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La economía tras la investidura

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El inicio del ciclo político coincide con una fase de debilitamiento de la economía, en un contexto internacional incierto, pero no exento de oportunidades. El crecimiento pierde vigor, como lo evidencia la leve caída de la afiliación registrada en lo que va de mes (cerca de 17.000 afiliados menos en términos mensuales y desestacionalizados). Si bien el periodo navideño suele ser positivo para el consumo, cabe esperar un crecimiento escuálido en el último trimestre del año.

El principal lastre proviene del entorno europeo, con una locomotora alemana parada, que no acaba de asimilar la desconexión del suministro ruso ni la necesidad de reducir su dependencia de China, ante una política económica titubeante. Las últimas previsiones de la Comisión Europea apuntan a un crecimiento en la eurozona de apenas el 0,6% para este año, con siete países en negativo. Tampoco ayuda que los socios europeos estén compitiendo en subvenciones para atraer inversión o ganar competitividad de manera espuria, los unos en detrimento de los otros. Es dudoso que la inyección de más de 700.000 millones de euros de dinero público en concepto de “ayudas de Estado” (según los registros de la Comisión para este año) mejore para nada el potencial del conjunto de la UE.


La buena noticia es que la desinflación parece afianzarse, merced de la moderación de los precios del petróleo y de los salarios, con dos consecuencias. Una, los hogares podrían recuperar algo de poder adquisitivo, siempre y cuando el mercado laboral siga aguantando. Dos, la desescalada del IPC, junto con la atonía de la demanda, aconsejan una pausa en la subida de tipos de interés por parte del BCE, y posteriormente una posible relajación. Esto da alas a la Comisión para pronosticar una recuperación de la eurozona: el crecimiento se duplicaría hasta el 1,2%. La hipótesis de los expertos de Bruselas parece optimista, pero no es inverosímil.

En todo caso, la economía española seguiría siendo una de las que más crece. Además, varios factores se conjugan, en teoría, para mantener el impulso. La energía es más barata que en el resto de la UE, contribuyendo a unos costes de producción competitivos. El gas cuesta un 16,6% menos que la media europea, y la electricidad en torno a un 40%, con datos de Eurostat del primer semestre en términos netos de impuestos y tasas. El diferencial de costes energéticos y no energéticos se refleja en un superávit creciente de nuestro comercio exterior intracomunitario.

El talón de Aquiles radica en las cuentas públicas. La deuda se ha reducido en proporción del PIB, pero solo por el doble efecto de la inflación y del crecimiento: se estima que, descontando ambos factores, el endeudamiento seguiría donde estaba hace dos años. Ahora que los precios se moderan, el crecimiento flojea y las cargas financieras se encarecen, el agujero presupuestario solo podrá corregirse equilibrando los ingresos y los gastos corrientes. Es decir, eliminando el llamado déficit primario. Esta es también la condición necesaria para que nuestro pasivo sea sostenible, ya que el volumen de bonos a refinanciar en los próximos años será muy elevado, obligando a los Estados a ofrecer una rentabilidad alta para sus emisiones de bonos.     

En un escenario inercial, que incorpora la supresión de la mitad de las medidas antiinflación (más o menos lo que se desprende a partir de una interpretación libre de los anuncios de investidura), el déficit primario se reduciría hasta el 1% del PIB en 2024 (el déficit total, incluyendo el gasto por intereses de la deuda, sería del 3,6%, según el consenso de Funcas). Por tanto, el ajuste se elevaría a unos 15.000 millones de euros. Un esfuerzo que, distribuido en dos o tres años, parece factible y socialmente asumible, siendo además imprescindible para afianzar el crecimiento de la economía y garantizar el estado de bienestar. 

Deuda | Es probable que el coste de financiación de los Estados se mantenga a un
nivel elevado, incluso si el BCE relajara sus tipos de interés. Esto es porque,
ante el volumen de pasivos y la desinversión de los bancos centrales, los
Estados tendrán que colocar en el mercado un ingente volumen de deuda. En
España, en los dos próximos años vencerán bonos por un total de 342.300
millones, en torno al 23% del PIB (a ello se añade la necesidad de financiar el
déficit). Asimismo, la deuda que vence en toda la eurozona alcanza 2,7 billones
(19% del PIB).

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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A la espera del informe de Draghi sobre la competitividad europea

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Las cifras hablan por sí solas. La Unión Europea pierde peso en el mundo. Su tamaño suponía el 91% del de EE UU hace diez años y ahora solamente el 65%. Hoy la economía americana más que duplica a la europea. En términos per cápita, salimos peor parados, ya que la población europea (450 millones) supera ampliamente a la de Estados Unidos (332 millones). Las tasas de crecimiento del PIB de la UE desde 1970 han sido persistentemente inferiores a las de Estados Unidos y a las de la economía global. Incluso Japón, estancada tanto tiempo, presenta una tasa media de crecimiento superior a la europea desde 1970. Las razones son diversas y las posibles estrategias de salida o soluciones presentan cada vez desafíos mayores, pero no se puede olvidar que Europa tiene resortes para darle la vuelta a esta situación, si aplica una batería de medidas valientes y ambiciosas con pedagogía.

