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Pernoctaciones en el tercer trimestre: debilitamiento y cambio estructural

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Coyuntura Turística Hotelera | Septiembre 2023


En el tercer trimestre de 2023 el crecimiento en el número de pernoctaciones se ralentizó notablemente hasta un 0,2%, frente a tasas superiores al 1% en los trimestres anteriores. Esta ralentización fue resultado de la evolución contrapuesta de las pernoctaciones de residentes en España y de residentes en el extranjero: mientras que las primeras sufrían una caída en el trimestre del 3,3%, las segundas aumentaban un 1,7%.

Durante 2022 y hasta el primer trimestre de 2023, las pernoctaciones de extranjeros crecían, trimestre a trimestre, a tasas superiores al 3%. La ralentización sufrida en el tercero, que se encuentra en línea con la moderación registrada también por la entrada de turistas, pone de manifiesto el agotamiento de la capacidad del turismo exterior para aportar más crecimiento económico, una vez que las cifras anteriores a la pandemia ya han sido prácticamente alcanzadas —unido a otros factores como el debilitamiento de la economía europea—. Asimismo, la caída de las pernoctaciones de residentes puede ser indicativo de un debilitamiento del consumo nacional. Todo ello, junto a otros indicadores, abunda en la idea de que la economía ralentizó sensiblemente su crecimiento en el tercer trimestre del año.

Desde una perspectiva más de largo plazo, el número de pernoctaciones realizadas por residentes en España, pese a la mala evolución del tercer trimestre, en el acumulado enero-septiembre superaba en un 1,1% la cifra del mismo periodo de 2019, mientras que el número de pernoctaciones de extranjeros era un 0,4% inferior. Es decir, las pernoctaciones de residentes en España han registrado un mayor crecimiento en el conjunto del periodo post pandemia, lo que unido a la muy limitada recuperación del gasto en turismo exterior por parte de los residentes en España que revelan las cuentas nacionales —en el segundo trimestre de 2023 solo se alcanzó el 78% de las cifras de 2019—, pone de manifiesto un interesante cambio en el comportamiento de los turistas nacionales, que ahora hacen más turismo interior y menos turismo fuera de España.

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El reto de la solidaridad intergeneracional en sociedades envejecidas: una mirada a las familias

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Desde que en 2008 se estableciera el 29 de abril como fecha para celebrar el Día Europeo de la Solidaridad entre Generaciones, la proporción que representan las generaciones mayores (65 o más años) sobre la población total no ha dejado de crecer en todas las sociedades europeas. Mientras tanto, las generaciones más jóvenes (menores de 20 años), aunque de manera más lenta y fluctuante, han reducido su peso demográfico incluso en aquellos países con tasas de fecundidad más elevadas, como Francia y Suecia (Gráfico 1).


El creciente desequilibrio en el tamaño de las generaciones de mayor y de menor edad plantea un desafío a la solidaridad intergeneracional, toda vez que los colectivos de los que se esperan comportamientos solidarios –es decir, de cooperación y generosidad mutuas– tienen, por su distinto volumen, recursos que los sitúan en posiciones diferentes en la estructura económica, social y política. Hoy día, gracias a los sistemas de protección social, las generaciones mayores son las que absorben más parte de la renta nacional canalizada por los Estados del bienestar. También suelen ser las que disponen de más patrimonio financiero e inmobiliario. Por añadidura, su peso demográfico las convierte en actores determinantes de los resultados electorales.

España aporta un buen ejemplo de este creciente desequilibrio entre generaciones. La población mayor de 64 años aumenta invariablemente en las últimas décadas. En 2022 ya superaba ligeramente el 20% de la población, casi tres puntos porcentuales más que diez años antes (2012: 17,4%). En cambio, la población menor de 20 años va cayendo progresivamente. Como ya ha ocurrido en Alemania, Italia y Portugal, entre otros países europeos, la proporción de población mayor de 64 años en España (20,1%) ya aventaja a la proporción menor de 20 años (19,2%). Las proyecciones demográficas apuntan consistentemente hacia una consolidación de esas tendencias demográficas en las próximas décadas; es decir, hacia un mayor desequilibrio entre generaciones.

Lo cierto es que la edad constituye hoy día un potente indicador de bienestar material en España. Así, la renta por persona y unidad de consumo más alta se encuentra, desde 2013, en el grupo de personas mayores de 64 años (Gráfico 2), que también presenta, desde 2010, el riesgo de pobreza o exclusión social más bajo (Gráfico 3). Las generaciones que extraen mayoritariamente sus rentas de las pensiones públicas ostentan una mejor posición económica que el resto de generaciones; no solo mejor que las que se hallan fuera del mercado laboral (como los menores de 16 años), sino también que aquellas en edades laborales (convencionalmente, 16-64 años). Sería incorrecto e injusto concluir a partir de esta información estadística que los mayores gozan en España de una situación económica satisfactoria y adecuada, pero sí cabe afirmar que las generaciones formadas por la población mayor se encuentran en mejor posición socioeconómica que el resto.


Estos datos trazan un contexto más favorable a la tensión que a la solidaridad intergeneracional. Sin embargo, las manifestaciones de semejante tensión son prácticamente desconocidas en el espacio público español. Entre las razones explicativas de esta ausencia de conflicto intergeneracional hay que considerar las estrechas relaciones entre generaciones que cultivan las familias españolas.

La familia es el enclave fundamental de las relaciones intergeneracionales primarias; en su seno se aprende a tratar a quienes pertenecen a generaciones distintas (vivan o no en el mismo hogar), se proveen cuidados y apoyos mutuos desinteresadamente y se establecen relaciones de reciprocidad generalizada. Los contactos entre familiares de distintas generaciones que no residen en el mismo hogar dan cuenta de la intensidad de las relaciones intergeneracionales. Una medida de esa intensidad la proporcionan las respuestas a una pregunta que el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) ha planteado en diversas encuestas, la última, realizada en marzo de 2023. La pregunta inquiere por la frecuencia con la que se queda “para salir o reunirse en casa” con familiares no convivientes, incluyendo, entre ellos, a padres e hijos.

