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Intervención del mercado eléctrico y defensa de la competencia

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La defensa de la competencia es una de las políticas públicas más eficaces para aumentar el bienestar de los ciudadanos y la equidad, pero ha de ser laica. Los mercados no son objetos de culto, sino un mecanismo que genera una asignación eficiente de los recursos —cuando se dan las condiciones adecuadas— y permite a los consumidores apropiarse de una parte importante de este bienestar. Si existen fallos de mercado se hace necesaria la intervención pública, a veces para corregir asignaciones ineficientes (por ejemplo, mediante impuestos que incentiven una menor contaminación) o directamente para proteger a los consumidores del aumento de poder de mercado de las empresas (luchando contra los cárteles o prohibiendo fusiones anticompetitivas). 

En definitiva, el bienestar de los consumidores es uno de los objetivos de la política de competencia. En el mercado eléctrico asistimos a un fallo de mercado no frecuentemente citado en los libros —una guerra— que ha distorsionado, y mucho, los precios. Por ello, tal como defendimos en una entrada anterior en este blog, está justificado y es necesario intervenir el mercado, pero es imprescindible hacerlo generando el mínimo posible de distorsiones. El Consejo Europeo ha sido sensible a esta necesidad, abriendo la posibilidad de que España y Portugal intervengan el mercado mayorista eléctrico. Parece que la vía elegida para reducir el precio es una de las que discutíamos en la citada entrada: la fijación de un precio de referencia para el gas empleado en la producción de electricidad. Con esta medida se reduce el coste de las centrales de ciclo combinado y, con ello, el precio de la electricidad en su conjunto. Se interviene en menos del 10% del mercado, consiguiendo una rebaja del precio para toda la electricidad producida. Esta vez el —así denominado por los medios— “efecto marginalista” se torna positivo. 

¿Qué problemas de competencia puede generar esta intervención? El principal es una posible distorsión del mercado europeo en su conjunto. El mercado ibérico está conectado con el francés y este a su vez está muy interconectado con otros países europeos. Es posible que el nuevo precio de la electricidad, artificialmente rebajado, atraiga a los consumidores franceses, lo que a su vez podría desplazar producción de electricidad más eficiente y barata. Por ello, aunque la interconexión con Francia es escasa (del entorno del 3%) sería necesario establecer un precio no distorsionado (construyendo el precio con el gas a precios internacionales) para este mercado. No es trivial la forma de hacerlo y dependerá de cómo se implemente también la manera en que se bonifique el gas. Pero en otras dimensiones, este sistema de intervención es muy neutro. Por ejemplo, no distorsiona la asignación eficiente de los recursos. Si en lugar del gas se eligiera bonificar una energía inframarginal, sí se alteraría la asignación eficiente, porque esta energía podría entrar a producir en lugar de otras de menor coste. Al reducir el precio de la energía más cara, pero sin alterar el orden de precios, la electricidad generada con gas no desplazará a ninguna energía más eficiente y solo entrará a producir cuando la demanda no se pueda cubrir con las fuentes de energía inframarginales (nuclear, fotovoltaica, eólica, etc…). Por otra parte, si el ranking de precios no cambia, los incentivos de las empresas inframarginales en la subasta no se verán afectados por la bonificación.

El único interrogante se situaría en la producción de energía hidroeléctrica, que tiene un coste variable bajo, pero cuyos incentivos a pujar dependen de su coste de oportunidad. Por ello, si al llevarse a cabo la intervención y definirse su duración se generasen expectativas de que el precio de la electricidad producida por gas pudiera subir pasada la misma, cabría esperar que la produccion hidroeléctrica se redujese. No habría impacto sobre los precios, pero se quemaría más gas del deseable. Dejando las conjeturas sobre el futuro, el mercado mayorista seguirá utilizando las fuentes de energía más baratas en cada momento.

No es esperable que esta medida reduzca los incentivos a invertir en energías verdes. Se trata de una disposición temporal y los planes de negocio de las empresas son a largo plazo, trazados además sin contar con los extraordinarios beneficios actuales. No olvidemos tampoco que, aún con la intervención, es probable que el precio se sitúe por encima de los precios medios de los últimos años. Por todo ello, es más importante un marco regulatorio estable que garantice a las empresas el retorno de sus inversiones que mantener ahora estos precios artificialmente elevados. Dentro de unos años, con el aumento de la inversión en energías renovables, cada vez será más frecuente que sean estas —con costes variables bajos— las que fijen el precio marginal, lo que previsiblemente acarreará un descenso drástico del precio de la energía. Desde la perspectiva actual la reducción es un maná, pero si ponemos las luces largas hay que garantizar una transición que mantenga los incentivos a invertir, de modo que la meta no se difumine antes de hacerse realidad. Por ello, cuando las urgencias de hoy hayan pasado, sería deseable abrir un debate sobre el mercado eléctrico mayorista del futuro, apostando por subastas de renovables que garanticen retornos estables y subastas de capacidad que nos ayuden a soportar mejor crisis de suministro. Otros objetivos han de ser la mejora de nuestra interconexión con el mercado europeo y la recuperación de buenas ideas del pasado, como excluir del pool energías como la nuclear con costes fijos amortizados, cuya remuneración no debería depender de las coyunturas energéticas actuales. 

Por último, una breve reflexión sobre el papel de las empresas eléctricas en esta crisis. Es justo decir que no son parte del problema, pero tendrían que ser parte de la solución. La escalada de precios que hemos vivido se explica simplemente por el aumento de los costes de las centrales de gas, que son las que frecuentemente fijan el precio en nuestro mercado: no necesitamos recurrir a teorías de comportamiento estratégico por parte de las empresas. Dicho esto, hoy en día las compañías compiten en algo más que en precios y beneficios. También lo hacen en reputación con respecto a su responsabilidad social corporativa. En esta dimensión, no es lo mismo obtener beneficios como efecto de una fase económica expansiva que hacerlo artificialmente por el entorno bélico, con una sociedad en crisis. Por ello, las empresas deberían ser cómplices del esfuerzo del Gobierno en racionalizar los precios de la energía. No se entendería que el sector iniciase una ofensiva legal para retener unos beneficios obtenidos por serendipia y a cambio del sacrificio de otros.

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Carburantes: ¿por qué dar ayudas es mejor que bajar impuestos?

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Ver el precio de la gasolina por encima de los dos euros la pasada semana dio la dimensión exacta de la crisis energética en la que estamos inmersos. Las consecuencias que esto va a tener, no solo sobre el bienestar de los consumidores, sino sobre la competitividad de la industria, son enormes y, como en el caso de la electricidad, es necesario tomar medidas como están haciendo todos los países de nuestro entorno. El Gobierno parece haberse decidido por dar ayudas específicas al sector del transporte y posiblemente otros colectivos afectados, en lugar de bajar los impuestos de los carburantes. Es la decisión correcta; bajar los impuestos de los carburantes sería como tomar antibióticos ante una gripe: un remedio de dudosa eficacia y lleno de contraindicaciones. 

