Deslocalización tecnológica: el Talón de Aquiles de Occidente también en la lucha contra el Coronavirus
Los países desarrollados llevan décadas deslocalizando cadenas de suministro enteras a países de costes laborales un orden de magnitud por debajo de los occidentales, pero también bajo paraguas de poder foráneo que poco van a salvaguardar nuestros intereses nacionales.
La sangrante y mortífera incapacidad de muchos gobiernos para abastecer sus mercados nacionales de vital material sanitario durante la pandemia, ha devuelto a primera línea de fuego de la guerra desglobalizadora el tema de la pérdida de tejido manufacturero. ¡El tema no era tanto los costes, sino como mantener una capacidad de producción autónoma!
Lo que verdaderamente ha deslocalizado Occidente es su poder socioeconómico con la tecnología como principal vía de fuga
Hace cerca de una década que desde estas líneas advertimos de la dañina deslocalización que estaba ya asolando Occidente, en aquel artículo con título “El capitalismo contiene la semilla de su propia autodestrucción. Ya en aquel momento, y también en diversas ocasiones desde entonces, les venimos advirtiendo de las fatales consecuencias que esa corriente socioeconómica iba a acabar teniendo, no sólo sobre nuestro tejido productivo, sino también sobre nuestro propio estado del bienestar y sobre toda nuestra socioeconomía en su conjunto. Así, habría destrucción de empleo, pérdida de riqueza, propagación de culturas corporativas extractivas y que no fomentan el progreso, muchos ciudadanos que dependerían de meras dádivas paliativas (que no preventivas), y finalmente surgimiento de un descontento social que correría como la pólvora. Sustituyan el tiempo condicional de las frases anteriores por el presente simple, y habrán viajado en un abrir y cerrar de ojos hasta nuestro actual y convulso 2020.
Y en medio de este ya de por sí muy sombrio panorama, ha irrumpido con fuerza el Coronavirus, habiendo sido la gota que ha colmado el vaso, y así está suponiendo tan sólo un (potente) potenciador de amargo sabor del ya de por sí explosivo cóctel, que amenaza con acabar de hacer saltar todo por los aires. Tampoco ha sido un proceso espontáneo y que “haya surgido” por sí mismo, al calor de las fallas del modelo, de la avaricia y poca visión de futuro que ha propiciado tan anárquicamente y sin ninguna planificación que las empresas se fuguen tan cortoplacistamente, buscando costes (y derechos) laborales exiguos. No obstante, todo el proceso y sus responsabilidades son muy complejos, empezando por la innacción (o incluso complacencia) de nuestros politicos, pasando por todos esos ciudadanos que se volcaron en comprar ya casi todo "made in China" para ahorrarse unos Euros, y finalmente con esas cortoplacistas empresas deslocalizadoras, que han acabado inmiscuidas en las viscerales guerras comerciales chino-estadounidenses (ya globales) que ellas mismas propiciaron; y al calor de todo este convulso escenario, es todo este conjunto ornamental lo que ha inducido en nuestras sociedades el estado en el que estamos actualmente. Pero aquí falta la guinda de este cóctel de nitroglicerina, y que no es otra sino esa siempre despiadada propaganda (también económica) sobre la que tanto les hemos escrito. La propaganda ha hecho presa en la víctima ya herida, y no ha dudado en tratar de aprovecharse y potenciar todo lo anterior para conseguir por fin desgarrarnos y que nos autodestruyamos enfrentándonos tan agresivamente unos contra otros.
Pero aquí estamos, tenemos lo que tenemos, y una parte nos la merecemos por (des)méritos propios, porque aquella deslocalización algunos la veían hasta “beneficiosa”, y “gracias” a ella podían comprar productos por unos pocos Euros, sin querer ver que eran un podrido fruto de la explotación de terceros en condiciones laborales lamentables, y que además transferían nuestro poder socioeconómico hacia terceros países. Un poder que ahora esos países no dudan en ejercerlo contra nosotros mismos, y a los que poco les importa (hasta cierto punto) nuestro devenir más allá de que les sigamos comprando sus productos, aunque a la vez tratan de balcanizar nuestras sociedades. Sus tácticas más básicas pasan por abrir cuantas más (y más profundas) simas sociales les sea posible, y provocar enfrentamientos viscerales en todo tema que quede a su alcance. Y en este proceso en el que la deslocalización sólo fue el origen de todo, tenemos que en concreto la deslocalización tecnológica fue la más suicida de todas, puesto que es precisamente la tecnología lo que está trayendo el poder económico y social del futuro.