Los resultados muestran, en primer lugar, que la pandemia no ha debilitado la frecuencia de esos encuentros físicos, cara a cara, entre familiares pertenecientes a distintas generaciones. En efecto, la comunicación telemática a la que se recurrió masivamente tras la adopción de las medidas de distancia social durante la pandemia no ha sustituido, una vez superada la fase crítica de la emergencia sanitaria, los contactos “presenciales” (Gráfico 4).


En segundo lugar, las respuestas a esa misma pregunta también revelan que, aunque los españoles quedan o se reúnen con más frecuencia con hijos/hijas que con padres/madres, la relación con estos últimos es muy frecuente. En marzo de 2023, la proporción de españolas que quedan o ven a sus padres (no convivientes) “varias veces a la semana” alcanzó el 56% (aproximadamente 20 puntos por debajo del porcentaje de las que declararon quedar o reunirse con los hijos que residen fuera del propio hogar varias veces a la semana). Entre los hombres, los porcentajes son significativamente más bajos (Gráfico 5). Podría afirmarse, por tanto, que las mujeres cultivan en mayor medida las relaciones intergeneracionales. Ahora bien, ellas también declaran con mayor frecuencia quedar con hermanos, de lo que se desprende que, en general, desarrollan más actividades sociofamiliares que los hombres. Es destacable que, prácticamente en todas las edades, las mujeres indican quedar o reunirse con padres, hijos o hermanos (no convivientes) más frecuentemente que los hombres (Gráfico 6).


Cómo afecta la naturaleza e intensidad de las relaciones intergeneracionales familiares a la solidaridad entre generaciones en el conjunto de la sociedad es una cuestión por investigar. En la medida en que las relaciones estrechas entre las generaciones de una familia ofrecen oportunidades de escucha y comprensión mutuas, cabe pensar que favorecen la solidaridad intergeneracional. Es razonable suponer que ambas esferas de solidaridad intergeneracional –la familiar y la social– se hallan conectadas, y que mientras así permanezcan, la probabilidad de conflictos intergeneracionales será menor. Ahora bien, esta “salvaguarda familiar” ante tensiones sociales entre distintas generaciones también puede debilitarse en sociedades en las que, como la española, las generaciones más jóvenes de las familias se vacían por efecto de la caída de los nacimientos; y puede quedar neutralizada si el desequilibrio entre las generaciones sigue aumentando de tal manera que la solidaridad exija sacrificios demasiado onerosos para esas generaciones de tamaño menguante.

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Paradoja de resiliencia

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La historia dirá si ha sido algo bueno a largo plazo, pero la crisis financiera de 2008 y sus coletazos hasta 2012 con la de deuda soberana europea cambiaron la visión de gobiernos y bancos centrales sobre la conveniencia de no dejar caer nada. Nada es nada, siempre que haya dinero en efectivo (en el Tesoro) o a crédito (deuda pública) para ello. El colapso de Lehman Brothers en septiembre de 2008 se llevó por delante muchos puntos del PIB. Trajo graves consecuencias sociales. Supuso un gasto fiscal enorme a posteriori. Fue una lección dura. Apoyar (rescatar) empresas y ciudadanos puede tener mejor resultado económico que dejarlos caer y tener que aprobar programas fiscales luego para paliar las consecuencias.

Tras unos años que ahora parecen anodinos, con cierta recuperación de la economía global, se sucedieron una pandemia mundial, el comienzo de la inflación tras lo peor del Covid-19, guerra en Ucrania y más inflación. Es entonces cuando los gobiernos y bancos centrales ponen toda la carne en el asador. Liquidez a empresas, ERTE, ayudas directas y, en el frente monetario, liquidez extraordinaria durante la pandemia. Asimismo, por primera vez la UE crea un generoso programa conjunto de apoyo, los Next Generation EU. Blanco y en botella: con esa expansión fiscal y monetaria se iba a producir el rebrote inflacionario. Insuficientes fueron las alertas. La guerra de Ucrania lo puso todo peor, sobre todo energéticamente.

Los gobiernos, nuevamente, no se quedan de brazos cruzados. Intentan disminuir el impacto del aumento de la factura energética sobre familias y empresas. Otra expansión fiscal. Por el contrario, los bancos centrales comienzan a actuar a la inversa contra la inflación, con estrategia monetaria restrictiva, subiendo tipos de interés y retirando liquidez. Y hasta aquí hemos llegado. Hace meses que analistas y mercados —con su fuerte corrección— anuncian la llegada de la recesión. Sin embargo, aún no se ha materializado a pesar de la evolución de los tipos de interés. Eso sí, con crecimientos del PIB cercanos a cero. Paradoja: se pongan las pegas metodológicas que se deseen, el mercado de trabajo muestra resiliencia, incluso en un país como el nuestro, con una reforma laboral y subidas del salario mínimo que levantaban escepticismo. Por supuesto, aún está por ver cuál será el resultado neto de la pugna de fuerzas entre acción fiscal expansiva y acción monetaria restrictiva.