El primer argumento para no bajar los impuestos de los carburantes es que no se deben rebajar artificialmente los precios. La gasolina es más cara y escasa, y el precio debe reflejarlo para incorporar esta información en la toma de decisiones. Por ejemplo, es el momento de utilizar menos el transporte privado y más el transporte público. Es cierto que no todos los consumidores tienen igual acceso a este último, o renta suficiente para afrontar la subida de su precio. Tampoco todos los sectores industriales tienen la misma capacidad para soportar un aumento de sus costes, especialmente cuando se produce la tormenta perfecta entorno a los precios energéticos (gasolina, gas y electricidad). Por todo ello es necesario ayudar a los colectivos y sectores más afectados, pero sin reducir el poder de los precios para incentivar al ahorro energético mediante el uso del transporte público, la moderación de la velocidad y la compra de vehículos más ecológicos. 

También hay que hacer un análisis cuantitativo de los impuestos sobre carburantes en España. En la actualidad estas tasas recaudan unos 12.000 millones de euros, una cantidad muy similar a la que gastamos en el mantenimiento de nuestra red viaria. Esto implica que no internalizan los costes adicionales de CO2 que generan, como sí hacen otros sectores económicos. Los impuestos se pueden justificar por la necesidad de recaudar fondos públicos, pero también por la necesidad de internalizar externalidades negativas como la polución. En esta dimensión, nuestros impuestos están lejos de incentivar un eficiente ahorro energético. De hecho, de acuerdo con los datos de la Tax Foundation, la media de impuestos a los carburantes en Europa en 2020 era de 55 céntimos por litro, mientras que en España este impuesto estaba en los 50 céntimos. Este importe es el más bajo de los países de nuestro entorno, ante los 64 céntimos en Portugal, 60 en Francia o 73 en Italia. Por ello, en el reciente debate público sobre la posibilidad de incorporar peajes a las carreteras, el incremento de estos impuestos se planteaba como una alternativa más eficaz para aumentar la recaudación. 

Por el contrario, el precio de la gasolina antes de impuestos es en España tradicionalmente de los más altos de Europa. Si le da por blasfemar delante de un surtidor por el precio desorbitado del dorado liquido, no se acuerde de los impuestos: piense que, en gran parte, la falta de competencia en el sector es culpable de ello. La CNMC ha denunciado en diversos informes que este mercado tenia serios problemas de competencia debido al poder de mercado de las grandes cadenas de distribución, la existencia de contratos de exclusividad y de barreras de entrada al mercado para distribuidores independientes. Desde la ley del 2013, la situación ha mejorado, aumentando el porcentaje de distribuidores independientes y dinamizándose el mercado gracias a la entrada de gasolineras automáticas. Aún así, el camino que queda por recorrer en este sector —y en muchos otros— es grande, pero bajar los precios a través de la promoción de la competencia tiene el beneficio adicional de que mejora la eficiencia en la asignación de recursos. En términos de equidad, cambia poder de mercado por poder de compra de los consumidores.

Apostar por ayudas directas a sectores industriales y colectivos desfavorecidos genera, igualmente, numerosos interrogantes. Por ejemplo, habría que preguntarse por el montante de las ayudas y compararlas con las de nuestros socios europeos —que además de socios son competidores— sin perder de vista nuestro escaso margen fiscal. Y también es importante saber qué diseño se les quiere dar a las ayudas y qué objetivos han de tener, puesto que deben ser capaces de aunar la dimensión equitativa con la competencia industrial. En definitiva, diseñarlas bien es una tarea compleja y el diablo está en los detalles. 

De momento se ha esquivado la rebaja de impuestos. Reducir ahora el impuesto de los carburantes sería ir contra el signo de los tiempos. Dejarse bigote en términos tributarios.

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Para la UE la sostenibilidad ya no es voluntaria

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Hace ahora 20 años la UE puso en marcha su particular vía hacia la inclusión de los principios de sostenibilidad en la actividad corporativa. La iniciativa de responsabilidad social empresarial, RSE, aprobada en 2001 y actualizada con sucesivas disposiciones y requerimientos informativos a las compañías, elegía la voluntariedad, la autorregulación y la sensibilidad de los gestores empresariales a las demandas de los stakeholders (clientes, proveedores, inversores y en general todos los grupos de interés alrededor de su actividad) como el modo de integrar el respeto a los derechos humanos y la protección del medio ambiente en su cadena de valor. Hablamos de cómo las empresas persiguen reducir o evitar los efectos negativos —por ejemplo, el trabajo infantil, los trabajos forzados, la contaminación o la pérdida de la biodiversidad— de su actividad. Dos décadas más tarde, los responsables comunitarios constatan que “la acción voluntaria no parece haber mejorado los resultados a gran escala a través de distintos sectores y, en consecuencia, se observan externalidades negativas de la producción y el consumo dentro y fuera de la Unión”. En consecuencia, han determinado que lo que no se ha conseguido con la presión del mercado, se consiga con la regulación y, desde ahora, en la Unión Europea, el compromiso social de las empresas no será una vía voluntaria, sino obligatoria. Así se desprende de una propuesta de Directiva sobre la diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad que la Comisión adopta el pasado 23 de febrero.

El objetivo principal de la nueva Directiva es que las empresas determinen, prevengan, mitiguen y minimicen los efectos negativos de su actividad sobre derechos humanos y medio ambiente  —un anexo establece los impactos negativos en los ámbitos de derechos humanos y protección medioambiental relevantes para la norma—. También pretende que las compañías establezcan procedimientos de gestión interna y mejoren su información sobre la diligencia debida. Su cumplimiento será supervisado por agencias nacionales designadas por los Estados miembros que tendrán capacidad sancionadora. La norma otorga un papel especialmente activo a los directivos de las empresas, a quienes atribuye el deber de integrar la diligencia debida en la estrategia corporativa y, entre sus medidas de acompañamiento, establece la posibilidad de fijar ayudas financieras a las pymes.

La Directiva, secundada con varias disposiciones y comunicaciones complementarias[1], afecta a grandes empresas europeas y foráneas con un volumen de negocio superior a los 150 millones de euros y más de 500 empleados. También son objeto de la regulación compañías con una dimensión menor, pero pertenecientes a determinados sectores de alto impacto (industria textil al por mayor, agricultura, minería…). Quedan por el momento fuera de su ámbito de aplicación las pymes. 

En un análisis disponible a través del Observatorio Funcas de la empresa y la Industria (OFEI) el profesor Vicente Salas señala la presencia de externalidades negativas de carácter global como el principal desafío para la nueva regulación. La UE —recuerda— admite la necesidad de actuaciones más allá de sus fronteras y, por tanto, serán necesarios esfuerzos coordinadores que impliquen activamente a países miembros y no miembros, más allá de los efectos ejemplarizantes que la Unión espera de sus políticas. Aún así, Salas pronostica como dudoso el cumplimiento efectivo de los preceptos recogidos en la Directiva si, como él mismo indica, más allá de la coordinación de empresas y stakeholders, los efectos adversos de la actividad empresarial se derivan de la existencia de problemas de motivación.

Un comentario detallado de la Directiva, por Vicente Salas, está disponible aquí.


[1] La directiva sobre informes de sostenibilidad de las empresas, la comunicación sobre el trabajo digno en todo el mundo, la regulación taxonómica y la regulación sobre transparencia en finanzas sostenibles.

