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Crisis no financiera… de momento

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No parecía fácil evitar ramificaciones financieras de la crisis sanitaria. La brusca caída del PIB en 2020 y la menor reactivación de la actividad productiva en 2021 —con el daño adicional de la inflación—, no eran buenos augurios. Sin embargo, el sistema financiero ha respondido bien manteniendo la cadena de pagos y concediendo —con avales públicos del ICO— liquidez y crédito a empresas y autónomos. A diferencia de la crisis anterior, de naturaleza financiera, las instituciones de crédito han sido parte de la solución y no del problema. Por supuesto, la extraordinaria liquidez concedida por los bancos centrales, la relajación de algunas normas contables y las medidas de los gobiernos —garantías a los préstamos y moratorias— han evitado una cascada de insolvencias empresariales que habrían amplificado, y de qué manera, las consecuencias sobre la economía real.

Este miércoles se han publicado los datos de morosidad de octubre de 2021, que la sitúan en el 4,36%, casi invariable respecto a meses anteriores. Sin embargo, según un análisis reciente de la Autoridad Bancaria Europea, un 7,7% del stock de moratorias crediticias de la banca española sufre ya morosidad, similar al 6,4% de las financiaciones con moratorias vencidas. La de los préstamos avalados por el ICO se sitúa todavía en el 2%, aunque va al alza. Es probable que en 2022 aumente significativamente la morosidad conforme se retiran los estímulos a la economía. Cuánto dependerá de si los préstamos concedidos durante la pandemia pueden devolverse o, simplemente, se está aplazando un problema al que habrá que enfrentarse pronto. El tiempo ganado —a diferencia de la crisis de 2008— puede haber traído más beneficios que desventajas. Entre otras cosas, porque la pandemia está durando más de lo esperado.

Será fundamental determinar si la financiación avalada y las moratorias concursales y de crédito contribuyen a mantener empresas zombie, aquellas que no tienen viabilidad, independientemente de la pandemia. No contribuyen a la recuperación y supondrán un serio problema. La reforma de la Ley Concursal, aprobada en Consejo de Ministros esta semana, pretende dar aire a las empresas antes de conducirlas al concurso de acreedores. No se tendrán en cuenta las pérdidas acumuladas en los años de pandemia. Existe riesgo de “procrastinación” si las empresas aprovechan para retrasar un final inevitable. No obstante, la reforma va a vigilar que estos comportamientos no acontezcan y, si finalmente se llega a la solución concursal, esta sea más ágil y eficiente.

Algo parecido sucede con la moratoria de crédito. Cabe esperar que la ampliación de plazos y otras ventajas del código de buenas prácticas permitan a muchas más empresas salir adelante en comparación a las que solamente aspiran a retrasar su final. Estas precauciones en España y otros países no obvian los problemas de vulnerabilidad empresarial arrastrados desde la crisis financiera. Son más graves para aquellas empresas que no ofrecen una mayor productividad en la “nueva economía” digital y sostenible. Parece que la actual crisis no será financiera y el impacto sobre las cuentas públicas (por las posibles pérdidas en los avales del ICO) será limitado, pero tendremos que esperar más tiempo para afirmarlo con total rotundidad.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Bidenomics

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La llegada de Joe Biden a la Casa Blanca traerá grandes cambios a la política tanto en Estados Unidos como a escala global. Seguramente a mejor. La economía también puede tomar un nuevo rumbo, aunque no cabe esperar milagros en este campo ni en el sanitario, al menos, a corto plazo. La nueva Administración no va a tener una luna de miel ni el periodo de gracia que se da a cualquier presidente porque EE UU está profundamente dividida. Asimismo, la pandemia y sus devastadores efectos sobre la actividad empresarial y social permanecerán, al menos, en 2021. El presidente electo deberá hacer frente a estos problemas con realismo y decisión. No ha sido un negacionista en campaña —lo que ha sido un factor a su favor— y no cabe esperar que lo sea en su mandato.