El nivel de vida, bienestar y comparativamente elevada cualificación de su población y un tejido empresarial potente son ejemplo de esas potencialidades. Es quizás esa esperanza la que llevó a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, a convencer a Mario Draghi a elaborar un informe sobre el presente y futuro de la competitividad europea. Se espera con mucho interés en Bruselas y el resto de las capitales europeas, por las estrategias que pueda plantear, que podrían ser una fuente muy interesante de debate en las próximas elecciones al Parlamento Europeo de primavera de 2024. Von der Leyen empleó en su rueda de prensa en la que anunció el encargo a Draghi en septiembre unas palabras que recuerdan a las del anterior presidente del BCE en julio de 2012 para salvar el euro: “Europa hará todo lo necesario para mantener su ventaja competitiva”. Las palabras de Draghi en 2012 fueron vitales en el corto plazo financiero mientras que las de Von der Leyen son fundamentales para el medio y largo plaza o del bienestar europeo. La Comisión Europea también ha solicitado un informe otro ex primer ministro italiano, Enrico Letta, sobre el estado del Mercado Único europeo, que también puede aportar mucha luz.

La Unión Europea parece enfrentarse a un dilema entre el mantenimiento de sus fortalezas —mercado único y libertad de movimiento de bienes, servicios, personas y capitales— y competir con Estados Unidos, China, y en los últimos años, con India. No es solamente en el ámbito industrial clásico, sino al menos igual de importante, en el tecnológico. Cuando se inició la era de las big tech, (Apple, Google, Meta, Microsoft, Amazon) al comienzo de siglo, no se reaccionó desde el Viejo Continente, no hubo homólogas a esas empresas en la UE. No estaba tan lejos una experiencia que resultó más positiva en Europa, como fue la creación de Airbus, que pasó a competir muy bien con las grandes incumbentes americanas de aquel momento (Boeing, McDonell Douglas), aunque se acometió vía subvenciones, lo que generó muchas tensiones con el Gobierno norteamericano y casi un guerra comercial. Era otra Europa, quizás con más visión, más apetito político, más beligerancia competitiva y de, si hacía falta, retorcer un poco las reglas, como siguen haciendo muchos de nuestros competidores globales. Ahora puede estar planteándose una nueva oportunidad con la inteligencia artificial. Europa cuenta con los recursos humanos, el acervo de conocimiento y recursos materiales. El proyecto debe contar con la escala suficiente para ser transformador. Y el enfoque regulador que se adopte —sin duda, muy importante en el desarrollo de la IA— será también determinante.

El problema de la escalabilidad puede ser uno de los obstáculos para el aumento de la productividad y el mantenimiento de la competitividad. ¿Cómo puede ser que un bloque como la UE con el nivel de renta y bienestar alcanzado, un mercado potencialmente tan fuerte, con un programa muy ambicioso de digitalización y sostenibilidad, con unos fondos Next Generation EU de 800.000 millones destinados a inversiones, tenga un futuro incierto en su competitividad? Esos ingredientes deberían ser suficientes. En la práctica no lo son. ¿Por qué? Sin duda, por la falta de unas políticas unificadas en el ámbito de la empresa a escala europea. Las ayudas de Estado se han multiplicado —con muchos excesos de algunos países, como Alemania y Francia— desde la pandemia y la guerra de Ucrania, con lo que han existido varias quiebras de esa unidad de mercado. Sin una política verdaderamente europea con amplio consenso de fomento de la actividad económica y empresarial, el declive relativo de la competitividad europea no cesará. Esta es una de las áreas en las que se debe actuar sin duda.

Por último, pero no menos importante, la regulación de las actividades digitales e intangibles en la UE —más garantista y más restrictiva que en EEUU o China— ha podido limitar la promoción de las mismas. Quizás hasta ahora, esa regulación garantista ha podido tener un trazo más grueso que el deseable. En el futuro, con el desarrollo de la IA en juego, sería bueno afinar más y poder compatibilizar las principales cautelas en la protección de datos y privacidad con un amplio desarrollo —esta vez sí— de las nuevas capacidades digitales que van a surgir, que serán un eje fundamental de crecimiento del futuro. Solo así, no se perderá una nueva oportunidad para mejorar la competitividad y poder continuar manteniendo el alto de bienestar alcanzado en Europa. Quedamos a la espera, Sr. Draghi.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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El poder de la maternidad y la caída de la natalidad

¿Acaso existe mayor poder individual legítimo que el de decidir si traer un hijo al mundo o no y, en caso afirmativo, cuándo hacerlo? Desde hace solo algunos decenios, millones de mujeres pueden ejercer ese poder en las sociedades económicamente más avanzadas. En qué grado comparten ese poder con sus parejas, cuando las tienen, no es fácil de averiguar, pero cabe suponer que, en tanto gestanturi, su criterio es decisivo. De ahí que las claves de la natalidad haya que buscarlas fundamentalmente en la maternidad.

