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Pigou y competencia, en lugar de peajes

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La decisión de reemplazar la implantación generalizada de los peajes en las vías de alta capacidad en España por medidas para impulsar el transporte sostenible va en la buena dirección, pero sería necesario que el gobierno y Bruselas expliquen este acertado golpe de timón y, de paso, resuelvan algunas de las dudas que esta solución puede generar.

La economía no es maniquea, existen razones a favor y en contra de los peajes. Empecemos con los argumentos espurios a favor y sus inconvenientes. Las empresas constructoras defienden los peajes como un ingreso finalista para la construcción y mantenimiento de la red de carreteras. España es uno de los países europeos con más kilómetros de carretera por millón de habitantes, lo que es una ventaja competitiva pero conlleva, igualmente, unos enormes gastos de mantenimiento. Diversas asociaciones de usuarios y las constructoras denuncian que existe un déficit importante en la conservación de nuestra red viaria, generado entre otras razones por los recortes que vinieron con las crisis económicas o el COVID. Sin embargo, los ingresos finalistas no son una buena idea económica. La razón es obvia. Cuando uno elabora un presupuesto para satisfacer dela mejor manera posible las necesidades de la población, introducir una restricción hace que la solución sea peor. El mantenimiento de las carreteras es importante, pero no lo es menos la educación o una emergencia sanitaria.

La solución de los peajes conlleva, además, otros inconvenientes como la necesidad que imponen de invertir en un sistema de control de tráfico que, según cómo se implemente, puede conllevar un importante coste e incluso tener un riesgo de obsolescencia tecnológica. Pero probablemente el mayor problema potencial es que los peajes incentiven un trasvase del tráfico de autovías a carreteras de un solo carril por sentido, con la consiguiente reducción de la eficiencia y aumento en la siniestralidad.

Sin embargo, existen dos argumentos en favor de los peajes que sí tienen fundamento económico. Primero: el pago por uso es un buen principio, por equidad y por eficiencia, para financiar la construcción de nuevas infraestructuras y el mantenimiento de las existentes. Solo si los usuarios de las carreteras, (y de todos los medios de transporte), pagan por los costes de uso de la infraestructura (y también por los costes medioambientales), tomarán las decisiones correctas en lo que respecta a qué modo de transporte emplear e impulsar. 

Segundo —siguiendo el argumento anterior—: el uso de peajes pondría al transporte por carretera en igualdad de condiciones con otros medios de transporte que ahora pagan por el uso de la infraestructura. En la situación actual, el transporte por carretera está parcialmente “subvencionado”, lo que puede ser uno de los motivos por los cuales el ferrocarril de mercancías tiene un papel casi testimonial en España en comparación con otros países europeos. Este es un punto importante para Bruselas y para la estrategia de lucha contra el cambio climático y, por ello, la nueva hoja de ruta plantea impulsar el transporte sostenible. 

La forma de hacerlo
es recuperar a Pigou, y aplicar de forma más intensa el lema de “quien contamina,
paga”: tratar el transporte por carretera como otros sectores industriales,
imponiendo a los vehículos comerciales (y a la vivienda) un pago por emisiones
de CO₂ a partir del 2027, que
se estima que será unos 45 euros por tonelada
. El argumento del gobierno
español es que este nuevo impuesto, que se va a implantar en toda la UE, cumple
parcialmente con los objetivos que se perseguían con los peajes. Aún no se sabe
cómo se va implementar; una posibilidad sería utilizar el impuesto de los carburantes. 

Utilizar los
impuestos pigouvianos (medioambientales) —como el de carburantes— tiene
múltiples ventajas sobre los peajes. El primero y más obvio es que estos
impuestos ya existen, y no hay que realizar inversiones para su puesta en
funcionamiento. Además, se aplica a todas las carreteras y su importe es mayor para
vehículos más grandes, que son, a su vez, los que generan un mayor desgaste de las
infraestructuras. Y, no menos importante, precisamente porque su importe depende
del uso de combustible, proporciona incentivos al ahorro energético a través de
la moderación de la velocidad y de la adquisición de vehículos más ecológicos. Es
decir, puede ser una forma de incentivar los vehículos eléctricos —que en
nuestro país tienen una cuota de mercado muy baja— más eficaz que los actuales planes
Moves, cuyas subvenciones directas a la
compra se trasladan en gran medida a los precios.

