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La brecha de inversión productiva

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El comportamiento de la inversión —factor clave para afrontar la transición digital, la descarbonización y las bajas tasas de productividad que arrastra nuestra economía— es una incógnita. Tras el golpe de la pandemia, el gasto en equipamiento de las empresas ha ido recuperándose, pero sin alcanzar todavía los valores anteriores a la crisis sanitaria: el esfuerzo inversor se sitúa cerca de 2 puntos por debajo de la media anterior a la pandemia (con datos de formación bruta de capital en porcentaje del valor añadido bruto de las empresas no financieras, véase gráfico). Otros países de nuestro entorno han superado ese umbral, si bien en el caso de Alemania el esfuerzo inversor es inferior al nuestro, algo que sin duda contribuye a los débiles resultados macroeconómicos de ese país.


Y eso que algunos de los principales determinantes de la inversión apuntaban a un resultado mucho más favorable. Para empezar los beneficios empresariales rozan los niveles próximos a la prepandemia, además de superar ampliamente la media europea. Los inversores extranjeros lo han detectado, a tenor del abultado flujo de entrada de capital en el tejido productivo español: nada menos que 15.000 millones de euros en los seis primeros meses del año, a los que habría que añadir la operación pendiente en Telefónica. Por otra parte, la información disponible apunta a una mayor rapidez en la ejecución de los fondos europeos, otro estímulo potencial para la inversión interna. Finalmente, la exportación, una de las palancas más potentes en tiempos pasados, ha mostrado un dinamismo excepcional, arañando cuotas de mercado especialmente en los sectores de servicios no turísticos. La pujanza de las tendencias de fondo, sin embargo, no se ha reflejado en los datos.        

Hasta cierto punto la
relativa desconexión entre la inversión productiva y sus factores subyacentes podría
deberse a la subida de los tipos de interés, si bien solo puede tratarse de una
explicación parcial, ya que la política monetaria es la misma que en las
economías de nuestro entorno.

Por otra parte, una anomalía
estadística no es descartable. La crisis sanitaria ha distorsionado la
contabilidad nacional, de manera que algunos institutos estadísticos han optado
por computar el gasto en inversión a medida que esta venía produciéndose: una imputación
directa que “infla” el valor de la inversión a corto plazo en comparación con
otras metodologías, como la nuestra, que periodifican (y por tanto diluyen) los
registros. En breve conoceremos el veredicto estadístico del INE, con una
revisión definitiva de las cifras de PIB y de sus componentes que abarcará todo
el periodo de disrupción estadística.

Aparte de las vicisitudes
técnicas, el déficit de inversión en relación a su potencial también obedece a
factores estructurales. Las corporaciones españolas tienden a utilizar una
buena parte de sus excedentes para desendeudarse, en vez de invertir. En 2022,
redujeron su pasivos en casi 18.000 millones de euros, representando en
términos relativos el proceso de desapalancamiento más intenso entre las
grandes economías de la Unión Europea. La deuda consolidada de nuestras
empresas se recortado hasta el 70% del PIB, mínimo de los últimos dos lustros.

Sin duda el trauma de la
crisis financiera, unido al actual contexto de restricción monetaria, influye
en esta actitud de cautela que viene observándose en la última década sin
importar el color del Gobierno de turno. De cara al futuro, esa memoria debería
diluirse, de modo que tanto los niveles de endeudamiento ya alcanzados gracias
al ahorro acumulado como las perspectivas de rentabilidad y de demanda conforman
un terreno propicio a un cambio de actitud. Falta el desencadenante, es decir reformas
y confianza en nuestras propias capacidades. Y la toma de conciencia por parte
de la empresa española, también las pequeñas, de la importancia de la inversión
en equipamiento y en mejoras en la organización del trabajo. Esa es la clave en
un mundo de escasez.    