El ejercicio del poder de la maternidad lo han posibilitado el acceso masivo y concurrente de las mujeres a los anticonceptivos y al trabajo retribuido. Aun cuando no está libre de costes para ellas, los anticonceptivos les han procurado más libertad sexual y, en combinación con el trabajo retribuido, un instrumento esencial para planificar y configurar autónomamente sus propias biografías. Allí donde este doble acceso se ha generalizado, la concepción ha dejado de ser un destino para convertirse en una elección. No un sujeto social en busca del empoderamiento de género o de cualquier otro objetivo colectivo, sino incontables mujeres tomando decisiones individuales en función de sus preferencias y circunstancias han impulsado la transición de la maternidad desde el Sistema 1 (el que piensa “rápido” y genera comportamientos automáticos) al Sistema 2 (el que piensa “despacio” y racionaliza las acciones), por utilizar la célebre distinción del psicólogo y Nobel de Economía Daniel Kahneman. Esta transición puede tardar años en cumplirse, pero cuando el Sistema 2 se apodera de las riendas de la maternidad, y los cambios de comportamiento de las mujeres van arraigando culturalmente, caen la fecundidad y, antes o después, los nacimientos.

Es verdad que, en la España contemporánea, el primer descenso intenso de la fecundidad, protagonizado por las mujeres nacidas a principios del siglo XX, obedeció al control creciente de la mortalidad. Las hijas de aquellas mujeres que redujeron el número de embarazos porque ya no se les morían tantos bebés, dispararon la fecundidad (que alcanzó su valor más alto en 1964, con 2,96 hijos por mujer en edad fértil), dando a luz a los más de 13 millones de baby boomers nacidos en los últimos 20 años de la dictadura franquista. Sin embargo, sus nietas, ya con acceso pleno a anticonceptivos (despenalizados en 1978), y cada vez con más medios económicos propios como resultado de su progresiva incorporación al mercado de trabajo, apostaron por afianzar su carrera profesional antes de emprender la familiar. El consiguiente retraso de la primera maternidad acabó resultando en un descenso de la fecundidad. En 1986, el indicador coyuntural de fecundidad cayó por debajo de 1,5, un umbral que desde entonces no ha superado. En 2021 España ostentaba, por quinto año consecutivo, un indicador inferior a 1,2 (el más bajo de la Unión Europea, salvo Malta). Demográficamente, España destaca en el mundo por su elevada esperanza de vida, pero también por conjugar uno de los indicadores de fecundidad más bajos con una edad media de las mujeres al nacimiento del primer hijo de las más altas (31,6 años).

Nada indica que los deseos de maternidad sean en España más débiles que en otros países. Más bien parece que las mujeres (y sus parejas) en las edades en las que esos deseos se plasman en propósitos, decisiones y acciones, consideran que no cuentan con cantidades suficientes de los tres recursos necesarios para la crianza: dinero, tiempo y esfuerzo. Cuando los progenitores son dos, la proporción de esos recursos que cada uno aporta es menor que cuando solo es uno, pero, aun así, la inversión resulta muy costosa y, por lo general, más onerosa para las madres que para los padres. Pero lo que eleva sobremanera el coste de esa inversión es un mercado de trabajo —basado en un tejido empresarial con un gran número de empresas de pequeño tamaño y reducida productividad— que no facilita la consolidación de puestos cuyas condiciones de retribución y duración de jornada permitan crear una familia sin tormentos diarios. Y es que las mejores oportunidades de empleo suelen encontrarse en grandes ciudades, donde los precios de compra y alquiler de vivienda son muy elevados en proporción a los salarios, y las distancias entre el lugar de residencia y el de trabajo amplían el tiempo fuera del hogar.

Estos problemas socioeconómicos e
institucionales se arrastran desde hace años de un gobierno al siguiente. Sin
duda, como empleador, el Estado ofrece mejores condiciones de conciliación de trabajo
y familia (sobre todo, por lo que se refiere a la duración de las jornadas y la
disposición de tiempo para asuntos sobrevenidos) y, además, relaja el vínculo
entre rendimiento y retribuciones. Pero si bien presta a todas las familias con
hijos pequeños buenos servicios sanitarios, proporciona unos servicios
educativos de calidad mediana y exiguas ayudas específicas para la crianza. Durante
el quinquenio previo a la pandemia, el gasto en la función “familia/niños” se
mantuvo en España en torno a 1,3% del PIB, casi un punto por debajo de la media
de la zona euro. En el primer año de pandemia, especialmente difícil para las
familias con hijos pequeños, el gasto por habitante en esta partida ascendió a 372
€, algo por encima del registrado en Grecia, Portugal e Italia, pero muy por
debajo del que dedicaron Francia (848 €), Suecia (1.346 €), Alemania (1.517 €)
o Dinamarca (1.824 €). Todos estos países cuentan con
programas que combinan medidas tales como prestaciones económicas por hijos a
cargo, gratuidad de escuelas infantiles, rebajas fiscales en función del número
de hijos dependientes o ayudas para cubrir los costes privados de cuidadores
domésticos.

Por tanto, en España persisten restricciones sustanciales al ejercicio del poder de la maternidad. Ante ellas, muchas mujeres —en particular, las que han dedicado más años de su vida a formarse— siguen retrasando el primer hijo. La Encuesta de Fecundidad de 2018 cifró el porcentaje de mujeres de 30 a 34 años sin hijos en 52%. De ellas, seis de cada diez afirmaron su propósito de tenerlos en los próximos tres años; una parte lo habrá conseguido, pero otra seguirá demorando el momento del embarazo, confiando en que, cuando se decida, la gestación prospere naturalmente o con la ayuda de la reproducción asistida. Lástima que no dispongamos de datos longitudinales para conocer cuántos de estos deseos reproductivos llegan a buen puerto. Aun careciendo de esa información, sabemos que muchas de esas mujeres no llegarán a ser madres. El porcentaje de las que cumplen los 50 años sin descendencia ha crecido en los últimos 20 años y se estima que entre un 25 y un 30% de las que nacieron en la segunda mitad de los años setenta se quedarán sin hijos, convirtiéndose en las generaciones más infecundas de todas las nacidas desde finales del siglo XIX.