Una buena pregunta sería
si es mejor esperar a 2027 o, por el contrario, es preferible hacer una
transición más gradual, subiendo progresivamente los impuestos de los
carburantes con el doble objetivo (el famoso doble dividendo de los impuestos mediambientales) de reducir las
emisiones y de que los usuarios de la red viaria contribuyan en mayor medida a
su mantenimiento (¡eso si, sin convertir estos impuestos en finalistas!). No se
pueden ignorar los costes políticos de una medida de este tipo. A nadie le gusta
subir impuestos y, aunque nunca es un buen momento para hacerlo, siempre es
útil una comparación con el entorno para comprobar si existe margen para una
medida como esta. Y lo que se comprueba sistemáticamente es que el precio de la
gasolina, antes de impuestos, es más elevado en España que en nuestros
principales vecinos, pero el PVP, que incluye impuestos, es significativamente más
bajo. Algo similar sucede con el gasóleo (ver gráficos). Dado que el precio del
petróleo es un precio internacional, se puede deducir que el hecho de que el
precio de los carburantes antes de impuestos en España se sitúe entre los más
altos de Europa es consecuencia de la falta de competencia en el mercado de
refino y distribución. Estos sectores están muy concentrados, y aunque la CNMC
ha hecho una gran labor en los últimos años (favoreciendo las gasolineras
automáticas e introduciendo medidas para reducir la cuota de mercado de las
empresas dominantes), todavía queda mucho camino por recorrer.


Converger con nuestros socios europeos en la presión impositiva sobre los combustibles fósiles, además de potenciar el uso de medios de transporte más sostenibles, generaría un incremento sustancial de los recursos. La presión sobre conductores y transportistas podría aliviarse con reducciones en el precio de la gasolina antes de impuestos, lo que solo puede venir de un aumento de la competencia en el sector. Además, la complementariedad entre el fomento de la competencia y la política fiscal también aplica al transporte de mercancías por ferrocarril: la reducción de algunas de las barreras a la entrada a la que se enfrentan los operadores entrantes en este mercado, en particular en lo referente a maquinistas y acceso a material rodante, y especialmente locomotoras, podría ser una alternativa —al menos, parcial— a los subsidios que ahora se plantean a este medio de transporte.

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Funcas y la CNMC publican el libro ‘Reformas para impulsar la competencia en España’

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Uno de los
grandes problemas que tiene la defensa de la competencia es una cuestión de marca. El término “competencia” no evoca
en la ciudadanía sentimientos tan positivos como lo hacen, por ejemplo, las
palabras “equidad” o “innovación”. Sin embargo, la competencia es la palanca
por la que muchos servicios se han hecho accesibles a los consumidores con
rentas más bajas, generando una sociedad más equitativa. Gracias a la
competencia, los viajes en avión o en tren de alta velocidad se ha
universalizado; los servicios de telecomunicaciones —una puerta a la sociedad
del conocimiento— han reducido sus precios drásticamente en la ultima década,
al tiempo que mejoraban su calidad. De igual forma, cuando el mercado es un
terreno de juego “justo”, en el que se modula el poder de mercado y se derriban
las barreras de entrada, las empresas invierten más en innovación, porque es el
único camino para obtener ventajas competitivas y beneficios en el largo plazo.
Por ello, la competencia de los mercados, el santo grial que persiguen los
economistas, no es un fin en sí mismo, sino el medio a través del cual nuestra
economía puede aumentar su productividad, reducir los precios, generar más
equidad y, en definitiva, aumentar el bienestar para todos.

