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Por qué ascienden los idiotas y elegimos a políticos inútiles

Una de las maneras más efectivas de mejorar nuestra economía doméstica es avanzar en la carrera profesional. Por eso, examinemos algo fundamental sobre cómo funciona. Así, de paso, sabremos por qué esas cabezas parlantes en las reuniones, o esos políticos de la televisión, parecen eternos inútiles.

Resulta que una cosa y la otra están relacionadas, por cómo funcionamos las personas y el juego del poder.

Mi intención no es que este artículo sea un manual de instrucciones (aunque allá cada uno), pero siempre es necesario comprender el verdadero juego en el que estamos metidos y las reglas reales que lo gobiernan.

Si no, es imposible ganar o ascender.

Así pues, ¿por qué ascienden los idiotas, ya sea por decreto o votación? Veamos varios motivos y dos cuestiones fascinantes (en mi opinión).

La confianza da confianza

Elegimos personas para que lleven a países y empresas hacia el futuro. Pero el futuro es un lugar incierto por definición, no hay camino marcado. Y, ¿qué hacemos en tiempos de incertidumbre? Miramos a los demás y seguimos a los que parecen más seguros.

Me gusta citar al filósofo Bertrand Rusell y aquí va de nuevo:

La causa fundamental del problema es que los estúpidos están seguros de sí mismos, mientras que los inteligentes están llenos de dudas.

Que no es una cuestión meramente filosófica, porque se ha demostrado ampliamente que preferimos la confianza a la competencia.

Todos los asuntos importantes suelen tener soluciones complejas y multifactoriales, pero no le digas eso a nadie para convencerle, porque buscará a quien le dé la solución sencilla y rápida con seguridad.

La culpa es de los inmigrantes, de los ricos, de las mujeres, de los hombres, de los azules, los rojos... O el coronavirus se irá en primavera, ni siquiera existe, pero, a la vez, se cura con remedios estrambóticos.

Mientras, los que saben de verdad también son conscientes de lo mucho que ignoran, responden a ciertas preguntas que precisan más datos (con razón) y reconocen que hay cosas que no saben. Además, sus explicaciones son complejas y nos perdemos en ellas.

No ansiamos la verdad, sino certezas, aunque no existan. Y la certeza total es la marca del idiota.

Premiamos inconscientemente rasgos físicos y no de competencia

Los rasgos físicos cuentan para ascender

Esos rasgos pueden no ser los más adecuados para un liderazgo moderno, pero los biólogos evolutivos saben que hemos cambiado poco desde que bajamos del árbol. Esa evolución actúa despacio y la programación inconsciente que llevamos dentro sigue siendo muy parecida a la de los tiempos de la cueva y el mamut.

Así, muchos políticos electos tienden a conservar más cabello en la cabeza que la media de su edad, y la apariencia externa puede influir mucho en votaciones (entre un 5% y un 8%, lo cual puede decidir una elección), algo corroborado una y otra vez.

Del mismo modo, está demostrado que la brecha salarial y de éxito de los guapos es importante. A su favor, claro.

En definitiva, antes nos arremolinábamos ante líderes altos, fuertes y atractivos, por cuestiones físicas y pragmáticas, y algo de eso queda e influye.

Que no es que nuestros políticos sean siempre así (las estructuras de poder establecidas cuentan más), pero, en general, los guapos suben y los que somos feotes, y hacemos demasiadas escapadas al frigorífico, somos percibidos como más incompetentes, aunque no lo seamos.

En el juego de probabilidades que es la vida, los de la lotería genética vuelven a tener más boletos para acabar arriba.

A la gente le gusta la gente que se le parece

El presidente George W. Bush nunca pareció el cuchillo más afilado del cajón y eso lo reconocían votantes de toda ideología. Sin embargo, esos mismos votantes distintos también estaban de acuerdo en que parecía un buen tipo con el que tomarse una cerveza, campechano y parecido a ellos.

Una vez más, valoramos características diferentes de la competencia o la sabiduría para el puesto de líder. Valoramos la cercanía y que se parezcan a nosotros.

Y, sobre todo, aborrecemos a los inteligentes, porque nos recuerdan que nosotros no lo somos y nos sentimos por debajo. Un pecado emocional imperdonable si quieres poder.

Al final, las personas tendemos a dar ese poder (desde abajo con votos o desde arriba con ascensos) a la gente que nos gusta. ¿Y quién nos suele gustar? Quien se nos parece.

Recordemos, cuando dimos aquellos polémicos consejos para ascender en el trabajo, que los que caían simpáticos en las reuniones de evaluación obtenían mejor nota según los estudios, aunque tuvieran menor desempeño que otros que caían peor.

La gente antepone la pertenencia a grupos sobre la competencia

El poder del grupo cuenta muchísimo para ascender

¿Hace falta decir mucho sobre esto?

Los humanos ansiamos pertenecer a algo más grande que nosotros, lo hacemos parte de nuestra identidad cuando lo conseguimos y el tribalismo reina.

