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Noticias (breves) desde la demografía: volvemos a 2019

La demografía se ha convertido en uno de los mayores desafíos de las sociedades modernas, no solo por las implicaciones para la organización social del envejecimiento de la población, sino porque refleja y condiciona las transformaciones en las formas de convivencia y los estilos de vida. Aunque los indicadores demográficos suelen cambiar lentamente, cada actualización anual resulta de interés para comprender la evolución de las dinámicas poblacionales. Estas actualizaciones rara vez muestran cambios abruptos, pero sí permiten confirmar tendencias previas o identificar interrupciones significativas en dinámicas previas. 

Hace apenas dos días, el Instituto Nacional de Estadística (INE) actualizó los datos del Movimiento Natural de la Población y los Indicadores demográficos básicos correspondientes a 2023. Destacamos algunos de los puntos más relevantes de esta nueva actualización, que, en general, parecen indicar una recuperación de las tendencias o cifras demográficas previas a la pandemia y a las medidas asociadas a esta. Podría afirmarse que 2023 representa, demográficamente, una vuelta a 2019.

Fecundidad

Confirmando la estimación provisional que apuntamos en nuestra última Nota de coyuntura social, el Indicador Coyuntural de Fecundidad (ICF) continuó su senda descendente en 2023, alcanzando el mínimo histórico para el caso español de 1,12 hijos por mujer. Este dato consolida a España como uno de los países con menor fecundidad de Europa, dado que, en 2022, con 1,16 hijos por mujer, ya ocupaba la segunda posición en fecundidad más baja de la Unión Europea.

La caída de la fecundidad entre 2022 y 2023 afecta tanto a las mujeres españolas como a las extranjeras. Entre las españolas, el ICF descendió de 1,12 a 1,09 hijos por mujer, una cifra que, en todo caso, sigue estando lejos de un caso extremo como el de Corea del Sur (0,72 hijos por mujer en 2023). Por su parte, la fecundidad de las extranjeras en España también registró una reducción, pasando de 1,35 a 1,28 hijos por mujer, marcando igualmente un mínimo histórico, muy por debajo del máximo de 1,86 alcanzado en 2002.


Curiosamente, y por primera vez en muchos años, en lugar de subir, cae la edad media a la que las mujeres tienen su primer hijo. Eso sí, la caída no supone ni siquiera una décima de año, desde los 31,57 a los 31,50 años. Aunque esta reducción es apenas perceptible en el caso de las españolas (de 28,53 a 28,47), no deja de llamar la atención que se haya interrumpido un ascenso que se viene dando desde 1980 y que solo se había interrumpido entre 2006 y 2008, años de recuperación de la fecundidad. 

También se interrumpe, si bien mínimamente, la tendencia ascendente de décadas en el porcentaje de nacidos de madre no casada, que pasa de 50,14% en 2022 a 49,96%. Este indicador sí había sufrido una interrupción algo mayor en 2020, el primer año de la pandemia y de las medidas de distanciamiento social, que afectaron en ese mismo año y los siguientes a no pocos indicadores demográficos de fecundidad y nupcialidad. De todos modos, la caída en el porcentaje de nacidos de madres no casadas se debe en exclusiva al comportamiento de las españolas (53,08 a 52,66%), pues subió entre las extranjeras (40,30 a 41,52%). 

Matrimonios y divorcios

La nupcialidad recupera su senda descendente de décadas, que se había revertido en 2021 y 2022, años en que acabaron por celebrarse los matrimonios que no tuvieron lugar en 2020. El indicador coyuntural de nupcialidad, una estimación del número de veces que se casarían los residentes en España teniendo en cuenta las tasas de nupcialidad por edades de ese año (de forma análoga a como se construye el Indicador Coyuntural de Fecundidad) cayó desde los 0,58 a los 0,55 matrimonios por habitante entre 2022 y 2023. Recordemos que la estimación para 1976 fue de 1,01 matrimonios por habitante. Al contrario de lo que sucede con la fecundidad, los indicadores de nupcialidad apuntan a una menor intensidad entre los españoles que entre los extranjeros, con cifras respectivas de 0,60 y 0,35 matrimonios por habitante en 2023. 

La edad media al primer matrimonio también recupera su senda, en este caso, ascendente por décadas, que había experimentado su propio “efecto 2020”. Ese año, la edad media al primer matrimonio se había incrementado súbitamente en más de un año, coincidiendo con una reducción drástica de los matrimonios. La posterior recuperación del número de nupcias redundó en una caída temporal de la edad media al primer matrimonio. En 2023 la edad media de los varones que se casaban por primera vez aumentó hasta los 36,9 años (36,7 en 2022) y hasta los 34,9 la de las mujeres (34,6 en 2022). 

Por último, prosigue su senda ascendente el peso de los matrimonios de personas del mismo sexo sobre el total, que es relativamente clara desde 2014, con algunas interrupciones recientes más o menos asociadas al año 2020. En 2014 los matrimonios entre varones fueron el 1,03% del total; son el 1,84% en 2023. En 2014 los matrimonios entre mujeres pesaban algo menos, un 0,98% del total, pero en 2023 ya suponen una mayor proporción que la de los matrimonios de varones: representan el 2,09% del total. Estos cambios se explican por un aumento en el número total de matrimonios entre personas del mismo sexo, mientras que las cifras de matrimonios entre personas de distinto sexo se han mantenido estables.

Pero no solo cae la nupcialidad, también lo hace la “divorcialidad”. El Indicador Coyuntural de Divorcialidad, (una estimación del número de divorcios por habitante análoga al ICF) se situó en 0,22 en 2023, cifra inferior a la de 2022 (0,24) y a la baja desde 2010 (0,30). Poniendo en relación los indicadores de divorcialidad y nupcialidad (dividiendo el primero por el segundo) se podría hipotetizar que, con cifras de 2023, acabaría en divorcio el 40% de los matrimonios, mientras que en 2010 parecería que iban a acabar de tal modo el 64%. 

