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La crisis de la fecundidad y las políticas familiares: los incentivos económicos no bastan

El dato

Nuestra estimación provisional de la fecundidad en España para 2023 sitúa el número de hijos por mujer en el mínimo histórico de 1,12. De confirmarse esta cifra, sería ligeramente inferior al mínimo de 1998 (1,13 hijos por mujer).

Si el Instituto Nacional de Estadística acaba certificando este dato, España formará parte del grupo de países de la Unión Europea (UE) cuyos índices sintéticos de fecundidad (ISF) han caído, en 2023, a su mínimo histórico, pero, dentro de este grupo, además destacará por lo reducido de su cifra: Austria (1,23), Bélgica (1,47), Luxemburgo (1,23), Países Bajos (1,43), Suecia (1,45), Finlandia (1,26), Irlanda (1,5) y Lituania (1,18). Hace décadas que en ningún país de la UE la fecundidad es igual o superior al nivel de reemplazo. Las cifras más altas para 2023 se encuentran en Bulgaria (1,81) y Francia (1,68).


Tras el desplome de la fecundidad iniciado en 1977, la fecundidad en España se ha mantenido en niveles inferiores al reemplazo generacional (2,1 hijos por mujer) desde 1981. Aunque experimentó una ligera recuperación durante la fase expansiva de principios de siglo, solo alcanzó los 1,44 hijos por mujer en 2008, impulsada, en parte, por la bonanza económica y, en parte, por la llegada de mujeres extranjeras a lo largo de la década anterior. La subsiguiente crisis económica coincidió con un nuevo descenso de la fecundidad que apenas se revirtió con la recuperación económica iniciada en 2013. Desde 2017 la tendencia ha vuelto a ser descendente.

Contexto

El descenso de la fecundidad en España y en el resto de Europa forma parte de un proceso global que no afecta únicamente a los países desarrollados. Hace unos meses la revista médica The Lancet publicó los resultados de una investigación que estimaba la fecundidad para un par de centenas de países y otros territorios desde 1950 hasta 2021, dando lugar a una de las bases de datos más completas al respecto. En ella se incluyen proyecciones de la fecundidad hasta el año 2100.

De los resultados presentados en el trabajo emergen dos mensajes fundamentales para el debate internacional. Primero, la fecundidad cae en todo el mundo, no solo en los países más ricos, y lleva haciéndolo varias décadas (gráfico 2). Segundo, en pocos lustros en (casi) todos los países del mundo la fecundidad caerá por debajo del nivel de reemplazo. Según el escenario básico, en Latinoamérica ya se ha llegado a ese punto. En la India, está próximo a alcanzarse. En los países de tradición musulmana, lo hará hacia 2040. También sucederá en el África subsahariana, aunque bastante más tarde, hacia 2075. A escala global, la investigación apunta a que el nivel de reemplazo quedaría atrás en 2030.


A raíz del artículo y durante algunos meses, el tema de la baja natalidad ocupó una posición preponderante en el debate público, esta vez a nivel mundial, enfatizando su conclusión principal: la población mundial disminuirá si la fecundidad global se mantiene por debajo del nivel de reemplazo. Se abordó el problema desde una perspectiva global, no limitado solo a los países ricos, lo cual es positivo. Sin embargo, aunque la caída de la fecundidad es un fenómeno generalizado, el rigor analítico aconseja distinguir entre dos modalidades.

Por un lado, muchos países, especialmente en el África Subsahariana, aún están en las primeras fases de su “revolución reproductiva”. Esto implica que, debido a la reducción de la mortalidad infantil ligada al desarrollo


económico, necesitan menos nacimientos para mantener o aumentar el número total de años vividos. En estos países, la caída de la fecundidad es secundaria frente a la prioridad de impulsar el crecimiento económico, lo que probablemente acabará conduciendo a tal caída. Algo similar ocurre en países de bajos ingresos que están cerca o ya han caído por debajo del nivel de reemplazo.