Sí, el 1984 de Orwell y aquel visionario “La fuerza está en la ignorancia” ante los que les alertamos hace también casi una década, y que para mayor nivel de concreción incluso les dijimos que vendrían de la mano de las redes sociales, vemos hoy en día cómo toman forma corpórea en esa desinformación y esa guerra ciber-social que son el campo de batalla actual más encarnizado. Y desde sus inicios, esa guerra ciber-social no nos ha dado ni un solo respiro; es más, al contrario: sólo va in crescendo, y se está cebado con nosotros aprovechándose despiadadamente incluso de la desgracia de tener muertos de la pandemia aún calientes sobre la mesa. Esa guerra ciber-social nos está apretando al cuello la soga que nosotros mismos regalamos dicharacheramente con la deslocalización tecnológica, ya que buena parte de nuestros cimientos tecnológicos (y por ende socioeconómicos) ya escapa mayormente a nuestro control.
No es sólo la tecnología en general, en concreto la deslocalización del hardware es la gran batalla perdida de Occidente
La idea originaria del titular anterior no es propia realmente, y las reflexiones que siguen fueron inicialmente expuestas en este medio por uno de nuestros preciados lectores, zmilinguy13, uno de esos miembros tan constructivos y con espíritu crítico propio que hacen de esta rica comunidad la joya que es. Un servidor ya era plenamente consciente de que la deslocalización tecnológica era la peor y más dañina faceta de la globalización para las economías desarrolladas, pero realmente no me había llegado a plantear hasta sus últimas consecuencias que, en concreto, todavía más suicida resultaba la deslocalización del hardware. Y es que, el software hoy en día ya es complejo que pueda ser “relocalizado” de forma ágil, pues su externalización masiva a terceros países también ha sido un tema mayor y de muy poco futuro para Occidente, según analizamos en “El cercano fin de la Ley de Moore amenaza las bases de nuestra "Sociedad Tecnológica": no es un callejón sin salida”. Pero el tema de "relocalizar" el hardware es doblemente complejo, por su propia naturaleza de manufactura. Porque, para empezar, “relocalizar” la producción del software puede entrañar su dificultad por requerir "re-importar" todo el know-how y toda la capacidad de desarrollo de código hacia equipos nacionales, pero "relocalizar" la producción del hardware no sólo implica eso mismo, sino adicionalmente mucho más.
Y es que es compleja al extremo la "relocalización" de cadenas de producción de tecnología punta (con maquinaria muy delicada y de muy alto coste), de su muy difícil operación, de plantas de microelectrónica con “instalaciones blancas” (también conocidas como “limpias”) más blindadas que el pentágono, donde una simple mota de polvo puede producir que un transistor de los que un equipo lleva a miles o millones sea defectuoso y produzca efectos espúreos de imposible arreglo, y que suponen tener que desechar todo el equipo, tras ya de por sí no pocos costes en el soporte y los técnicos que han tratado de arreglarlo durante horas, por no hablar del impacto en la imagen corporativa. Esto sólo trata de ser una pequeña muestra de toda esa complejidad que les exponemos. Y hablando del hardware y su deslocalización, ya no es sólo la capacidad productiva como tal, además está el claro componente geoestratégico que introducíamos antes, con implicaciones últimas que afectan incluso a la seguridad nacional. No han sido pocos los escándalos surgidos al calor de este proceso y en torno a todo tipo de hardware, como por ejemplo el sonado caso del espionaje industrial masivo que se descubrió en chips “made in China” diseminados por todas las empresas e instituciones, toda la polémica surgida en torno a las redes 5G de Huawei, los smartphones chinos que envían todo tipo de datos de sus usuarios a servidores de dudosa reputación, lo mismo que ha ocurrido con el también escándalo de los drones de fabricación china que envían imágenes (potencialmente incluso de instalaciones estratégicas) a servidores allende los mares, etc etc etc. La lista es interminable, y buena parte de ella tiene al hardware por protagonista, aunque también ha habido (¡¿Cómo no?!) sonoros casos de espionaje con el software de por medio: en el amor y en la guerra ciber-social todo vale.
No deben olvidar que por ejemplo en China todas las tecnológicas por ley tienen la obligación de compartir con el gobierno absolutamente todo lo que pueda serles requerido bajo determinadas circunstancias (que, como en toda dictadura, en la práctica al final serán arbitrarias); un extremo que, increíblemente, puede dejar en un tema menor un escandalazo como el de la NSA: en China no es que sea sólo que el gobierno pueda ejercer indiscriminadamente la censura con su ”Gran Cañón” y espiar o cortar impunemente todas las comunicaciones con su “Gran Cortafuegos” de forma equiparable en cierta medida a lo que ya ocurriera con ese lamentable caso de la NSA. El tema es que, además, por el siniestro capítulo 77 de la Ley de Seguridad Estatal china, toda empresa del gigante "dictapitalista" debe forzosamente compartir toda la información de la que dispone propia o de sus usuarios (eso sí, bajo esas determinadas condiciones que les decía que no resultan nada tranquilizadoras, pues se trata de un país con poder estatal cuasi-absoluto). Este capítulo 77 añade potencialmente (y no duden que muy probablemente será un hecho) al terrible “equipazo” de dobles agentes también a fabricantes de chips, fabricantes de redes de telecomunicaciones, de drones, de smartphones, de satélites, de cabinas de almacenamiento, de dispositivos de IoT diseminados por todas nuestras ciudades y edificios, de smartwatches, y así hasta un largo (larguísimo) etcétera, que alcanza precisamente tan lejos como la deslocalización tecnológica les ha permitido llegar a las tecnológicas chinas (y por extensión legal "a la 77", al propio gobierno chino).