¿Qué puede cambiar en la economía con Biden? En el terreno doméstico, el primer gran eje es recuperar ética institucional, algo que EE UU ha perdido en el último Gobierno. Los demócratas quieren un paquete de medidas reformistas con un fuerte carácter social, planificadas para dos mandatos y que podrían elevar el gasto por encima de los siete billones de dólares. El objetivo es ampliar el acceso de la población más desfavorecida a servicios sociales, sanitarios y educativos. El problema para muchos americanos es que al menos la mitad de ese gasto debe financiarse con impuestos. En el escenario actual —casi ideal para el nuevo presidente—, este programa reivindicaría el papel de los Gobiernos en la salida de la crisis. Ese programa eminentemente social no debe descuidar el apoyo a las empresas, que son las que garantizarán el empleo del futuro. Sin embargo, hay un posible obstáculo que ya fue una rémora de todas las iniciativas que no se culminaron en la era Obama: el bloqueo de cualquier intento de reforma desde el Senado, que podría tener mayoría republicana a partir de enero.

«Biden es lo más parecido al nuevo centrismo económico que EE UU podía ofrecer. Correcto para los mercados —a pesar de su énfasis en subir impuestos— y un hombre de su tiempo en derechos sociales y en políticas de transformación económica»

Hay otras preferencias de Biden en materia económica. Por ejemplo, pretende gastar hasta dos billones de dólares en políticas de lucha contra el cambio climático, de las que Trump se había alejado totalmente, pero también para mejorar gran parte de las infraestructuras públicas, bastante desfasadas. Cabe esperar que ese cambio en materia climática venga acompañado de una vuelta del diálogo, el liderazgo y la cooperación internacional. Es imprescindible reducir tensiones comerciales y geoestratégicas así como rifirrafes políticos estériles con otros países. En este contexto, soy algo más optimista en que se avance hacia un acuerdo internacional sobre el impuesto a empresas tecnológicas y actividad digital, elemento clave en la fiscalidad del futuro por el gran peso de las Big Tech y los activos intangibles.

En suma, Biden es lo más parecido al nuevo centrismo económico que EE UU podía ofrecer. Correcto para los mercados —a pesar de su énfasis en subir impuestos— y un hombre de su tiempo en derechos sociales y en políticas de transformación económica. Si además consigue retomar la vía del entendimiento internacional con un liderazgo americano más compartido, amable y sin unilateralismo, quedará esperanza de un nuevo renacer económico.

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El perímetro de las ayudas

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Pocos dudan que, ante la gravedad de la segunda onda de la
pandemia, los efectos negativos sobre la actividad económica y
empresarial se van a prolongar —al menos, hasta bien entrado 2021—, y
las ayudas a las empresas habrá que mantenerlas y / o reforzarlas.
Proliferan las decisiones de confinamiento de distintos formatos y
cierre de locales de ocio, bares y restaurantes en muchos países de la
UE. Parece lógico alargar los programas de apoyo aprobados desde marzo.
En particular, a las empresas. Compra reseñas para Google.

Fue, sin duda, adecuada la prórroga hasta finales de junio de 2021 del Marco Temporal de ayudas en la UE para apoyar a las empresas que sufran pérdidas significativas en su volumen de negocios. A escala nacional, habrá que redoblar también esfuerzos, desde extensión de avales a ayudas fiscales e, incluso, recapitalización de empresas solventes. En esta segunda ola, como he venido insistiendo, habrá que ser más selectivo para que sean las empresas viables las únicas que reciban el sustento necesario para pasar lo que queda de pandemia. Hay que cerrar el grifo a las actividades que no sobrevivirían en escenario alguno. Aquí surgen dos grandes preocupaciones. La primera es la cantidad de recursos que de los que dispondrá el Estado español para poder mantener las ayudas con la potencia necesaria para aminorar el impacto económico. En la primera ola se comprobó el menor recorrido de las medidas aprobadas en España. Ahora, a pesar de las ayudas europeas —que en todo caso tardarán en llegar y con otros fines, además—, se puede volver a sentir la falta de contundencia de esos apoyos. Ha sido nuestra peor situación en las finanzas públicas —responsabilidad nuestra y solo nuestra— la que explica esa menor fuerza de las ayudas. Sin embargo, es en el contexto comparativo donde surge mi segunda preocupación. Es inquietante que la extensión del Marco Temporal de Ayudas de la UE cree divergencias competitivas aún mayores en la UE. En primavera quedó patente que ese “hacer la vista gorda” sirvió principalmente para que países como Alemania, Holanda o algunos de los nórdicos reforzaran a sus grandes empresas con fondos públicos, otorgando una ventaja competitiva no siempre fundamentada en una mayor productividad sino en el paraguas de papá Estado. España debe ser vigilante para que las ayudas en la UE se aprueben y articulen en torno a la recuperación. Ese y solo ese debe ser perímetro de las ayudas. No deben ser para apoyos artificiales a empresas no viables en países con mejores cuentas públicas.