La esperanza de vida

La esperanza de vida al nacer se estima para 2023 en los 83,77 años, las más alta registrada: 81,11 para los varones y 86,34 para las mujeres. Se han superado por fin las cifras de 2019, el anterior máximo histórico (83,53; 80,78; 86,19, respectivamente). Algo parecido cabe decir de la esperanza de vida de los mayores, que suele medirse a los 65 años, y que, con 21,68 años (19,65 para los varones y 23,49 para las mujeres) supera por primera vez la de 2019, el máximo anterior de 21,52 años. 

Las cifras de esperanza de vida de 2023 no solo reafirman la tendencia, paulatina, al alza interrumpida en 2020, sino la tendencia, también paulatina, pero sustantiva, a la reducción de la distancia entre varones y mujeres. En tiempos recientes, la diferencia máxima en la esperanza de vida al nacimiento fueron los 7,25 años favorables a las mujeres en 1992, lo que implicaba que su esperanza de vida superaba en un 9,8% la de los varones. Hoy, en 2023, la diferencia se ha reducido a los 5,23 años, de modo que la de las mujeres “solo” supera a la de los varones en un 6,4%. 

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El mercado laboral que viene

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Tras una recuperación
excepcionalmente intensiva en empleo, el mercado laboral podría estar entrando
en una fase menos boyante. El pasado ejercicio marcó un nuevo hito, con un rebote
de la ocupación del 3% en términos de EPA, medio punto por encima del
crecimiento de la economía, evidenciando el papel del mercado laboral como
motor de la coyuntura, algo inédito en nuestro país.  

Sin embargo, una normalización es perceptible en el periodo más reciente, a tenor de la caída de la ocupación en el primer trimestre, en línea con la pauta histórica en esta época del año. Eliminando la estacionalidad, la ocupación todavía avanzó un 0,5%, siendo este un ritmo algo menor que el crecimiento previsto de la economía (a la espera del avance que será divulgado el próximo martes). De afianzarse la tendencia, nos asomamos a descensos mucho más moderados del paro en los próximos trimestres.  

Las perspectivas laborales dependen de dos factores que condicionan las dinámicas en este momento: la incorporación de más fuerza laboral y, sobre todo, la capacidad productiva disponible en el tejido productivo. Y en ambos casos todo apunta a avances menos espectaculares, salvo nuevo impulso de la política económica.

España es uno de los países europeos donde más ha crecido la población en edad activa, con un gran salto adelante de más de 700.000 personas desde la reforma de finales de 2021, que contrasta con el retroceso poblacional registrado en el conjunto de la UE. Destaca la entrada de inmigrantes, un factor que explica nada menos que el 95% del incremento total, pero la mano de obra nacional también ha crecido, aun ligeramente. La mayoría de las personas que se han incorporado al mercado laboral han conseguido un empleo, evidenciando el carácter cuantitativo del modelo productivo: la economía se expande añadiendo fuerza laboral, y no por mejoras de la productividad. 


Este modelo de crecimiento, sin embargo, se enfrenta por una parte a la realidad demográfica, ya que son cada vez menos los jóvenes que acceden a la vida activa en relación a los trabajadores de la generación boomer que se aproxima a la jubilación. En el primer trimestre, España contaba con dos veinteañeros por cada tres personas de entre 50 y 59 años, siendo este déficit una señal inequívoca del cambio demográfico que se avecina. Por otra parte, una cierta ralentización de la entrada de inmigrantes es perceptible, tal vez por las dificultades a que se enfrenta este colectivo —junto con el de los jóvenes en general— para encontrar una vivienda asequible.  

Por otra parte, la economía necesita ensanchar su capacidad productiva para sostener el ritmo de crecimiento de la actividad y la creación de puestos de trabajo. A este respecto, el esfuerzo de inversión en equipamiento y modernización que realizan actualmente las empresas no parece suficiente para satisfacer una cartera de pedidos que ha ido mejorando gracias al auge del consumo y al buen posicionamiento competitivo de los sectores exportadores.   

La competitividad es precisamente uno de nuestros activos más valiosos de cara al futuro. Para aprovecharlo, falta el relevo de la inversión productiva. Y que el mercado laboral mejore cualitativamente. En tiempos de cambio tecnológico acelerado, preocupa que el porcentaje de ocupados sobrecualificados en relación a las tareas que desempeñan en su trabajo sea uno de los más elevados de Europa. Además de un problema social, el fenómeno de la sobrecualificación es un despilfarro de capital humano, y un desafío para las políticas educativas y el sistema de intermediación entre la oferta y la demanda de empleo. Las tendencias recientes ponen de relieve la vigencia de unos desajustes que arrastramos desde hace lustros, pero cuya resolución se antoja ahora como una de las tareas más urgentes para profundizar en el descenso del desempleo y la revaloración de los ingresos del trabajo.       

TASA DE OCUPACIÓN | El núcleo central del mercado laboral está formado por las personas de entre 16 y 64 años, una franja de edad considerada como activa según la estadística europea. En España, algo más de 31,5 millones de personas componen este grupo, de las cuales el 66,3% tienen una ocupación, según la EPA del primer trimestre. La tasa de ocupación media de la UE alcanza el 70,6% (con datos del cuarto trimestre del 2023), lo que significa que falta un millón de puestos de trabajo para cerrar la brecha de empleo con Europa.

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Continúa el aumento de la inmigración en España

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La inmigración juega un papel cada vez más importante tanto en el mercado laboral como en las estructuras sociodemográficas de las sociedades europeas. El peso y la composición por edades de los inmigrantes refleja no sólo el potencial de atracción de estas sociedades, sino que también plantea interrogantes sobre las implicaciones a largo plazo en términos de integración, ajuste del mercado laboral y protección social.