La infecundidad generacional puede resultar de las decisiones voluntarias de mujeres que durante su periodo fértil renuncian a tener hijos, pero todo indica que responde en mayor medida al desistimiento de la maternidad por las múltiples restricciones que impone el entorno laboral, económico e institucional. Hay quien, dando la espalda a esta evidencia o minimizando su importancia, piensa que la caída de la natalidad no constituye un problema social, toda vez que la inmigración puede suplir a los niños que no nacen. Al margen de la profunda frustración que, individual y colectivamente, puede provocar la imposibilidad de satisfacer los deseos reproductivos, conviene recordar que la inmigración como estrategia demográfica precisa de planificación, acuerdos estables y políticas públicas bien diseñadas que hay que ir probando y ajustando, dando tiempo a que rindan los resultados previstos. Mientras seguimos a la espera de todo ello, las cifras anuales de fecundidad y nacimientos retratan a una población que ha perdido ilusión, empuje y confianza en su capacidad de afrontar las incertidumbres que el porvenir siempre entraña.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El Mundo

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Dato no tan sorprendente

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Muchos son los analistas que llevan esperando una subida de los préstamos dudosos de la banca española desde hace algún tiempo. Ese pronóstico no se ha cumplido de momento, a pesar de los muchos shocks que lleva la economía de nuestro país desde hace un año: coletazos de la pandemia, impacto de la guerra de Ucrania, elevada y persistente inflación. Mucha incertidumbre. El último dato disponible —noviembre de 2022— publicado esta semana es del 3,68% del total del crédito, el más bajo desde diciembre de 2008. Muy alejado de la considerable morosidad que se tuvo en los años de la crisis financiera global.

No debería asombrar tanto este buen dato. Primero porque, como se enseña en Macroeconomía en las universidades, está fuertemente relacionado con la evolución del PIB y del empleo. La evidencia empírica existente es clara: cuando el PIB se contrae y el paro aumenta, suben los préstamos morosos. Sin embargo, 2021 y 2022 son años de crecimiento económico, a pesar de la incertidumbre, y el empleo se ha comportado razonablemente bien. Es cierto que en 2020 se produjo una fortísima contracción de la actividad económica como consecuencia de la covid y de las medidas de confinamiento y tampoco se notó apenas en la morosidad.

La clave, en mi opinión, es que se confió en que era un problema transitorio y se dio apoyo. Las numerosas medidas aplicadas —ERTEs, préstamos ICO con garantía pública, entre otras y generosas ayudas— fueron una palanca clave que permitió acomodar esa fuerte caída del PIB sin consecuencias de calado en el empleo o en la estabilidad financiera. Conforme algunas de esas medidas de apoyo se iban retirando en 2021 y 2022, se pensó de nuevo que podría repuntar la morosidad. Era lo que los modelos predecirían, pero no llegó a acontecer. Al fin y al cabo fueron años de crecimiento económico. Eso sí, basados en el efecto rebote tras la covid, y apoyados por el ahorro acumulado. Otras medidas y protocolos han sido importantes, como el último, el acuerdo sobre las hipotecas. Una red del trapecista que ha permitido soportar los fuertes vientos de cara del mercado de crédito en estos años. Poco o nada que ver con lo que aconteció de 2008 a 2013, donde estalló la burbuja inmobiliaria: notable contracción del PIB y escandaloso incremento del paro, junto al derrumbe del valor de los activos inmobiliarios.

Sin complacencia, eso sí. La situación puede cambiar y llevar a un cierto repunte de la morosidad. Con la adecuada gestión de las entidades financieras y la vigilancia supervisora, debería ser manejable. Los préstamos dudosos pueden aumentar ante la fuerte desaceleración de la economía, donde las previsiones de crecimiento para 2023 son mucho más modestas. Si el mercado de trabajo sigue mostrando resiliencia, como hasta ahora, ese aumento no debería ser de gran magnitud. No obstante, las subidas de tipos de interés —con cierto recorrido al alza—, en un entorno incierto de inflación (aun cuando esté bajando) y actividad económica mucho menos pujante probablemente terminará afectando. El crédito moroso podría repuntar en 2023. Sería una sorpresa que no lo hiciera.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Rebaja del IVA de los alimentos básicos, competencia y Santa Bárbara

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El Gobierno ha decidido reducir el IVA de los alimentos básicos: el del pan, la harina, los huevos, la leche, frutas, legumbres, verduras y cereales del 4% al 0%, y el de la pasta y el aceite del 10% al 5%. La medida viene acompañada, además, de ayudas directas —claramente distributivas— a personas con menores ingresos y patrimonio. Las rebajas fiscales son controvertidas, especialmente en un país con una deuda pública mayor que su propio PIB y en un entorno de tipos de interés crecientes. De hecho, muchos economistas han criticado ya esta reducción de los impuestos indirectos y dudan de que sea la mejor manera de ayudar a los más vulnerables durante la crisis. Por ello, merece la pena poner la lupa del análisis económico en esta reducción y obtener nuestras propias conclusiones 

