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Los incentivos perversos detrás del Ingreso Mínimo Vital

Mañana, el gobierno un Consejo de Ministros aprobará el Ingreso Mínimo Vital. Una medida que trata de hacer frente a la dura situación económica que soportan muchas familias a raíz de la crisis que está destruyendo empresas y empleo.

La cuantía sobre la que se hace referencia dependerá del número de miembros de cada hogar y de las rentas que perciban y se empezará a cobrar en el mes de junio, a medida que se vayan recibiendo las solicitudes.

Según el propio gobierno, los beneficiarios de esta medida serían alrededor de 850.000 familias que se encontrarían en una situación de pobreza severa, cuatro de cada cinco familias en una situación desprotegida, movilizando 3.000 millones de euros del Presupuesto.

Esta prestación no es un cheque en blanco, sino que está condicionada y trata de cubrir la diferencia necesaria por esa unidad familiar hasta alcanzar el ingreso mínimo correspondiente.

Según el ministro Escrivá, el ingreso mínimo garantizaría una renta de 461 euros para el caso de un hogar formado por un adulto, complementando la renta hasta ese importe. A partir de allí se aplicarían una serie de coeficientes multiplicadores en función de tipo de familia y de número de menores a cargo para que la cuantía fuera incrementándose sin llegar a alcanzar el SMI.

Tratar de clientelizar a un país

Que, de repente, se pueda obtener una renta de última instancia, puede llevar a ciertos incentivos perversos tanto desde el punto de vista del ciudadano como desde el punto de vista del Estado.

Desde el punto de vista del ciudadano, puede concluir que para qué va a obtener un trabajo que le aporte una renta, si el Estado se hace cargo de sus necesidades de consumo. Por lo tanto, cualquier renta que se ofrezca debe valorar no atentar contra el incentivo de la obtención de un trabajo.

Todo gobierno busca permanecer en su statu quo en el tiempo y, para ello, existe el incentivo de controlar a la población a través de medidas asistenciales, panem et circenses. Una población sometida y bajo la asistencia del Estado, es una población menos exigente con los mecanismos del poder y, consecuentemente, más dócil y manejable para poder así prolongarse en el tiempo.

Por otra parte, es un error manifiesto que se lleve a cabo la planificación de ese ingreso mínimo desde la centralización de un Estado. Estamos hablando de paliar las necesidades de consumo de la población menos desfavorecida y, obviamente, no existirán las mismas necesidades consumo en Barcelona o Madrid, que en un pueblo de renta reducida de Extremadura.

De ahí que nazca un problema de planteamiento, y no debe ser la Administración Central la que impulse este tipo de medidas por las disparidades existentes dentro de un territorio, sino desde las administraciones inferiores cercanas a la realidad del territorio. De hecho, ya teníamos las rentas mínimas de inserción de las Comunidades Autónomas, que en el año 2018 comprometian un gasto cuantificado en más de 1.518 millones de euros.

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Estas rentas no suponen un compromiso presupuestario elevado porque tienen numerosas condiciones para ser beneficiarios como por ejemplo la edad, circunstancias personales, una duración limitada en el tiempo y una prueba de rentas.

En todo caso, el Ingreso Mínimo Vital es una renta condicionada a determinadas circunstancias, totalmente diferente a la Renta Universal que es el esquema de protección social más radical: una transferencia incondicional de dinero en efectivo a todos los ciudadanos/residentes de un país.

El riesgo que pueda existir es que una vez implantado el Ingreso Mínimo Vital por parte de la Administración Central, los criterios para su acceso se vayan relajando durante los sucesivos años, dirigiéndonos hacia una Renta Universal en que todas las condiciones previas hayan desaparecido, y que cada vez ostente un peso mayor en el Presupuesto.

Ofrecer un complemento a la renta cuando eres el principal responsable de la devastación de la economía

Que exista una red de última instancia en forma de renta, para que aquellos segmentos de la población que se hayan visto privados de la posibilidad de encontrar un trabajo en el corto plazo puedan hacer frente a las necesidades de consumo, no es algo negativo.

El problema existente viene dado cuando no se puede obtener renta a través de un trabajo porque existe una regulación laboral que lo impide (la subida del SMI que puso freno a la caída del desempleo), o unas condiciones de la actividad económica diezmadas porque la intervención estatal ha arruinado toda proliferación de prosperidad.

Ya hemos visto, tanto en 2019 como en 2020, el incremento sustancial del SMI, afectando negativamente a aquellos segmentos de la población menos productivos como pudieran ser jóvenes, inmigrantes, involucrados en sectores de una productividad comparativa menor como en el caso de la agricultura. Todos ellos susceptibles de verse favorecidos por el ingreso mínimo vital.