Desde principios de siglo España ha destacado como uno de los países europeos que más inmigración ha recibido. A 1 de enero de 2024, los datos de la Estadística Continua de Población revelan que la población nacida en el extranjero representaba el 18,1 % de los residentes en España, un punto porcentual más que en 2023 (Gráfico 1). Este aumento, hasta un máximo histórico de 8,8 millones de personas, es el resultado de una tendencia ascendente constante durante las dos últimas décadas. La población nacida en el extranjero solo experimentó un ligero descenso durante la Gran Recesión —menos de un punto porcentual (del 13,5 % en enero de 2011 al 12,7 % en julio de 2014)— así como una breve pausa en su expansión durante la pandemia. Estas tendencias no solo reflejan cambios demográficos, sino que también marcan el potencial estructural de España para atraer migración.

En el contexto de la Unión Europea, la proporción de población nacida en el extranjero en España parece bastante elevada. Según datos de Eurostat, en 2023 este porcentaje ascendía al 13,3 % de la población de la Unión Europea (Gráfico 2). España, con un 17,1 % de residentes nacidos en el extranjero en 2023, sólo se sitúa por detrás de países con una larga tradición de acogida de inmigrantes, como Suecia (20,4 %) y Alemania (19,5 %) y presenta una cifra significativamente superior a la de Francia (13,1 %). Aunque Portugal registra una proporción similar (16,1 %), otros países del sur de Europa como Grecia (11,3 %) e Italia (10,9 %) muestran porcentajes claramente inferiores.

La composición por edades de la población nacida en el extranjero es crucial en relación con la preocupación por el déficit de mano de obra. España es uno de los países europeos con una mayor proporción de inmigrantes de entre 25 y 44 años: representan el 42% de todos los nacidos en el extranjero (Gráfico 3). Esta cifra es claramente superior a la media europea —del 37 %— aunque inferior a la de Dinamarca (44 %), la República Checa (46 %) y Finlandia (49 %). Cabe señalar que, en España, tres de cada diez personas en este grupo de edad han nacido en el extranjero (Gráfico 4).

Por otro lado, la proporción de residentes nacidos en el extranjero varía mucho entre comunidades autónomas. En 2024 los porcentaje más elevados se encuentran en las Islas Baleares (27 %), seguidas de Cataluña y Madrid (24 %), Melilla (23 %) y la Comunidad Valenciana y las Islas Canarias (22 %) (Gráfico 5). Por el contrario, Extremadura (6 %), Asturias (10 %), Castilla y León y Galicia (11 %) presentan los porcentajes más bajos. En las regiones con más inmigrantes, como Cataluña y Madrid, así como el País Vasco y Navarra, una mayor proporción de estos inmigrantes se encuentran en el grupo de edad de 25 a 44 años. Ahondando en esta disparidad regional, algunas de las comunidades con una proporción bastante baja de inmigrantes nacidos en el extranjero de entre 25 a 44 años, como Canarias, Valencia y Andalucía también registran una mayor proporción de inmigrantes de 65 años o más (Gráfico 6).

Esta entrada forma parte de la edición de marzo de 2024 de Focus in Spanish Society.

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El poder de la maternidad y la caída de la natalidad

¿Acaso existe mayor poder individual legítimo que el de decidir si traer un hijo al mundo o no y, en caso afirmativo, cuándo hacerlo? Desde hace solo algunos decenios, millones de mujeres pueden ejercer ese poder en las sociedades económicamente más avanzadas. En qué grado comparten ese poder con sus parejas, cuando las tienen, no es fácil de averiguar, pero cabe suponer que, en tanto gestanturi, su criterio es decisivo. De ahí que las claves de la natalidad haya que buscarlas fundamentalmente en la maternidad.

El ejercicio del poder de la maternidad lo han posibilitado el acceso masivo y concurrente de las mujeres a los anticonceptivos y al trabajo retribuido. Aun cuando no está libre de costes para ellas, los anticonceptivos les han procurado más libertad sexual y, en combinación con el trabajo retribuido, un instrumento esencial para planificar y configurar autónomamente sus propias biografías. Allí donde este doble acceso se ha generalizado, la concepción ha dejado de ser un destino para convertirse en una elección. No un sujeto social en busca del empoderamiento de género o de cualquier otro objetivo colectivo, sino incontables mujeres tomando decisiones individuales en función de sus preferencias y circunstancias han impulsado la transición de la maternidad desde el Sistema 1 (el que piensa “rápido” y genera comportamientos automáticos) al Sistema 2 (el que piensa “despacio” y racionaliza las acciones), por utilizar la célebre distinción del psicólogo y Nobel de Economía Daniel Kahneman. Esta transición puede tardar años en cumplirse, pero cuando el Sistema 2 se apodera de las riendas de la maternidad, y los cambios de comportamiento de las mujeres van arraigando culturalmente, caen la fecundidad y, antes o después, los nacimientos.

Es verdad que, en la España contemporánea, el primer descenso intenso de la fecundidad, protagonizado por las mujeres nacidas a principios del siglo XX, obedeció al control creciente de la mortalidad. Las hijas de aquellas mujeres que redujeron el número de embarazos porque ya no se les morían tantos bebés, dispararon la fecundidad (que alcanzó su valor más alto en 1964, con 2,96 hijos por mujer en edad fértil), dando a luz a los más de 13 millones de baby boomers nacidos en los últimos 20 años de la dictadura franquista. Sin embargo, sus nietas, ya con acceso pleno a anticonceptivos (despenalizados en 1978), y cada vez con más medios económicos propios como resultado de su progresiva incorporación al mercado de trabajo, apostaron por afianzar su carrera profesional antes de emprender la familiar. El consiguiente retraso de la primera maternidad acabó resultando en un descenso de la fecundidad. En 1986, el indicador coyuntural de fecundidad cayó por debajo de 1,5, un umbral que desde entonces no ha superado. En 2021 España ostentaba, por quinto año consecutivo, un indicador inferior a 1,2 (el más bajo de la Unión Europea, salvo Malta). Demográficamente, España destaca en el mundo por su elevada esperanza de vida, pero también por conjugar uno de los indicadores de fecundidad más bajos con una edad media de las mujeres al nacimiento del primer hijo de las más altas (31,6 años).