Entramos
ahora en una nueva fase de economía que, empleando el término escuchado
hasta la saciedad estos días, podríamos denominar “perimetral”. No solo
tendremos la desgracia de una escasa circulación entre países sino
también, en España, de muchas medidas distintas y no sincronizadas. Esos
perímetros heterogéneos en tiempo e intensidades tendrán —según los
expertos sanitarios— impacto limitado en el control de la pandemia y,
desde el punto de vista económico, obligarán a acciones más duras y
retrasarán la recuperación, además de hacerla más desigual si no hacemos
nuestros deberes en la UE.

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Presupuestos sin margen de error

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El país está a punto de tomar una decisión transcendental para su futuro con el debate sobre los Presupuestos Generales del Estado (PGE). La capacidad de control de los impactos económicos y sociales de la pandemia, y el impulso a la recuperación, dependen sobremanera de los presupuestos públicos. Porque el sector privado, inmerso en la segunda ola de contagios que amenaza con provocar una recaída de la economía, no está en condiciones de tirar del crecimiento. Las empresas, algunas ya al borde de la insolvencia, se enfrentan a un entorno sembrado de incertidumbres, mientras que las familias prefieren ahorrar de más ante el miedo a perder buena parte de sus ingresos. Por otro lado, la pandemia, por su naturaleza global, exige soluciones cooperativas que solo se pueden conseguir mediante la política pública. Y esa solo puede ser la fiscal, como lo afirman tanto el BCE como el FMI, conscientes de que la política monetaria no puede dar mucho más de sí.

A primera vista, el proyecto de ley presupuestaria para 2021 cumple con ese objetivo, por su carácter expansivo. El gasto público se incrementaría en nada menos que 62.000 millones, de los cuales 26.600 corresponden a fondos europeos. Por otra parte, el aumento anunciado de impuestos es esencialmente cíclico y en cualquier caso descansa sobre hipótesis optimistas (un crecimiento la economía superior al 10% en términos nominales, poco verosímil, y nuevos impuestos que tardarán en ponerse en marcha). Por tanto, muy probablemente el déficit público se desviará del objetivo del 7,7% incorporado en los PGE.

Gráfico 1

Gráfico 2

Fuentes: Eurostat, BEA y proyecto de PGE 2021.

Sin embargo, la letra pequeña es tan importante, si no más, que las cifras agregadas. Porque tanto dinero público no acertará en impulsar la actividad si no se dan tres condiciones. En primer lugar, la prevención de los contagios pandémicos, algo poco oneroso para el erario público, obviamente beneficioso para la salud, y condición sine qua non para la economía. Los PGE aportan datos sobre la inversión sanitaria, pero no aclaran cómo se coordinará la acción preventiva entre diferentes Administraciones, hoy por hoy disfuncional. Esta cuestión, si bien de índole normativa y no presupuestaria, es determinante para la eficacia de la política económica.

En segundo lugar, conviene amortiguar el impacto de los rebrotes sobre las empresas y el empleo, que persistirán hasta que no exista una vacuna. El anuncio de una moratoria en la devolución de los créditos ICO es un paso en esa dirección, pero se necesita más ambición. Alemania compensa el 75% de las pérdidas de empresas afectadas por los cierres, y Francia ha puesto en marcha un plan contra la insolvencia y otro de reciclaje de trabajadores en paro parcial. Unas medidas que no aparecen en los PGE que, sin embargo, incorporan otras como el incremento a tasas superiores al IPC de los gastos corrientes y de personal, de dudosa efectividad en la actual coyuntura.

