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Mejora de las perspectivas

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Durante la pandemia, el consumo mundial de productos industriales y de otros bienes se disparó en detrimento de los servicios, con efectos particularmente perjudiciales en las economías como la nuestra con más presencia de estos sectores. Ahora pasa lo contrario: era evidente que la pauta de demanda tenía que revertirse en mayor o menor medida, pero el movimiento está siendo más intenso de lo anticipado, aportando un impulso a corto plazo a la economía española y a la vez tensionando los precios.

La actividad en los sectores ligados al turismo y el ocio crece a un ritmo que roza el doble dígito en el conjunto de la UE (descontando la inflación), lo que revela la potencia de la demanda de esos servicios. El tirón se percibe en nuestro sector turístico, así como en las ramas que exportan otros servicios, más que compensando la debilidad de la demanda interna. Esta sufre el lastre de la contracción del consumo de los hogares registrada. De modo que el crecimiento del PIB se debe fundamentalmente a la aportación exterior sin la cual ya estaríamos en recesión (la aportación de la demanda interna ha sido negativa en los dos últimos trimestres, drenando un total de 1,6% de PIB).


El empuje aportado a la actividad en los servicios tiene todavía cierto recorrido gracias a la persistencia de la bolsa de ahorro embalsado en los otros países europeos. En términos medios, las familias europeas registraron un importante superávit financiero en 2022, que se añade a los jugosos excedentes registrados durante la pandemia (en España, sin embargo, las cuentas de los hogares arrojan un déficit financiero). De momento, los consumidores europeos están tirando de ese colchón de liquidez para beneficio de nuestros exportadores y operadores turísticos. Pero el efecto acabará por agotarse, de modo que las perspectivas de cara a finales de año son menos boyantes, sobre todo habida cuenta del impacto de la subida de tipos de interés que, según se prevé, irá in crescendo.

Por otra parte, el estímulo que proviene de la demanda externa también tensiona los precios. Así lo avalan los últimos datos de IPC, con incrementos que superan el 1% en el mes de abril en hoteles, restaurantes, ocio y cultura, y que llevan la inflación en el sector de servicios hasta el 4,4% en términos interanuales, el doble de los bienes industriales sin energía. El problema es que la inflación en el sector de servicios suele ser bastante persistente, incluso en presencia de una desaceleración de la demanda.

Sin duda, el pacto trienal de rentas alcanzado entre empresarios y sindicatos es una buena noticia porque reduce el riesgo de escalada de precios en el sector de servicios y, en general, ayuda a anclar las expectativas de inflación. También podría contribuir a mantener el plus de competitividad de nuestro tejido exportador: entre los otros grandes socios europeos, únicamente Alemania dispone de un acuerdo de rentas similar. Un acuerdo que, a diferencia del nuestro, se sustenta en las generosas deducciones fiscales aportadas por el Estado para facilitar el consenso.

En suma, el desvío de la demanda externa hacia los servicios se conjuga con otros factores, como la moderación de los precios energéticos y el buen comportamiento del mercado laboral para generar un shock favorable de crecimiento. Por la misma razón, la inflación podría ser más persistente, especialmente con un contexto de presión sobre los precios alimentarios como consecuencia de la sequía. Pese a ello, el escenario central es de desescalada, sobre todo tras el inesperado acuerdo de rentas. La principal incógnita radica en la sostenibilidad de los vientos de cola a partir de la segunda parte del año, que es cuando el impacto del endurecimiento monetario pilotado por el BCE será más perceptible. Las perspectivas mejoran notablemente a corto plazo, pero las incertidumbres nos obligan a corregir los desequilibrios sin bajar la guardia.

ACTIVIDAD | Según la encuesta de gestores de compra en el sector de servicios, la actividad sigue creciendo a un ritmo elevado (el indicador PMI rozó en abril el nivel 58, netamente por encima del umbral que marca la expansión). Además, las perspectivas son favorables para los próximos meses, a tenor del volumen de pedidos recibidos, particularmente desde el exterior. Por otra parte, el indicador de precios percibidos por las empresas de servicios se mantiene en valores altos, además de superar el índice de precios percibidos, —tendencia que apunta a un crecimiento de los márgenes—.