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La guerra energética. Precios eléctricos de destrucción masiva

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La primera onda expansiva de la guerra nos ha llegado en forma de precio de la electricidad. No hace mucho era noticia que el precio del MW/h había alcanzado los 100 euros. Hace dos días, arrastrado por el precio y la escasez de gas, superó los 500. Las consecuencias redistributivas y de perdida de riqueza van a ser enormes y urge tomar medidas excepcionales, propias del contexto bélico en el que nos encontramos. Desconocemos cuánto puede perdurar en el tiempo esta situación y es posible que el suministro de gas ruso se reduzca aún más y, con ello, aumente la presión al alza sobre los precios.


Menos del 10% de la electricidad que se consume en España se produce con un gas natural que ahora está por las nubes. Al mismo tiempo, nuestro sistema de fijación de precios eléctricos (llamado comúnmente “marginalista”) toma el precio máximo —marginal— de un pool de tecnologías, entre ellas las que emplean el gas para la generación, como precio para toda la electricidad. Este precio ahora extraordinario supone un beneficio igualmente excepcional para las empresas eléctricas que producen el 90% restante, utilizando energía nuclear, renovable o hidroeléctrica. Todas ellas hicieron sus planes de negocio e invirtieron en un mercado eléctrico en el que, en la década pasada, no se superaron los 50 euros por MW/h, por lo que, de cada 10 euros que obtengan mañana, más de 9 serán de beneficio. 

Este no es un problema español; todos los países de nuestro entorno tienen precios de la energía similares. Es más: estamos en un mercado único europeo, y la respuesta a este reto debe venir fundamentalmente de Europa. La UE ha sido tradicionalmente reticente a modificar el marco regulatorio eléctrico cuando en el pasado ha habido crisis de precios. Sin embargo, la actual es de tal magnitud que la comisaria de Energía ha anunciado que se va a intervenir en el mercado para reducir en lo posible el precio. En esta entrada vamos a analizar posibles medidas que se podían tomar.  

La primera idea que se apunta es cambiar el sistema de fijación de precios por uno en el que, a diferencia de lo que sucede ahora, las empresas reciban el precio de acuerdo a la puja/oferta que presentaron en la subasta, o incluso que se hagan subastas por diferentes fuentes de energía. Como ya explicamos en otra entrada, esto no funciona. No solo porque cambiar el sistema de fijación de precios es un proceso complejo y largo, para el que seguramente no tenemos tiempo, sino porque, además, no sería efectivo. La teoría económica demuestra que hay una maldición, llamada “principio de equivalencia” que hace que, si la demanda es inelástica y finalmente hay que meter en el sistema este MW/h de oro producido por gas natural, el precio de las demás fuentes de energía se acercará al precio del gas independientemente del formato de subasta que se emplee. 

Les remito a esa entrada para ver los argumentos técnicos; allí también se apuntaba a un camino más expeditivo, que es fijar un tope regulatorio al pago por MW/h diferenciando por fuente de energía. Esta medida podría aplicarse al menos a las energías verdes y a la nuclear. El caso de la hidroeléctrica es más complejo, porque interesa preservar los incentivos a que se use cuando sustituye a las energías más caras. Ese precio máximo puede fijarse por encima de la media de los años anteriores al 2020 —ese año de pandemia fue especialmente bajo, unos 34 euros— para asegurar que estas fuentes de energía inframarginales cubren costes variables y de amortización. 

La principal ventaja de este sistema es que es transparente y no hace necesario cambiar el sistema de fijación de precios. El problema es que, en la práctica, supone cambiar las reglas de juego a las empresas de electricidad y expropiar parte de sus beneficios. Los economistas académicos somos vistos habitualmente como conservadores, porque somos conscientes de lo importante que es la confianza de los mercados en la seguridad jurídica y la necesidad de preservar los derechos de propiedad para garantizar las inversiones futuras. La reputación se construye en décadas y se destruye en minutos. Pero esto no puede paralizarnos cuando llega una situación de emergencia. No hay que saltarse semáforos, pero entendemos que las ambulancias no esperen a que cambien de color cuando transportan a la víctima de un infarto.  

Una medida así requiere evaluar los riesgos jurídicos y necesita de consenso político europeo; por ejemplo, algunos países exportan energía nuclear y pueden oponerse a reducir los beneficios extraordinarios de este tipo de energía —confiemos en que comportamientos no solidarios así no afloren—, y por eso es útil explorar otras alternativas. No se vislumbran muchas. Una posible sería replicar el precio máximo con un impuesto, que gravaría el exceso de remuneración a las fuentes de energía alternativas al gas para extraer los beneficios excesivos (como se ha ensayado ya, dicho sea de paso, para evitar los efectos de los derechos de emisión). Esta medida es menos transparente que los precios máximos, pero plantea, al parecer, menos problemas jurídicos.

Se ha sugerido también la posibilidad de incidir exclusivamente en la energía eléctrica producida con gas, por ejemplo, excluyéndola del pool. Es decir, se haría una primera subasta con el resto de las fuentes de energía y una segunda solo con la producida por gas (para terminar de cubrir toda la demanda). ¿Cambiaría esto el resultado actual? Probablemente no. Las empresas inframarginales (que ahora pujan muy por debajo del precio) anticiparán que todas las pujas serán aceptadas siempre que estén por debajo de las del gas, subirán sus pujas y el resultado no cambiará mucho. Es el reverso oscuro del principio de equivalencia. ¿Y si obligamos a las empresas que producen con gas a pujar con un precio máximo, y las compensamos después? En la práctica, es parecido a imponer un precio máximo al resto de las tecnológicas, pero con un problema añadido: ¿Qué perdidas compensamos? 

Otra medida más imaginativa, pero con muchos más riesgos, sería que el Gobierno comprase a pérdidas el gas y lo revendiese a las eléctricas a un precio por debajo del de mercado, siempre que pujasen por debajo de un determinado límite. Se trasladaría así al déficit gran parte del incremento del precio del gas (pero que correspondería solo a la producida con esta tecnología), rebajando el precio del pool, y con ello, los beneficios extraordinarios de las eléctricas que producen con otras tecnologías. 

En definitiva, la UE se enfrenta a un problema complejo —y el análisis académico se hace en condiciones ideales, a resguardo de los vientos de los lobbies eléctricos y los intereses de cada uno de los países—. Siempre es aconsejable huir de respuestas simplistas y análisis maniqueos; con más razón ante rompecabezas tan complicados como el del precio de la electricidad.

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La competencia es más eficaz que regular los precios de los test de antígenos

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Si no les gusta el gris no sigan leyendo. La regulación de precios de productos sanitarios en tiempos de pandemia no se presta a un debate maniqueo. No hay verdades absolutas, sino pros y cons, un mundo lleno de grises. Ya discutimos en el blog la decisión de imponer un precio máximo a las mascarillas y concluíamos aquella entrada con una enigmática frase: los controles de precios en general no funcionan, pero las mascarillas pueden ser la excepción que confirma la regla. El caso de las pruebas de antígenos y, sobre todo, la situación de la pandemia, son diferentes, pero gran parte de los argumentos de entonces son válidos ahora.