La segunda modalidad de descenso se da en países en los que la “revolución reproductiva” ha avanzado tanto que llevan años o décadas con fecundidades por debajo del nivel de reemplazo. Este es el caso de muchos países de la UE, donde la caída aún no se ha frenado o se han revertido solo aumentos temporales, ya desvinculados de la mortalidad infantil o del desarrollo económico. Aquí la baja fecundidad tiene, o tendrá en breve, efectos negativos en el sostenimiento del gasto asociado a las edades avanzadas debido al aumento de las tasas de dependencia de los mayores. Además, podría tener un impacto a medio y largo plazo tanto más, cuanto más dependa el crecimiento económico del aumento de la población en edad productiva (que de la productividad).

Dentro de la UE también existen diferencias importantes. Algunos países lograron mantener sus niveles de fecundidad por debajo, pero próximos al nivel de reemplazo durante un tiempo (gráfico 3). Francia, por ejemplo, alcanzó casi los dos hijos por mujer entre 2006 y 2014, pero estos niveles descendieron a 1,68 en 2023, muy cerca de su mínimo histórico (1,66). Bélgica y los Países Bajos también experimentaron una recuperación desde niveles cercanos a 1,5 hasta 1,8 y 1,9, pero en solo una década han revertido este avance, volviendo a niveles históricos mínimos en 2023 (1,47 y 1,43, respectivamente).


En el debate sobre la natalidad, los países nórdicos han sido frecuentemente elogiados por mantener niveles relativamente altos, a pesar de ser naciones muy ricas con un control muy avanzado de la mortalidad. Sin embargo, la recuperación de Suecia en la primera década de este siglo, que alcanzó casi los 2 hijos por mujer, se desvaneció en los doce años siguientes, alcanzando en 2023 un mínimo histórico de 1,45 hijos por mujer. De manera similar, Finlandia mantuvo niveles cercanos a 1,9 hijos por mujer desde principios de los años noventa hasta 2010, pero ha experimentado un desplome que la condujo, también, a su mínimo histórico de 1,26 en 2023. Dinamarca ha seguido un patrón similar, aunque su cifra para 2023 (1,5) es algo superior al mínimo de 1983 (1,3). En resumen, estos países “modelo” ya no destacan como antes y empiezan a parecerse cada vez más a aquellos que históricamente no han sido considerados referentes.

En otros países, la caída de la fecundidad fue aún más pronunciada y alcanzaron niveles cercanos a 1,2 o 1,3 hijos por mujer ya a finales del siglo XX. Este fue el caso de países mediterráneos como Italia, España y Grecia (aunque no Portugal), así como gran parte de los pertenecientes a Europa del Este. En este último grupo, se ha observado una recuperación, alcanzándose cifras entre 1,5 y 1,8 hijos por mujer (gráfico 4). Sin embargo, el hecho de que solo uno de estos máximos se haya alcanzado en 2023 sugiere una nueva tendencia en algunos países, como los bálticos y Polonia, de forma que es muy poco probable que recuperen niveles cercanos a los 2,1 hijos por mujer.


Las relativamente altas tasas de fecundidad que registraron durante varios años los países nórdicos, Francia, Bélgica o los Países Bajos se han atribuido frecuentemente en la discusión pública y/o académica a algunas políticas públicas o a ciertas características de sus mercados laborales. Casi todos ellos han financiado generosamente sus políticas familiares, lo que ha implicado notables transferencias públicas de rentas monetarias a las familias con hijos. La única excepción es la de los Países Bajos, que representaría otra modalidad de la promoción de la natalidad: hacer que esta y la participación de las madres en el mercado de trabajo sean compatibles a través del amplísimo uso de la contratación a tiempo parcial.

Lo cierto es que durante un tiempo (especialmente en la primera década de este siglo) la fecundidad y el gasto en políticas familiares y de infancia arrojaban correlaciones positivas: en los países con mayor gasto en porcentaje del PIB se observaba una mayor fecundidad, de manera que la demografía y, en general, las ciencias sociales tendieron a establecer una relación de causalidad entre estas dos variables. La asociación más estrecha entre ambas se verificó en 2012 (gráfico 5). Eso sí, ya entonces se comprobó la necesidad de un notable esfuerzo económico para conseguir un pequeño aumento de la fecundidad. En efecto, la fórmula de la recta de regresión sugiere que un aumento de 0,13 hijos en el ISF se asocia con un gasto extra del 1 % del PIB en políticas familiares. Aplicado a España, uno de los países con niveles de gasto en prestaciones familiares más bajo de toda la UE, esto implicaría que para hacer crecer el ISF desde su nivel en 2012, 1,32, hasta 1,5, el gasto tendría que aumentar 0,8 puntos del PIB, es decir, doblarse respecto a lo que supuso en 2012 (0,73% del PIB).