Finalmente, estos presupuestos destacan por el incremento sin precedentes de las inversiones en digitalización, transición ecológica y educación, condiciones necesarias para una transformación del modelo productivo, lastrado por bajos niveles de productividad y un déficit de empleos de calidad. Conviene, sin embargo, priorizar los proyectos que encuentren en el tejido empresarial una capacidad inmediata de respuesta a los estímulos. Algunos de los planes presupuestarios, por ejemplo los que atañen al sector industrial o al energético, no aclaran si se trata de ayudas genéricas a la demanda (cuyo multiplicador puede ser muy reducido) o un impulso a la producción de sectores competitivos.

Todo ello aboga por un esfuerzo de realismo del proyecto presupuestario, para una economía expuesta a una volatilidad excepcional. El BCE seguirá actuando como paraguas para la financiación del agujero, mientras que los fondos europeos (aunque aprobados con retraso) entrañan la oportunidad de contener la crisis y evitar un descuelgue frente a los principales socios comunitarios. Pero para que esas promesas se hagan realidad no hay opción que acertar con estos PGE.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Los tres pecados del “quédate en casa”

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Los meses pasan y el estado de alarma vuelve. Mientras, problemas básicos en la gestión de la crisis sanitaria permanecen. La forma en que se implantan medidas y se comunican a los ciudadanos sigue incurriendo en los mismos tres pecados originales. La recuperación del eslogan “quédate en casa” es buena muestra de ello.

Primer pecado: no se evalúan ni reconsideran las medidas, aunque haya dudas sobre su eficacia

La novedad de la pandemia ha supuesto que muchas
de las medidas que se han tomado no contaban aún con una evidencia empírica
sólida sobre cuál sería su eficacia cuando se llevaran a la práctica. Sin
embargo, en la implantación de restricciones no se han propuesto horizontes para
su evaluación y reconsideración. Un ejemplo muy ilustrativo es el del
establecimiento de la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre incluso
cuando se puede mantener la distancia de seguridad. En la segunda semana de
julio la Generalitat implantó esta medida, entonces única en Europa, y el resto
de comunidades la copiaron en cascada.

La evidencia preliminar disponible hasta el
momento cuestiona el impacto que esta norma haya podido tener para frenar el
aumento de casos (gráfico 1). Mientras en España se mantenía esa restricción y la
epidemia se expandía, el número de nuevas infecciones permanecía bajo en casi
todos los países europeos (gráfico 2) donde no existía tal norma ni se utilizaba
mayoritariamente la mascarilla al aire libre de forma voluntaria. A pesar de
estas evidencias parciales y de la insistencia de la comunidad científica en la
importancia de realizar una evaluación independiente de la gestión de la crisis,
no se ha dado ningún paso en ese sentido, ni sobre esta medida ni sobre ninguna.

La copia de medidas ha sucedido también entre
países, como se ha puesto de relieve al inicio del otoño con el aumento de los
casos en el resto del continente europeo. Italia, Grecia y algunas ciudades
francesas han implantado la obligatoriedad generalizada de la mascarilla. Tras
la imposición del toque de queda en algunas regiones francesas, varios países
lo han establecido también, entre ellos España. Sin embargo, la evidencia de
que los toques de queda por sí solos son eficaces para combatir los contagios es
aún débil. Aunque parece que han sido efectivos en algunos países (la mayor
parte en desarrollo, como Jordania o Kenia), en otros o bien no ha tenido
ningún efecto sobre el crecimiento de casos (Israel) o si lo ha tenido es
difícil de diferenciar del efecto de otras medidas decretadas al mismo tiempo (la
Guyana Francesa o Melbourne). Convendría que en este nuevo estado de alarma las
autoridades españolas se plantearan la evaluación y reconsideración de las
nuevas normas en función de sus resultados.

Gráfico 1

Nota: Los círculos en las series representan la fecha de inicio de la obligatoriedad generalizada de la mascarilla al aire libre en cada comunidad.

Fuente: Ministerio de Sanidad.

Gráfico 2

Fuente: Our World in Data.