Lo ideal, si se confirma que la inflación va a la baja, es que permita recuperar parte de la confianza y paulatinamente anime la economía, con daños inferiores de los esperados. Sería un “enfriamiento” sano y corto. Es una interpretación optimista, sin duda, pero en ello confían los gobiernos y autoridades monetarias y la mayoría de las previsiones que pronostican crecimiento para 2023. Lo que sí parece claro es que se está resistiendo más de lo esperado y seguro que los soportes, fundamentalmente fiscales, de gobiernos y monetarios de los bancos centrales —hasta hace unos trimestres— han contribuido significativamente, empleando un símil futbolístico, a llegar vivos a este “extra time” (prórroga), a que el resultado siga abierto, aunque el escenario central siga siendo recesión técnica en los próximos meses.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Los turistas extranjeros vuelven a aportar crecimiento

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Al inicio del año 2022 pocos eran los que vaticinaban buenos resultados para el turismo internacional, debido a la presencia de la variante Omicron que obligó, de nuevo, a ser más cautos en los flujos turísticos (Fernández, 2021). Con la Semana Santa, sin embargo, se reavivó la actividad turística nacional e internacional, lo que permitió revisar al alza las expectativas del sector turístico. Su avance es importante para mantener el ritmo de crecimiento de la economía española ante la aparición de nuevos problemas económicos que han quitado el protagonismo a la pandemia: la invasión rusa de Ucrania y el ascenso imparable de la tasa de inflación. 

Los datos de agosto de pernoctaciones en establecimientos hoteleros, proporcionados recientemente por el INE, confirman el buen comportamiento del sector turístico. A partir de junio, el número de turistas internacionales retomó su proporción habitual en el total de pernoctaciones en establecimientos hoteleros y, en agosto, se ha consolidado en niveles cercanos a los registrados en el mismo mes de 2019 (véase el gráfico 1). La vuelta del turismo a sus niveles prepandemia es una buena noticia, puesto que previsiblemente se normalizará su contribución al crecimiento del PIB en el tercer trimestre, en contraposición a otras dificultades que atraviesa la economía española.

En cualquier caso, es preciso matizar que el número de pernoctaciones de turistas no residentes ha sido un 2,5% inferior al registrado en agosto de 2019. Esta diferencia puede entenderse como que todavía existe un margen de mejora, pero también puede ser el resultado de un cambio en el comportamiento de los turistas que eligen, en una mayor proporción, alojamientos extrahoteleros (apartamentos turísticos…). De hecho, el máximo de pernoctaciones en establecimientos hoteleros se registró en agosto de 2017. De manera que habrá que esperar a que la situación se consolide para poder identificar, mediante un análisis más profundo, cómo están cambiando las preferencias de los turistas. 


Además de su impacto positivo sobre el crecimiento económico, la recuperación del turismo internacional genera efectos significativos en el mercado laboral y en la balanza de pagos. En primer lugar, el empleo en el sector hotelero ha sido solo un 1,2% inferior al registrado en agosto de 2019 (véase el gráfico 2). Además, el número de trabajadores que permanecen en situaciones de regulación de empleo bien sea con reducción de jornada o bien con suspensión completa de contrato es testimonial. El gráfico 3 muestra como todavía en Semana Santa estos trabajadores representaban cifras significativas, mientras que en julio (últimos datos disponibles en el Ministerio de Trabajo y Economía Social), no llegaban a 300 trabajadores.

En segundo lugar, es de sobra conocido que los ingresos por turismo en la balanza de servicios son muy relevantes para financiar el déficit comercial español. En este sentido, los datos del Banco de España sobre la balanza de pagos, que se conocen dos meses más tarde que los de pernoctaciones del INE, sugieren que la recuperación en los ingresos por servicios turísticos está siendo intensa. En efecto, en el mes de junio, cuando todavía las pernoctaciones de turistas internacionales eran un 9,9% inferiores a las registradas en el mismo mes de 2019, los ingresos turísticos también lo fueron, pero menos: un 6,2%. Dado que, como se ha indicado, en agosto el número de pernoctaciones de residentes extranjeros fue solo un 2,5% menor que tres años antes, es presumible que se confirme el crecimiento del turismo internacional. Sin duda, esto contribuirá a compensar el aumento del déficit comercial debido al incremento del valor de las importaciones ante la fuerte apreciación del dólar y el avance de los precios de la energía.

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Salarios y excedentes ante el brote inflacionario

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La persistencia de una inflación elevada, tanto históricamente como en relación a los otros países de la zona euro, no solo depende del fuerte impacto en nuestra economía de la crisis energética mundial. A este factor, origen del brote inflacionario, se añade un riesgo que nos es propio: la dinámica de los salarios y de los excedentes empresariales.

El diagnóstico, en base a datos publicados recientemente, confirma una opinión muy extendida, a saber: que los salarios apenas contribuyen a esa dinámica, a costa de perder poder adquisitivo. Pero también se desprenden otras realidades, especialmente cuando se tiene en cuenta el punto de partida previo a la pandemia.

El papel moderador de los salarios ante la presión inflacionaria que se ha adentrado en la economía española es una constatación sin paliativos. En el segundo trimestre los costes laborales unitarios apenas crecieron a un ritmo anual del 0,3%, frente a más del 3% de media en la UE. La información disponible de convenios firmados hasta agosto confirma la tendencia a la moderación, con incrementos muy por debajo tanto del IPC total como del indicador subyacente, es decir descontando la energía y los alimentos frescos.


La comparación con los niveles previos a la doble crisis pandémica y energética apunta sin embargo a una cierta recuperación, ya que el estancamiento del último año compensa parcialmente el crecimiento registrado durante los meses centrales de la pandemia, cuando las remuneraciones eran sostenidas por los ERTE. Así pues, los costes laborales unitarios superan el nivel precovid en términos nominales, si bien descontando el incremento del IPC todavía arrastran un déficit del 3,8% con respecto a ese periodo.