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Acertar en la prórroga

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Los Presupuestos Generales del Estado para 2023 (PGE2023) son financieramente viables y creíbles. Incluso en un escenario macroeconómico peor que el previsto por el Gobierno. Y lo son porque los ingresos en 2022 van a acabar muy por encima de lo previsto, lo que proporciona un colchón y el mejor punto de partida posible.

El verdadero desafío está en lo que, en su mayor parte, no aparece en los PGE2023, pero que va a suponer un impacto fiscal significativo en 2023: la prórroga del paquete de medidas para amortiguar el golpe de la inflación y la crisis energética. En función de cómo se concrete esa prórroga, se puede poner en cuestión la solvencia presupuestaria y fiscal en 2023.

Una extensión plena y directa de las medidas aprobadas a lo largo de 2022 y las que puedan llegar nos llevaría a un efecto global neto por encima de 1,5 puntos de PIB. Eso desbordaría el colchón existente y el déficit en 2023 volvería a aumentar. Por eso hay que escoger y priorizar. Tres sugerencias para ello.

La primera es que las prórrogas de las medidas se hagan trimestralmente. Esto permitiría tener capacidad de adaptación del paquete fiscal ante lo que nos pueda deparar un futuro incierto y abierto; al tiempo que su coste anual final pueda ir modulándose para no incumplir en ningún caso con el objetivo de déficit de 3,9% de PIB que contemplan los PGE2023.

La segunda es que se dé prelación a las medidas focalizadas en los hogares más vulnerables y las ramas y empresas más impactadas; a las actuaciones que reman a favor y no en contra de la transición energética; y a las que van en línea con los cambios fiscales propuestos en el libro blanco de la reforma tributaria. Teniendo en cuenta todo lo anterior y su coste financiero, las candidatas a ser eliminadas o, al menos, muy recortadas son la bonificación general a carburantes y la rebaja del IVA sobre el gas y la electricidad. Aunque, en el primer caso, tendría sentido mantenerla para ramas productivas intensivas en combustible y con muy difícil adaptación tecnológica inmediata, como pueden ser el transporte y la pesca.

La tercera es que la revisión trimestral apuntada abre la puerta a que, en los próximos meses, el paquete fiscal aparezca también en las negociaciones sobre un pacto de rentas amplio. Los agentes sociales podrían participar en la definición y elección de medidas compensatorias; lo que, a su vez, daría una perspectiva integradora al propio paquete.

Convirtámonos en referencia europea también en esto.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Guía para interpretar los cambios fiscales

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Cinco ideas para interpretar y evaluar las medidas pactadas la semana pasada por los socios de coalición. La primera es que el margen presupuestario del gobierno es escaso. A pesar del buen comportamiento de la recaudación tributaria en 2022, padecemos problemas graves de déficit y deuda pública. No podemos permitirnos aumentar nuestros desequilibrios fiscales; especialmente en un contexto de rápida subida de tipos de interés y, con ello, de coste de las nuevas emisiones de títulos de deuda. Segunda, en un contexto inflacionario no nos conviene estimular la demanda agregada y, por tanto, debemos evitar rebajas de impuestos generales y sustanciales. Este argumento rema en la misma dirección que el anterior: los cambios fiscales deben ser cuantitativamente limitados, focalizados y, en lo posible, autofinanciados. Rebajas para los más vulnerables e impactados por la crisis de precios, subidas para quienes están en una situación más confortable.

En tercer lugar, España necesita una reforma estructural de su sistema tributario. A ello nos hemos comprometido con Bruselas. El libro blanco publicado hace unos meses ofrece una hoja de ruta para esa reforma y, por ello, no me detendré a desgranarla. Basta incidir en que el objetivo principal del paquete fiscal anunciado no es ese, sino dar una respuesta a una coyuntura económica difícil e inesperada. Por tanto, seguimos con deberes pendientes en el ámbito tributario.