El primer principio general es que los controles de precios no suelen funcionar bien en mercados competitivos. El precio de equilibro de mercado —el punto de intersección de la famosa X de oferta y demanda— maximiza los intercambios y el bienestar. Si imponemos un precio inferior al de equilibrio, la oferta se reducirá y la demanda aumentará, lo que conllevará que existan más consumidores que quieran comprar el bien que unidades disponibles. Este exceso de demanda se traduce en colas, desabastecimientos y, en definitiva, en pérdida de bienestar. Además, se reducen los incentivos a invertir en aumentar la oferta o en innovar.

Sin embargo, es dudoso que estos argumentos se puedan aplicar directamente al mercado de los test. Primero, por un problema de equidad. Sus altos precios hacen que sean los grupos de mayor renta los que proporcionalmente más los utilizan. Si reducimos el precio y la suerte (o las colas) deciden quién obtiene el test, este efecto renta se reducirá sustancialmente. Este es un argumento redistributivo en favor del control de precios defendido por muchos economistas, entre los que se encuentra el premio nobel Paul Krugman, que encuentra inadmisible que la protección ante la pandemia esté condicionada por el nivel de renta.

Amihai Glazer, autor de uno de los mejores manuales de microeconomía y teoría de precios, proporciona otro argumento en favor del control de precios en mercados sanitarios que mezcla efectos redistributivos y de eficiencia. La idea central es que, correlacionado con la renta, está el tipo de ocupación. Por ello, con precios altos, los denominados white collar —trabajadores de oficina, de mayor renta y con más posibilidades de teletrabajar— acapararían las mascarillas y los test, frente a los trabajadores de la construcción o de las fábricas (blue collar) que tienen más riesgo por no poder teletrabajar y por depender en numerosas ocasiones del transporte público. Por ello, incluso con riesgo de desabastecimiento y racionamiento, puede ser preferible un precio máximo.

Pero seguramente el argumento más poderoso es que el mercado de distribución farmacéutica no se corresponde con un mercado perfectamente competitivo. Las farmacias y los distribuidores farmacéuticos tienen poder de mercado y su comportamiento no casa bien con la pasiva y dócil oferta de los mercados competitivos. Cuando existe poder de mercado, un precio máximo puede aumentar la demanda y mejorar el bienestar porque, en este caso, la ineficiencia proviene de que transacciones eficientes no se realizan puesto que las empresas prefieren mantener precios altos antes que aumentar las ventas.

Pero cuando uno evalúa políticas públicas, no solo debe centrarse en análisis de los costes y beneficios de una medida, sino también en las posibles alternativas. Por todo lo dicho, la decisión del gobierno de fijar un precio máximo de los test de antígenos en 2,94 euros puede justificarse, aunque supone algunos riesgos que el gobierno intenta mitigar con la compra masiva de test. Pero existe una medida que podría alcanzar los mismos objetivos y, al mismo tiempo, disiparía el fantasma del posible desabastecimiento: el aumento de competencia en la distribución de los test.

Tal como recomendó ya en 2015 la CNMC, la venta en general de productos farmacéuticos que no requieren prescripción médica (como es el caso de los test) en supermercados y otros medios de distribución aumentaría la competencia, reduciría los precios, y el aumento de oferta reduciría el riesgo de desabastecimiento. Además, las grandes cadenas de distribución tendrían un gran poder de compra (en este caso el poder de mercado es viento de popa) y podrían conseguir más unidades con menores costes. Esto no es solo teoría: es lo que observamos en otros países que han tomado esta medida (ver gráfico 1 y mapa 1), y lo que observamos también con las mascarillas: que bajaron de precio radicalmente cuando aumentaron los canales de distribución y tienen ahora un precio mucho menor que el fijado inicialmente por el gobierno.

Nota: El gobierno británico subvenciona la adquisición de paquetes de 7 test en farmacias.

Es importante, finalmente, reflexionar sobre el impacto de las medidas en el medio y largo plazo. El aumento de precio de los test se ha dado en España y en todos los países de Europa. La razón es que la sexta ola ha incrementado la demanda exponencialmente, y los suministradores de test deben estar al límite de su capacidad. Cuando tenemos restricciones de capacidad, la teoría económica nos dice que los precios suben, porque los incentivos a bajar los precios y captar nuevos consumidores se reducen. Pero esta situación tendrá un reverso: por la misma lógica, previsiblemente la sexta ola habrá terminado en febrero; la demanda caerá, las restricciones de capacidad desaparecerán, y los precios bajarán. Comprar Reseñas googleSi aumentamos la competencia en los canales de distribución, esa bajada se trasladará a los consumidores, y con ello se ayudara a controlar más la pandemia. Sin embargo, si no aumentamos la competencia, la mera existencia de un precio máximo no solo no ayuda a bajar los precios, sino que puede ralentizar la bajada de los mismos al actuar como un precio de referencia.

Terminemos con la capacidad de síntesis de las redes sociales. Tenemos dos problemas: los altos precios de las pruebas y su escasez. Fijar un precio máximo ataca el primero de los problemas con el riesgo de agravar el segundo. Aumentar la competencia, permitiendo la venta de los test en supermercados, no solo mata los dos pájaros de un tiro, sino que nos garantiza que cuando se produzcan las previsibles bajadas de los costes, estas se trasladarán a los consumidores, aumentando con ello su uso y la salud de todos.

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¿Ya no nos gusta conducir?… O sí

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Existe una idea generalizada de que cada vez hay menos conductores con carné tipo B, que permite conducir un automóvil cuya masa máxima autorizada no excede de 3.500 kg y está diseñado para el transporte de no más de ocho pasajeros, además del conductor. Y la razón fundamental que se esgrime es la presencia de nuevos modelos de movilidad compartida que explicaría una menor preferencia por el vehículo privado y, por tanto, una menor necesidad de tener la licencia que permite conducir un coche.

En los países donde se cuenta con estadísticas oficiales sobre las características sociodemográficas de quienes poseen el carné de conducir se ha analizado esta cuestión y la conclusión principal es que el censo de conductores no disminuye en todos los países y donde está disminuyendo lo está haciendo de forma lenta. En España la falta de este tipo de encuestas oficiales justifica que sean muy pocos los estudios sobre esta cuestión y los que se encuentran se limitan a comparar dos momentos en el tiempo o bien hacen referencia a encuestas con una representatividad escasa sobre la población.

Delbosc y Currie (2013), por ejemplo, realizaron una revisión sobre las tendencias encontradas en otros trabajos en cuanto a la posesión del carné de conducir en 14 países desarrollados.  El rango temporal que abarcan discurría entre 1983 y 2010, y era diferente entre países, si bien los resultados eran bastante concluyentes en cuanto a que existió una reducción del 1% anual en 9 países (Australia, Estados Unidos, Canadá, Japón, Noruega, Suecia, Gran Bretaña, Alemania y Francia), pero en el resto (España, Finlandia, Israel, Holanda y Suiza) se produjo un aumento. En concreto, en España se muestra que en 2009 el 50% de los jóvenes entre 18 y 24 años tenían el carné de conducir, mientras que en 1999 esta cifra era tan solo del 37%. En la población con edades entre los 25 y los 29 años el incremento fue muy reducido, pues en esa década se pasó del 74% al 75%.