Nada indica que los deseos de maternidad sean en España más débiles que en otros países. Más bien parece que las mujeres (y sus parejas) en las edades en las que esos deseos se plasman en propósitos, decisiones y acciones, consideran que no cuentan con cantidades suficientes de los tres recursos necesarios para la crianza: dinero, tiempo y esfuerzo. Cuando los progenitores son dos, la proporción de esos recursos que cada uno aporta es menor que cuando solo es uno, pero, aun así, la inversión resulta muy costosa y, por lo general, más onerosa para las madres que para los padres. Pero lo que eleva sobremanera el coste de esa inversión es un mercado de trabajo —basado en un tejido empresarial con un gran número de empresas de pequeño tamaño y reducida productividad— que no facilita la consolidación de puestos cuyas condiciones de retribución y duración de jornada permitan crear una familia sin tormentos diarios. Y es que las mejores oportunidades de empleo suelen encontrarse en grandes ciudades, donde los precios de compra y alquiler de vivienda son muy elevados en proporción a los salarios, y las distancias entre el lugar de residencia y el de trabajo amplían el tiempo fuera del hogar.

Estos problemas socioeconómicos e
institucionales se arrastran desde hace años de un gobierno al siguiente. Sin
duda, como empleador, el Estado ofrece mejores condiciones de conciliación de trabajo
y familia (sobre todo, por lo que se refiere a la duración de las jornadas y la
disposición de tiempo para asuntos sobrevenidos) y, además, relaja el vínculo
entre rendimiento y retribuciones. Pero si bien presta a todas las familias con
hijos pequeños buenos servicios sanitarios, proporciona unos servicios
educativos de calidad mediana y exiguas ayudas específicas para la crianza. Durante
el quinquenio previo a la pandemia, el gasto en la función “familia/niños” se
mantuvo en España en torno a 1,3% del PIB, casi un punto por debajo de la media
de la zona euro. En el primer año de pandemia, especialmente difícil para las
familias con hijos pequeños, el gasto por habitante en esta partida ascendió a 372
€, algo por encima del registrado en Grecia, Portugal e Italia, pero muy por
debajo del que dedicaron Francia (848 €), Suecia (1.346 €), Alemania (1.517 €)
o Dinamarca (1.824 €). Todos estos países cuentan con
programas que combinan medidas tales como prestaciones económicas por hijos a
cargo, gratuidad de escuelas infantiles, rebajas fiscales en función del número
de hijos dependientes o ayudas para cubrir los costes privados de cuidadores
domésticos.

Por tanto, en España persisten restricciones sustanciales al ejercicio del poder de la maternidad. Ante ellas, muchas mujeres —en particular, las que han dedicado más años de su vida a formarse— siguen retrasando el primer hijo. La Encuesta de Fecundidad de 2018 cifró el porcentaje de mujeres de 30 a 34 años sin hijos en 52%. De ellas, seis de cada diez afirmaron su propósito de tenerlos en los próximos tres años; una parte lo habrá conseguido, pero otra seguirá demorando el momento del embarazo, confiando en que, cuando se decida, la gestación prospere naturalmente o con la ayuda de la reproducción asistida. Lástima que no dispongamos de datos longitudinales para conocer cuántos de estos deseos reproductivos llegan a buen puerto. Aun careciendo de esa información, sabemos que muchas de esas mujeres no llegarán a ser madres. El porcentaje de las que cumplen los 50 años sin descendencia ha crecido en los últimos 20 años y se estima que entre un 25 y un 30% de las que nacieron en la segunda mitad de los años setenta se quedarán sin hijos, convirtiéndose en las generaciones más infecundas de todas las nacidas desde finales del siglo XIX.

La infecundidad generacional puede resultar de las decisiones voluntarias de mujeres que durante su periodo fértil renuncian a tener hijos, pero todo indica que responde en mayor medida al desistimiento de la maternidad por las múltiples restricciones que impone el entorno laboral, económico e institucional. Hay quien, dando la espalda a esta evidencia o minimizando su importancia, piensa que la caída de la natalidad no constituye un problema social, toda vez que la inmigración puede suplir a los niños que no nacen. Al margen de la profunda frustración que, individual y colectivamente, puede provocar la imposibilidad de satisfacer los deseos reproductivos, conviene recordar que la inmigración como estrategia demográfica precisa de planificación, acuerdos estables y políticas públicas bien diseñadas que hay que ir probando y ajustando, dando tiempo a que rindan los resultados previstos. Mientras seguimos a la espera de todo ello, las cifras anuales de fecundidad y nacimientos retratan a una población que ha perdido ilusión, empuje y confianza en su capacidad de afrontar las incertidumbres que el porvenir siempre entraña.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El Mundo

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El horizonte de la maternidad: ¿más lejos y borroso?

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En España, la preocupación social por el envejecimiento de la población suele centrarse más en la creciente proporción de personas mayores que en el descenso de nacimientos y los cambios en las pautas de fecundidad. Sin embargo, en estas últimas también se aprecia un proceso de envejecimiento. La edad media de maternidad muestra una llamativa tendencia al alza en las últimas décadas: si en 1980 se situó en 28 años, su nivel más bajo desde la llegada de la democracia, en 1996 superó el umbral de los 30 años, y en 2021 alcanzó los 32,6 años (Gráfico 1). España registra en 2021 (último año recogido por Eurostat) la segunda edad más alta de maternidad en toda la Unión Europea, solo por detrás de Irlanda (Gráfico 2).