Por su parte, los beneficios empresariales han tenido un comportamiento más dinámico durante el brote de inflación. El excedente bruto de explotación generado por cada euro producido por nuestra economía (un indicador que proviene de la misma fuente que el coste laboral unitario, y que por tanto facilita el diagnóstico) se incrementó un 6,1% en el segundo trimestre, por encima de la media de la UE. El repunte de los excedentes también ha permitido recuperar los niveles precovid a precios corrientes, si bien se detecta un deterioro del 2% en términos reales (es decir descontando la evolución del deflactor del PIB).

Estos resultados son consistentes con la mejora de la rentabilidad empresarial detectada por el Banco de España a partir de la central de balances. También contribuyen a explicar el tirón del empleo pese al contexto plagado de incertidumbres, y el auge de las exportaciones, sostenidas por la mejora de la posición competitiva en relación con las otras grandes economías de la zona euro.

En suma, el golpe de la pandemia fue perjudicial para todos, especialmente las empresas, y el de la inflación también está teniendo un elevado coste macroeconómico, pero sobre todo para los asalariados. Ese parece haber sido el resultado del actual pacto tácito de rentas. No obstante, se vislumbran cambios. Uno de cada cuatro trabajadores amparados por un convenio contiene una cláusula de protección contra la inflación, casi el doble que hace un año. Parece que las presiones salariales irán en aumento, algo que podría llevar a renovar el mecanismo de ajuste. Por otra parte, la central de balances apunta a una gran heterogeneidad entre sectores que debería reflejarse en las próximas negociaciones: en la industria, la competencia internacional limita los precios y los excedentes, algo que no ocurre con la misma intensidad en los sectores más protegidos. Otro caso distinto es el de las empresas más endeudadas, que se enfrentan a la subida de los tipos de interés.

Los distintos puntos de partida dificultan la búsqueda de una nueva fórmula que ayude a repartir los costes de la inflación, sin perpetuarla ni deteriorar la capacidad de generar empleo. Pero la sostenibilidad del actual pacto tácito de rentas parece improbable.

TIPOS DE INTERÉS | Los bancos centrales están decididos a aplacar rápidamente la inflación. Esta semana el protagonista ha sido la Reserva Federal, con la quinta subida de su principal tipo de intervención en lo que va de año, hasta la horquilla del 3-3,25%. El BCE y otros bancos centrales han tomado decisiones similares en fechas recientes. La excepción es Japón, que no parece tener intención de alterar su política de tipos de interés cuasi nulos. Sin embargo, ante el riesgo de depreciación del yen, el banco nipón ha anunciado una intervención en los mercados cambiarios.   

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La pandemia desploma los nuevos matrimonios, en descenso desde hace medio siglo

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En 2020 España registró el menor número de matrimonios de diferente sexo desde 1975: 87.481. El descenso respecto al año anterior (-46%) fue mayor que el registrado en Alemania (-10%), Países Bajos (-21%), Suecia (-22%) o Francia (-34%), pero no muy diferente del que se verificó en otros países del sur de Europa (Italia: -47%; Portugal: 43%). Con todo, la caída más abrupta se observó en Irlanda (-53%).

Antes de 2020, el año en el que en España se registraron menos matrimonios fue el 2013, cuando, todavía inmerso en la crisis económica que siguió al estallido de la burbuja inmobiliaria, el país alcanzó el máximo histórico de personas desempleadas (más de 6 millones). Por el contrario, 1975 fue el año de toda la serie disponible en el que se contrajeron más matrimonios: 271.347. Por tanto, en 2020 se celebraron poco más de la mitad de matrimonios que en 2013, y menos de un tercio que en 1975. Ciertamente, los nuevos matrimonios presentan una evolución muy dependiente del ciclo económico, cayendo en periodos recesivos y aumentando en periodos expansivos, pero, por encima de estas oscilaciones, destaca la solidez de la tendencia decreciente (Gráfico 1).


Dejando al margen 2020, un año extraordinario por las restricciones que la pandemia provocó en la vida social,  se observa que durante el quinquenio que transcurre entre el final de la crisis económico-financiera y el inicio de la pandemia (2015-2019), el número anual medio de matrimonios (166.000) se quedó muy por debajo de la media anual del quinquenio previo a la crisis (2003-2007): 208.000. Aun teniendo en cuenta que las cohortes de jóvenes en edades típicamente nupciales eran en 2003-2007 más voluminosas que en 2015-2020, cabría afirmar que la nupcialidad todavía no se había recuperado de la crisis económica cuando la pandemia le asestó otro duro golpe.

La caída de los matrimonios también se aprecia con toda claridad cuando se pone en relación con la población. La tasa bruta de nupcialidad (matrimonios por 1.000 habitantes) era en los años previos a la pandemia (3,5-3,7) aproximadamente la mitad de la registrada a mediados de los años setenta del siglo XX (7,2-7,3), cayendo en 2020 por debajo de 2 (1,91) (Gráfico 2).


Ese mismo indicador (tasa bruta de nupcialidad) permite observar el descenso generalizado de los matrimonios en Europa durante el último medio siglo (Gráfico 2), un descenso que ha sido menos intenso en Alemania, y más acusado, en Portugal, pero que se constata en todos los países. Desde principios de este siglo también ha descendido la proporción de primeros matrimonios (sobre el total de matrimonios contraídos). En España, por ejemplo, hasta el año 2000 los primeros matrimonios representaban entre el 95 y el 99% de todos los que se celebraban; a partir de entonces, el porcentaje fue reduciéndose hasta quedarse en el entorno del 80% en los últimos años. En otros países europeos con tradición católica, como Italia, Portugal e Irlanda, se observan descensos de similar intensidad en las primeras nupcias. En definitiva, en todos estos países, hoy día se casa mucha menos gente soltera, pero lo hace mucha más gente que ya estuvo casada.