Recientemente, se pudo leer la afirmación “En cuestión de cinco años, España ha perdido más dos millones de conductores con carné de conducir B” en una revista especializada de automoción. Esta afirmación era sorprendente tanto por la magnitud de la caída como por tratarse de un período tan breve de tiempo. Además, este cambio de comportamiento era distinto al observado en otros países donde, a nivel agregado, no se observaban grandes diferencias en el censo total de conductores, aunque sí un retraso en la edad a la que se obtiene el carné de conducir. Es decir, cuando existe evidencia de que está disminuyendo el censo de conductores es muy leve porque se debe a que el porcentaje de jóvenes que tienen el carné de conducir ya está disminuyendo, pero cuando esto se traslada a la población de más de 30 años el efecto se diluye. Por ello la reducción identificada en España era extraordinaria, más aún porque se citaba como fuente oficial a la DGT (Dirección General de Tráfico).

Efectivamente, según la DGT, en 2015 había en España un total de 18,45 millones de personas con el carné de conducir tipo B; y en 2020 esta cifra solo ascendía a 16,37 millones. Sin embargo, esta variación tan notable (una reducción del 2,4% anual) era difícil que hubiera pasado tan desapercibido por quienes investigan en este campo. Un análisis de los datos de la DGT con un poco más de atención permitió identificar dónde estaba el matiz que, por otra parte, es crucial. Los 16,37 millones de personas a que se refieren en 2020, solo tienen el carné tipo B. Es decir, no poseen ningún otro carné de conducir ya sea de moto, camión o autobús. Lo que ha ocurrido es que esos dos millones de personas han pasado de tener solo el carné tipo B a tener también otros permisos, sobre todo de moto. Es preciso recordar que con una antigüedad de 3 años en el carné tipo B se pueden llevar motos de hasta 125 cc de cilindrada (siendo esta capacitación solo válida en España). Además, existen tres razones que pueden explicar el aumento de censo de conductores con permiso de coche y de moto. La primera, que esté aumentando la preferencia por las motos de más potencia de manera que, aunque se posea ya un permiso de coche con más de 3 años de antigüedad, será preciso sacarse el carné A2. La segunda que, debido al aumento del servicio de motosharing, que solo tiene motos con menos de 125 cc de cilindrada, los jóvenes quieran utilizar este servicio y obtengan el permiso de conducir estas motos (el tipo A1 se puede sacar a partir de los 16 años) y después saquen el carné de conducir de coches. Finalmente, es posible que los conductores tengan el permiso de coche con menos de 3 años antigüedad quieran sacarse el permiso tipo A1 para utilizar el servicio de motosharing. Comprar Reseñas google

En efecto, cuando se suman todas las combinaciones posibles que incluyen el carné tipo B más otros tipos de carnés, el censo total de personas que poseen el carné tipo B no solo no ha bajado, sino que ha subido: en 2020 hay 27,7 millones frente a 25,5 en 2015. El Gráfico 1 muestra claramente la situación. ¡Misterio resuelto!

Pero, en realidad, la variable que interesa analizar es qué parte de la población (en el rango de edad que puede acceder al carné) posee, al menos, el carné tipo B. El Gráfico 2 muestra el porcentaje de población con carné para conducir turismos y pone de manifiesto que entre 2010 y 2019 esta variable ha estado creciendo, siendo este crecimiento menos intenso durante la crisis de 2010 a 2013. Solo en el año 2020 se ha observado un ligero retroceso, pasando del 69,9% en 2019 al 69,1%. No obstante, este resultado no permite afirmar que se esté produciendo un cambio de tendencia, ya que el confinamiento provocado por la pandemia redujo sensiblemente la posibilidad de obtener nuevas licencias en todos los tipos de carné de conducir.

En definitiva, el análisis expuesto pone de manifiesto que el censo total de conductores de turismos no está disminuyendo. Trasladando esta conclusión al contexto de la movilidad permite afirmar que los nuevos modelos de movilidad que no requieren un permiso de conducir como las bicicletas, los patinetes o los coches de alquiler con conductor no están teniendo todavía efectos significativos en la población total (mayor de 18 años) en relación con la necesidad de tener el carné de conducir. Por tanto, es preciso seguir profundizando en el estudio del uso del vehículo privado.

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La electricidad, las subastas y las sardinas

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Sardinas a precio de besugo: con tan suculenta alegoría se describía hace unas fechas en los medios la subasta “marginalista” con la que se determina en nuestro país el precio de la electricidad cada día. La metáfora —un símil tan incorrecto como potente— triunfó, fijando en la opinión pública la idea de que este sistema constituye un fraude al consumidor. Sin embargo, como en tantas ocasiones, lo expresivo de la imagen no arroja luz sobre el funcionamiento de las subastas eléctricas e impide valorar las razones por las que usamos este mecanismo para determinar el precio de algo tan esencial como la energía eléctrica. Subsanemos, pues, ambas lagunas en las siguientes líneas.

El precio de la electricidad que estamos consumiendo ahora se determinó en una subasta ayer. A la misma acudieron las empresas generadoras  y presentaron ofertas en las que especificaban cuanta energía producirían en caso de obtener la adjudicación y a qué precio. La gran virtud que tiene este tipo de subasta —dejando a un lado efectos estratégicos de segundo orden— es que las empresas tienen incentivos a pujar por lo que verdaderamente les cuesta producir la electricidad. Las pujas se van aceptando de manera ordenada, desde las ofertas más bajas (es decir, las de empresas con tecnologías menos costosas: las más eficientes) a las más altas, hasta que se alcanza la demanda estimada de electricidad. Ahora viene la sardina: si, efectivamente, el precio queda fijado por la última oferta aceptada y todas las empresas reciben ese mismo precio, ¿es esto un “chollo” para las empresas inframarginales que han pujado por debajo de ese precio? No necesariamente. Pensemos que esta compañía puede ser, por ejemplo, una generadora eólica, a la que le cuesta poco producir electricidad pero que necesita de esos beneficios para amortizar el coste de los molinos de viento. 

Esta subasta no es una anomalía española, no es el  “ancho de vía ibérico” de la electricidad. Todo lo contrario: su diseño se basa en contribuciones de varios premios Nobel de Economía (entre ellos, los de la edición de 2020, Milgrom y Winson) y es el mecanismo estandarizado por el que gran parte de los países de nuestro entorno —y muchos más en todo el globo— fijan el precio de la luz. La razón de su éxito es que tiene dos importantes ventajas.  La primera es que selecciona las fuentes de energía más eficientes en cada momento. La segunda ventaja consiste en que, si una fuente de energía —por ejemplo, la fotovoltaica— obtiene altos beneficios, incentiva la inversión en esta tecnología y eso, a medio plazo, hace que el precio baje. 

“Si cambiamos la subasta (si hacemos, por ejemplo, que las empresas paguen según sus pujas, o incluso que reciban un precio igual al coste medio como se ha sugerido revolucionariamente desde alguna tertulia), ¿arreglaría eso el problema? La respuesta es que no”.