Un motivo razonable para la duda es que las rentas más altas también se benefician de las reducciones de los impuestos indirectos, a veces en mayor medida que los colectivos más vulnerables. Por ejemplo, la reducción del IVA que se aplica a algunos bienes culturales, muy deseable por otras razones, es claramente regresiva, ya que su consumo esta muy correlacionado con el nivel educativo y la renta. Por tanto, son las rentas medias y altas las que disfrutan fundamentalmente de esta subvención implícita a la cultura. Sin embargo, esto no sucede con los alimentos básicos. Es más: alguno de ellos, como las patatas o la pasta, son el ejemplo típico de lo que los economistas llamamos bienes “inferiores”, un adjetivo en ningún caso peyorativo, sino que alude a que su demanda aumenta al reducirse la renta: con menos recursos tendemos a sustituir la carne por los macarrones. En definitiva, al contrario de lo que pasa con gran número de ayudas y subvenciones fiscalmente regresivas (cultura, coche eléctrico, placas solares, etc…), las rentas más bajas deberían beneficiarse en igual o mayor medida que el resto de la población de esta reducción fiscal. 

Otro problema potencial de la medida en la mente de sus críticos es que resulta fácil bajar impuestos, y muy, muy difícil subirlos, de modo que lo que es una decisión coyuntural (por el aumento de la inflación, o los precios de la energía) podría tender a volverse permanente. Pero en este caso el Gobierno evita este “efecto de trinquete” al establecer que la rebaja desaparecerá cuando la inflación subyacente descienda del 5,5%. Aún mejor: pensando en la cercanía de las elecciones y en las restricciones políticas, la rebaja que nos ocupa —con un coste fiscal estimado por el gobierno de 660 millones de euros— seguramente ha permitido justificar la retirada de la subvención universal de 20 céntimos por litro para la compra de carburantes: una gran noticia, ya que dicha subvención tenía un coste fiscal muy superior (rondaba los 5.000 millones), era manifiestamente regresiva (calculen el generoso subsidio público que los afortunados propietarios de grandes todoterrenos han recibido), y aumentaba el consumo de combustibles fósiles, desincentivando el uso del transporte público y de soluciones de movilidad menos contaminantes. La subvención era medioambientalmente disparatada, económicamente ineficiente al aumentar artificialmente el consumo de un insumo que había incrementado su coste e, incluso, estratégicamente cuestionable, pensando en la guerra de Ucrania y el impacto de la demanda de petróleo sobre los recursos de Rusia. 

«Cómo se reparta la subvención entre empresas y consumidores dependerá fundamentalmente de dos factores: la elasticidad de la demanda y el nivel de competencia en el mercado».

Juan José Ganuza

Más discutibles son las voces que reclaman sanciones para los establecimientos que no repercutan la bajada del IVA en los precios. Los controles de precios no funcionan y no se puede ir contra la ley de la gravedad y contra la microeconomía. Si se introduce una subvención (una rebaja impositiva) en un mercado competitivo, una parte se trasladará a los consumidores en términos de reducción de precios; inevitablemente, la otra parte engrosará los beneficios empresariales. Cómo se reparta la subvención entre empresas y consumidores dependerá fundamentalmente de dos factores: la elasticidad de la demanda y el nivel de competencia en el mercado. 

Con respecto a la elasticidad de la demanda, tenemos el viento de cola. La demanda de alimentos básicos no varía significativamente cuando estos aumentan su precio. La falta de elasticidad de la demanda (en jerga economista) hace que los cambios en los costes repercutan rápidamente en los precios, pero también que las reducciones de impuestos se trasladen en gran medida a una bajada en el precio si el mercado es competitivo. Y esa es la gran condición: que el mercado sea competitivo. Cuanto más lo sea, más bajarán los precios al hacerlo el IVA. 

Pero solo nos acordamos de la competencia, como de Santa Bárbara, cuando truena. Fomentar la competencia no vende. En el debate público no se discute sobre la conveniencia de reducir las barreras a la entrada a mercados como el de la distribución de alimentos, mientras que otros, como el de transporte por carretera, están aún pendientes de ser liberalizados. Nos encontramos, por tanto, ante una oportunidad para asimilar que la mejora de la competencia no es solo un mecanismo para mejorar la innovación, expandir los mercados y con ello la demanda y el empleo, sino también para mejorar la equidad, reduciendo los precios de bienes esenciales como los alimentos básicos. 

La eficacia de la competencia como palanca para mejorar el bienestar de todos ha quedado demostrada, por ejemplo, a través de la liberalización del mercado del ferrocarril de larga distancia, impulsada desde Europa sin mucho entusiasmo doméstico. La apertura de este mercado ha conllevado un aumento de casi el 70% en los viajes en trenes de alta velocidad y una reducción del 43% en los precios en el corredor Madrid-Barcelona en poco más de un año, haciendo accesible a una gran parte de la población con menos recursos este medio de transporte. De la misma manera, en el mercado de distribución de alimentos —afectado por regulaciones autonómicas— la inflación se reducirá mas rápidamente en aquellos territorios en los que el mercado sea más competitivo cuando se reduzcan los costes de producción, y el impacto de la reducción del IVA llegará de forma más elocuente a los consumidores. En definitiva, no es tiempo para amenazar con controles de precios, sino para aprender la lección de que la competencia es un mecanismo para impulsar la equidad y el bienestar de los más vulnerables.