La caída de la nupcialidad representa, por tanto, un fenómeno muy extendido en las sociedades occidentales que, en general, obedece a una reducción de los incentivos tanto institucionales como socioculturales al matrimonio. Por una parte, la condición de casado/a ya no es imprescindible para acceder a determinados servicios y prestaciones que tradicionalmente la requerían (como la pensión de viudedad, cuya importancia como recurso básico de supervivencia, además, ha disminuido en las sociedades con elevadas tasas de participación laboral de hombres y mujeres y en las que se ha impuesto el modelo de familia con dos perceptores de ingresos). El matrimonio tampoco es condición necesaria para asegurar a los hijos el ejercicio pleno de sus derechos (entre ellos, la pensión de orfandad). Por otra parte, las sociedades occidentales no estigmatizan (o lo hacen en mucha menor medida) a las personas (y, en particular, a las mujeres) que a lo largo de su vida tienen distintas parejas (incluso cuando comparten con ellas el hogar). Contar con diversas experiencias de pareja a lo largo de la propia biografía se percibe socialmente como una manifestación del ejercicio de la libertad individual y de la legítima búsqueda de la felicidad personal. 

Así pues, la pérdida de importancia del matrimonio en la sociedad española es evidente. Ha dejado de entenderse como un rito de paso crucial para la emancipación de la familia de origen y la formación de una propia. No obstante, esta afirmación se circunscribe a las parejas heterosexuales, ya que entre personas del mismo sexo el matrimonio sigue una tendencia ascendente (más ostensible entre las mujeres, cuyo número de matrimonios supera desde 2018 al de los hombres) (Gráfico 3). También las bodas entre personas del mismo sexo cayeron en 2020 (36% en el caso de las mujeres y 40% en el caso de los hombres), pero menos que las celebradas entre personas de diferente sexo (46%). No hay que olvidar, sin embargo, que los matrimonios homosexuales (de ambos sexos) representaron en 2020 algo menos del 4% de todos los que se registraron ese año. 


Available in english: Focus on Spanish Society.

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El gasto público en 2020: convergencia de España con la media de la Unión Europea

Eurostat ha publicado recientemente los datos de gasto público correspondientes al año 2020. Estos reflejan el impacto de los diez primeros meses de la pandemia y muestran el esfuerzo realizado por los Estados europeos para combatir la crisis sanitaria y paliar sus efectos económicos y sociales más graves.

El primer dato que destaca es el importante aumento del gasto público europeo en 2020.  Mientras que la media del gasto público en la UE-27 ascendió al 46,5% del PIB en 2019, en 2020 se elevó al 53,1%. Este aumento de 6,6 puntos porcentuales pone claramente de manifiesto el fuerte crecimiento del sector público en las economías europeas. 

En España, el aumento del gasto público en 2020 ha sido aún más significativo. Entre 2019 y 2020 se ha disparado en 10 puntos porcentuales, pasando del 42,1% al 52,4% (situándose en aproximadamente 588.000 millones de euros). En consecuencia, el gasto público español, tradicionalmente inferior a la media de la UE, alcanzó en el primer año de pandemia su mismo nivel (gráfico 1). 


El aumento del gasto público en porcentaje del PIB en 2020 es el resultado del crecimiento del gasto en términos absolutos derivado de las políticas económicas y sociales adoptadas por los gobiernos europeos en respuesta a la pandemia, pero también del descenso del PIB. Es decir, mientras el numerador de la ratio (el gasto público) ha aumentado, el denominador (el PIB) se ha reducido. 

Dado que España experimentó la mayor caída del PIB de la UE-27 en 2020 (-10,8%), la convergencia en 2020 entre el gasto público español y el europeo no es en sí misma una buena noticia. En cierto modo, el precio de la convergencia ha sido una fuerte caída del PIB. Además, hay que tener en cuenta que España acabó 2020 con el mayor déficit público de la Unión Europea (11%).

Aumentos significativos del gasto en sanidad y protección social

El crecimiento más significativo del gasto entre 2019 y 2020 se produjo en las áreas de sanidad y protección social. El gasto público en ambas funciones representó el 30% del PIB en el conjunto de la UE-27, así como también en España (gráfico 2).  


El gasto público medio de la UE-27 en sanidad aumentó en 2020 un punto porcentual, pasando del 7% al 8% del PIB.  En cuanto al gasto en protección social, creció intensamente en la UE durante la Gran Recesión y mantuvo un nivel elevado desde entonces, en torno al 19-20% del PIB entre 2009 y 2013. Sin embargo, la pandemia impulsó el gasto público medio de la UE-27 en protección social hasta el 22% del PIB (gráfico 3).


El gasto público de España en protección social también alcanzó el 22% en 2020, 2,7 pp más que en 2019 (de 217 a 248 mil millones de euros). Por su parte, el gasto sanitario aumentó 1,5 pp, pasando del 6,1% al 7,6% (de 76 a 85 mil millones de euros).

Estabilidad del gasto en defensa

Defensa es, junto con vivienda, una de las partidas de gasto a las que los Estados miembros de la UE dedican menos recursos públicos (gráfico 3). El gasto público medio de la UE-27 en defensa asciende al 1,3% del PIB. Sin embargo, las diferencias entre los Estados miembros de la UE son ostensibles, ya que Grecia, las Repúblicas Bálticas y Rumanía gastaron más del 2% de su PIB en este ámbito en 2020 (gráfico 4). Se trata de países que, por diferentes motivos, sienten amenazas externas a su seguridad. En cambio, España, Bélgica, Austria, Portugal, Irlanda, Malta y Luxemburgo destinan menos del 1% de su PIB a esta categoría de gasto. 