España ostenta la primera posición en porcentaje de bebés nacidos de madres de 40 años o más años sobre el total de nacimientos (10,7%). Esa proporción se halla próxima a la de otros países del sur de Europa, como Grecia (9,7%), Italia (8,7%) y Portugal (8,4%), pero duplica la de Francia (5,1%), Alemania (4,9%) o Suecia (4,6%) (Gráfico 3). Los nacimientos de madres mayores son menos frecuentes en los países de Europa del Este, como Rumanía o Lituania (3,3%), pero también son bastante reducidos en los Países Bajos (3,8%) y Dinamarca (4%).


Una mirada más detallada a los datos españoles permite advertir que el porcentaje de bebés nacidos de madres de 40 años o más respecto del total no ha dejado de aumentar desde 1993, sextuplicándose entre este año y 2021 (del 1,8% al 10,7%) (Gráfico 4). Es cierto que este dato no tiene en cuenta la estructura de edad de las mujeres en edad fértil, por lo que el porcentaje de estos nacimientos podría haber aumentado simplemente debido al incremento de la proporción de mujeres en este grupo de edad. Sin embargo, aunque este factor influya en alguna medida, no es el principal responsable del aumento, como permiten comprobar las tasas globales de fecundidad específicas: por cada 1.000 mujeres en el grupo de edad de 40 a 44 años, en 2021 nacieron 17 bebés, mientras que en 1993 no llegaban a 6 (Gráfico 5)[1].


El intenso aumento de nacimientos de bebés de madres mayores desde mediados de los años noventa pone de relieve la tendencia al retraso de la maternidad que ha acompañado al descenso de la fecundidad. Aunque en los años 70 un porcentaje relativamente alto de bebés nacidos de madres de 40 años o más (4,5%) coincidía con una tasa de fecundidad elevada (2,77 hijos por mujer en edad fértil, frente a 1,19 en 2021), se trataba de hijos “tardíos” que, a menudo engrosaban familias ya numerosas. Estos nacimientos disminuyeron progresivamente, al mismo tiempo que lo hacía el porcentaje de madres de 40 años o más. El aumento de este último porcentaje desde mediados de los años noventa ya obedece a una pauta de fecundidad distinta: el diferimiento de la natalidad en familias con pocos hijos (o ninguno). Por tanto, más que hijos “tardíos”, son hijos “diferidos”.

En todo caso, la fecundidad muestra diferencias territoriales significativas. En 2021, las mayores proporciones de bebés nacidos de madres de 40 años o más se registraron en Galicia (14,4%), Asturias (12,4%), Madrid (12,3%) y Cantabria (12,2%). Andalucía y Extremadura, junto con Ceuta y Melilla, mostraron porcentajes considerablemente más bajos, aunque superiores al 8%. A excepción de la Comunidad de Madrid, las regiones con porcentajes más altos de bebés nacidos de madres de 40 o más años presentan tasas de fecundidad más bajas (Gráfico 6). 


El horizonte de la maternidad tiende a alejarse en España más que en otros países de nuestro entorno. Aunque menos fáciles de medir y valorar, las implicaciones de este fenómeno sobre el bienestar emocional de mujeres y parejas, así como sobre sus carreras laborales, no son menos importantes que las implicaciones estrictamente demográficas.


[1] La composición del grupo de mujeres en edad fértil (15-49) también ha cambiado a lo largo de este periodo en cuanto a su origen. En 1998, solo el 1,8% de las mujeres en edad fértil residentes en España eran extranjeras, mientras que en 2021 esta cifra alcanzaba el 16,3%. En todo caso, este cambio en la composición habría suavizado el aumento del porcentaje de nacimientos de madres mayores, puesto que la edad media a la maternidad de las extranjeras es inferior a la de las españolas (30,7 frente a 33,1 en 2021).

Esta entrada forma parte de los contenidos de mayo de ‘Focus on Spanish Society‘.

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España, país de inmigración consolidada y creciente

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La experiencia de migrar podría parecer, en nuestros días, minoritaria, habida cuenta de que, según estimaciones de Naciones Unidas, la población migrante en el mundo ascendía a principios de esta década a 281 millones personas, es decir, algo menos del 4% de la población mundial. Ahora bien, esta cifra esconde diferencias muy importantes entre regiones. De acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en 2020 Oceanía era la región del mundo con un porcentaje más alto de migrantes sobre la población total (22%), seguida por Norteamérica (15,9%) y Europa (11,6%) (Gráfico 1). Estados Unidos destacaba como el país del mundo con más inmigrantes (51 millones). El segundo y tercer puesto los ostentaban, a mucha distancia, Alemania, con 16 millones, y Arabia Saudí, con 13 millones. España ocupaba en 2020 la posición número 10 en el mundo en número absoluto de población migrante, con más de siete millones (7.231.195). Los datos a 1 de enero de 2022 ya elevan la cifra de residentes en España nacidos en el extranjero a 7.506.870 personas (15,8% de la población total). La población nacida en España y la nacida en el extranjero muestran tendencias contrarias durante la última década: la primera desciende, la segunda aumenta (Gráfico 2). Es en las edades intermedias donde más presencia adquieren los inmigrantes: entre los residentes en España de 25 a 39 años, por cada 100 personas nacidas en el país, hay más de 30 nacidas en el extranjero; entre las mujeres de 30 a 34 años, la cifra se eleva a 40 (Gráfico 3). 