Cuarto, la actualización del IRPF para ajustarlo a la inflación acumulada en la última década no ha sido incluida en el paquete, pero tiene sentido: es evidente que el coste de la vida es superior y los importes de los mínimos personales y familiares o la reducción por rendimientos de trabajo deberían aumentarse. Aunque la lógica de esta propuesta, en la que insiste el Partido Popular, quedaría neutralizada por los dos primeros argumentos apuntados, podría recuperarse en algún momento futuro para facilitar un pacto de rentas integral. Porque, una rebaja en las retenciones podría permitir acomodar subidas salariales (o en las pensiones) más modestas y asumibles por los empresarios.

Quinta y última, la pandemia y la invasión de Ucrania nos han mostrado la necesidad de tener bien identificados a los hogares vulnerables y contar con herramientas de intervención ágiles y bien diseñadas e implementadas para evitar fraudes o desincentivos. En el libro blanco también se incidía en esta limitación. Por eso, nos vemos obligados a actuar por aproximación y por vías indirectas e imperfectas. Urge cambiar esto. Comencemos por extender la obligación de presentar la declaración del IRPF e incorporar al sistema a millones de personas que hoy quedan al margen del sistema. Sin duda, un esfuerzo adicional no menor para la Agencia Tributaria y para los propios ciudadanos. Pero un esfuerzo necesario para mejorar las políticas públicas en el frente de la redistribución.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Salarios y excedentes ante el brote inflacionario

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La persistencia de una inflación elevada, tanto históricamente como en relación a los otros países de la zona euro, no solo depende del fuerte impacto en nuestra economía de la crisis energética mundial. A este factor, origen del brote inflacionario, se añade un riesgo que nos es propio: la dinámica de los salarios y de los excedentes empresariales.

El diagnóstico, en base a datos publicados recientemente, confirma una opinión muy extendida, a saber: que los salarios apenas contribuyen a esa dinámica, a costa de perder poder adquisitivo. Pero también se desprenden otras realidades, especialmente cuando se tiene en cuenta el punto de partida previo a la pandemia.

El papel moderador de los salarios ante la presión inflacionaria que se ha adentrado en la economía española es una constatación sin paliativos. En el segundo trimestre los costes laborales unitarios apenas crecieron a un ritmo anual del 0,3%, frente a más del 3% de media en la UE. La información disponible de convenios firmados hasta agosto confirma la tendencia a la moderación, con incrementos muy por debajo tanto del IPC total como del indicador subyacente, es decir descontando la energía y los alimentos frescos.


La comparación con los niveles previos a la doble crisis pandémica y energética apunta sin embargo a una cierta recuperación, ya que el estancamiento del último año compensa parcialmente el crecimiento registrado durante los meses centrales de la pandemia, cuando las remuneraciones eran sostenidas por los ERTE. Así pues, los costes laborales unitarios superan el nivel precovid en términos nominales, si bien descontando el incremento del IPC todavía arrastran un déficit del 3,8% con respecto a ese periodo.

Por su parte, los beneficios empresariales han tenido un comportamiento más dinámico durante el brote de inflación. El excedente bruto de explotación generado por cada euro producido por nuestra economía (un indicador que proviene de la misma fuente que el coste laboral unitario, y que por tanto facilita el diagnóstico) se incrementó un 6,1% en el segundo trimestre, por encima de la media de la UE. El repunte de los excedentes también ha permitido recuperar los niveles precovid a precios corrientes, si bien se detecta un deterioro del 2% en términos reales (es decir descontando la evolución del deflactor del PIB).

Estos resultados son consistentes con la mejora de la rentabilidad empresarial detectada por el Banco de España a partir de la central de balances. También contribuyen a explicar el tirón del empleo pese al contexto plagado de incertidumbres, y el auge de las exportaciones, sostenidas por la mejora de la posición competitiva en relación con las otras grandes economías de la zona euro.