El gasto público medio en defensa también aumentó en 2020 en la UE-27, aunque solo ligeramente (del 1,2% al 1,3% del PIB). El incremento en España fue asimismo modesto (del 0,8% al 0,9% del PIB). En términos absolutos, el gasto público español en defensa se acercó a los 10.600 millones en 2020, aproximadamente el coste mensual de las prestaciones contributivas de la Seguridad Social.

El comparativamente reducido gasto público de España en defensa debe situarse en el contexto de una opinión pública poco favorable al gasto militar. La mayoría de los ciudadanos españoles piensa que los recursos dedicados a esta partida de gasto son adecuados (36%) o excesivos (30%), según la encuesta anual sobre política fiscal realizada por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en 2021. En comparación con otras funciones del Estado, las preferencias sociales por el gasto en defensa son bajas. Como ilustra el gráfico 5, mientras que el porcentaje de personas según las cuales se dedican recursos insuficientes a la sanidad, las pensiones, los cuidados de larga duración, la investigación científica o la protección del medio ambiente oscila entre el 60% y el 80%, las que consideran que la defensa está infradotada solo suponen una quinta parte (21%). 


Ciertamente, si se observan las respuestas a esta misma pregunta desde mediados de los años 80, se aprecia una tendencia descendente del rechazo a dedicar recursos públicos a la defensa (gráfico 6). Pero esta tendencia (que se quebró durante la Gran Recesión) ha ido de la mano de una reducción efectiva del gasto público en defensa. Según la base de datos del Stockholm Institute of Peace Research [SIPRI], que ofrece datos para España desde 1955, el gasto público en defensa alcanzó su máximo en porcentaje del PIB a mediados de los años 80, con un 3%, estabilizándose por debajo del 1,5% a partir de 2003.


Sin embargo, las encuestas efectuadas en los últimos datos (2019-2021) muestran indicios de que la opinión pública española está cambiando lentamente hacia una postura menos hostil respecto al aumento del gasto en defensa. Es probable que la invasión rusa de Ucrania refuerce esta tendencia en 2022.

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Las mujeres jóvenes salen de la crisis con más preocupación y menos optimismo que los hombres

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Transcurridos dos años desde el inicio de la pandemia, más de cuatro de cada cinco mujeres españolas (de 18 o más años) todavía se declaran muy o bastante preocupadas por los efectos de la crisis del coronavirus. Así, aun cuando durante el último año (febrero 2021-febrero 2022) esta preocupación ha caído en 13 puntos porcentuales entre las mujeres, en febrero de 2022, el 83% respondían “mucho” o “bastante” a la pregunta sobre cuánto les preocupaban los efectos de la crisis del coronavirus (Gráfico 1). Si bien a este respecto se aprecian diferencias entre grupos de edad, incluso en aquel en el que la preocupación se halla menos extendida (18-34 años), casi ocho de cada diez mujeres (78%) han reconocido en el último mes sentirse muy o bastante preocupadas por los efectos de la crisis (35-64 años: 83%; 65 o más años: 85%) (Gráfico 2a).

Distinta es la percepción de la situación entre los hombres. Los datos de opinión pública reflejan de manera consistente niveles de preocupación más bajos que los de las mujeres a lo largo del último año (Gráfico 1), pero, además, en la población masculina (de 18 o más años) las diferencias entre grupos de edad son mucho más notorias. Los hombres jóvenes se han mostrado a lo largo de todo el periodo mucho menos preocupados que sus padres y abuelos, separándoles una distancia muy considerable (Gráfico 2b).


Por tanto, de los gráficos 1 y 2 se desprende que, por lo que se refiere a la preocupación por los efectos de la pandemia, la homogeneidad intra-género es significativamente mayor entre las mujeres que entre los hombres, en tanto que la heterogeneidad inter-género alcanza su máximo en el grupo más joven. Así, mientras la proporción de hombres entre 18 y 34 años muy o bastante preocupados por los efectos de la pandemia no llega actualmente a dos tercios (63%), la de las mujeres de la misma edad se acerca a cuatro quintos (78%). Ciertamente, la preocupación por los efectos de la pandemia también ha disminuido entre las mujeres jóvenes a lo largo del último año, pero entre los hombres lo ha hecho mucho más rápidamente (Gráfico 2).

Las diferencias entre hombres y mujeres jóvenes son también ostensibles en lo que se refiere a la percepción de la gravedad del momento en que nos encontramos. Así como, en febrero de 2022, el 84% de los hombres de 18 a 34 años opinan que “lo peor ya ha pasado”, entre las mujeres de la misma edad el porcentaje baja hasta el 63%. En el grupo de edad de 35 a 64 años, los hombres que suscriben esta opinión “optimista” también superan (en 5 puntos porcentuales) a las mujeres, lo que, sin embargo, no se observa entre los mayores de 64 años (Gráfico 3). 


En general, por tanto, las mujeres, y especialmente las más jóvenes, atraviesan esta fase de salida de la crisis sanitaria con más preocupación y menos optimismo que los hombres. Por lo demás, ellas sienten en mayor medida que la pandemia ha afectado mucho o bastante a su vida personal. Así lo reconoce la mitad de las mujeres de 18 a 34 (frente a un 40% de los hombres de la misma edad) (Gráfico 4). Mayor todavía es la proporción de las que afirman que la pandemia ha afectado mucho o bastante a su vida social (61% frente a 49% de los hombres de la misma edad) (Gráfico 5). De nuevo, son las mujeres en edades laborales (18-64 años) las que mayoritariamente señalan que la pandemia afecta a su vida personal y a su vida social. No obstante, en todos los grupos de edad analizados, ellas sienten en mayor proporción que ellos que la pandemia y sus implicaciones afectan a sus vidas. 