Es cierto que la presencia de la población inmigrante en España difiere mucho territorialmente. Según los datos recientemente publicados en el Censo de 2021, las comunidades con una mayor proporción de nacidos en el extranjero son las Islas Baleares, Madrid, Cataluña y Canarias, con porcentajes que oscilan entre 20 y 25%. En el otro extremo se encuentran Extremadura, Asturias, Castilla y León, Galicia y Cantabria, con porcentajes por debajo del 10% (Gráfico 4). Hay que tener en cuenta que buena parte de la población inmigrante actualmente residente en España puede considerarse “consolidada”, toda vez que más de la mitad (56%) de los nacidos en el extranjero llegaron al país hace 10 o más años (la proporción se aproxima a dos terceras partes en La Rioja, Galicia y Murcia) (Gráfico 5). 


Lo cierto es que, a pesar de las oscilaciones marcadas por el ciclo económico y la pandemia, desde 2000 España recibe, año tras año, flujos migratorios de tamaño sustancial. Incluso en el año de menor recepción de inmigrantes (2013), la cifra anual de nuevos residentes nacidos en el extranjero no ha bajado de 300.000 (Gráfico 6). En 2020, y a pesar de las restricciones a la movilidad internacional, establecieron una nueva residencia en España casi medio millón de personas nacidas en el extranjero. En 2021 lo hicieron más de 600.000. La mayor parte de los inmigrantes establecen su primera residencia en Cataluña (22,6%), Madrid (18,3%), Comunidad Valenciana (14,5%) y Andalucía (14,4%) (Gráfico 7). 


A la inmigración se le atribuye habitualmente una importancia crucial en países que, como el nuestro, afrontan un proceso de “envejecimiento” de la población como consecuencia del aumento de la esperanza de vida y de la baja natalidad. En efecto, la inmigración se considera a menudo como uno de los factores clave para mantener la solidaridad intergeneracional en un contexto demográfico en el que el tamaño de las generaciones de personas mayores fuera del mercado laboral aumenta año a año. Llama por ello la atención la ausencia de un debate público acerca de esta cuestión en España. Sirva de ilustración de este inexistente debate una evidencia fácilmente contrastable: de las casi 350 hojas en las que ha quedado plasmado el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, presentado por el Gobierno en el otoño de 2020 y aprobado por la Comisión Europea en junio de 2021, solo en cinco se puede leer una frase en la que aparezca una palabra con el lexema “migr”1. Y ninguna de esas frases aporta información sobre las líneas de actuación política ante una evolución de flujos de entradas netas a España que, hasta 2050, podrían alcanzar una media anual de 330.000 personas (según las previsiones demográficas de la AIRef) o un total acumulado de alrededor de 4 millones (entre 2022 y 2051, según las proyecciones demográficas del INE). Aun cuando formular predicciones sobre el futuro de los flujos migratorios a un destino concreto entraña una dificultad notable, puesto que las cifras de migrantes dependen de diversos factores económicos y políticos tanto en los países de origen como de destino, caben pocas dudas de que la inmigración va a ser el factor decisivo en la evolución de la población española durante las próximas décadas. 

1 Descontando las tres ocasiones en las que aparece citado el Ministerio de Inclusión, Seguridad Socialy Migraciones.

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Una infancia protegida, pero menguante

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El 20 de noviembre de 1989 la Organización de las Naciones Unidas aprobó la Convención de los Derechos del Niño. Escogió para ello la fecha en la que, 30 años antes, alumbró la Declaración Internacional del Niño, marcando así este día de noviembre como el de celebración de los derechos de la infancia.  

En estos casi 65 años transcurridos desde que la Asamblea General de la ONU publicara la Declaración de los Derechos del Niño, la población infantil se ha reducido significativamente en el mundo (gráfico 1). En 1960, los niños de 0 a 14 años representaban el 37% de la población mundial,  mientras que en 2020 constituían solo una cuarta parte de ella (25%). Esta proporción la superaban solo dos regiones: las formadas por los países de África subsahariana (42%) y por los de África septentrional y Oriente Medio (30%). La primera ha conseguido mantener estable el porcentaje de población infantil sobre la población total desde los años sesenta; la segunda asistió durante la última década del pasado siglo y la primera de este a un acusado descenso de la población infantil, hasta situarse, desde aproximadamente 2010, en el entorno del 30%. 


Muy por debajo de la media mundial se halla el dato correspondiente a la Unión Europea, donde desde 1960 el peso demográfico de la población menor de 15 años se ha reducido en más de 10 puntos porcentuales: de 26% a 15%. Un descenso todavía más intenso se observa en el caso de España, cuya población infantil ha pasado de 27%, en 1960, a 14% en 2021. Por tanto,  precisamente durante un periodo en el que se han conseguido avances significativos en el control de la mortalidad infantil y mejoras en la protección jurídica y social de las niñas y los niños, en España la proporción de población infantil sobre la población total se ha reducido a prácticamente la mitad.

No obstante esta tendencia general, las diferencias regionales son notables: 6 puntos porcentuales separan a las comunidades autónomas con mayor y menor proporción de niñas y niños de 0 a 14 años en 2021 (Murcia: 16,4%; Asturias: 10,4%). Todas las comunidades han registrado descensos considerables en esta variable desde que en 1990 España firmara y ratificara la Convención de los Derechos del Niño, pero en algunas, como Islas Canarias, Galicia y Asturias, la caída ha sido particularmente intensa (gráfico 2). En los tres casos, la proporción de población entre 0 y 14 años se ha reducido en más del 40% entre 1989 y 2021. 