Segundo pecado: no incorporamos nuevos conocimientos

El segundo pecado es precisamente la nula
adaptación de la gestión de la crisis a los cambios. Una vez que se aprende
algo, no se reconsidera. No cabe duda de que el eslogan “quédate en casa” y la
profunda reducción de la movilidad funcionaron durante el confinamiento para
reducir la expansión de los casos. Sin embargo, una vez inmersos en la
desescalada una menor movilidad no ha significado por sí sola una mejor
evolución de la epidemia.

Baste tener en cuenta que durante el verano la
peor situación epidemiológica de España frente a otros países comunitarios (gráfico
2) se produjo a pesar de que la movilidad había crecido menos tras el
confinamiento que en los países vecinos, según datos de Google Mobility Report.
Tal y como ilustran los gráficos 3, 4 y 5, esto ha sucedido así en la movilidad
de distintos tipos (a tiendas y restaurantes, a parques y playas, y a lugares
de trabajo). Por otra parte, con la llegada del otoño los casos han aumentado
en la mayor parte de países europeos al mismo tiempo que se reducía la
movilidad. Esta pauta sugiere que no es quedarse en casa lo que hace disminuir
los casos, sino que los encuentros sociales se realicen en condiciones de
seguridad, sean donde sean (y serán seguros con más probabilidad si se realizan
al aire libre).

No puede pasarse por alto que en el resto de Europa la comunicación tras el confinamiento incidió decisivamente en la importancia de los espacios abiertos y la ventilación. Por ejemplo, este artículo en The Guardian de mediados de agosto se planteaba qué pasaría con el nuevo hábito británico de pasar tiempo al aire libre cuando llegara el otoño. En Grecia, la celebración de misas al aire libre se ha extendido. En el contexto europeo la escasa presencia de las recomendaciones sobre los espacios abiertos y la ventilación ha sido una excepción española y, de hecho, no ha estado encima de la mesa hasta que no se ha acercado el otoño. Esta atención corre el riesgo de desvanecerse con la vuelta a la recomendación de quedarse en casa.

La conversación pública se ha aferrado a la
evidencia del resultado del confinamiento de la primavera, sin atender al hecho
de que, desde la desescalada, la relación entre la reducción de la movilidad y
la de los casos ya no parece tan directa. El foco se ha centrado en cuánto
debe reducirse la movilidad, en lugar de en el cómo y en el dónde.
En consecuencia, se han dejado de lado políticas que fomentaran que la nueva
normalidad se desarrollara en condiciones seguras. Por ejemplo, no se han
ofrecido subvenciones para la compra de pérgolas y calefacciones de exterior
para restaurantes, ni para la adquisición de purificadores de aire con filtro
HEPA o medidores de CO2 para comprobar si un espacio cerrado está
convenientemente ventilado.

Una buena gestión de un fenómeno nuevo y cambiante
necesita la incorporación continua de nuevos conocimientos. Aferrarse a lo
aprendido como si de un mantra se tratara no sirve de nada.

Gráficos 3, 4 y 5

Fuente: Elaboración propia con datos del Informe de movilidad de Google (extraído el 25/10/2020).

Tercer pecado: mensajes simples, sin didáctica ni contenido

Esta rigidez en la toma de decisiones y en los
mensajes bebe del tercer pecado: la comunicación de las restricciones atiende
más a su forma que a su sentido. Se ha desistido de explicar adecuadamente las medidas
y, por lo tanto, de tratar a la población como personas adultas. Puede que la
estrategia de simplificar las normas busque facilitar su seguimiento, pero
también las hace poco flexibles. En el caso que nos ocupa, la ausencia de una
buena explicación acompañando la insistencia en la restricción de la movilidad
durante el confinamiento hizo más difícil cambiar la recomendación durante la
desescalada y fomentar las actividades en espacios abiertos. Si no se han
entendido las razones de una norma, tampoco se puede comprender que se cambie.

En esta vuelta a la recomendación de no salir del domicilio se acude de nuevo a un lenguaje simplista que no contribuye a que la población entienda dónde está el riesgo de contagio y por lo tanto sepa cómo aplicar la norma de acuerdo con sus circunstancias. Ceñirse al eslogan de “quédate en casa” conlleva no salir a dar paseos, a pesar de los beneficios que reportan y el nulo riesgo de contagio. “Quédate en casa” implica que muchos abuelos recibirán la visita de sus nietos en sus hogares, cuando sería más conveniente recomendar que se encontraran en un parque. “Quédate en casa” significa que no se tiene en cuenta el modo en que la población incorpora a su vida cotidiana mensajes vacíos que no se han explicado. “Quédate en casa” expresa la carencia de una visión amplia de las consecuencias a largo plazo para la salud física y mental de la población.