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Ajustando el paquete fiscal

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En los próximos días, el Gobierno central debe presentar la prórroga del plan de respuesta a la crisis provocada por la invasión de Ucrania. Creo que acertaría eliminando la bonificación general de 20 céntimos en hidrocarburos y dejarla solo para ámbitos profesionales: transporte, pesca, agricultura. A corto plazo, estos sectores no tienen capacidad de sustitución tecnológica, por lo que la supresión de la bonificación se trasladaría a costes y la tasa de inflación volvería a remontar en el primer trimestre de 2023. Suprimirlo en el caso de los particulares ahorraría varios miles de millones de euros. Esto nos permitirá rebajar el coste fiscal global del paquete y dar margen financiero a la aprobación de medidas adicionales más focalizadas y no contrarias al proceso de descarbonización de la economía española. En particular, parece acertada alguna fórmula de cheque a las familias de menores ingresos para afrontar el alza de precios en energía y en alimentación.

Hablando de alimentación, dos ideas. La primera es que la solución no está en el IVA. Porque buena parte de los productos ya están sujetos al tipo superreducido (4%) y, por tanto, la efectividad sería menor; y porque estamos abusando de las bajadas de tipos en este impuesto, lo que genera distorsiones en el funcionamiento de la economía. La segunda es que la cadena de producción y distribución de los alimentos es larga y los supermercados e hipermercados son solo una parte. Que sea en ellos donde percibimos las subidas no les convierte necesariamente en culpables, porque sus propios costes están aumentando sustancialmente. Por eso, el Ministerio de Consumo, en colaboración con las carteras de Agricultura y Pesca e Industria, debería analizar en el conjunto de la cadena alimentaria lo que está pasando con los precios de los productos que más han subido de precio, para identificar qué parte del alza no se justifica por mayores costes y quienes son los responsables.

En lo que concierne al tempo del plan, se deberían combinar medidas que, por su lógica, han de afectar al conjunto del año 2023 con otras que se vayan decidiendo trimestralmente. Porque esto nos permite ir ajustando el coste del paquete a la evolución del déficit fiscal y porque ante escenarios abiertos lo mejor es no atarse las manos.

Finalmente, un apunte menor: la subvención plena del transporte público no es buena idea. Desafortunadamente, el comportamiento de un porcentaje no menor de los usuarios deja que desear. La gratuidad total provoca irresponsabilidad en la reserva de plazas. Y las actuaciones de control por parte de Renfe están generando también distorsiones. Reducir la subvención al 50% o al 60% resolvería el problema y seguiría siendo un incentivo poderoso al uso del transporte público.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Acertar en la prórroga

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Los Presupuestos Generales del Estado para 2023 (PGE2023) son financieramente viables y creíbles. Incluso en un escenario macroeconómico peor que el previsto por el Gobierno. Y lo son porque los ingresos en 2022 van a acabar muy por encima de lo previsto, lo que proporciona un colchón y el mejor punto de partida posible.

El verdadero desafío está en lo que, en su mayor parte, no aparece en los PGE2023, pero que va a suponer un impacto fiscal significativo en 2023: la prórroga del paquete de medidas para amortiguar el golpe de la inflación y la crisis energética. En función de cómo se concrete esa prórroga, se puede poner en cuestión la solvencia presupuestaria y fiscal en 2023.

Una extensión plena y directa de las medidas aprobadas a lo largo de 2022 y las que puedan llegar nos llevaría a un efecto global neto por encima de 1,5 puntos de PIB. Eso desbordaría el colchón existente y el déficit en 2023 volvería a aumentar. Por eso hay que escoger y priorizar. Tres sugerencias para ello.

La primera es que las prórrogas de las medidas se hagan trimestralmente. Esto permitiría tener capacidad de adaptación del paquete fiscal ante lo que nos pueda deparar un futuro incierto y abierto; al tiempo que su coste anual final pueda ir modulándose para no incumplir en ningún caso con el objetivo de déficit de 3,9% de PIB que contemplan los PGE2023.

La segunda es que se dé prelación a las medidas focalizadas en los hogares más vulnerables y las ramas y empresas más impactadas; a las actuaciones que reman a favor y no en contra de la transición energética; y a las que van en línea con los cambios fiscales propuestos en el libro blanco de la reforma tributaria. Teniendo en cuenta todo lo anterior y su coste financiero, las candidatas a ser eliminadas o, al menos, muy recortadas son la bonificación general a carburantes y la rebaja del IVA sobre el gas y la electricidad. Aunque, en el primer caso, tendría sentido mantenerla para ramas productivas intensivas en combustible y con muy difícil adaptación tecnológica inmediata, como pueden ser el transporte y la pesca.

La tercera es que la revisión trimestral apuntada abre la puerta a que, en los próximos meses, el paquete fiscal aparezca también en las negociaciones sobre un pacto de rentas amplio. Los agentes sociales podrían participar en la definición y elección de medidas compensatorias; lo que, a su vez, daría una perspectiva integradora al propio paquete.