Juan José Ganuza

Esta “bella” subasta, a pesar de haber funcionado exitosamente durante décadas, no ha podido evitar que el aumento desorbitado del precio de gas natural, producto de los problemas de suministro y de los derechos de emisión, haya disparado el precio de la electricidad. Pero si cambiamos la subasta (si hacemos, por ejemplo, que las empresas paguen según sus pujas, o incluso que reciban un precio igual al coste medio como se ha sugerido revolucionariamente desde alguna tertulia), ¿arreglaría eso el problema? La respuesta es que no. Al cambiar las reglas, las empresas cambiarán la forma de pujar, y lo que nos dice la teoría de subastas es que el resultado no variará significativamente. Si las empresas pagan según sus pujas (subasta discriminatoria, porque el mismo kW/h se paga a diferentes precios ), podemos suponer que los precios, de media, serán ligeramente más bajos pero habría que asumir un coste de eficiencia, puesto que no siempre utilizaríamos las tecnologías con menores costes. Nos iría mucho peor si pretendemos seguir la estrategia de igualar el precio a la puja media. Las pujas se dispararían y los costes de eficiencia también. La subasta se convertiría en la lotería de navidad, porque a las empresas les costaría mucho calcular sus pujas y habría errores de asignación, de modo que en muchas ocasiones las empresas con altos costes de producción desplazarían a las más eficientes. Las subastas no hacen milagros; simplemente reflejan la competencia que existe en el mercado. Imaginemos que a una de estas empresas les cuesta cero producir un kW/h, pero sabe que el consumidor lo necesita para no tener un apagón y que su mejor alternativa es comprarlo a un precio de 200 euros, ¿a qué precio venderá?

Para reducir el precio, por tanto, el único camino es cambiar la estructura del mercado. Por ejemplo, excluyendo de la subasta a determinadas tecnologías que sabemos que tienen costes de producción muy por debajo del precio actual de mercado y fijándolas un precio regulado. Pero si nos adentramos en ese camino, debemos poner un ojo en la seguridad jurídica y otro en diferenciar entre la empresa que invirtió en el molino de viento anteayer, exponiéndose al riesgo y ventura,  y aquellos que amortizaron hace décadas sus inversiones, cuando la palabra derechos de emisión no figuraba siquiera en nuestro vocabulario. Las subastas no son el problema, pero pueden ser gran parte de la solución. Recordemos que también se utilizan subastas para comprar energía en el largo plazo. En las últimas subastas de energías renovables que se realizaron en España, se fijaron precios de entre 25 y 30 euros por kW/h para períodos de varios años. ¿Por qué? Primero, porque las empresas de energías renovables tienen que hacer inversiones de largo plazo, y el mercado diario es pan para hoy y hambre para mañana. Los altos precios de la electricidad están acelerando la inversión en fuentes de energía renovables que paulatinamente irán cubriendo la demanda, reduciendo con ello el precio. Los actuales agentes ya anticipan ese futuro. Pero, además, las subastas hacen que la competencia funcione. Este es un mercado sin grandes barreras a la entrada, en el que por ejemplo, Forestalia, una empresa que provenía del sector cárnico, ha ganado importantes concesiones de energía eólica. Cuando el mercado es tan competitivo, el precio de la subasta se acerca al coste medio de la tecnología, evitando a los consumidores (y a las empresas), los riesgos y los sustos que estamos viviendo ahora.

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Flexibilidad interna en el ajuste de las empresas españolas a la crisis de la COVID-19

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Las ayudas laborales y financieras a las empresas para hacer frente a los efectos de la pandemia han tenido como objetivo preservar la capacidad operativa de las empresas viables durante los peores momentos de la crisis sanitaria para, así, cuando las señales de mejora de la actividad cambiasen, poder recuperar los niveles prepandémicos de producción lo antes posible. A través de los programas ERTE, el estado ayuda financieramente a las empresas a mantener en situación de empleados a trabajadores desocupados por falta de carga de trabajo, y mediante los créditos con aval ICO, se proporciona la liquidez necesaria para hacer frente a la parte no subsidiada del coste laboral y a otros gastos fijos de la actividad empresarial.

Las medidas de política económica dirigidas a mantener la capacidad productiva de las empresas —incluido el número de trabajadores en nómina— en momentos de fuerte contracción de la demanda son inéditas en España. En crisis anteriores, cuando se contrae la demanda, las empresas españolas reducen capacidad productiva con cierres, desinversión en capacidad productiva y despidos. Utilizan el mercado de trabajo para ajustar su nivel de ocupación (lo que se conoce como flexibilidad externa) y hacer frente a las contingencias de la demanda. Ahora, en cambio, se han ensayado medidas de flexibilidad interna —utilizar la organización y mantener el empleo— y, a cambio, recibir ayudas del gobierno para compensar la falta de ingresos por la reducción de las ventas de bienes y servicios.

El gráfico 1 ofrece una aproximación de la evolución trimestral de la productividad aparente del trabajo, medida a través de la ratio VAB/gastos de personal, durante la Gran Recesión y la crisis de la COVID-19, bajo el supuesto de un coste laboral real estable.

Nota: El valor de las variables utilizadas en el cálculo de la productividad aparente (valor añadido bruto en el numerador y gastos de personal en el denominador) se han transformado, previamente al cálculo del cociente, en medias móviles de cuatro trimestres, terminando en el trimestre de referencia. Los costes de personal no incluyen la parte de coste laboral que cubren las ayudas de los ERTE.

Fuente: Elaboración propia a partir de Contabilidad Nacional: Cuentas trimestrales del sector institucional de las sociedades no financieras.

Las tendencias de signo opuesto de las líneas representadas en el gráfico ponen de manifiesto el contraste entre la respuesta a la crisis financiera y la respuesta a la crisis de la COVID-19 por parte de las empresas en España. Se observan dos trayectorias diferenciadas con efectos de signo distinto sobre la productividad aparente del trabajo en un periodo y en otro. Durante la crisis financiera y económica de 2009, en el periodo de mayor descenso en la actividad, la productividad aparente del trabajo sigue una tendencia creciente, que prolonga una trayectoria del mismo signo en los trimestres precedentes. Por el contrario, durante la crisis de la COVID-19, en los trimestres de contracción de la actividad, la productividad aparente del trabajo muestra un marcado retroceso, continuación de un periodo de notable estabilidad en la evolución de la variable en los trimestres anteriores. En la crisis financiera, la productividad aparente del trabajo se estabiliza a partir del trimestre cinco contando a partir del trimestre de referencia; durante la crisis por la pandemia de la COVID-19, el primer signo de cambio en la tendencia en la evolución de la productividad aparente del trabajo se produce a partir del segundo trimestre de 2021, cuando las tasas de crecimiento interanual por trimestres de actividad vuelven a valores positivos, después de varios trimestres en negativo.

El comportamiento procíclico de la productividad aparente del trabajo en las empresas españolas durante la crisis de la COVID-19 rompe con el rasgo diferencial de una productividad laboral contracíclica, y homologa el comportamiento de la productividad laboral con el que se observa entre las empresas de otros países del entorno como Alemania. Esta similitud del comportamiento de la productividad laboral es el resultado de adoptar unas respuestas similares de flexibilidad interna a las que se venían aplicando en los países de nuestro entorno. La flexibilidad interna significa también un aumento en la parte fija del coste laboral que soportan las empresas. Esto se traduce en un mayor (menor) peso de los gastos de personal (beneficio bruto de explotación) en el valor añadido bruto y, por tanto, en una mayor absorción de los riesgos por la volatilidad del ciclo económico por parte de los accionistas de las empresas y menor por parte de los trabajadores y del sistema público de protección del empleo.