INDUSTRIA| La actividad industrial se desacelera desde los máximos de la primavera del año pasado (el IPI avanzó un escaso 0,2% en julio y el índice PMI ahonda en terreno contractivo), pero menos que en otras economías europeas donde se encadenan caídas como en Alemania. También emerge una divergencia entre los sectores de bienes de equipo, automotriz y material de transporte, que presentan una tendencia positiva, y los más afectados por la crisis energética (ramas de metalurgia, minerales no metálicos, química, papel y textil) que se enfrentan a dificultades para recuperarse o siguen en declive.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La nueva vida de la política industrial

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Tras haber estado
denostada, la política industrial está operando su gran retorno en la agenda
pública. El desafío es mayúsculo para Europa, cuya estrategia se ha basado en
el mutilateralismo y la libre competencia dentro del mercado único. Un mantra
que ha empezado a resquebrajarse con la relajación de la normativa europea de
ayudas públicas. En 2022, el gobierno alemán aprovechó esa ventana de
oportunidad para dedicar nada menos que 163.000 millones de euros a
subvenciones y transferencias de capital —en buena parte a su aparato
industrial—, más del doble que antes de la pandemia, y cuatro veces más que
España.        

El giro responde en parte
a la naturaleza disruptiva de las transformaciones tecnológicas que atraviesan
el tejido productivo, particularmente en los albores de la Inteligencia
artificial. La urgencia de la lucha contra el cambio climático es otra
importante consideración. Pero el factor clave es geopolítico: la política
industrial es la columna vertebral de la pugna por el liderazgo tecnológico de
las principales potencias mundiales. 

Por fortuna España dispone de los fondos Next Generation para afrontar estos retos, unos recursos que conforman los principales ejes de su política industrial. Sin embargo, la experiencia pasada muestra que el éxito no está asegurado. Depende, en primer lugar, de la incorporación del punto de partida. Nuestra industria representa algo más del 13% de la economía, siendo el nuestro el único de los grandes países que ha conseguido elevar ese porcentaje en relación a la situación previa a la pandemia. Pese a ello, la industria tiene un peso menor que en Alemania (20,7%) e Italia (16,3%). Conviene, por tanto, concentrar los esfuerzos en los sectores donde nuestro tejido presenta una ventaja comparativa.


Estos sectores no son nada fácil de identificar —y esa es otra lección de la historia económica—, sobre todo teniendo en cuenta la rapidez de las transformaciones y por tanto la dificultad inherente a la hora de detectar desde el Estado los proyectos con más potencial. De ahí la importancia de inspirarse de las innovaciones que van surgiendo por las propias fuerzas del mercado en los ámbitos prioritarios para la política industrial, es decir las transiciones digital y verde. Concretamente, una parte de los 84.000 millones solicitados a la UE como parte del plan de recuperación podría desplegarse en función de las señales que aporta la financiación privada, para así ejercer de palanca y atraer nuevas inversiones en sectores prioritarios. Este es un instrumento que también se caracteriza por su agilidad, ya que el proceso de selección viene determinado por el interés de los inversores.

Otro factor crucial es la
complementariedad con los grandes centros universitarios, como lo evidencia la
industria farmacéutica española. La aportación de fondos europeos podría por
tanto estar condicionada a la formulación de proyectos conjuntos entre la
industria y la investigación, algo que, por otra parte, actuaría como acicate
para la atracción de talento investigador.

Las subvenciones directas,
incluso dentro de un proceso de licitación competitiva, tienen el inconveniente
de la lentitud de los procedimientos. Y se exponen al riesgo de competencia espuria
entre países miembros en su esfuerzo de atraer inversiones en sectores clave.
Este está siendo el caso de los microchips, con una espiral de ayudas que
podría ser perjudicial tanto para las arcas públicas como para la eficiencia de
conjunto: al final, podría “ganar” la ubicación que más subvenciones ofrece y
no necesariamente la mejor posicionada de cara al interés general.

Todo ello evidencia la
importancia de la buena articulación entre los instrumentos de política
industrial y las reglas fiscales y de competencia europeas. Unas reglas, en
vigor hasta la pandemia, que se formularon en el momento de mayor esplendor de
la globalización y de la supremacía del mercado como impulsor del crecimiento.
En la actual era geopolítica, sin embargo, la política macroeconómica es ya
indisociable de la estrategia industrial.    
 

COMERCIO EXTERIOR | Se mantiene la buena racha del comercio
exterior. En el periodo de enero a mayo, la balanza comercial (diferencia entre
exportaciones e importaciones de bienes) redujo su déficit hasta 14.800
millones, casi la mitad que un año antes. El déficit se explica sobre todo por
las compras de productos energéticos a países terceros. Los intercambios con
países de la UE, sin embargo, arrojan un superávit, que contrasta con el
déficit intra-comunitario de Alemania, Francia e Italia. Además, ese superávit
no para de crecer (8.600 millones este año frente a 6.999 en el pasado
ejercicio).               