Convirtámonos en referencia europea también en esto.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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La apuesta arriesgada del BCE

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Europa se enfrenta a uno de sus mayores retos desde la creación del euro. La subida de tipos de interés decidida esta semana por el BCE está justificada, habida cuenta del riesgo de pérdida de valor de la moneda única frente al dólar, divisa en la que cotizan las principales materias primas importadas y, por tanto, factor clave de la inflación. No es comprensible, sin embargo, el anuncio de hasta cuatro vueltas de tuerca adicionales en los próximos meses, hasta que la inflación se acerque a su objetivo del 2% —algo que podría suceder desde finales del próximo ejercicio—, según Fráncfort.

La política monetaria solo puede incidir directamente en los precios internos, que representan apenas el 31,5% del alza del IPC. El resto de componentes —es decir, la energía y los alimentos— están en buena medida determinados por factores externos a la acción del BCE. Por tanto, el BCE tendría que generar una profunda recesión para generar una caída abrupta de los precios y de los salarios, y así doblegar la inflación. Esto no es coherente con la previsión de crecimiento del 0,9% que maneja el banco central para 2023. Tras haber negado la persistencia de la inflación, ahora podría estar minimizando el riesgo de recesión.

Se alude a la experiencia de Estados Unidos, donde la inflación parece estar remitiendo tras el giro de la Reserva Federal. Sin embargo, en ese país la energía y los alimentos representan menos de la mitad del incremento total de los precios. Además, Biden ha logrado coordinar los otros instrumentos de la política económica para, a la vez, aplacar la inflación y prevenir una larga recesión: ha puesto en marcha un plan de inversión orientado a aliviar los cuellos de botella en las cadenas de suministros y asegurar la seguridad energética de su aparato productivo. La receta parece estar dando frutos.

En la Unión Europea, sin embargo, la política fiscal tarda en reaccionar y el debate está encorsetado por cuestiones importantes como la reducción de los desequilibrios, pero deja de lado el contenido de las políticas en un momento clave para el futuro de la economía europea. Se echa de menos una estrategia de interconexiones energéticas y de inversiones centradas en diversificar las fuentes de suministro. También se está tardando en reformar el funcionamiento de los mercados, en especial en lo que atañe al traslado del precio del gas a la tarifa eléctrica.

Entre tanto, algunos de los principales operadores de los mercados a plazo están entrando en números rojos, por verse abocados a comprar energía a precios significativamente más elevados de lo que prevén los contratos con sus clientes. Bruselas podría verse obligada a relajar las reglas de ayudas de Estado para afrontar una situación que pone en peligro la estabilidad del suministro.

Todo ello apunta a un fuerte deterioro del contexto europeo en el que se mueve la economía española. El endurecimiento monetario que incorpora el euríbor, ya por encima del 2%, tendrá un cierto impacto. Pero este será mucho menor que la probable entrada en recesión de Alemania, Italia y otros socios comunitarios más expuestos que nosotros a una crisis energética a la que Europa todavía no ha encontrado respuesta.


De ahí la importancia del buen manejo de nuestra política fiscal. El shock de oferta, si bien violento, no alcanza la magnitud de lo que se espera en la mayoría de países europeos. Por tanto, existe un margen para desplegar los fondos europeos en los sectores que más directamente contribuyen a aliviar la crisis, y para reducir la carga que pesa en los colectivos vulnerables. Los otros componentes del presupuesto deberían tender al equilibrio. Las curvas que vienen aconsejan adaptar la política económica española y reformular la europea. Y más realismo del BCE en el ritmo de desescalada de la inflación.

Tipos de interés | Tras la subida de los tipos de intervención del BCE de 75 puntos básicos, los mercados han reaccionado de manera dispar. El euríbor a un año, principal referencia para las hipotecas, se ha incrementado, evidenciando la anticipación de una nueva vuelta de tuerca del BCE en los próximos meses. El rendimiento del bono español a diez años ha evolucionado de manera inversa, con un descenso que, aun leve, podría reflejar la anticipación de una pausa del giro monetario a medio plazo, en consonancia con la elevación del riesgo de recesión.      

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Los problemas crecen

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Aunque en enero estábamos en plena incidencia de la variante ómicron y la inflación ya presionaba, los pronósticos para la economía en 2022 eran, en general, bastante optimistas. Mucho más de lo que lo son hoy, con una guerra en Ucrania de consecuencias imprevisibles, una inflación que no para de crecer y con una pandemia que aún deja su triste huella. Como en China, que tiene confinada a decenas de millones de personas en ciudades industriales relevantes. Esta confluencia de dificultades ha encarecido brutalmente los combustibles y la electricidad. En paralelo, ha cortocircuitado las cadenas de suministro a escala global, con dificultades particulares en Europa.

Esa multiplicación de obstáculos va esparciéndose como una mancha de aceite. El encarecimiento de la energía y la falta de suministros se han convertido en un quebradero de cabeza para transportistas y sectores como la agricultura y la pesca, que dependen de un coste asumible de la energía. Serias dificultades que afectan a producciones básicas y generan tensión social. Aunque las cuentas públicas salen debilitadas de la pandemia, es probable que sea necesario hacer esfuerzos (fiscales) adicionales para superar la segunda crisis en dos años, la tercera en algo más de una década. Todos estamos agotados. Las finanzas del sector público no paran de recibir golpes, pero es peor no hacer suficiente. En la crisis de 2008, se tardó años en actuar. En la pandemia, se reaccionó rápidamente.

