, lógicamente, con condicionalidad sobre bonuses y reparto de beneficios. La Comisión Europea está aprobando entre marzo y abril un nuevo Marco Temporal para las ayudas estatales, que incluye la recapitalización de empresas. Aumenta el montante financiable, reduce la burocracia y permite compartir riesgos con más flexibilidad. Muchos de esos cambios europeos están partiendo de Alemania, que demuestra anticipación y visión estratégica y que ya ha creado un fondo de estabilización nacional que permite la entrada en el capital empresarial. Echo de menos en este asunto, como en otros desde hace muchos años, una visión española propia para dar forma a lo que se cocina en Bruselas. En todo caso, esta normativa europea daría oportunidad para actuar rápido en España y abriría aún más las posibilidades ya existentes para que Gobierno central y agencias autonómicas dinamicen los préstamos participativos a empresas. Ojalá se aproveche con eficacia.

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