En suma, el golpe de la pandemia fue perjudicial para todos, especialmente las empresas, y el de la inflación también está teniendo un elevado coste macroeconómico, pero sobre todo para los asalariados. Ese parece haber sido el resultado del actual pacto tácito de rentas. No obstante, se vislumbran cambios. Uno de cada cuatro trabajadores amparados por un convenio contiene una cláusula de protección contra la inflación, casi el doble que hace un año. Parece que las presiones salariales irán en aumento, algo que podría llevar a renovar el mecanismo de ajuste. Por otra parte, la central de balances apunta a una gran heterogeneidad entre sectores que debería reflejarse en las próximas negociaciones: en la industria, la competencia internacional limita los precios y los excedentes, algo que no ocurre con la misma intensidad en los sectores más protegidos. Otro caso distinto es el de las empresas más endeudadas, que se enfrentan a la subida de los tipos de interés.

Los distintos puntos de partida dificultan la búsqueda de una nueva fórmula que ayude a repartir los costes de la inflación, sin perpetuarla ni deteriorar la capacidad de generar empleo. Pero la sostenibilidad del actual pacto tácito de rentas parece improbable.

TIPOS DE INTERÉS | Los bancos centrales están decididos a aplacar rápidamente la inflación. Esta semana el protagonista ha sido la Reserva Federal, con la quinta subida de su principal tipo de intervención en lo que va de año, hasta la horquilla del 3-3,25%. El BCE y otros bancos centrales han tomado decisiones similares en fechas recientes. La excepción es Japón, que no parece tener intención de alterar su política de tipos de interés cuasi nulos. Sin embargo, ante el riesgo de depreciación del yen, el banco nipón ha anunciado una intervención en los mercados cambiarios.   

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Ajustes necesarios en la respuesta a la invasión de Ucrania

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Hace poco más de un mes, el Banco Central Europeo (BCE) publicaba en su boletín mensual un análisis del impacto presupuestario de las medidas adoptadas en los países de la eurozona para hacer frente a los efectos económicos de la invasión de Ucrania. Según los cálculos de los autores, tan solo el 12% de esas rebajas impositivas e incrementos del gasto tiene por beneficiarios a los hogares vulnerables; y menos del 2% contribuirá directamente a la transición ecológica. La semana pasada, Kristalina Gueorguieva, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), advertía de la necesidad de que las actuaciones se centren en apoyar a los más frágiles, evitando medidas generalistas que, por definición, son más costosas para los erarios europeos y acaban alimentando el proceso inflacionario.

Desafortunadamente, la probabilidad de que la necesidad de medidas compensatorias se extienda a 2023 debería hacernos reflexionar para redefinir el plan de choque. Y el párrafo anterior nos da pistas sobre cómo deberíamos hacerlo: focalizando mucho más las ayudas y apostando en mayor medida por actuaciones que sean compatibles con el impulso a los objetivos de transición energética y ecológica.

En todo caso, debemos tener claro que para afrontar el episodio inflacionario no basta con lo anterior; y que la subida de tipos de interés por parte del BCE puede ser una medicina particularmente dolorosa y no muy eficiente, en la medida en que el origen de la inflación no es un sobrecalentamiento de la economía europea y, por tanto, habrá que reducir mucho la demanda para que se note el efecto en los precios. Por eso necesitamos tres cosas más.

La primera es actuar de forma contundente sobre los mecanismos de fijación de precios de la energía, que generan resultados absurdos en la coyuntura actual. La UE debería resolverlo en lo que resta de mes. Porque no es muy inteligente mantener las reglas actuales y dejar que Rusia utilice su gas como una potente arma de guerra económica.

La segunda es la enorme importancia de alcanzar un pacto de rentas ambicioso y en un plazo breve. En tiempos de guerra, necesitamos que en el seno de los países de la UE mantengamos cohesión, paz social y solidaridad.