En la crisis actual, con la agudización de los problemas en pocas semanas, una respuesta gradual no será suficiente. Una parte significativa del sistema productivo puede quedarse paralizada súbitamente. Ya sucede en algunos casos. Con efectos en cadena si las decisiones son insuficientes. Conviene plantearse medidas contundentes, poner más carne en el asador por parte de las administraciones implicadas y así parar la espiral de estrés en la que se ha embarcado la economía española. Eso sí, nada ayudan las profecías catastrofistas que solamente generan más presión social.

Parece que se apuesta por esperar a mandatos de la Unión Europea, que se reúne esta semana. Tienen la ventaja de poder contar con medidas que sean verdaderos game changers porque permitan acometerse con mayor comodidad fiscal o con cambios en los mecanismos de precios —electricidad— avalados por las autoridades comunitarias. Sin embargo, hasta que se materialicen esas decisiones —si así ocurriera—, las propuestas deben ayudar a disminuir la tensión. Bajar impuestos —como el IVA, que al final pagan los consumidores, no los productores— tiene poca efectividad.

A corto plazo, parecen necesarias adicionalmente ayudas fiscales específicas que compensen a los sectores más impactados —transporte, agricultura y pesca, entre otros— ya que, de otro modo, no podrán enjugar sus pérdidas. Se trabaja en ello, aunque hay urgencia para que lleguen de modo inmediato y no en unas semanas. El dinero en metálico puede ayudar a reducir la tensión, como ha ocurrido en otros países. Y eso sí, a medio plazo, tras un exhaustivo debate, la UE debe reformar determinadas políticas transversales —agricultura y pesca, energía— con un doble objetivo: reducir la dependencia exterior de los suministros y proteger mejor las rentas de estos sectores.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Crisis no financiera… de momento

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No parecía fácil evitar ramificaciones financieras de la crisis sanitaria. La brusca caída del PIB en 2020 y la menor reactivación de la actividad productiva en 2021 —con el daño adicional de la inflación—, no eran buenos augurios. Sin embargo, el sistema financiero ha respondido bien manteniendo la cadena de pagos y concediendo —con avales públicos del ICO— liquidez y crédito a empresas y autónomos. A diferencia de la crisis anterior, de naturaleza financiera, las instituciones de crédito han sido parte de la solución y no del problema. Por supuesto, la extraordinaria liquidez concedida por los bancos centrales, la relajación de algunas normas contables y las medidas de los gobiernos —garantías a los préstamos y moratorias— han evitado una cascada de insolvencias empresariales que habrían amplificado, y de qué manera, las consecuencias sobre la economía real.

Este miércoles se han publicado los datos de morosidad de octubre de 2021, que la sitúan en el 4,36%, casi invariable respecto a meses anteriores. Sin embargo, según un análisis reciente de la Autoridad Bancaria Europea, un 7,7% del stock de moratorias crediticias de la banca española sufre ya morosidad, similar al 6,4% de las financiaciones con moratorias vencidas. La de los préstamos avalados por el ICO se sitúa todavía en el 2%, aunque va al alza. Es probable que en 2022 aumente significativamente la morosidad conforme se retiran los estímulos a la economía. Cuánto dependerá de si los préstamos concedidos durante la pandemia pueden devolverse o, simplemente, se está aplazando un problema al que habrá que enfrentarse pronto. El tiempo ganado —a diferencia de la crisis de 2008— puede haber traído más beneficios que desventajas. Entre otras cosas, porque la pandemia está durando más de lo esperado.

Será fundamental determinar si la financiación avalada y las moratorias concursales y de crédito contribuyen a mantener empresas zombie, aquellas que no tienen viabilidad, independientemente de la pandemia. No contribuyen a la recuperación y supondrán un serio problema. La reforma de la Ley Concursal, aprobada en Consejo de Ministros esta semana, pretende dar aire a las empresas antes de conducirlas al concurso de acreedores. No se tendrán en cuenta las pérdidas acumuladas en los años de pandemia. Existe riesgo de “procrastinación” si las empresas aprovechan para retrasar un final inevitable. No obstante, la reforma va a vigilar que estos comportamientos no acontezcan y, si finalmente se llega a la solución concursal, esta sea más ágil y eficiente.

Algo parecido sucede con la moratoria de crédito. Cabe esperar que la ampliación de plazos y otras ventajas del código de buenas prácticas permitan a muchas más empresas salir adelante en comparación a las que solamente aspiran a retrasar su final. Estas precauciones en España y otros países no obvian los problemas de vulnerabilidad empresarial arrastrados desde la crisis financiera. Son más graves para aquellas empresas que no ofrecen una mayor productividad en la “nueva economía” digital y sostenible. Parece que la actual crisis no será financiera y el impacto sobre las cuentas públicas (por las posibles pérdidas en los avales del ICO) será limitado, pero tendremos que esperar más tiempo para afirmarlo con total rotundidad.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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