Al mismo tiempo, la pésima gestión del Gobierno español ante la crisis del COVID-19 nos ha llevado a unas previsiones económicas de caída del PIB del 9,4% según la Comisión Europea, el segundo dato peor entre los países desarrollados solo superado por Italia que se proyecta una caída del 9,5%.

Por lo tanto, ellos mismos generan unas condiciones económicas de destrucción absoluta de la actividad económica y, al mismo tiempo, tras generar una pobreza extendida, anuncian una renta complementaria.

No parece muy sensato que, por un lado, se impida la obtención de renta y que, por el otro lado, se ofrezca una renta que dependerá de la capacidad de financiación del déficit público en un país que no destaca precisamente por la estabilidad presupuestaria a largo plazo.

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Economía digital en tiempos de pandemia (I). Trazabilidad del contagio

Me temo que todavía estamos viendo bajar la marea y no conocemos el tamaño del tsunami al que nos enfrentamos. Pero además de tremendas pérdidas humanas y económicas, esta pandemia, como todas las guerras, también traerá mejoras en la productividad y nos hará una sociedad más eficiente y más fuerte. En lo fundamental, y siguiendo una premonitoria conferencia de Bill Gates en 2015, sería indispensable aprender lo suficiente para poder hacer frente a la próxima pandemia, identificar las mejores estrategias para luchar contra el virus y desarrollar herramientas científicas y políticas públicas que eviten que lo que ahora estamos viviendo vuelva a suceder.

Este es el ejemplo de Corea del
Sur, uno de los países que mejor ha sabido enfrentar la pandemia. Corea sufrió
en 2015 la epidemia del síndrome respiratorio de oriente medio (MERS, por sus
siglas en inglés), que mató a 38 personas. Aquella experiencia sirvió al país
para darse cuenta de que tanto la falta de información sobre la enfermedad como
de tests contribuyeron a la expansión del virus. Al surgir los primeros casos
de contagio de COVID-19, Corea incentivó a su industria biomédica para
desarrollar masivamente test del virus y pudo llevar a cabo más de 10.000 pruebas
diarias, lo que ayudó a aislar focos y a controlar (parece que exitosamente) la
expansión de la enfermedad.

Además de los tests, parece que otro factor importante en el control de la enfermedad en Corea (y en China) ha sido la posibilidad de monitorizar los síntomas y los movimientos de los pacientes gracias a los teléfonos móviles. Esta no es una idea nueva, ni asiática. En 2010, investigadores de la Universidad de Cambridge desarrollaron una aplicación para teléfonos móviles llamada “FluPhone app” con el objetivo de realizar un estudio para identificar los patrones de contagio de la gripe común. La idea era que los móviles recogieran las interacciones de los participantes en el estudio con sus contactos sociales mediante el uso de bluetooth, y que estos informasen de sus síntomas cuando enfermasen de gripe. Cuando dos amigos quedaban a tomar una cerveza, sus móviles enviaban un mensaje para tener constancia de ese encuentro; si días después aparecían síntomas de gripe, se podía identificar la fuente del contagio.

«Si queremos implementar un sistema de trazabilidad de movimientos y síntomas que sea voluntario y respetuoso con las libertades individuales, debemos solventar algunos problemas de incentivos».

Juan José Ganuza

La “FluPhone app”  tuvo un éxito moderado, ya que solo participó un 1% de la población de Cambridge, pero ha sido el inspirador de nuevas iniciativas para luchar contra el COVID-19. En el Reino Unido, científicos de Oxford están desarrollando una app con  una filosofía similar: tras un contagio, se avisa a todas las personas que han estado en contacto social con el enfermo para que verifique su salud y se someta a aislamiento en caso necesario. En Estados Unidos, el MIT-Lab desarrolla una aplicación de móvil pretende combinar el sistema de seguimiento de localización de los móviles y la declaración voluntaria de síntomas, con la información de los servicios de salud pública, para identificar patrones de contagio y dar criterios para identificar las zonas de mayor o menor riesgo. La iniciativa de código abierto CoEpi persigue objetivos similares. En España diversas autonomías están lanzando aplicaciones sencillas con el objetivo de generar un mapa de contagios. Queda por ver que estos proyectos tengan éxito, en términos de participación, en una sociedad donde existe una preocupación creciente por la privacidad y con culturas muy diferentes a la coreana y la china. En este último país el sistema de seguimiento de los individuos ha sido tremendamente exhaustivo y se ha sostenido no solo con normas sociales sino, también, con sistemas policiales y legales coercitivos. Además de los sistemas de trazabilidad de los móviles, las autoridades Chinas utilizaban cámaras, drones, sistemas de clasificación de la población en función del riesgo de contagio basados en sistemas de inteligencia artificial e incluso la información proveniente de redes sociales.