En línea con diversas investigaciones nacionales e internacionales (por ejemplo esta, esta o esta), los datos de opinión pública sugieren que la pandemia ha lastrado emocionalmente más a las mujeres que a los hombres, pero, en contra de lo que cabría esperar, esta diferencia de género parece especialmente destacada en el grupo de edad más joven, aquel que está iniciando su inserción laboral o consolidándola, y sobre el que recae buena parte del esfuerzo reproductivo de cualquier sociedad. En la medida en que los sentimientos de preocupación influyen en el bienestar psicológico y en los comportamientos efectivos, en el Día Internacional de la Mujer también es importante recordar la existencia de diferencias de género importantes a este respecto.

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La competencia es más eficaz que regular los precios de los test de antígenos

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Si no les gusta el gris no sigan leyendo. La regulación de precios de productos sanitarios en tiempos de pandemia no se presta a un debate maniqueo. No hay verdades absolutas, sino pros y cons, un mundo lleno de grises. Ya discutimos en el blog la decisión de imponer un precio máximo a las mascarillas y concluíamos aquella entrada con una enigmática frase: los controles de precios en general no funcionan, pero las mascarillas pueden ser la excepción que confirma la regla. El caso de las pruebas de antígenos y, sobre todo, la situación de la pandemia, son diferentes, pero gran parte de los argumentos de entonces son válidos ahora.

El primer principio general es que los controles de precios no suelen funcionar bien en mercados competitivos. El precio de equilibro de mercado —el punto de intersección de la famosa X de oferta y demanda— maximiza los intercambios y el bienestar. Si imponemos un precio inferior al de equilibrio, la oferta se reducirá y la demanda aumentará, lo que conllevará que existan más consumidores que quieran comprar el bien que unidades disponibles. Este exceso de demanda se traduce en colas, desabastecimientos y, en definitiva, en pérdida de bienestar. Además, se reducen los incentivos a invertir en aumentar la oferta o en innovar.

Sin embargo, es dudoso que estos argumentos se puedan aplicar directamente al mercado de los test. Primero, por un problema de equidad. Sus altos precios hacen que sean los grupos de mayor renta los que proporcionalmente más los utilizan. Si reducimos el precio y la suerte (o las colas) deciden quién obtiene el test, este efecto renta se reducirá sustancialmente. Este es un argumento redistributivo en favor del control de precios defendido por muchos economistas, entre los que se encuentra el premio nobel Paul Krugman, que encuentra inadmisible que la protección ante la pandemia esté condicionada por el nivel de renta.

Amihai Glazer, autor de uno de los mejores manuales de microeconomía y teoría de precios, proporciona otro argumento en favor del control de precios en mercados sanitarios que mezcla efectos redistributivos y de eficiencia. La idea central es que, correlacionado con la renta, está el tipo de ocupación. Por ello, con precios altos, los denominados white collar —trabajadores de oficina, de mayor renta y con más posibilidades de teletrabajar— acapararían las mascarillas y los test, frente a los trabajadores de la construcción o de las fábricas (blue collar) que tienen más riesgo por no poder teletrabajar y por depender en numerosas ocasiones del transporte público. Por ello, incluso con riesgo de desabastecimiento y racionamiento, puede ser preferible un precio máximo.

Pero seguramente el argumento más poderoso es que el mercado de distribución farmacéutica no se corresponde con un mercado perfectamente competitivo. Las farmacias y los distribuidores farmacéuticos tienen poder de mercado y su comportamiento no casa bien con la pasiva y dócil oferta de los mercados competitivos. Cuando existe poder de mercado, un precio máximo puede aumentar la demanda y mejorar el bienestar porque, en este caso, la ineficiencia proviene de que transacciones eficientes no se realizan puesto que las empresas prefieren mantener precios altos antes que aumentar las ventas.

Pero cuando uno evalúa políticas públicas, no solo debe centrarse en análisis de los costes y beneficios de una medida, sino también en las posibles alternativas. Por todo lo dicho, la decisión del gobierno de fijar un precio máximo de los test de antígenos en 2,94 euros puede justificarse, aunque supone algunos riesgos que el gobierno intenta mitigar con la compra masiva de test. Pero existe una medida que podría alcanzar los mismos objetivos y, al mismo tiempo, disiparía el fantasma del posible desabastecimiento: el aumento de competencia en la distribución de los test.

Tal como recomendó ya en 2015 la CNMC, la venta en general de productos farmacéuticos que no requieren prescripción médica (como es el caso de los test) en supermercados y otros medios de distribución aumentaría la competencia, reduciría los precios, y el aumento de oferta reduciría el riesgo de desabastecimiento. Además, las grandes cadenas de distribución tendrían un gran poder de compra (en este caso el poder de mercado es viento de popa) y podrían conseguir más unidades con menores costes. Esto no es solo teoría: es lo que observamos en otros países que han tomado esta medida (ver gráfico 1 y mapa 1), y lo que observamos también con las mascarillas: que bajaron de precio radicalmente cuando aumentaron los canales de distribución y tienen ahora un precio mucho menor que el fijado inicialmente por el gobierno.

Nota: El gobierno británico subvenciona la adquisición de paquetes de 7 test en farmacias.

Es importante, finalmente, reflexionar sobre el impacto de las medidas en el medio y largo plazo. El aumento de precio de los test se ha dado en España y en todos los países de Europa. La razón es que la sexta ola ha incrementado la demanda exponencialmente, y los suministradores de test deben estar al límite de su capacidad. Cuando tenemos restricciones de capacidad, la teoría económica nos dice que los precios suben, porque los incentivos a bajar los precios y captar nuevos consumidores se reducen. Pero esta situación tendrá un reverso: por la misma lógica, previsiblemente la sexta ola habrá terminado en febrero; la demanda caerá, las restricciones de capacidad desaparecerán, y los precios bajarán. Comprar Reseñas googleSi aumentamos la competencia en los canales de distribución, esa bajada se trasladará a los consumidores, y con ello se ayudara a controlar más la pandemia. Sin embargo, si no aumentamos la competencia, la mera existencia de un precio máximo no solo no ayuda a bajar los precios, sino que puede ralentizar la bajada de los mismos al actuar como un precio de referencia.