En todas las comunidades autónomas, salvo en el País Vasco, la proporción de niñas y niños de 0 a 14 años en el ámbito urbano (municipios de más de 10.000 habitantes) es mayor que en el ámbito rural (municipios hasta 2.000 habitantes) (gráfico 3). Galicia y Asturias registran los porcentajes más bajos de población de 0 a 14 años en el ámbito rural (5,9 y 7,3%, respectivamente), si bien han aumentado ligeramente en los últimos diez años (gráfico 4), lo que indica que ambas comunidades han conseguido contener la pérdida de población infantil rural aun cuando esta última se mantenga en niveles muy bajos. Mucha mayor presencia tiene esta población, en cambio, en el ámbito rural de las Islas Baleares, del País Vasco y de Madrid. Llama la atención que en buena parte de las comunidades autónomas la proporción de menores de 15 años alcance valores más altos en el ámbito intermedio (municipios entre 2.001 y 10.000 habitantes) que en el urbano.


En definitiva, las niñas y los niños han perdido en las últimas décadas mucho peso en la composición de la población residente en España, si bien persisten diferencias territoriales ostensibles. Cabe razonablemente pensar que este patrón de desigualdad territorial tenderá a consolidarse, toda vez que —cambiando los términos de un conocido refrán— “niños llaman a niños”: allí donde hay más familias con niñas y  niños se desarrollan más los servicios para ellos (colegios, parques infantiles, centros de salud pediátrica, etc.), al tiempo que se activan y consolidan relaciones entre esas familias en torno a las actividades infantiles compartidas. Por el contrario, en los territorios con escasa presencia de niñas y niños se debilita ese tejido de servicios y relaciones sociales favorable al aumento de la población infantil. Aunque la tendencia a su descenso no es irreversible, revertirla requiere tiempo e inversiones públicas y privadas eficaces y perdurables.

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Estabilidad en el tamaño de la población, pese a fuerte decrecimiento natural

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Según los datos provisionales de población publicados por Eurostat, el número de defunciones en la Unión Europea superó al número de nacimientos en casi 1.140.000. Aunque la UE-27 se ha enfrentado desde 2013 a crecimientos naturales negativos de la población, la caída de 2020 ha sido, con diferencia, la más intensa (2,4 veces mayor que la registrada en 2019) (gráfico 1). En España, la pandemia también ha acentuado el decrecimiento vegetativo de la población documentado desde 2017, con una caída en 2020 2,7 veces mayor que la observada en 2019. 


Dado que la inmigración a la Unión Europea también se redujo drásticamente en 2020 debido a la pandemia, a diferencia de los años anteriores, no consiguió contrarrestar el decrecimiento natural de la población. Así, a principios de 2021, la población de la UE-27 mostró un descenso de algo más de 312.000 personas (gráfico 2). 


Muchos países europeos comenzaron 2021 con menos población que un año antes (entre ellos, Alemania, Italia, Polonia, Hungría, Rumanía y Grecia), pero no España, cuya migración neta (aproximadamente 215.000 personas) contrarrestó su decrecimiento natural de población (aproximadamente 153.000 personas) (gráficos 2 y 3). 


La población de España a 1 de enero de 2021 ascendía a 47.394.000 habitantes y es el cuarto país que más población aporta a la UE-27 —un 11%— después de Alemania (19%), Francia (15%) e Italia (13%). España también ocupa esta posición en el ranking de Estados miembros en cuanto a aportaciones al PIB de la UE (8%). 

Sin embargo, España pertenece al grupo de países cuyas aportaciones a la UE en términos de PIB son inferiores a las de población. Por el contrario, Alemania, Francia, el Benelux, los países nórdicos, Austria e Irlanda destacan por mostrar tasas de contribución al PIB de la UE superiores a las de la población de la UE (gráfico 4). 

Available in english: Focus on Spanish Society.

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24-de-enero:-dia-internacional-de-la-educacion

24 de enero: Día Internacional de la Educación

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Desde 2018, cada 24 de enero se celebra el Día Internacional de la Educación. La UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) ha decidido enmarcar la celebración de este año bajo el lema “Cambiar el rumbo, transformar la educación”, que sugiere cierta insatisfacción con el estado de la educación actual en el mundo e indica la necesidad de un giro educativo. 

Cada país puede identificarse más o menos con este lema en función de la calidad y el rendimiento de su sistema educativo. En el caso de España, los informes de evaluación de competencias promovidos por la OCDE han situado a nuestro país en puestos comparativamente bajos de los distintos rankings que miden el rendimiento del sistema educativo entre los alumnos que cursan el último curso de educación obligatoria (PISA) y entre la población de 16 a 65 años (PIAAC). Estas evidencias comparativas avivan periódicamente el debate sobre la educación en España, muy marcado también por la inestabilidad legislativa en esta materia (ocho leyes educativas desde 1980, la última aprobada en diciembre de 2020).

Ahora bien, estos debates desdibujan a menudo la importancia que la educación ha adquirido como motor de cambio social durante las últimas cuatro décadas. Según datos de la Encuesta de Población Activa (EPA), en 2021 el 36% de la población española entre 25 y 64 años ha cursado, como máximo, educación secundaria básica, el 10% educación secundaria superior generalista, el 24% educación secundaria orientada profesionalmente, y el 29% educación superior. Cuarenta años atrás, la proporción de población de la misma edad que había alcanzado, como máximo, el nivel de educación secundaria obligatoria era abrumadoramente mayoritaria (89%), mientras que la que contaba con títulos de educación secundaria superior (4%) o profesional (1%) o de educación superior (6%) era muy escasa (Gráfico 1).

Elaboración de Luis Garrido Medina a partir de datos EPA (IVT1980-IIIT1981 / IVT2020-IIIT2021).

(*) Población española nacida en España.

Ciertamente, desde la perspectiva del nivel educativo, la población de 16 o más años residente hoy día en España se distribuye en torno a dos polos. Por una parte, se concentra en los dos extremos de la distribución educativa: frente a aquellos con pocas credenciales educativas (45%) cobran creciente peso quienes cuentan con títulos de educación superior (33%). Solo un 22% de la población se sitúa en posiciones intermedias. Por otra parte, esta estructura bipolar también se plasma en perfiles educativos muy diferentes en función de la edad. Tal y como pone de relieve el Gráfico 2, mientras que abundan los universitarios entre quienes se encuentran en la primera fase de su trayectoria laboral (casi la mitad de los que tienen entre 25 y 34 años), en el colectivo de población mayor de 55 años se observa una proporción amplia de personas con un nivel educativo muy bajo.

