La primera onda expansiva de la guerra nos ha llegado en forma de precio de la electricidad. No hace mucho era noticia que el precio del MW/h había alcanzado los 100 euros. Hace dos días, arrastrado por el precio y la escasez de gas, superó los 500. Las consecuencias redistributivas y de perdida de riqueza van a ser enormes y urge tomar medidas excepcionales, propias del contexto bélico en el que nos encontramos. Desconocemos cuánto puede perdurar en el tiempo esta situación y es posible que el suministro de gas ruso se reduzca aún más y, con ello, aumente la presión al alza sobre los precios.
Menos del 10% de la electricidad que se consume en España se produce con un gas natural que ahora está por las nubes. Al mismo tiempo, nuestro sistema de fijación de precios eléctricos (llamado comúnmente “marginalista”) toma el precio máximo —marginal— de un pool de tecnologías, entre ellas las que emplean el gas para la generación, como precio para toda la electricidad. Este precio ahora extraordinario supone un beneficio igualmente excepcional para las empresas eléctricas que producen el 90% restante, utilizando energía nuclear, renovable o hidroeléctrica. Todas ellas hicieron sus planes de negocio e invirtieron en un mercado eléctrico en el que, en la década pasada, no se superaron los 50 euros por MW/h, por lo que, de cada 10 euros que obtengan mañana, más de 9 serán de beneficio.
Este no es un problema español; todos los países de nuestro entorno tienen precios de la energía similares. Es más: estamos en un mercado único europeo, y la respuesta a este reto debe venir fundamentalmente de Europa. La UE ha sido tradicionalmente reticente a modificar el marco regulatorio eléctrico cuando en el pasado ha habido crisis de precios. Sin embargo, la actual es de tal magnitud que la comisaria de Energía ha anunciado que se va a intervenir en el mercado para reducir en lo posible el precio. En esta entrada vamos a analizar posibles medidas que se podían tomar.
La primera idea que se apunta es cambiar el sistema de fijación de precios por uno en el que, a diferencia de lo que sucede ahora, las empresas reciban el precio de acuerdo a la puja/oferta que presentaron en la subasta, o incluso que se hagan subastas por diferentes fuentes de energía. Como ya explicamos en otra entrada, esto no funciona. No solo porque cambiar el sistema de fijación de precios es un proceso complejo y largo, para el que seguramente no tenemos tiempo, sino porque, además, no sería efectivo. La teoría económica demuestra que hay una maldición, llamada “principio de equivalencia” que hace que, si la demanda es inelástica y finalmente hay que meter en el sistema este MW/h de oro producido por gas natural, el precio de las demás fuentes de energía se acercará al precio del gas independientemente del formato de subasta que se emplee.
Les remito a esa entrada para ver los argumentos técnicos; allí también se apuntaba a un camino más expeditivo, que es fijar un tope regulatorio al pago por MW/h diferenciando por fuente de energía. Esta medida podría aplicarse al menos a las energías verdes y a la nuclear. El caso de la hidroeléctrica es más complejo, porque interesa preservar los incentivos a que se use cuando sustituye a las energías más caras. Ese precio máximo puede fijarse por encima de la media de los años anteriores al 2020 —ese año de pandemia fue especialmente bajo, unos 34 euros— para asegurar que estas fuentes de energía inframarginales cubren costes variables y de amortización.
La principal ventaja de este sistema es que es transparente y no hace necesario cambiar el sistema de fijación de precios. El problema es que, en la práctica, supone cambiar las reglas de juego a las empresas de electricidad y expropiar parte de sus beneficios. Los economistas académicos somos vistos habitualmente como conservadores, porque somos conscientes de lo importante que es la confianza de los mercados en la seguridad jurídica y la necesidad de preservar los derechos de propiedad para garantizar las inversiones futuras. La reputación se construye en décadas y se destruye en minutos. Pero esto no puede paralizarnos cuando llega una situación de emergencia. No hay que saltarse semáforos, pero entendemos que las ambulancias no esperen a que cambien de color cuando transportan a la víctima de un infarto.
Una medida así requiere evaluar los riesgos jurídicos y necesita de consenso político europeo; por ejemplo, algunos países exportan energía nuclear y pueden oponerse a reducir los beneficios extraordinarios de este tipo de energía —confiemos en que comportamientos no solidarios así no afloren—, y por eso es útil explorar otras alternativas. No se vislumbran muchas. Una posible sería replicar el precio máximo con un impuesto, que gravaría el exceso de remuneración a las fuentes de energía alternativas al gas para extraer los beneficios excesivos (como se ha ensayado ya, dicho sea de paso, para evitar los efectos de los derechos de emisión). Esta medida es menos transparente que los precios máximos, pero plantea, al parecer, menos problemas jurídicos.
Se ha sugerido también la posibilidad de incidir exclusivamente en la energía eléctrica producida con gas, por ejemplo, excluyéndola del pool. Es decir, se haría una primera subasta con el resto de las fuentes de energía y una segunda solo con la producida por gas (para terminar de cubrir toda la demanda). ¿Cambiaría esto el resultado actual? Probablemente no. Las empresas inframarginales (que ahora pujan muy por debajo del precio) anticiparán que todas las pujas serán aceptadas siempre que estén por debajo de las del gas, subirán sus pujas y el resultado no cambiará mucho. Es el reverso oscuro del principio de equivalencia. ¿Y si obligamos a las empresas que producen con gas a pujar con un precio máximo, y las compensamos después? En la práctica, es parecido a imponer un precio máximo al resto de las tecnológicas, pero con un problema añadido: ¿Qué perdidas compensamos?
Otra medida más imaginativa, pero con muchos más riesgos, sería que el Gobierno comprase a pérdidas el gas y lo revendiese a las eléctricas a un precio por debajo del de mercado, siempre que pujasen por debajo de un determinado límite. Se trasladaría así al déficit gran parte del incremento del precio del gas (pero que correspondería solo a la producida con esta tecnología), rebajando el precio del pool, y con ello, los beneficios extraordinarios de las eléctricas que producen con otras tecnologías.
En definitiva, la UE se enfrenta a un problema complejo —y el análisis académico se hace en condiciones ideales, a resguardo de los vientos de los lobbies eléctricos y los intereses de cada uno de los países—. Siempre es aconsejable huir de respuestas simplistas y análisis maniqueos; con más razón ante rompecabezas tan complicados como el del precio de la electricidad.