Sin embargo, en 2022, la relación entre las prestaciones familiares y la fecundidad prácticamente había desaparecido (gráfico 6). Diez años antes, en 2012, se podía pensar que el elevado gasto en prestaciones familiares en Finlandia (3,3 % del PIB) contribuía significativamente a mantener uno de los índices de fecundidad más altos de la época (1,8 hijos por mujer). Pero en 2022, esa conexión resulta más difícil de visualizar: aunque el gasto finlandés en prestaciones había disminuido solo ligeramente (2,9 % del PIB), seguía siendo de los más altos de la UE, mientras que la fecundidad en Finlandia había caído drásticamente hasta 1,32 hijos por mujer, una de las cifras más bajas de la región. Por su parte, Dinamarca representa un caso casi opuesto: su gasto en prestaciones se redujo notablemente, pero su fecundidad no experimentó en absoluto una caída proporcional.


En la década transcurrida entre 2012 y 2022 varios países aumentaron su gasto en prestaciones familiares, con resultados diversos en términos de la fecundidad de sus mujeres. En siete casos aumentó el gasto y la fecundidad (Eslovaquia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Letonia, Alemania y Portugal), pero en ocho creció el gasto a la vez que disminuía la fecundidad (Polonia, Estonia, Lituania, Países Bajos, Luxemburgo, Grecia, Italia y España). También en dos casos disminuyó o se mantuvo el gasto, pero aumentó la fecundidad (República Checa y Croacia). Así pues, en los diez restantes se redujo el gasto y cayó la fecundidad. El efecto conjunto de todos esos movimientos ha sido la mencionada ausencia de asociación sincrónica entre gasto y fecundidad.

Ante estos datos, cabe plantear tres argumentos alternativos. En primer lugar, puede ponerse en cuestión la eficacia de las prestaciones como instrumento para aumentar la fecundidad, al observar, en algunos casos, mínimos progresos a pesar de un aumento considerable en el gasto familiar. En segundo lugar, se puede defender que en ciertos países un incremento en el gasto sí ha coincidido con una leve mejora en la fecundidad. Por último, también se podría argumentar que, aunque la efectividad de aumentar las transferencias por hijos sea dudosa, conviene seguir apostando por políticas que satisfagan las preferencias reproductivas de quienes deseen crear familias y que señalicen el valor social y económico que adquiere el crecimiento de la población tanto mirando al presente como al futuro.

Lo cierto es que la variación internacional en la fecundidad ha ido reduciéndose, lo que dificulta su “explicación” aduciendo las diferencias en los niveles de gasto. Esto sirve para recordar la complejidad del fenómeno y la diversidad de sus causas. Entre estas, las políticas de transferencias monetarias por hijos han podido (y pueden ser) relevantes, pero constituyen solo una de las variables en una ecuación mucho más amplia en la que quizás los incentivos económicos no sean suficientes. Ante los acusados descensos de la fecundidad en Europa, y especialmente en los países que antes se consideraban modélicos por sus políticas de familia, este debate es particularmente necesario en España. La sociedad debería abordarlo en toda su complejidad, cobrando conciencia de las variadas causas y consecuencias de la caída de la fecundidad y juzgando la conveniencia y oportunidad de alterar lo que hoy parece una inercia natural. En esta discusión pública se debería escuchar en particular la voz de las mujeres y los hombres que quieren o querrían tener (más) hijos y, también, la de quienes han querido, pero no han conseguido cumplir este deseo.

Detrás del dato

En el texto se usa como medida de la fecundidad de cada país lo que suele denominarse indicador sintético de fecundidad (ISF) o indicador coyuntural de fecundidad (en inglés, total fertility rate), que estima el número de hijos que las mujeres en edad fértil (15 a 49 años) tendrían a lo largo de su vida si su fecundidad siguiera los patrones observados en el año en cuestión, desglosados por edad.

Se calcula sumando las tasas de fecundidad de las mujeres según su edad: nacidos vivos de madres de una edad / mujeres de esa edad en la población. Se mide en número de hijos por mujer. Un valor de 2,1 suele considerarse como el nivel en el que la población acabaría reemplazándose a largo plazo, si no tenemos en cuenta la inmigración y la emigración.