A lo largo de estos meses, medida y restricción se han convertido en sinónimos. La demanda de más iniciativa a los poderes públicos se ha centrado en la necesidad de más rastreadores y medios materiales y humanos en el sector sanitario. Pero hay mucho margen para ir más allá: evaluar las medidas tomadas y reconsiderarlas si es necesario, incorporar de forma sistemática esos nuevos conocimientos y explicar adecuadamente el sentido de las medidas a los ciudadanos. Estos cambios contribuirían a mejorar la gestión de la pandemia y a que los ciudadanos recuperen la confianza en las normas. No es necesario confesar o expiar estos tres pecados. Solo hay que dejar de cometerlos.

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Gestión de riesgos sistémicos

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Los terribles efectos sanitarios, económicos y sociales de la pandemia están abriendo debates que perdurarán. En nuestro país, la respuesta sanitaria, con la descentralización de la gestión a las comunidades autónomas, ha despertado críticas por falta de contundencia e insuficientes recursos y coordinación. Es cierto que otros países —como Alemania o Suiza— funcionan, en gran medida, descentralizando por regiones administrativas y les ha ido bastante mejor. Tal vez sea porque su sistema institucional está más engrasado que el español y menos sujeto a estériles tensiones políticas. En todo caso, España no es en absoluto un Estado fallido, término empleado recientemente dentro y fuera de nuestras fronteras con demasiada frivolidad. Pero hay mucho que mejorar.

No es la primera vez en la historia reciente con algún episodio de riesgo sistémico donde buena parte de la gestión residía en las autonomías. En la crisis de 2008, las cajas de ahorros que tuvieron problemas de solvencia estaban sujetas al paraguas supervisor del Banco de España, pero también a las normas y, en algunos casos, por qué no decirlo, las interferencias de las comunidades. Parte de las competencias normativas de las cajas y las cooperativas de crédito entonces —y aún en algún aspecto anecdótico hoy— estaban en las autonomías. La lentitud con que reaccionaron algunas instituciones de ahorro, la imposibilidad de aumentar su solvencia a través de emisiones de capital debido a su carácter fundacional y las interferencias de los Gobiernos territoriales constituyeron un cóctel que empeoró la situación.

«España no es en absoluto un Estado fallido, término empleado recientemente dentro y fuera de nuestras fronteras con demasiada frivolidad. Pero hay mucho que mejorar».

Santiago Carbó

El resto de la historia se conoce: reformas legislativas para convertirlas en sociedades anónimas y, al final, procesos de recapitalización que supusieron solicitar un programa de asistencia financiera en la UE. Aquel episodio sistémico se resolvió cuando se pudieron tomar decisiones más centralizadas de modo efectivo y se emplearon recursos por elevación, en este caso europeos. Se demostró que, para las crisis sistémicas, lo mejor es una gestión más centralizada, juntando fuerzas, con mayor capacidad de coordinación y credibilidad, así como un pool de recursos disponibles mucho mayor. La posterior creación de la unión bancaria europea ha propiciado un marco institucional mucho más potente para afrontar futuras crisis financieras.

Si para riesgos sistémicos de estabilidad financiera fue necesaria la estrategia por elevación, para una crisis global de salud pública, como la de la covid-19, esta receta parece también necesaria. Los mecanismos de coordinación sanitaria deben ser reforzados dramáticamente en España —alrededor del Ministerio de Sanidad, con muchos más recursos para estas contingencias—, para alcanzar mayores cotas de efectividad y evitar la sensación de desconcierto que tantos perjuicios ha causado.

Asimismo, hace falta algo más: una verdadera estrategia de salud pública paneuropea con recursos, credibilidad y competencias que eviten la evidente y dañina descoordinación —como han sido los cierres unilaterales de fronteras— que se ha producido en la UE. Catástrofes de estas características requieren de un sistema para afrontarlo, no de partes descoordinadas.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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