Elaboración propia a partir de datos de EPA2021/III.

Las diferencias entre hombres y mujeres son muy llamativas. Así como entre los mayores de 59 años la proporción de hombres con estudios superiores es mayor que la de mujeres, a medida que disminuye la edad, aumenta la diferencia en el porcentaje de universitarios a favor de las mujeres (Gráfico 3). En el grupo de personas entre 25 y 34 años esta diferencia alcanza su máximo: más de la mitad de ellas (55%) han completado estudios superiores, mientras que ellos presentan una proporción de titulados superiores mucho menor (42%).

Elaboración propia a partir de datos de EPA2021/III.

A pesar de estos datos positivos sobre el nivel educativo de los adultos jóvenes, no todo son buenas noticias. La polarización ya señalada también afecta a la composición de este grupo, de modo que, a día de hoy, son muchos los jóvenes con escasos recursos educativos. En efecto, el 28% de los que cuentan entre 25 y 34 años han alcanzado, como máximo, titulación en educación secundaria obligatoria. Este porcentaje aumenta cuando solo se tiene en cuenta a los hombres de esas edades (33%). Y es que si bien en 2020 España se situaba por encima de la media comunitaria en la proporción de jóvenes con estudios terciarios, también registraba el  mayor porcentaje de personas entre 25 y 34 años con estudios básicos en la Unión Europea (27), casi duplicando la media europea (15%), como se aprecia en el Mapa 1.

Elaboración propia a partir de Eurostat [edat_lfse_03].

En definitiva, sin olvidar los grandes avances realizados por la sociedad española en cuanto a extensión de la educación, es preciso señalar en un día como hoy que en torno a tres de cada diez de quienes se encuentran en la fase inicial de participación en el mercado laboral (25-34 años) presentan niveles educativos bajos. La ausencia entre muchos jóvenes de formación post-obligatoria, específicamente orientada a la inserción en el mercado de trabajo, es un problema todavía muy presente en la sociedad española.

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la-familia,-bien,-gracias…-¿seguro?

La familia, bien, gracias… ¿seguro?

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Los españoles valoramos mucho la
familia. Nos gusta compartir tiempo con ella, y cuando precisamos ayuda, confiamos
en la familia y los familiares por encima de cualquier institución o grupo de
personas. Así lo manifestamos reiteradamente en las encuestas de opinión, y la
pandemia ha brindado una nueva oportunidad para comprobar la fuerza de estos
afectos y esta confianza.

Ahora bien, mientras celebramos
nuestro amor por la familia, asistimos al deterioro de comportamientos sociales
clave para su mantenimiento. Fijemos aquí la atención en dos de ellos: la
convivencia en pareja y la fecundidad.  

En los albores de este siglo, en torno al 40-42% de las mujeres de 20 a 34 convivían en pareja (estando casadas o no). Esta proporción se mantuvo bastante estable hasta el final de la crisis económica (2013-2014), cuando comenzó a descender. En 2019, las mujeres de 20 a 34 que vivían con su pareja representaban el 36% de todas las que integraban ese grupo de edad; en el año de la pandemia, el porcentaje cayó dos puntos más. Actualmente, por tanto, solo alrededor de una de cada tres mujeres de 20 a 34 años conviven con su pareja (más o menos, la mitad de las que lo hacían en 1976). La pandemia ha intensificado la caída de la convivencia en pareja que ya se venía evidenciando durante el quinquenio de recuperación económica previo a la crisis del coronavirus.

Gráfico 1

Fuente: INE. Elaboración de Luis Garrido Medina.

Mayor todavía ha sido el golpe que ha provocado la pandemia a la natalidad. Los datos disponibles sobre el número de nacimientos en 2020 y los primeros meses de 2021 indican que, durante este periodo, se han alcanzado los niveles más bajos desde que existen datos de registro. En 2020 nacieron 339.000 bebés, 21.000 menos que en 2019. El indicador coyuntural de fecundidad (número de hijos por mujer) de las españolas cayó en 2020 hasta 1,12, y el de las extranjeras, hasta 1,45. Pero la intensa caída de estas variables debe observarse en el contexto de la tendencia descendente de la fecundidad y los nacimientos que viene verificándose desde 2008; un descenso que la recuperación económica a partir de 2014 no detuvo (téngase en cuenta que en 2008 nacieron 520.000 bebés, y durante los años del baby boom [1958-1977], más de 650.000 anualmente).

Gráfico 2

* Con el término “españoles/españolas” nos referimos a quienes ostentan la nacionalidad española y han nacido en España. ** A partir de 2001 los años aparecen desplazados un trimestre, comprendiendo así desde el segundo trimestre del año en cuestión,
hasta el primero del año siguiente. En cualquier caso, en el gráfico aparecen en la posición del eje temporal que les corresponde.Fuente: INE. Elaboración de Luis Garrido Medina

Seamos, pues, conscientes de esta incongruencia: mientras atribuimos importancia fundamental a la familia en nuestras vidas, asistimos a su debilitamiento estructural. Reforzadas por la pandemia, las tendencias descendentes de la convivencia en pareja, la fecundidad y los nacimientos confirman esta evolución a la que –en general, como sociedad– prestamos escasa atención. Celebrar el sentido y el valor de una institución de cuyo futuro aparentemente no nos preocupamos no parece lo más sensato.


* Los datos y argumentos expuestos en este artículo proceden de: Garrido, L. y Chuliá, E. (2021). La pandemia y las familias: refuerzo del familismo y declive de la institución familiar.

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