Ese problema de marca hace necesaria una reivindicación de la defensa de la competencia, transmitiendo a la sociedad española la importancia que tiene para la economía el funcionamiento competitivo de los mercados. Con ese propósito principal se publica hoy el libro ‘Reformas para impulsar la competencia en España’, fruto de la colaboración entre Funcas y la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC).

El libro
complementa este objetivo con otras finalidades. Una de ellas es dar
visibilidad al trabajo de la CNMC, una labor desconocida por muchos ciudadanos
pese a su gran impacto económico. Por razones tecnológicas, regulatorias, y de
abuso de poder de mercado por parte de las empresas establecidas, muchos
mercados no son competitivos. Por ello es trascendental la labor de la CNMC de vigilar
el comportamiento competitivo de las empresas, penalizando el que no lo es, así
como los análisis que realiza sobre las concentraciones empresariales o las
posibles mejoras de la regulación y la intervención pública. Este libro
pretende visibilizar este esfuerzo institucional y para ello, los expertos de
la CNMC exponen diversos estudios llevados a cabo durante estos años, sobre la
situación competitiva de los mercados, los potenciales problemas de
competencia que genera la regulación o la intervención pública, así como posibles
reformas para promover la competencia en diversos sectores.

La tercera meta
del presente libro es mostrar la complementariedad de esfuerzos entre la labor
desarrollada por la CNMC y la investigación de economistas de reconocido
prestigio. Y es que el análisis económico de problemas de competencia es
complejo por diversas razones. Como señaló Jean Tirole en su discurso de
aceptación del premio nobel, requiere comprender el modelo de negocio y el
comportamiento de las empresas que funcionan en el mercado, y llevar a cabo
esta labor requiere utilizar avanzadas herramientas metodológicas teóricas y
empíricas. Por ello, el análisis aplicado de la política de la competencia
está muy relacionado con la investigación económica más actual. Los
análisis de las agencias de la política de la competencia se nutren de los
últimos resultados obtenidos por la investigación económica, y los
investigadores se inspiran en los retos que plantea el análisis de la
política de la competencia para diseñar sus agendas investigadoras.

Una última
idea que ha sobrevolado el trabajo de todos los autores de este libro es que
los mercados, los problemas, las necesidades y preocupaciones de los ciudadanos
cambian, a veces más rápido de lo que anticipamos. Ello determina que las
normas y las recetas de intervención pública corran el riesgo de quedar
obsoletas rápidamente. Por eso es necesaria una labor periódica de evaluación
y actualización, y ajuste cuando sea necesario. Un último objetivo que perseguíamos
en este libro es revisitar los sectores y remedios que han sido objeto de
atención y análisis en el pasado, para saber si, como sociedad, hemos sido
capaces de corregir los problemas que identificamos, o nos enfrentamos a nuevos
retos. Y, sobre todo, poner énfasis en la evaluación como herramienta de
avance social. Nunca es tarde para mejorar.

El libro se estructura en nueve secciones, dedicadas cada una de ellas a un sector económico. Los nueve mercados elegidos son importantes por su impacto social y económico y en gran parte de ellos, se han llevado a cabo cambios regulatorios importantes. En el libro se analizan mercados tan relevantes como la contratación publica, la publicidad online, el sector bancario y las fintech, el transporte de pasajeros en el sector aéreo, del ferrocarril y de los autobuses de larga distancia, los carburantes de automoción, la distribución de medicamentos y del agua. Cada sección consta de dos estudios, uno realizado por expertos de la CNMC basado en estudios previos llevados a cabo por la misma institución, y un segundo estudio realizado por académicos especialistas en el tema, que incorpora los resultados relevantes de la investigación reciente, realizada en algunos casos por los propios autores del estudio.

Descarga aquí el libro “Reformas para impulsar la competencia en España”.

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La preocupante brecha de inflación con Europa

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Una de las principales preocupaciones que surgen a raíz del episodio de inflación en nuestra economía es su virulencia en relación con los principales países vecinos. El crecimiento del IPC, un alarmante 9,8%, supera en más de dos décimas la media europea, y se compara desfavorablemente con Alemania (7,6%), Francia (5,1%), Italia (7%) o Portugal (5,5%). Solo los países bálticos y Holanda tienen peores cifras. 