La tercera está íntimamente ligada a la anterior. La pandemia nos ha mostrado la importancia de la coordinación y la cooperación en momentos críticos. Desafortunadamente, estamos ante otro. Cierto que en este caso no se trata de mascarillas, distancia social y responsabilidad individual para frenar contagios. Ahora se trata de que los sectores productivos y los hogares en mejor situación financiera acepten que las ayudas vayan a otros, asuman que su pérdida de poder adquisitivo sea comparativamente mayor y que, en la medida de las posibilidades de cada uno, se hagan esfuerzos voluntarios para ayudar a los más vulnerables.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Condiciones para un pacto de rentas

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Los Estados disponen de poco margen para luchar contra el actual brote de inflación y sus consecuencias en la capacidad de compra de los hogares, el malestar social y el crecimiento de la economía. A diferencia de lo que ocurrió con la pandemia, ya no pueden contar con el respaldo de los bancos centrales, vía los generosos programas de compra de deuda que ahora están deshaciendo. Algunos países, como el nuestro, están muy endeudados y tendrán que afrontar la subida de tipos de interés en ciernes.

De ahí la idea de resucitar el pacto de rentas, un instrumento amable para las cuentas públicas que tuvo su época de gloria con los pactos de la Moncloa o el “dique de contención” holandés (el llamado modelo polder). El objetivo más evidente: evitar una espiral de precios y salarios nefasta para la competitividad y la cohesión social. Un pacto de rentas también aportaría algo de previsibilidad para nuestra economía, algo importante en un contexto internacional tan incierto.

Para posibilitar un tal acuerdo, sin embargo, es preciso tener en cuenta tres circunstancias. La primera atañe a la duración de la crisis energética. La decisión de topar el precio del gas que entra en el mercado eléctrico es un paso acertado en la dirección de la desescalada, como lo reconoce el Banco de España en su informe anual. Además, los mercados a plazo apuntan a unos precios tensionados del petróleo y del gas hasta la primavera del 2023 y a una posterior suavización fruto de las inversiones en renovables y de los esfuerzos de ahorro energético que se están realizando (aunque todavía queda mucho por hacer). Sin embargo, existen escenarios menos halagüeños, como el que se plantearía en caso de un corte total del suministro ruso. Todo ello aboga por acuerdos plurianuales, como está empezando a producirse en algunos sectores.

La heterogeneidad de situaciones entre sectores, exacerbada por la aceleración de los cambios estructurales como consecuencia de la pandemia, es otra complicación de cara a un acuerdo de conjunto. Algunas actividades como las tecnológicas y la logística se enfrentan a una escasez de mano de obra o, en el caso de la agricultura en determinados territorios, a una demanda boyante que dificulta la contención. Por tanto, un acuerdo de cobertura nacional solo puede ser indicativo, si bien también debe incorporar incentivos fiscales o en términos de cotizaciones sociales para las empresas que lo respeten.

Finalmente, el debate actual es dicotómico: unos abogan por incrementos salariales en función de la inflación prevista, con un riesgo de desvío asumido por los trabajadores, y otros por pactos con indiciación total en función de la inflación real, algo que amenaza la competitividad de las empresas. Existen sin embargo fórmulas intermedias de reparto de los costes importados, como compensaciones ante la pérdida de poder adquisitivo que no se perpetúen en futuros convenios, o aportaciones a planes de pensiones de empleo.


De momento, el mercado laboral está respondiendo con moderación. Los salarios pactados se incrementan por debajo del 2,5%, dos puntos menos que el IPC subyacente. Pese al crecimiento del empleo, los hogares soportan una pérdida de capacidad de compra: este año, descontando la inflación, su renta disponible se habrá reducido un 5,7% en relación a 2019, según las previsiones de la Comisión Europea. Los márgenes también se comprimen, aunque proporcionalmente menos (la Comisión prevé una reducción del excedente bruto de explotación en términos reales del 1,6% durante el mismo periodo). Pero algunos sectores se muestran más exuberantes, con el riesgo de contagio al resto, incluido el sector público.