Todo lo suicida de esta deslocalización tecnológica de Occidente ha emergido con especial fuerza con la crisis del Coronavirus
Las implicaciones a largo plazo de todo lo anterior no son ni mucho menos pocas, y demuestran objetiva y fehacientemente el garrafal error que ha cometido Occidente al deslocalizar sin ninguna planificación su capacidad productiva tecnológica (sea a China o a quien fuere), y en especial por lo que al hardware se refiere. Pero por si no fuese suficiente con todo eso, ahora va y llega el Coronavirus para dejar al aire nuestras auto-inducidas vergüenzas. En este interesante artículo del MIT Technology Review, exponen cómo, con el Coronavirus, se ha evidenciado cómo el error tecnológico-estratégico de Occidente ha sido doble, consistiendo el redoble en haber apostado toda su capacidad tecnológica a lo que ha quedado del software en sus dominios. La publicación indica que uno de los efectos colaterales de la pandemia ha sido que en las cunas de la innovación occidental, como la reputada Silicon Valley, se han demostrado mayormente inservibles para tratar de solucionar los problemas derivados del COVID-19 por sí mismos, quedando Occidente a merced de fabricantes asiáticos y sin apenas capacidad de innovar por sus propios medios, especialmente en terrenos como la manufactura y la salud con apellido más tecnológico (y biotecnológico). Y es que, con la crisis del Coronavirus, aquellas fisuras del edificio capitalista ya han demostrado estar convirtiéndose en profundas grietas, que se resquebrajan afectando a los muros de carga y a los propios cimientos del capitalismo.
Occidente ha asistido perplejo a cómo suministros básicos como mascarillas, EPIs o respiradores no llegaban en momentos en los que los ciudadanos morían por miles diarios, y las pocas partidas de ansiado material sanitario que nos iba llegando eran objeto de luchas intestinas entre los propios países occidentales, que trataban desesperadamente de abastecer mínimamente sus secos mercados nacionales de material sanitario (incompetencias aparte). Esto no es coyuntural, no es algo que pueda ser catalogado de una casualidad, no es algo imprevisible ni surgido de la nada. Es algo que era totalmente previsible, tras años de deslocalización masiva y de pérdida de capacidad productiva y manufacturera, y que ahora nos han demostrado cómo el tener capacidad de fabricación es un plus que incluso protege la seguridad nacional. Pero claro, al calor de los salarios chinos un orden de magnitud por debajo de los occidentales, hace 20 años poco importaba todo esto cuando la globalización entró en la dañina y agresiva espiral deslocalizadora sin fin. Y ahora los ciudadanos occidentales asistimos atónitos al lamentable espectáculo de ver cómo esos supuestos polos occidentales de innovación y progreso socioeconómico a raudales, como Silicon Valley, se han demostrado mayormente impotentes e inútiles para dar soluciones sin dependencias y por sí mismos a los vitales problemas surgidos con la pandemia.
Pero es que, aparte de la pérdida de riqueza socioeconómica y de la pérdida de poder geoestratégico, hay una tercera derivada todavía más suicida si cabe. Así, como bien recordaba el MIT Technology Review en su artículo enlazado antes, aquel miembro reputado de la élite de Silicon Valley de hace unas décadas que fue Andrew Grove, ya expuso visionariamente (coincidiendo con tesis que siempre hemos abanderado desde estas líneas) que la pérdida de empleos en Occidente no era ni mucho menos el único ni más grave problema que estaría trayendo, ya por entonces, la deslocalización de la fabricación fuera de los países desarrollados; así, el visionario dirigente afirmaba que "perder la capacidad de escalar dañará nuestra capacidad de innovar". Como de hecho ha ocurrido. Si nuestros dirigentes pensaban que fabricar era algo que se iba a poder dirigir con humanos-autómatas chinos a mero golpe de mando a distancia, y conservando todos los activos intangibles de sus empresas, lo lleva(ba)n claro. No es posible deslocalizar manufacturas sin perder valioso know-how en el proceso. Y es que es ese know-how el que retroalimenta el propio proceso de manufactura y el de diseño, permitiendo a la postre innovar productos y cerrando así un círculo de mejora continua que se remonta de nuevo hasta las fases más tempranas de concepción y diseño de los productos, así como del I D que los alumbra. Ahora les parecerá a ustedes todo esto tan evidente como les pareció en su momento a algunos destacados miembros de aquellos polos de innovación mundial (y a algunos analistas como un servidor), pero los que más claro deberían haberlo tenido, nuestros responsables políticos, no supieron o no quisieron verlo tan claro (a saber por qué motivos).
