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Se busca hoja de ruta desde la estabilización económica al crecimiento sostenido

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El Gobierno que salga de las elecciones del 23 de julio se encontrará una economía estabilizada tras los avatares de la pandemia, persistente inflación y las repercusiones económicas de la guerra en Ucrania. La economía española ha mostrado mayor resiliencia desde 2020 —con numerosos shocks externos— que la que exhibió en 2008-2012 con la crisis financiera global y la de deuda soberana europea. Aunque las circunstancias eran muy distintas, sobre todo en relación con la burbuja inmobiliaria, endeudamiento del sector privado y los fuertes desequilibrios exteriores —determinantes en los problemas de nuestro país hace 15 años—, parece claro que se aprendió de errores, se actuó con rapidez en general, y se contó con un apoyo de la UE sin precedentes. Ahí están los fondos Next Generation EU.

El gran desafío es ahora pasar de ese periodo de estabilización a uno de crecimiento sostenido y sostenible, que permita mejorar el bienestar económico y social de los españoles. Es el principal reto de largo plazo de nuestra economía, que engloba muchos otros. El eje para lograrlo es aumentar la productividad. Merece un lugar prioritario en la agenda política y buscar amplios consensos para las reformas que lo faciliten. Sin mejoras significativas de productividad, los cambios a largo plazo no tendrán la fortaleza necesaria para que la economía española recupere el vigor de las últimas décadas del siglo XX.

Dos factores a tener en cuenta, uno a favor y otro no tanto. Primero, a pesar de los persistentes déficits y el elevado endeudamiento del Estado, la deuda soberana no sufre tensiones, aunque lógicamente su coste se haya encarecido —como al resto— en paralelo a la política monetaria restrictiva. Aunque el BCE esté reduciendo su balance, no se observan tensiones en los bonos españoles. De hecho, la prima de riesgo ha disminuido recientemente. Sigue el apetito inversor. No se pueden lanzar las campanas al vuelo, pero es un buen punto de partida para acometer cambios y reformas sensatas sin preocuparse por la reacción de los mercados. El segundo elemento no es tan positivo. Los próximos años, tras los fuertes déficits acumulados en los últimos años, van a venir marcados por la consolidación fiscal. La UE la requerirá. El marco fiscal expansivo de los últimos años —necesario en algunos momentos críticos, pero también inflacionario— debe dar paso a un equilibro fiscal más realista y sostenible. Una economía que crece —o lo anhela— debe aspirar a un equilibrio presupuestario, que se puede lograr por los mayores ingresos y por la vía de reducción del gasto fiscal coyuntural que se introdujo con la pandemia y la guerra de Ucrania.

En todo caso, volverá a estar sobre la mesa una reforma fiscal —de consenso— que garantice el mantenimiento de los pilares del estado de bienestar e ingresos suficientes para financiarlos. Y que genere suficientes incentivos para el emprendimiento y el crecimiento. El debate sobre las pensiones —en el contexto del conjunto de rentas— seguirá ante las tres décadas de dificultades que se avecinan para su sostenibilidad.

Los ejes transversales de la digitalización y la sostenibilidad acentuarán su protagonismo. Sería interesante que se visibilizaran claramente en la hoja de ruta del próximo Gobierno, incluido en el reparto de competencias y tareas de los ministerios. No pueden ser dos departamentos únicamente. Deben ser ejes transversales. Ello permitiría, en un corto plazo, sacar el mejor aprovechamiento de los fondos Next Generation EU, pero en el medio y largo plazo se asentarían las bases de una verdadera economía del siglo XXI. En los últimos años se han dado pasos en esa dirección, pero tanto España como la UE deben redoblar sus esfuerzos y apostar por iniciativas que hagan de la digitalización y sostenibilidad dos ventajas competitivas de la economía europea.

El modelo de transición energética europeo tendrá que experimentar cambios debido a los enormes costes —incluida inflación— que impone. Una cierta dosis de realismo —incluyendo el uso de combustibles fósiles— parece imponerse en esa transición para que genere las ventajas que traerá. Sin una transición energética más realista, estará en juego la competitividad de la economía europea y española. Nuestro país debe continuar teniendo mucho que decir por el relativo éxito de nuestro estatus energético desde que se inició la guerra de Ucrania. Mucho más cuando las renovables y el hidrógeno van a aumentar su relevancia.