Desde una perspectiva microeconómica, surge una cuestión de interés: ¿podemos reconocer en esta evolución de la productividad un cambio en el comportamiento de las empresas españolas que han comenzado a valorar con más interés el papel de los recursos humanos en la organización? Es pronto para interpretarlo de esta manera. Sin duda los programas de ayuda pública puestos en marcha —ERTE y créditos ICO— han contribuido a desarrollar un aprendizaje sobre cómo transitar por la crisis con mayor flexibilidad interna y menos despidos y pérdidas de capital humano. Pero para avanzar en esta dirección de forma más robusta, las empresas españolas, en sus estrategias y organización, deben ser capaces de reconocer la importancia del factor humano, su educación, compromiso y experiencia como activo estratégico fundamental para transitar con éxito en mercados cada vez más competitivos. Además, las ayudas públicas al mantenimiento del empleo deberán complementarse con programas de formación en las empresas que ayuden a impulsar el despliegue e incorporación de nuevas tecnologías y modelos organizativos avanzados, de los que tan necesitadas se encuentran muchas empresas españolas.Comprar Reseñas google

Desde un enfoque macroeconómico, la estabilización del empleo tiene como objetivo final suavizar la evolución de los ingresos y la demanda agregada, para favorecer un rápido crecimiento de la actividad con el cambio de fase. Esperemos que, efectivamente, sea así y que la recuperación de la actividad de las empresas en España siga la estela de la del resto de empresas de su entorno.

Esta entrada procede de un análisis más amplio sobre la evolución comparada de la actividad de los sectores institucionales de la economía española en la crisis de la COVID-19, disponible aquí.

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El mundo difiere sobre cómo poner orden en el criptomercado

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El mercado de criptoactivos crece a un ritmo formidable; el Banco de Inglaterra cifra su incremento en este mismo 2021 en un 200%, hasta llegar a los 2,3 billones de dólares, lo que igualaría ya el valor de los dólares estadounidenses en circulación. 

Lo cierto es que el aumento de su popularidad rivaliza con las incertidumbres que lo rodean, no siendo la menor de las ellas la falta de un conocimiento cierto sobre cuál es el valor intrínseco de muchos de los valores operados. Otras dudas asociadas a las criptomonedas se derivan del aumento de delitos relacionados con su distribución; por ejemplo, la Comisión Federal de Comercio de EE. UU. informa que las estafas de inversión en criptodivisas se multiplicaron por diez entre octubre de 2020 y marzo de 2021. Sobre estos y otros riesgos —incluidas potenciales amenazas a la estabilidad financiera— han alertado diversos organismos a uno y otro lado del Atlántico, que consideran llegado el momento de una regulación que cubra una serie de objetivos, entre ellos: 

  • la preservación de los mecanismos de control monetario y financiero
  • la prevención de riesgos sistémicos
  • la protección de inversores y consumidores
  • la lucha contra la delincuencia
  • la racionalización del proceso de minado y su gasto energético

En todo caso, la respuesta regulatoria difiere según el ámbito desde el que se aborda, ya sea a nivel competencial o geográfico. 

El Comité de Supervisión de Basilea, máximo órgano prudencial bancario, ha puesto el foco en la exposición de estas entidades al mundo cripto y ha propuesto exigentes requerimientos de capital para los bancos que negocien con criptoactivos. Sin embargo, la industria defiende que este enfoque —dotar de regulación a los criptoactivos a través de la reglamentación bancaria— puede no ser el más acertado. En el sector se transmite la idea de que las entidades pueden aportar fiabilidad y seguridad a este mercado, pero ello sería imposible de aprobarse el exigente marco regulatorio propuesto por el Comité, que impediría, de facto, la participación de los bancos en el mismo. Y ello, sin olvidar que, si esa regulación hubiera de ser cumplida por los bancos, también debería afectar —defienden— a todos los demás agentes relacionados con el mercado de criptoactivos. 

Respuestas parciales desde EE. UU.

Otra aproximación es obligar a que la venta de estos activos se lleve a cabo desde entidades reguladas. En este sentido, EE. UU. prepara ya un cuerpo legislativo, impulsado por la actual administración, que busca regular las stablecoins (monedas respaldadas por, o al menos vinculadas a, otros activos), básicamente convirtiendo los emisores de estas monedas en bancos, y también las denominadas plataformas DeFi (finanzas descentralizadas). Sobre estas últimas, por ejemplo, se plantea considerar a sus distribuidores como brokers y requerirles, por tanto, informar sobre sus clientes.

Sin embargo, la falta de una regulación integral de estos mercados o las propias contradicciones entre los organismos a la hora de considerar la naturaleza de sus activos son causa de preocupación en EE. UU. A falta de la aprobación de las nuevas normas, las agencias de ese país intentan su supervisión con normas ya vigentes, pensadas para activos convencionales, lo cual resulta problemático.

Europa: lenta pero exhaustiva

En Europa los planes regulatorios llevan avanzando más tiempo, preparándose una completa reglamentación y un conjunto de definiciones que afecten a todos los criptointermediarios con clientes en la UE. Esta regulación, conocida como MiCA (Markets in Criptoassets), está ahora siendo estudiada por los gobiernos nacionales y podría llevar aún dos años –o más– llevarla a la práctica. 

La UE decidió llevar a cabo este exhaustivo planteamiento porque los criptoactivos quedaban fuera del alcance de su legislación sobre servicios financieros, dejando sin protección a inversores y la propia estabilidad financiera. 

Frente a las inconsistencias legislativas estadounidenses, la normativa europea gana adeptos en su ambición declarada de convertirse en estándar global. Pero, simultáneamente, no le faltan críticas de quienes creen que favorece a las instituciones tradicionales frente a las nuevas empresas del sector fintech, al incrementar las barreras de entrada. 

El mundo aborda la criptorregulación

El enfoque más radical sobre este asunto proviene en la actualidad de China, que esencialmente ha arrinconado las criptodivisas privadas coincidiendo con el lanzamiento del e-yuan, su moneda estatal digital propia o Central Bank Digital Currency (CBDC). Algunos expertos señalan que el objetivo de Pekín es aprovechar las ventajas del sistema blockchain sin criptomonedas. El resto del mundo refleja las dudas que existen en estos momentos sobre la regulación de este mercado. Algunos países africanos (Argelia y Nigeria) y Turquía han seguido los pasos de China pero, simultáneamente, Singapur, El Salvadorotros países emergentes promueven una legislación favorable a las criptomonedas. Japón, un país clave, afronta el dilema de convertirse en un referente de este mercado creciente, que es ya un fenómeno de moda entre su población más joven, al tiempo que observa riesgos significativos en su desarrollo. 