El último ISF publicado por el INE corresponde a 2022. El de 2023 que aquí se presenta se ha calculado siguiendo la misma metodología del INE, pero con datos provisionales de nacimientos y de población (cuadro 1).

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El poder de la maternidad y la caída de la natalidad

¿Acaso existe mayor poder individual legítimo que el de decidir si traer un hijo al mundo o no y, en caso afirmativo, cuándo hacerlo? Desde hace solo algunos decenios, millones de mujeres pueden ejercer ese poder en las sociedades económicamente más avanzadas. En qué grado comparten ese poder con sus parejas, cuando las tienen, no es fácil de averiguar, pero cabe suponer que, en tanto gestanturi, su criterio es decisivo. De ahí que las claves de la natalidad haya que buscarlas fundamentalmente en la maternidad.

El ejercicio del poder de la maternidad lo han posibilitado el acceso masivo y concurrente de las mujeres a los anticonceptivos y al trabajo retribuido. Aun cuando no está libre de costes para ellas, los anticonceptivos les han procurado más libertad sexual y, en combinación con el trabajo retribuido, un instrumento esencial para planificar y configurar autónomamente sus propias biografías. Allí donde este doble acceso se ha generalizado, la concepción ha dejado de ser un destino para convertirse en una elección. No un sujeto social en busca del empoderamiento de género o de cualquier otro objetivo colectivo, sino incontables mujeres tomando decisiones individuales en función de sus preferencias y circunstancias han impulsado la transición de la maternidad desde el Sistema 1 (el que piensa “rápido” y genera comportamientos automáticos) al Sistema 2 (el que piensa “despacio” y racionaliza las acciones), por utilizar la célebre distinción del psicólogo y Nobel de Economía Daniel Kahneman. Esta transición puede tardar años en cumplirse, pero cuando el Sistema 2 se apodera de las riendas de la maternidad, y los cambios de comportamiento de las mujeres van arraigando culturalmente, caen la fecundidad y, antes o después, los nacimientos.

Es verdad que, en la España contemporánea, el primer descenso intenso de la fecundidad, protagonizado por las mujeres nacidas a principios del siglo XX, obedeció al control creciente de la mortalidad. Las hijas de aquellas mujeres que redujeron el número de embarazos porque ya no se les morían tantos bebés, dispararon la fecundidad (que alcanzó su valor más alto en 1964, con 2,96 hijos por mujer en edad fértil), dando a luz a los más de 13 millones de baby boomers nacidos en los últimos 20 años de la dictadura franquista. Sin embargo, sus nietas, ya con acceso pleno a anticonceptivos (despenalizados en 1978), y cada vez con más medios económicos propios como resultado de su progresiva incorporación al mercado de trabajo, apostaron por afianzar su carrera profesional antes de emprender la familiar. El consiguiente retraso de la primera maternidad acabó resultando en un descenso de la fecundidad. En 1986, el indicador coyuntural de fecundidad cayó por debajo de 1,5, un umbral que desde entonces no ha superado. En 2021 España ostentaba, por quinto año consecutivo, un indicador inferior a 1,2 (el más bajo de la Unión Europea, salvo Malta). Demográficamente, España destaca en el mundo por su elevada esperanza de vida, pero también por conjugar uno de los indicadores de fecundidad más bajos con una edad media de las mujeres al nacimiento del primer hijo de las más altas (31,6 años).

Nada indica que los deseos de maternidad sean en España más débiles que en otros países. Más bien parece que las mujeres (y sus parejas) en las edades en las que esos deseos se plasman en propósitos, decisiones y acciones, consideran que no cuentan con cantidades suficientes de los tres recursos necesarios para la crianza: dinero, tiempo y esfuerzo. Cuando los progenitores son dos, la proporción de esos recursos que cada uno aporta es menor que cuando solo es uno, pero, aun así, la inversión resulta muy costosa y, por lo general, más onerosa para las madres que para los padres. Pero lo que eleva sobremanera el coste de esa inversión es un mercado de trabajo —basado en un tejido empresarial con un gran número de empresas de pequeño tamaño y reducida productividad— que no facilita la consolidación de puestos cuyas condiciones de retribución y duración de jornada permitan crear una familia sin tormentos diarios. Y es que las mejores oportunidades de empleo suelen encontrarse en grandes ciudades, donde los precios de compra y alquiler de vivienda son muy elevados en proporción a los salarios, y las distancias entre el lugar de residencia y el de trabajo amplían el tiempo fuera del hogar.