La escalada de los precios puede echar al traste el rebote esperado del consumo, porque erosiona el poder adquisitivo de las familias y desinfla la bolsa de sobreahorro generado por la pandemia —algo que garantizaba la expansión—. Otro riesgo: nos jugamos la viabilidad de parte del tejido empresarial, que no puede seguir indefinidamente comprimiendo márgenes para amortiguar el encarecimiento de los costes de producción. Y si los traslada a los precios finales, se arriesga a una pérdida de competitividad internacional. En 2021, los beneficios se situaban todavía un 8,6% por debajo del nivel prepandemia, y en el caso de las empresas no energéticas la brecha es mucho mayor. Finalmente, la pugna que se está desatando por la recuperación del poder adquisitivo provoca malestar social —evidenciado por la fuerte contracción del índice de confianza del consumidor de marzo— y exacerba la vulnerabilidad de los colectivos desfavorecidos.   

Urge, por tanto, atajar los factores que explican el diferencial de inflación, entre los que destaca como ya es sabido nuestra factura de la luz. El IPC de la electricidad está desbocado, incluso con respecto a Portugal que sin embargo comparte el mismo mercado mayorista —sin duda, la predominancia de contratos a largo plazo en el país vecino garantiza una relativa estabilidad ante los altibajos del mercado—.  

El elevado peso de la energía en nuestro aparato productivo es otro factor importante (y menos comentado), ya que amplifica el incremento de los precios. Los hogares españoles gastan proporcionalmente más en productos energéticos que la mayoría de sus homólogos europeos (solo Alemania nos supera, pero en ese país los precios crecen la mitad que en España). Y las empresas españolas son también relativamente intensivas en suministros energéticos. Todo ello explica por ejemplo que en Italia el alza de precios energéticos, pese a superar los registros de nuestro país, tenga una menor repercusión en el IPC total. 

El tercer determinante del diferencial de precios atañe a la inflación subyacente. Las presiones de costes en las cadenas productivas se van trasladando poco a poco a los precios finales. Excluyendo la energía y los alimentos frescos, el IPC subió en marzo hasta el 3,4%, superando la media de la eurozona por segundo mes. La brecha se amplía, y de perdurar esa tendencia, es una amenaza seria para la posición competitiva de las empresas y el empleo.  

El plan de choque aprobado en fechas recientes incorpora medidas fiscales susceptibles de rebajar la presión, y ayudas tanto a colectivos vulnerables como a sectores electrointensivos. La más efectiva, entre las que se han anunciado, podría ser sin embargo otra: la imposición de un tope al precio del gas que entra en la generación de electricidad, todavía en proceso de negociación con Bruselas. 

Conviene además tener en cuenta los daños colaterales de algunas de las medidas, como la rebaja de los carburantes: una iniciativa que, si bien sigue la senda de otros países, no atiende las necesidades de la adaptación a la crisis energética. Ésta exige a la vez focalización y un esfuerzo inversor para reducir la elevada intensidad energética de nuestra economía. El plan reconoce la necesidad de tales medidas de eficiencia, pero no aporta cuantificación ni calendario. 

Sin embargo, es crucial emprender rápidamente una desescalada del IPC, por muy gradual que sea, para evitar un desanclaje de las expectativas y abrir el paso a un pacto del conjunto de rentas. Esa es sin duda la mejor manera de contener la pugna inflacionista y afrontar una geopolítica cargada de incertidumbres. 

PRECIOS | Las tensiones en los mercados internacionales de materias primas se han agudizado desde la invasión de Ucrania, con un encarecimiento del 5% del barril de Brent, del 48% del precio del gas (mercado Mibgas) y del 29% de la cotización del trigo. Las subidas se han trasladado a los precios finales al consumo de los productos energéticos y ciertos productos alimenticios, en el conjunto de la eurozona y en especial en España. Los mercados anticipan una subida de tipos de interés del BCE, como lo evidencia el alza del Euribor a un año.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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