En todo caso, hay que destacar que gran parte de la oposición a las nuevas y más estrictas normas se debe a la falta de oportunidades de inversión de alto rendimiento en un mercado que sigue con tipos de interés históricamente bajos. Y mientras esta situación continúe, tanto las inversiones racionales como las irracionales coexistirán en el mercado de las criptomonedas.

Lo cierto es que, de un modo u otro, lo cripto ha crecido lo suficiente como para llamar la atención y su ordenación, en uno u otro sentido, ocupa ya el tiempo de legisladores y supervisores. 

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La economía de la salud pública en España (II)

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Este[1] es el segundo de una serie de artículos en la que estamos analizando de forma elemental la Economía de la salud pública en España. La importancia de las actividades y servicios de salud pública no se puede minusvalorar. Se ha estimado que de los 30 años de esperanza de vida ganados a lo largo del siglo xx, 25 se pueden atribuir a medidas de salud pública, tales como mejor nutrición, saneamiento y vivienda, etc., mientras que la asistencia sanitaria a los pacientes individuales habría contribuido con cinco años (Bunker et al. 1994). La vigilancia y control epidemiológico han conseguido contener ciertas epidemias. Las vacunas a lo largo de la historia han disminuido radicalmente morbilidad y mortalidad salvando millones de vidas (Andre et al. 2008) (Hidalgo et al 2013).

Además, estos servicios y herramientas —en particular los de prevención y vigilancia epidemiológica— se han revelado críticos para dar respuesta a la pandemia de la COVID-19, enfermedad infecciosa global nueva que, cuando debuta, nos golpea carentes de los conocimientos necesarios para atajarla, en especial sin vacunas disponibles, ni tratamientos específicos. La mejor respuesta y resultados de los países del Sudeste Asiático y de Alemania (desde luego en la primera ola) seguramente se pueden atribuir al despliegue de unos servicios de salud pública potentes, habiendo sido el tipo y características del sistema de asistencia sanitaria curativa individual relativamente indiferentes a la hora de evitar contagios, hospitalizaciones y fallecimientos (Lobo 2020).

Otra motivación para estudiar la
economía de la prevención y salud pública son las interrelaciones entre pandemias y crecimiento económico. En
esta ocasión no estamos ante una crisis económica que impacta y genera
consecuencias en la salud, sino ante una crisis sanitaria que tiene
consecuencias en la economía de todos los países. En particular, la
incertidumbre y la falta de confianza que genera la progresión de contagios,
hospitalizaciones y fallecimientos paraliza consumo e inversiones, sin que
quepa esperar que la economía se recupere si no se estabiliza la situación
sanitaria. No existe un balance compensatorio entre economía y salud. Los
países que más han contenido la pandemia son los que menos daños económicos han
sufrido y mejor se han recuperado, mientras que los que han respondido con
medidas laxas y han tenido menor éxito en su contención son también los que
peor evolucionan económicamente.

«Las inversiones en herramientas que permiten prevenir la enfermedad pandémica tienen altísimo retorno, lo que obliga a reorientar las prioridades económicas en el futuro hacia la vigilancia epidemiológica, rastreo, detección y seguimiento de contactos, vacunas, etc…».

Félix Lobo y Marta Trapero Bertrán

El FMI en las últimos Perspectivas de la Economía Mundial de abril de 2021 ha estimado una caída del PIB mundial en 2020 del 3,3%, sin precedentes históricos recientes, pero que podría haber sido tres veces mayor de no haber sido por las extraordinarias políticas de apoyo desplegadas. Cutler y Summers (2020) han estimado el coste total de la pandemia en los EE.UU teniendo en cuenta, además de las pérdidas de PIB, los costes sanitarios emergentes (muertes prematuras valoradas a partir del “valor estadístico” de la vida, morbilidad y discapacidad y problemas mentales resultantes) en 16 billones (doce ceros) de dólares, equivalentes al 90% de su PIB en un año. Para una familia media de cuatro miembros el quebranto alcanzaría los 200.000 dólares. Aproximadamente la mitad es pérdida de renta derivada de la recesión y la otra mitad pérdidas por vidas más cortas y menos saludables. En la Gran Recesión la reducción de producción sólo fue de un cuarto. Las distintas publicaciones de Funcas también están prestando gran atención a las consecuencias económicas de la COVID-19, tales como el nº 165 de 2020 de Papeles de Economía Española; SEFO, Spanish and International Economic & Financial Outlook últimos números y el libro de Ocaña et al. (2020), Impacto social de la pandemia en España. Una evaluación preliminar.

Una consecuencia es que las inversiones en herramientas que permiten prevenir la enfermedad pandémica tienen altísimo retorno, lo que obliga a reorientar las prioridades económicas en el futuro hacia la vigilancia epidemiológica, rastreo, detección y seguimiento de contactos, vacunas, etc… En España se ha estimado que la vigilancia epidemiológica de la pandemia tiene una ratio beneficio/coste de 7 a 1 (González López-Valcárcel, y Vallejo Torres 2021).

También hemos de tener presente que en las recesiones económicas los países tienden a reducir los gastos públicos sanitarios debido a las restricciones fiscales. Pero, entre ellos, los gastos en prevención y salud pública cuentan con elevadas probabilidades de ser recortados. Las razones —en circunstancias normales, bien distintas de las de una pandemia— son las siguientes:

  • Prioridad de las personas enfermas que
    requieren tratamiento,
  • Estos gastos tienen poca visibilidad y
    rentas electorales,
  • Producen beneficios difícilmente
    apreciables por cada individuo y sólo afloran a largo plazo, por lo que no
    concentran las demandas de los ciudadanos,
  • No tienen el apoyo de grupos de interés
    ni de organizaciones sindicales o profesionales poderosas.

Estas reducciones de gasto (popularmente recortes) pueden llegar a tener consecuencias negativas a corto y largo plazo en la salud de las personas. Algunas derivan de la propia crisis; otras pueden ser espoleadas por las políticas públicas, como la política de austeridad impuesta por la Unión Europea para responder a la crisis financiera de 2008-2014. Las repercusiones sobre la salud de la contención de los gastos sanitarios durante la Gran Recesión han sido un tema destacado de análisis en años pasados, aunque con conclusiones poco claras (Karanikolos et al. 2015). En España un estudio encontró que la crisis perjudicó a la salud mental de los españoles, pero debido a los trastornos psicológicos causados por el enorme paro, más que por las restricciones de gastos y servicios. Sin embargo, no encontró que la crisis se asociara, a corto plazo, a mayor incidencia de enfermedades crónicas como la EPOC, cardiovasculares, etc. (García-Gómez et al, 2016); (Oliva Moreno et al. 2018). Puede leerse una discusión breve de esta cuestión en Lobo (2017). Todo indica que, además de las trágicas mortalidad y morbilidad, las consecuencias indirectas para la salud de la pandemia van a ser muy superiores a las de la crisis financiera de 2008-2014.

En próximos artículos analizaremos el
nivel, la evolución, los componentes y las características del gasto público en
prevención y salud publica en España según las distintas fuentes disponibles.


[1] Este artículo se basa en el publicado por los mismos autores “El gasto público en servicios de prevención y salud pública en España antes de la COVID-19 (I). Los datos nacionales”, en Cuadernos de Información Económica, nº 280, enero-febrero 2021.

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