Incentivos vs. coerción

Muchas sociedades no admitirían
un sistema como el chino, de control casi absoluto de la libertad individual de
movimientos por parte de las autoridades. Por tanto, si queremos implementar un
sistema de trazabilidad de movimientos y síntomas que sea voluntario y
respetuoso con las libertades individuales, debemos solventar algunos problemas
de incentivos. El principal es el relativo a la privacidad; el organismo que
recoja y analice la información debe de tener la capacidad de garantizar que el
uso de los datos se limita al objetivo del proyecto, más teniendo en cuenta la
naturaleza especialmente sensible de los datos que se refieren a la salud y a
la movilidad de los individuos. En esta dimensión, los servicios públicos están
mejor posicionados que los privados para garantizar un uso adecuado, dado que
no tienen conflicto de intereses. El valor comercial de toda esa información puede
ser elevadísimo.

El segundo factor que habría que tener en cuenta es el de la reciprocidad. En el mundo digital los individuos intercambian datos (privacidad) por servicios constantemente. Google provee de servicios gratuitos a cambio de utilizar nuestros datos para, por ejemplo, hacer que la publicidad sea más efectiva y rentable. Proporcionar información sobre nuestra salud y nuestro comportamiento genera una externalidad positiva sobre el conjunto, porque nos ayuda a aprender sobre los patrones de propagación del virus, pero el impacto sobre nosotros puede ser pequeño o incluso negativo en función del diseño que se adopte. Así, una persona que informe de problemas de salud puede temer que se le imponga una cuarentena. Lo esperable en estas circunstancias es que, en ausencia de incentivos, un sistema así obtenga una baja participación. Este puede ser un problema importante, porque para que la información agregada sea de calidad, se necesitaría la participación activa de los individuos, tanto para mejorar la información automática que generan los dispositivos (la geolocalización presenta un error de precisión de varios metros en áreas densamente pobladas) como para que la información sobre nuestra salud sea volcada sobre la plataforma de forma fiable. Es decir, no es suficiente que el sistema sepa que el sujeto al que se sigue está en el metro: debe identificar el vagón; no vale con que dicho sujeto proporcione la sensación general de su estado de salud: debe facilitar su temperatura o someterse a un test. Habrá que ver atentamente los resultados en el Reino Unido, donde las autoridades han confiado en una llamada al deber cívico para intentar generalizar la aplicación.   

«La información sobre la distribución espacial de la pandemia nos puede permitir anticipar las oleadas de contagios e intentar asignar mejor los recursos sanitarios. Por último, permitiría más adelante, el desmantelamiento gradual de estas medidas de aislamiento social según la incidencia de la pandemia en los distintos territorios»

Juan José Ganuza

Solventando los dos problemas
anteriores obtendremos una valiosa información sobre los patrones de contagio y
la expansión del virus, lo que permitirá diseñar estrategias más efectivas. Idealmente,
podemos identificar los nuevos contagios y sugerir o imponer medidas de
precaución en las personas que han tenido contacto con la persona infectada.
Sin embargo, la información sobre los estados de salud de los individuos y su
distribución en el territorio es material sensible. Se puede generar alarma en
determinados sitios y, al mismo tiempo, excesiva confianza en otros, o
estigmatizar personas o territorios. Otro motivo más para que este tipo de
información este bajo control público.

Desmantelamiento controlado del aislamiento

El ejemplo de Corea parece
demostrar que el uso de tecnologías digitales, junto con test masivos, es un magnífico
conjunto de herramientas en el estado de inicial de la epidemia, la denominada
fase de contención, donde es posible la trazabilidad de los contagios. Pero estos
sistemas de información también serían muy útiles en la fase de mitigación,
donde hay una trasmisión social generalizada del virus y se imponen medidas de
aislamiento social. La información sobre la distribución espacial de la
pandemia nos puede permitir anticipar las oleadas de contagios e intentar
asignar mejor los recursos sanitarios. Por último, permitiría más adelante, el
desmantelamiento gradual de estas medidas de aislamiento social según la
incidencia de la pandemia en los distintos territorios. En China, el control
exhaustivo de la población ha permitido la vuelta a la actividad. El reto es
alcanzar ese objetivo en una sociedad más abierta.

¿A cuanta privacidad y autonomía
estamos dispuestos a renunciar para reducir el actual aislamiento social? Sea
cual sea la respuesta a esta pregunta, los sistemas de trazabilidad digitales nos
dan esperanza de que podamos acortar el tiempo de aislamiento y recuperar
nuestro modelo de vida.

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