Y esas dependencias externas no sólo suponen lo anterior de perder capacidad de control sobre buena parte de los procesos de suministro e innovación, sino que además suponen arriesgarse a poder caer víctimas del juego de poderes e intereses geoestratégicos de terceros, que pueden optar por derivar su capacidad productiva de “hardware” allá donde más intereses haya (del tipo que fueren). ¿Y cómo se ha reaccionado en Occidente ante esto? Pues para variar, con una autosuficiencia que estaría más justificada en otros tiempos en los que aún podíamos poner en los mercados cualquier tipo de producto de manera autónoma. Así, desde todo tipo de instancias, con el Coronavirus no se podía concebir que un “Dorado” de innovación como Silicon Valley no fuese capaz de empezar a fabricar material esencial a raudales, y aunque ha habido encomiables casos e iniciativas que lo han conseguido en parte (también en España), el cómputo global sobre el conjunto de necesidades ha sido más bien absolutamente desolador, teniendo nuestros dirigentes que “tragar con ruedas de molino” la nueva realidad imperante. Lo quieran o no, lo hayan admitido o no en lo peor de la pandemia, ahora Occidente depende de terceros hasta en lo más geoestratégico. De aquellos polvos de hace 20 años, estos lodos que nos atrapan. Y la pandemia sólo es la punta del iceberg: a saber a cuántas otras situaciones nos podemos enfrentar en el futuro en las que nuestro Talón de Aquiles más deslocalizador nos haga doblegarnos ante intereses o limitaciones foráneas, sobre los no podríamos hacer mucho en determinadas situaciones.
Es lo que tiene vivir en un mundo (todavía) muy físico, que mientras que la socioeconomía de The Matrix no nos envuelva a todos, al final, nuestro progreso y nuestra innovación tienen una de sus dos patas en objetos también necesariamente físicos, aunque la otra pata sea un software cada vez más virtual pero que también se apoya inevitablemente sobre servidores de “carne y hueso” (digo, de “silicio y hierro”). Tal vez la apuesta de Occidente por los bienes tecnológicos intangibles haya sido demasiado temprana (además de parcial). Tal vez ni siquiera fuese realmente una apuesta, sino una mera búsqueda insaciable de ínfimos costes físicos para unas cadenas de producción físicas de hardware también físico. Tal vez aquí, la descentralización de Occidente haya sido mayúscula hasta tal punto de que nadie ha controlado el sentido de lo que las multinacionales estaban haciendo como conjunto nacional, y todo, sobre todo el hardware, pero también buena parte del software, hayan caído presas de una vorágine cortoplacista de deslocalización anárquica, y sin la más mínima planificación ni velando ni mínimamente por los intereses nacionales de los países desarrollados. Ahora, en vez de velar por nuestro hardware, nos vemos forzados a asistir a velatorios (y eso el que tenga la suerte de poder hacerlo).
Pero tal vez nuestro peor error venga de no haber sido capaces de tener capacidad de gestión y de coordinación colectiva, especialmente sobre la parte más geoestratégica de nuestra actividad socioeconómica. Es precisamente en aquello en lo que China dirige con puño de hierro y férreo control a sus empresas nacionales, incluso con leyes de seguridad de por medio. Tal vez la libertad económica e individual tuviese un claro límite, y aunque no debía caer en cercenar los derechos de sus ciudadanos y la libre empresa, tampoco debía dejarse comer el terreno por aquellos países que apostaban por todo lo contrario, y que, inherente a su centralización absolutista, han hecho de la falta de libertades empresariales y de su colectivización su razón de existir y su poder de conquista. Porque una cosa sería haber mantenido relaciones diplomático-económicas con terceras potencias, y otra muy distinta es poder haber estado durmiendo con tu enemigo, especialmente cuando éste no habría cerrado en ningún momento ni un ojo, con el que además nos llevaría mirando de reojo desde que la deslocalización empezó a dejarle una parte cada vez más grande de la cama; ésa que podría haber estado haciéndonos desde que la globalización es deslocalización. Y como siempre, los dirigentes occidentales responsables de tamaño desastre ahora miran al cielo disimulando y silbando, haciéndose los despistados para desviar la atención. Un silbido que ahora a algunos les puede llegar a sonar como aquel con el que los cazadores tribales llamaban a los lobos.
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