En suma, este parece ser el momento oportuno de un acuerdo amplio, que abarque el conjunto de cuestiones —márgenes empresariales, salarios y pensiones—. Y que tenga en cuenta las características del shock energético y geopolítico que se adentra inexorablemente en nuestra economía.

COYUNTURA | El malestar social generado por la escalada de costes energéticos, evidenciado por las recientes huelgas de transportistas, ha dejado huella en los indicadores de coyuntura. La cifra de negocios en la industria registró un descenso en marzo del 6,1% (según el índice del INE corregido de estacionalidad y calendario). En cuanto a los servicios, el descenso alcanzó el 3,3% en el mismo mes (según el IASS corregido del INE). Destaca la caída de las ventas y reparación de automóviles, así como de servicios más afectados por la huelga, como el comercio. 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Inflación: una noticia positiva, otra preocupante

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El IPC muestra señales esperanzadoras de desescalada, pero es pronto para determinar si la inflación —entendida como un bucle que se retroalimenta de incrementos de precios y salarios— seguirá el mismo camino. La limitación del precio del gas que entra en el mercado eléctrico, el principal factor del encarecimiento de la cesta de la compra, es un potente freno a la escalada de costes. Especialmente en nuestro país: el IPC de nuestra electricidad se incrementó un 87% entre enero de 2021 y marzo de 2022, frente a la media europea del 40%.    


Otros factores importados están tomando el relevo de la factura eléctrica, en especial los alimentos y el petróleo. La guerra ha hundido las exportaciones de cereales desde las zonas de conflicto, además de generar un encarecimiento de los fertilizantes intensivos en gas ruso. La cotización del barril de Brent, por su parte, se resiente ya del inminente endurecimiento de las sanciones a Rusia, hasta neutralizar por completo la subvención pública a los hidrocarburos. La decisión de los países de la OPEP de no incrementar la extracción de crudo (o de hacerlo en proporciones insuficientes para paliar la escasez global) apunta en la dirección de tensiones adicionales al menos a corto plazo. Y los cortes de suministro de gas ruso, ya decididos o presentidos, auguran más perturbaciones —si bien el impacto será menor en la península ibérica gracias a la capacidad instalada de regasificación, aportando una ventaja comparativa crucial frente al resto de Europa—.       

Pero lo que preocupa ahora es el despertar de los precios en el sector de servicios —hasta fechas recientes inmune a la embestida de la energía— y su corolario de inflación subyacente. En el pasado ejercicio el IPC de los servicios se había mantenido casi ajeno al resto de componentes del consumo, con avances muy leves en contraposición con el repunte de los bienes industriales, en primea línea de la crisis energética y de suministros. Pero la tendencia ha cambiado: en abril el IPC de servicios se incrementó un 1%, lo que lleva la inflación acumulada en lo que va de año al 3,3%, lo mismo que los bienes industriales no energéticos. Destacan los incrementos del transporte, hostelería, restauración y seguros. Con todo, los precios de más de la mitad de los productos que componen la cesta de la compra crecen a un ritmo superior al 4%, cuando esa proporción era insignificante hace un año. Es decir, la inflación de costes energéticos y de suministros se ha repercutido al resto de precios, explicando el repunte de la inflación subyacente. 

No obstante, el proceso inflacionista no se ha adentrado todavía en el conjunto del aparato productivo. Falta el último eslabón: los salarios. De momento éstos actúan como dique de contención, al menos a nivel agregado, con una evolución de las remuneraciones pactadas en convenios colectivos notoriamente inferior a la inflación subyacente —algo que corroboran los datos de retribuciones medias de grandes empresas—. 

Sin embargo, ese muro de contención empieza a fisurarse. El sector de la construcción acaba de sellar un acuerdo con subidas salariales del 10% escalonadas hasta 2024 y con garantías de poder adquisitivo. Las negociaciones en otros sectores con margen de maniobra, como la consultoría, apuntan en una dirección similar. 