La agenda deberá contener decisiones de las que solamente se percibirán los logros a más de cinco años vista. Sin embargo, es muy necesario que se comiencen a acometer si se desea tener éxito a largo plazo. Un aumento de la productividad precisa de cambios en la política laboral —no implica derogar nada—, en los incentivos y la apuesta por la innovación. Esa productividad ayudará a crecer y a hacer sostenibles las cuentas públicas. Por otro lado, la educación también será determinante. La conformación de talento y capacidades es más necesaria que nunca. Debemos aspirar no solamente a retenerlo, también a atraerlo, en la pugna global por captar recursos humanos con grandes capacidades para la transformación digital. Para retener o atraer talento, los salarios deben aumentar, de ahí que sea tan importante la productividad. Y tener un modelo social en el que la vivienda sea mucho más accesible. La única medida realista para ello es aumentar el parque de casas en alquiler. Lleva años, pero debe iniciarse desde ya y sin interrupciones. En suma, mucho que hacer, pero también mucho que lograr.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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Estabilidad en el tamaño de la población, pese a fuerte decrecimiento natural

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Según los datos provisionales de población publicados por Eurostat, el número de defunciones en la Unión Europea superó al número de nacimientos en casi 1.140.000. Aunque la UE-27 se ha enfrentado desde 2013 a crecimientos naturales negativos de la población, la caída de 2020 ha sido, con diferencia, la más intensa (2,4 veces mayor que la registrada en 2019) (gráfico 1). En España, la pandemia también ha acentuado el decrecimiento vegetativo de la población documentado desde 2017, con una caída en 2020 2,7 veces mayor que la observada en 2019. 


Dado que la inmigración a la Unión Europea también se redujo drásticamente en 2020 debido a la pandemia, a diferencia de los años anteriores, no consiguió contrarrestar el decrecimiento natural de la población. Así, a principios de 2021, la población de la UE-27 mostró un descenso de algo más de 312.000 personas (gráfico 2). 


Muchos países europeos comenzaron 2021 con menos población que un año antes (entre ellos, Alemania, Italia, Polonia, Hungría, Rumanía y Grecia), pero no España, cuya migración neta (aproximadamente 215.000 personas) contrarrestó su decrecimiento natural de población (aproximadamente 153.000 personas) (gráficos 2 y 3). 


La población de España a 1 de enero de 2021 ascendía a 47.394.000 habitantes y es el cuarto país que más población aporta a la UE-27 —un 11%— después de Alemania (19%), Francia (15%) e Italia (13%). España también ocupa esta posición en el ranking de Estados miembros en cuanto a aportaciones al PIB de la UE (8%). 

Sin embargo, España pertenece al grupo de países cuyas aportaciones a la UE en términos de PIB son inferiores a las de población. Por el contrario, Alemania, Francia, el Benelux, los países nórdicos, Austria e Irlanda destacan por mostrar tasas de contribución al PIB de la UE superiores a las de la población de la UE (gráfico 4). 

Available in english: Focus on Spanish Society.

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Los estados, al rescate

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Con el colapso de la actividad en sectores de enorme peso en nuestra economía como el turismo, la hostelería y el transporte, muchas empresas han contraído un volumen ingente de préstamos que las sitúa al borde de la insolvencia. Según estimaciones derivadas de la central de balances, una de cada siete empresas, que dan empleo a cerca de dos millones de personas, está sobreendeudada.

Gráfico 1

Gráfico 2

Fuentes: Banco de España y previsiones Funcas.

Conviene por tanto recordar que una de las principales lecciones de anteriores crisis es que el exceso de endeudamiento del sector privado puede lastrar la economía durante un tiempo más o menos largo, y provocar un estancamiento prolongado del nivel de vida. Las empresas sobreendeudadas no solo se resisten a añadir más pasivos a sus deteriorados balances, sino que incluso cuando la recuperación está en marcha prefieren dedicar sus ingresos a devolver préstamos en vez de invertir. Los bancos centrales intentan sin éxito paliar la situación abaratando los créditos, sin que esas empresas respondan a los incentivos. Prueba de ello, las dos décadas perdidas por Japón.

Por otra parte, ese contexto de abundancia de liquidez es propicio a nuevas burbujas financieras y a la proliferación de actividades de baja productividad que solo se mantienen con dinero barato y bajos salarios.

Por tanto, el statu quo entraña muchos riesgos. La solución, sin embargo, no puede consistir en aceptar como un mal necesario la quiebra de las empresas sobreendeudadas. Los negocios no son responsables de las restricciones aplicadas como consecuencia de la pandemia —tampoco los trabajadores que dependen de ellos—. Además muchos son viables y podrán reanudar su actividad cuando aparezca un antivirus efectivo. Ante una perspectiva tan preocupante, ha sido acertado prorrogar el periodo de devolución de los créditos concedidos por el ICO con avales públicos, y en adaptar los procedimientos de concurso de acreedores.

No obstante, esto no resuelve el problema de fondo, que es la falta de ingresos empresariales y su corolario, la elevación inexorable de las necesidades de financiación del tejido productivo. A corto plazo, la situación se aliviaría con la aportación de transferencias directas a negocios en dificultad por razones vinculadas a la pandemia, sobre todo pymes y autónomos que son las más vulnerables. Las grandes ya tienen acceso al fondo de solvencia para corporaciones estratégicas, dotado con 10.000 millones.