Terminemos con la capacidad de síntesis de las redes sociales. Tenemos dos problemas: los altos precios de las pruebas y su escasez. Fijar un precio máximo ataca el primero de los problemas con el riesgo de agravar el segundo. Aumentar la competencia, permitiendo la venta de los test en supermercados, no solo mata los dos pájaros de un tiro, sino que nos garantiza que cuando se produzcan las previsibles bajadas de los costes, estas se trasladarán a los consumidores, aumentando con ello su uso y la salud de todos.

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Escenarios de política monetaria para 2022

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El rumbo de la economía en 2022 va a estar determinado en gran medida por la evolución de la inflación, motivo ahora mismo de máxima incertidumbre. Cada vez hay más dudas con respecto a su transitoriedad, y según avanzan los meses sin que remitan las presiones al alza, aumenta la probabilidad de que se convierta en un fenómeno más duradero de lo inicialmente esperado. 

Esto ha movido a los bancos centrales a endurecer sus posturas. La Reserva Federal norteamericana ya ha anunciado la aceleración del final de las compras de deuda pública, que terminarán en marzo, e inmediatamente después iniciará las subidas de tipos de interés. Otros bancos centrales —como por ejemplo el británico— ya han comenzado a subir los tipos. En cuanto al Banco Central Europeo, también ha decidido acelerar el final de las medidas extraordinarias, aunque su postura sigue siendo muy acomodaticia: en marzo acabarán las compras de deuda pública dentro del programa de emergencia pandémica —el PEPP—, pero compensará parcialmente esta medida con un incremento de las compras dentro del programa ordinario —el APP—. No obstante, estas últimas se irán reduciendo a lo largo del año. Por otra parte, descarta la posibilidad de realizar subidas de tipos en 2022.

Este esquema de política monetaria está condicionado a unas previsiones que, según ha expresado la autoridad monetaria europea, apuntan a un rápido descenso de la inflación a partir de la primavera, debido tanto a la mecánica de los efectos de base sobre las tasas, como a una bajada de los precios energéticos y la resolución de los cuellos de botella.

“En el escenario central, considerado hasta ahora como el más probable —aunque no sin cautelas—, el traslado de los mayores costes de producción hacia los precios finales al consumo será limitado y no habrá efectos de segunda ronda sobre los salarios”.

María Jesús Fernández

Se podría decir que este es el escenario central, el que hasta ahora se ha considerado, y se sigue considerando, aunque no sin cautelas, como el más probable. En este escenario, el traslado de los mayores costes de producción hacia los precios finales al consumo será limitado y no habrá efectos de segunda ronda sobre los salarios. La reducción del volumen neto de compras de deuda será una prueba para la economía española. No obstante, en este contexto de retorno a tasas reducidas de inflación y de mantenimiento de los tipos de interés  negativos de forma indefinida, los mercados financieros probablemente mantendrían su apetito por el riesgo, de modo que las primas de riesgo, aunque con algún ascenso, podrían mantenerse bajo control.

Pero, como ya se ha dicho, no está nada claro que estas perspectivas vayan a cumplirse, y hay otros escenarios posibles. Un segundo escenario sería aquel en el que los precios de las materias primas en lugar de descender, se mantienen en niveles elevados durante más tiempo de lo esperado, pero los salarios siguen contenidos. La inflación sería más elevada de lo previsto, tanto por el mayor nivel de precios de las materias primas con respecto al escenario central como por un traslado más intenso de los costes de producción hacia los precios finales al consumo. En este caso, posiblemente el BCE adoptaría un tono más cauteloso en sus comunicados, dejando la puerta abierta a un endurecimiento en caso de observarse una transmisión a los salarios, pero no modificaría esencialmente su política monetaria. Al fin y al cabo, no tiene sentido utilizar esta herramienta para luchar contra la inflación cuando su origen se encuentra en un shock exógeno. Sin embargo, el temor a que en cualquier momento se desencadenen efectos de segunda ronda sobre los salarios, que es lo que podría convertir la inflación en permanente, estaría flotando constantemente en el ambiente. La cuestión aquí es cómo reaccionarían los mercados. Si se ponen nerviosos, podrían producirse episodios de turbulencias con subidas de los tipos de interés a largo plazo y de las primas de riesgo.

En el tercer escenario posible, se podría producir una transmisión de la inflación hacia los salarios que retroalimentaría, a su vez, la inflación. Este sería el más preocupante. La generación de una espiral precios-salarios es algo que el BCE no podría ignorar. No obstante, la autoridad monetaria se vería atrapada en un dilema. Si frenara de forma brusca las compras de deuda pública y señalase próximas subidas de tipos de interés, podría poner en serios aprietos a países periféricos como Italia o España. Este es un riesgo importante que puede limitar su capacidad de actuación a la hora de endurecer su política monetaria. Pero si no adoptara medidas suficientemente restrictivas y la inflación se consolidara de forma duradera en niveles elevados, se arriesgaría a un desanclaje de las expectativas de inflación a largo plazo, y a la pérdida de credibilidad de la institución y del propio euro. Un riesgo también muy difícil de asumir y con negativas consecuencias tanto a corto plazo como en el futuro.

En definitiva, la inesperada inflación generada como efecto colateral por la pandemia no solo ha puesto fin a la certidumbre de los últimos años en torno a la política monetaria, sino que además podría poner a prueba nuevamente la estabilidad de la eurozona.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El Periódico de España.

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