A falta de un acuerdo de conjunto, existe un riesgo de acuerdos parciales que abrirían la compuerta de una espiral precios-salarios perjudicial para la competitividad del conjunto de la economía y el empleo. Pero otro escenario es posible, caracterizado por un esfuerzo coordinado de contención de los márgenes empresariales y de los salarios. Esta es una vía que, junto con medidas de contención de los precios eléctricos, un plan de ayudas bien diseñadas a los sectores en dificultad y el aprovechamiento del enorme potencial en energías renovables, nos colocaría en mejor posición para luchar contra la inflación. Y para afrontar una crisis energética que no tiene pinta de amainar.                

CARBURANTES | Aunque de manera menos espectacular que el gas, el precio del petróleo ha seguido una senda fuertemente alcista desde inicios de año. La cotización del barril de Brent roza los 110$, un 41% por encima de los niveles de finales de 2021. Habida cuenta de la depreciación del euro, el aumento alcanza el 54%. Todo ello se ha trasladado a los precios finales de los carburantes, pese al descuento asumido por la hacienda pública: repostar con gasóleo cuesta un 42% más. Una subida del barril hasta 120$ añadiría cerca de un punto de IPC.          

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Redoble de tambores

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Hemos conocido en plena Semana Santa los preocupantes datos de inflación de marzo de Estados Unidos y España. Han sonado como un redoble de tambores, o, peor, como una tamborrada. En ambos casos, se ha vuelto a niveles no vistos desde los ochenta. El dato estadounidense muestra una inflación más allá del encarecimiento de la energía. Allí, la inflación subyacente —excluida energía y alimentos— ha alcanzado el 6,5%, y refleja las presiones en precios de una economía con cierto “sobrecalentamiento”, con un mercado de trabajo en pleno empleo y subidas salariales significativas, las mayores en las dos últimas décadas. Ante este panorama, el mercado descuenta dos subidas consecutivas de tipos del 0,5% en mayo y junio. El gran interrogante es si intentar enfriar un poco la economía norteamericana para controlar la inflación no supondrá un frenazo para la recuperación.

El dato español (9,8% en marzo), siendo muy preocupante, aún refleja en lo fundamental el impacto del encarecimiento de energía, transporte y tensiones de suministro. La subyacente se situó en el 3,4% que, aunque vuelve a subir, aún no muestra intensamente “efectos de segunda ronda” que podrían suponer las subidas salariales y de otros costes de producción, si al final comenzaran a dispararse como respuesta a la actual inflación. Con peores efectos porque, además, la economía española está lejos del pleno empleo. Cada vez parece más acuciante la necesidad de reducir la incertidumbre sobre la evolución de las rentas (salarios, beneficios, alquileres) en este contexto inflacionario. Llámese pacto de rentas o no, pero el acuerdo debe cerrarse con el mayor consenso social y político posible e idealmente con un horizonte temporal que vaya más allá de 2022. Parece que un crecimiento de precios por encima del 5% —por lo tanto, bien lejos del objetivo de bancos centrales, que es en torno al 2%— está aquí para quedarse un tiempo.

Ese acuerdo sobre remuneraciones debe repartir la carga lo más ampliamente posible, sin apenas posibilidad de blindar ciertas rentas ante la pérdida de poder adquisitivo, ese empobrecimiento real que hemos tenido con la actual factura energética, basada en gran parte en importaciones. Está por ver el impacto del subsidio a la gasolina y el nuevo cálculo del precio de la luz y si logran al menos parte de sus objetivos y contribuyen a bajar la inflación. Es necesario enfatizar la necesidad de ahorro energético con la mayor empatía posible, que permitiera reducir algo la demanda y aliviar la presión alcista de los precios energéticos. Pura ley de oferta y demanda. También es imprescindible redoblar la apuesta por un mix energético con mucho mayor peso de las renovables.

Se está tiempo de evitar los principales “efectos de segunda ronda” que prolongarían —y agravarían— la inflación que tanto daño haría a la recuperación económica española tras la pandemia. No olvidemos que, en breve, notaremos más la presión de la retirada de estímulos monetarios del BCE, lo que tampoco ayudará a mantener cierto vigor en la recuperación.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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