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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España ante la reconfiguración de los intercambios globales

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La metamorfosis del proceso de globalización es cada vez más palpable, a tenor del distanciamiento que se está produciendo entre los grandes bloques comerciales, exacerbado por la doble crisis pandémica y energética. En la presentación de su último informe de perspectivas económicas, la OCDE constata que los obstáculos a los intercambios internacionales se han multiplicado por 10 en el último lustro (en términos del porcentaje de productos de importación sometidos a algún tipo de restricción entre 2010 y 2022). Una de las barreras comerciales más simbólicas de los nuevos tiempos es el plan Biden de apoyo masivo a la industria americana, algo inimaginable en la época, de facto extinguida, del llamado “consenso de Washington”.

El cambio de rumbo está siendo especialmente perjudicial para Europa, como lo evidencia el fuerte deterioro del saldo de sus intercambios frente a China y EE UU. El déficit con el gigante asiático se ha multiplicado casi por 3 en relación a la media prepandemia (en concepto de balanza por cuenta corriente de la Unión Europea). Y el superávit frente a EE UU está en vías de volatilizarse, dividiéndose por 4 durante el mismo periodo.

En España la tendencia es similar al resto de la UE. Y, más preocupante, el desequilibrio revela una dependencia creciente con respecto a los productos clave para la transición digital y ecológica. Es obvio que el objetivo europeo de autonomía estratégica no se está materializando de momento en avances económicos concretos.


Sin embargo, la “desglobalización” también conlleva una reconfiguración de las cadenas productivas, que en este caso podría estar siendo positiva para la economía española. Las empresas han tomado conciencia de la vulnerabilidad de procesos de externalización excesivamente fragmentados o dependientes de países alejados de los grandes centros de consumo. Esta vulnerabilidad se ha plasmado en la aparición de cuellos de botella y de situación de escasez de suministros esenciales, generando una relocalización de la actividad productiva hacia lugares más próximos y seguros, como lo constata también el informe de la OCDE.

Es probable que España se esté beneficiando de este acortamiento de las cadenas de suministro, hasta el punto de anular el impacto negativo del shock comercial con EEUU y China: los intercambios entre España y el resto de la UE arrojan un superávit creciente, casi compensando por completo el deterioro registrado con las grandes potencias. De modo que el saldo total sigue siendo excedentario, cuando dos de cada tres países europeos, entre ellos Francia, Italia y modelos exportadores como Bélgica y Finlandia están en números rojos. Asimismo, las locomotoras industriales que son Alemania, Austria y Países Bajos han reducido su superávit drásticamente.

Aunque no es fácil cuantificarlo, es probable que la mejora de nuestros intercambios con la UE refleje en cierta medida el proceso de relocalización. Sus efectos son palpables en sectores como la industria farmacéutica y los servicios profesionales, por ejemplo. El tirón del turismo es sin duda otro factor del buen comportamiento del sector exterior, pero esto solo explica parcialmente el resultado de conjunto: entre los países mediterráneos, España destaca por ser el único que presenta un excedente con el exterior.

Todo ello apunta a un plus de competitividad de la economía española en términos de costes de producción, sobre todo laborales y energéticos, y de relativa paz social apuntalada por el recién concluido acuerdo salarial. Se trata de un viento de cola potente hoy por hoy, pero que irá amainando si no se corrigen las causas inherentes al creciente desequilibrio de los intercambios con los países que lideran el cambio tecnológico. Desde ese punto de vista la adenda a los fondos europeos, con unas transferencias adicionales (no reembolsables) de 10.300 millones de euros y préstamos por hasta 84.000 millones a ejecutar hasta 2031, toca las teclas acertadas. Pero para aprovechar el impulso, habrá que solventar los persistentes problemas de ejecución que han lastrado el potencial transformador del programa.

SALARIOS | Las remuneraciones se van acercando paulatinamente a la inflación. Los salarios pactados en los convenios colectivos se incrementaron hasta mayo a un ritmo anual del 3,3%, un punto menos que el IPC (en 2022 la brecha fue de 6,5 puntos en media anual). Otras fuentes de datos apuntan a un incremento ligeramente superior: el coste laboral por hora trabajada registró en el primer trimestre un aumento interanual del 4,1%. En el caso de las grandes empresas, el ajuste alcanzó el 5% durante el mismo periodo, en términos de rendimiento por asalariado.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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