En Alemania, por ejemplo, el Estado compensa el 75% de las pérdidas incurridas por empresas afectadas por las restricciones impuestas en las últimas fechas para frenar los rebrotes —plan “ayuda de noviembre”—, dotado con 10.000 millones. El Gobierno francés, siguiendo los mismos pasos, acaba de crear un fondo de solidaridad para empresas y autónomos que cubre el 80% de las pérdidas generadas por los confinamientos de la segunda ola. Y el ejecutivo italiano prevé en su presupuesto para 2021 ayudas por 4.000 millones en condiciones similares. En todos los casos, se imponen límites a las transferencias, de forma que las pequeñas unidades productivas son proporcionalmente las más beneficiadas.

Además, Bruselas ha dado el visto bueno a esta estrategia, siempre y cuando los dispositivos estén acotados en el tiempo y que se focalicen en las empresas más perjudicadas por los cierres administrativos. Por la misma razón, la Comisión aboga por la extensión de las políticas de apoyo al empleo y al desarrollo de nuevas cualificaciones, todo el tiempo que dure la pandemia.

Si bien el agujero presupuestario se agravará, las medidas serían susceptibles de prevenir una pérdida adicional de tejido productivo, tras un 2020 que nos sitúa en posición desfavorable en Europa ante una posible recuperación. Además, muchas de las empresas sobreendeudadas han recibido créditos del ICO avalados por el Estado. A falta de ayudas, podrían suspender sus pagos, acrecentando el desequilibrio de las cuentas públicas a medio o largo plazo. El coste para Hacienda es por tanto ineludible. Asumirlo sin demora tendría enormes ventajas económicas y sociales.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El perímetro de las ayudas

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Pocos dudan que, ante la gravedad de la segunda onda de la
pandemia, los efectos negativos sobre la actividad económica y
empresarial se van a prolongar —al menos, hasta bien entrado 2021—, y
las ayudas a las empresas habrá que mantenerlas y / o reforzarlas.
Proliferan las decisiones de confinamiento de distintos formatos y
cierre de locales de ocio, bares y restaurantes en muchos países de la
UE. Parece lógico alargar los programas de apoyo aprobados desde marzo.
En particular, a las empresas. Compra reseñas para Google.

Fue, sin duda, adecuada la prórroga hasta finales de junio de 2021 del Marco Temporal de ayudas en la UE para apoyar a las empresas que sufran pérdidas significativas en su volumen de negocios. A escala nacional, habrá que redoblar también esfuerzos, desde extensión de avales a ayudas fiscales e, incluso, recapitalización de empresas solventes. En esta segunda ola, como he venido insistiendo, habrá que ser más selectivo para que sean las empresas viables las únicas que reciban el sustento necesario para pasar lo que queda de pandemia. Hay que cerrar el grifo a las actividades que no sobrevivirían en escenario alguno. Aquí surgen dos grandes preocupaciones. La primera es la cantidad de recursos que de los que dispondrá el Estado español para poder mantener las ayudas con la potencia necesaria para aminorar el impacto económico. En la primera ola se comprobó el menor recorrido de las medidas aprobadas en España. Ahora, a pesar de las ayudas europeas —que en todo caso tardarán en llegar y con otros fines, además—, se puede volver a sentir la falta de contundencia de esos apoyos. Ha sido nuestra peor situación en las finanzas públicas —responsabilidad nuestra y solo nuestra— la que explica esa menor fuerza de las ayudas. Sin embargo, es en el contexto comparativo donde surge mi segunda preocupación. Es inquietante que la extensión del Marco Temporal de Ayudas de la UE cree divergencias competitivas aún mayores en la UE. En primavera quedó patente que ese “hacer la vista gorda” sirvió principalmente para que países como Alemania, Holanda o algunos de los nórdicos reforzaran a sus grandes empresas con fondos públicos, otorgando una ventaja competitiva no siempre fundamentada en una mayor productividad sino en el paraguas de papá Estado. España debe ser vigilante para que las ayudas en la UE se aprueben y articulen en torno a la recuperación. Ese y solo ese debe ser perímetro de las ayudas. No deben ser para apoyos artificiales a empresas no viables en países con mejores cuentas públicas.

Entramos
ahora en una nueva fase de economía que, empleando el término escuchado
hasta la saciedad estos días, podríamos denominar “perimetral”. No solo
tendremos la desgracia de una escasa circulación entre países sino
también, en España, de muchas medidas distintas y no sincronizadas. Esos
perímetros heterogéneos en tiempo e intensidades tendrán —según los
expertos sanitarios— impacto limitado en el control de la pandemia y,
desde el punto de vista económico, obligarán a acciones más duras y
retrasarán la recuperación, además de hacerla más desigual si no hacemos
nuestros deberes en la UE.

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