Estos problemas socioeconómicos e
institucionales se arrastran desde hace años de un gobierno al siguiente. Sin
duda, como empleador, el Estado ofrece mejores condiciones de conciliación de trabajo
y familia (sobre todo, por lo que se refiere a la duración de las jornadas y la
disposición de tiempo para asuntos sobrevenidos) y, además, relaja el vínculo
entre rendimiento y retribuciones. Pero si bien presta a todas las familias con
hijos pequeños buenos servicios sanitarios, proporciona unos servicios
educativos de calidad mediana y exiguas ayudas específicas para la crianza. Durante
el quinquenio previo a la pandemia, el gasto en la función “familia/niños” se
mantuvo en España en torno a 1,3% del PIB, casi un punto por debajo de la media
de la zona euro. En el primer año de pandemia, especialmente difícil para las
familias con hijos pequeños, el gasto por habitante en esta partida ascendió a 372
€, algo por encima del registrado en Grecia, Portugal e Italia, pero muy por
debajo del que dedicaron Francia (848 €), Suecia (1.346 €), Alemania (1.517 €)
o Dinamarca (1.824 €). Todos estos países cuentan con
programas que combinan medidas tales como prestaciones económicas por hijos a
cargo, gratuidad de escuelas infantiles, rebajas fiscales en función del número
de hijos dependientes o ayudas para cubrir los costes privados de cuidadores
domésticos.

Por tanto, en España persisten restricciones sustanciales al ejercicio del poder de la maternidad. Ante ellas, muchas mujeres —en particular, las que han dedicado más años de su vida a formarse— siguen retrasando el primer hijo. La Encuesta de Fecundidad de 2018 cifró el porcentaje de mujeres de 30 a 34 años sin hijos en 52%. De ellas, seis de cada diez afirmaron su propósito de tenerlos en los próximos tres años; una parte lo habrá conseguido, pero otra seguirá demorando el momento del embarazo, confiando en que, cuando se decida, la gestación prospere naturalmente o con la ayuda de la reproducción asistida. Lástima que no dispongamos de datos longitudinales para conocer cuántos de estos deseos reproductivos llegan a buen puerto. Aun careciendo de esa información, sabemos que muchas de esas mujeres no llegarán a ser madres. El porcentaje de las que cumplen los 50 años sin descendencia ha crecido en los últimos 20 años y se estima que entre un 25 y un 30% de las que nacieron en la segunda mitad de los años setenta se quedarán sin hijos, convirtiéndose en las generaciones más infecundas de todas las nacidas desde finales del siglo XIX.

La infecundidad generacional puede resultar de las decisiones voluntarias de mujeres que durante su periodo fértil renuncian a tener hijos, pero todo indica que responde en mayor medida al desistimiento de la maternidad por las múltiples restricciones que impone el entorno laboral, económico e institucional. Hay quien, dando la espalda a esta evidencia o minimizando su importancia, piensa que la caída de la natalidad no constituye un problema social, toda vez que la inmigración puede suplir a los niños que no nacen. Al margen de la profunda frustración que, individual y colectivamente, puede provocar la imposibilidad de satisfacer los deseos reproductivos, conviene recordar que la inmigración como estrategia demográfica precisa de planificación, acuerdos estables y políticas públicas bien diseñadas que hay que ir probando y ajustando, dando tiempo a que rindan los resultados previstos. Mientras seguimos a la espera de todo ello, las cifras anuales de fecundidad y nacimientos retratan a una población que ha perdido ilusión, empuje y confianza en su capacidad de afrontar las incertidumbres que el porvenir siempre entraña.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El Mundo

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El horizonte de la maternidad: ¿más lejos y borroso?