Así que sí, ese candidato, o ese ejecutivo sensato, parece más apto y propone cosas que me benefician, pero es que no es de mi cuerda y el otro sí me ha convencido de que «es de los míos». Y es verdad que ha bailado borracho, insultándome y diciendo que hará cosas contra mis intereses. Pero en serio, «es de los míos».

No voy a insistir, cualquiera que haya hablado de política, fútbol o religión comprende esto.

Muchos competentes se apartan del juego del poder

Porque comprenden que hay cosas más importantes y que la vida es una y breve. Así que no están dispuestos a sacrificar dignidad, salud, familia o amigos por juegos de sombras y puñales.

Así que, simplemente, ese juego del poder filtra a muchas personas competentes, que se van a otra parte donde las estructuras sean más afines. O, simplemente, eligen no jugar como única manera de ganar, igual que aquella computadora de la película Juegos de guerra (sí, soy mayor).

Así, acaban en ambientes más académicos, menos competitivos o viviendo una vida plácida, apartada de donde se toman las decisiones.

La conjunción de estos motivos está demostrada y explica en buena parte el fenómeno de por qué ascienden los idiotas y los elegimos como políticos. Sin embargo, he aquí algo importante que no suelo ver reflejado en todos esos artículos sesudos sobre la idiocracia en organizaciones y gobiernos.

¿Y si, realmente, los de arriba no son tan idiotas como pensamos?

Quizá los de arriba no sean tan tontos como pensamos

Imposible, lo sé. Sin embargo, en algunos casos puede que, simplemente, creamos que es así, cuando la realidad es otra.

Que los de arriba no sean tan inútiles como parece a primera vista se puede dar por dos razones fundamentales: un tipo llamado Peter y, de nuevo, la naturaleza del poder y su funcionamiento.

El principio de Peter, o por qué ser un jefe «inútil» es algo inevitable

El «Principio de incompetencia de Peter» ha salido a pasear en alguno de mis artículos anteriores y establece que uno asciende hasta su nivel de incompetencia.

Ejemplo que he visto personalmente a menudo y ya nombré: el excelente programador que es un as del código y va ascendiendo a senior, jefe de proyecto, jefe de equipo, de departamento... Pero cuanto más asciende, más lo hace hacia puestos donde hace falta capacidad de gestión, no técnica.

Así que la superestrella programadora se acaba revelando como un inútil. Pero no lo es realmente.

En muchos casos, el inepto no es inepto en sí, sino inepto para el puesto al que ha ascendido, diferente de aquel para el que se le contrató. Es un caso de estar en el lugar equivocado, porque, en el correcto, esa persona seguiría siendo un genio.

El poder genera idiotas de manera inevitable

Las estructuras de poder generan idiotas sin que lo podamos evitar

El poder es muy bueno perpetuándose, pero el poder más habitual que nos encontramos en una organización, probablemente, está condenado a convertirse en una idiocracia.

En mi opinión, es probable que, como el principio anterior, esta sea otra maldición inevitable.

La clave está en observar cómo funcionan los autoritarismos y dictaduras que, en esencia, son una estructura de poder análoga a la de muchas empresas.

Unos pocos constituyen una oligarquía con un líder, reinando sobre un montón de gente y tomando las decisiones entre ellos, sin consultar democráticamente a esos sobre los que mandan.

Así, no importa lo listos que seamos al llegar arriba, porque no dejamos de ser personas. Rodeados por la corte del faraón, que siempre dice que sí porque quiere mantenerse en el poder, el líder y los cortesanos empiezan a ver una realidad distorsionada. La dieta es solo coba y los inteligentes, con información errónea, toman decisiones estúpidas.

Cegado por esa falta de información veraz que no puede penetrar en su burbuja, el líder va tomando decisiones cada vez peores, ya que nadie le dice las verdades del barquero.

O bien, quien se las dice, acaba decapitado, porque al poder no se le reta a menos que hayas asegurado apoyos para un cambio de régimen. Si no, el patíbulo es el premio.

Ya se sabe: «Si vas a por el rey, mejor que no falles...».

Ese rey y sus cortesanos se acaban creyendo, inevitablemente, el cuento de que están ahí por merecimiento, y no por la habitual mezcla de suerte, influencia heredada y afinidad con el poder ya establecido. De ese modo, pronto se creen infalibles y que los demás no tienen ni idea.

Así, ya sea en asuntos de política, guerras o gestión de empresas (incluyendo redes sociales), las decisiones son cada vez más estrambóticas.

Sea como sea, el fenómeno de los líderes inútiles parece condenado a repetirse una y otra vez.

Y ahora que sabemos los factores que influyen en subir hasta la corte, casi mejor no usarlos nunca. Que nosotros sí podremos cambiar las cosas desde dentro es otro bonito cuento, pero el poder y su funcionamiento son implacables.

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