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En España, la preocupación social por el envejecimiento de la población suele centrarse más en la creciente proporción de personas mayores que en el descenso de nacimientos y los cambios en las pautas de fecundidad. Sin embargo, en estas últimas también se aprecia un proceso de envejecimiento. La edad media de maternidad muestra una llamativa tendencia al alza en las últimas décadas: si en 1980 se situó en 28 años, su nivel más bajo desde la llegada de la democracia, en 1996 superó el umbral de los 30 años, y en 2021 alcanzó los 32,6 años (Gráfico 1). España registra en 2021 (último año recogido por Eurostat) la segunda edad más alta de maternidad en toda la Unión Europea, solo por detrás de Irlanda (Gráfico 2).


España ostenta la primera posición en porcentaje de bebés nacidos de madres de 40 años o más años sobre el total de nacimientos (10,7%). Esa proporción se halla próxima a la de otros países del sur de Europa, como Grecia (9,7%), Italia (8,7%) y Portugal (8,4%), pero duplica la de Francia (5,1%), Alemania (4,9%) o Suecia (4,6%) (Gráfico 3). Los nacimientos de madres mayores son menos frecuentes en los países de Europa del Este, como Rumanía o Lituania (3,3%), pero también son bastante reducidos en los Países Bajos (3,8%) y Dinamarca (4%).


Una mirada más detallada a los datos españoles permite advertir que el porcentaje de bebés nacidos de madres de 40 años o más respecto del total no ha dejado de aumentar desde 1993, sextuplicándose entre este año y 2021 (del 1,8% al 10,7%) (Gráfico 4). Es cierto que este dato no tiene en cuenta la estructura de edad de las mujeres en edad fértil, por lo que el porcentaje de estos nacimientos podría haber aumentado simplemente debido al incremento de la proporción de mujeres en este grupo de edad. Sin embargo, aunque este factor influya en alguna medida, no es el principal responsable del aumento, como permiten comprobar las tasas globales de fecundidad específicas: por cada 1.000 mujeres en el grupo de edad de 40 a 44 años, en 2021 nacieron 17 bebés, mientras que en 1993 no llegaban a 6 (Gráfico 5)[1].


El intenso aumento de nacimientos de bebés de madres mayores desde mediados de los años noventa pone de relieve la tendencia al retraso de la maternidad que ha acompañado al descenso de la fecundidad. Aunque en los años 70 un porcentaje relativamente alto de bebés nacidos de madres de 40 años o más (4,5%) coincidía con una tasa de fecundidad elevada (2,77 hijos por mujer en edad fértil, frente a 1,19 en 2021), se trataba de hijos “tardíos” que, a menudo engrosaban familias ya numerosas. Estos nacimientos disminuyeron progresivamente, al mismo tiempo que lo hacía el porcentaje de madres de 40 años o más. El aumento de este último porcentaje desde mediados de los años noventa ya obedece a una pauta de fecundidad distinta: el diferimiento de la natalidad en familias con pocos hijos (o ninguno). Por tanto, más que hijos “tardíos”, son hijos “diferidos”.

En todo caso, la fecundidad muestra diferencias territoriales significativas. En 2021, las mayores proporciones de bebés nacidos de madres de 40 años o más se registraron en Galicia (14,4%), Asturias (12,4%), Madrid (12,3%) y Cantabria (12,2%). Andalucía y Extremadura, junto con Ceuta y Melilla, mostraron porcentajes considerablemente más bajos, aunque superiores al 8%. A excepción de la Comunidad de Madrid, las regiones con porcentajes más altos de bebés nacidos de madres de 40 o más años presentan tasas de fecundidad más bajas (Gráfico 6). 


El horizonte de la maternidad tiende a alejarse en España más que en otros países de nuestro entorno. Aunque menos fáciles de medir y valorar, las implicaciones de este fenómeno sobre el bienestar emocional de mujeres y parejas, así como sobre sus carreras laborales, no son menos importantes que las implicaciones estrictamente demográficas.


[1] La composición del grupo de mujeres en edad fértil (15-49) también ha cambiado a lo largo de este periodo en cuanto a su origen. En 1998, solo el 1,8% de las mujeres en edad fértil residentes en España eran extranjeras, mientras que en 2021 esta cifra alcanzaba el 16,3%. En todo caso, este cambio en la composición habría suavizado el aumento del porcentaje de nacimientos de madres mayores, puesto que la edad media a la maternidad de las extranjeras es inferior a la de las españolas (30,7 frente a 33,1 en 2021).

Esta entrada forma parte de los contenidos de mayo de ‘Focus on Spanish Society‘.

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