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Amsterdam aprovecha el reset del Coronavirus para intentar cambiar su modelo socioeconómico de raíz, y no son los únicos

El ser capaces de cambiar el modelo productivo de un país es algo extremadamente complejo, especialmente cuando sus políticos no están por la labor más allá de los titulares seductores dirigidos al electorado. Y eso por no hablar en términos más generales del cambio de su modelo socioeconómico en toda su extensión, ya que tiene todavía muchas más implicaciones, incluso de carácter político-social. Ahí ya las voluntades declaradas y nunca implementadas pueden incluso traducirse en toda una fuerte resistencia de fondo que impide que las reformas revitalicen el sistema socioeconómico.

Pero en una escala más local, este tipo de cambios de modelo son igualmente muy complicados, y hace falta una fuerte determinación por parte de las autoridades locales, pero también hace falta no sólo proponer un modelo alternativo, sino también elegir el momento más propicio para ello. En Amsterdam lo tienen muy claro, y en el reset socioeconómico traído por el Coronavirus han visto una ocasión de oro para intentar transformar la economía de esta gran capital europea.

Ámsterdam ya llevaba bastantes años detrás de ir cambiando su modelo socioeconómico, y creen que el Coronavirus les ha abierto una ventana (o puerta) de oportunidad

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Por diversos motivos, desde los años 80, tres eran las grandes capitales europeas que estaban en la ruta de la cultura más alternativa, pero también de otro “tipo” de forma de entender el ocio nocturno, que en ciudades como Ámsterdam ya era también ocio diurno despachado sin tapujos a plena luz del día y bajo farolillos rojos. En ese Ámsterdam, desde entonces, la venta de ciertos tipos de sustancias no sólo era permitida en determinados casos, sino que eran extremadamente fáciles de adquirir a plena luz del día también otras tantas sustancias estupefacientes ya de carácter ilegal incluso allí. A aquel Ámsterdam en los 90 se le unía una Zurich en la que los empadronados eran dispensados estupefacientes de forma gratuita y controlada, bajo programas públicos de metadona. Por casualidad, un servidor pudo presenciar en aquellos años en primera persona lo que era aquello, y les puedo asegurar que a la hora del “reparto” se concentraban en uno de los parques más céntricos de la ciudad (apodado "El parque de las agujas") centenares de consumidores de la sustancia estupefaciente en cuestión (y otros de heroína pura y -muy- dura), que acto seguido sacaban allí en medio el kit de goma y aguja, y procedían a inyectarse su dosis. Realmente, aquella dantesca escena impactaba lo suyo, especialmente porque, tras las prisas y la ansiedad por inyectarse, venía el desolador panorama dejado tras el "chute", con el suelo literalmente plagado de jeringuillas, y con una silenciosa multitud de personas ausentes en paraísos artificiales y tiradas en plena vía pública, desperdigadas por doquier.

La tercera capital habitual en aquellas rutas de reglamentos laxos y “vistas gordas” era la alternativa Berlín. Por aquellos años, Berlín no sólo era un centro de ocio nocturno con determinada vida paralela, sino que era una capital que conservaba un carácter alternativo de los de verdad, con una cultura que muchas veces se reflejaba en iniciativas como la del aquel famoso Tacheles de Oranienburgerstraße, que fue defendido en su momento y de manera espontánea por buena parte de sus habitantes como todo un símbolo de la cultura más alternativa de la ciudad. A pesar de aquello y de todo lo que representaba, el Tacheles ha acabado sucumbiendo ante un turismo (y unos intereses) que le han restado casi todo lo que atesoraba de alternativo, y le han acabado transformando en algo casi exclusiva y artificialmente turístico y comercial. Pero en la vida nocturna de Berlín había más polos de vida y salidas "alternativas", como las habituales en el polifacético barrio de Kreuzberg, y había también en la ciudad no pocos locales de ocio nocturno (muchos de música duramente electrónica), en los que las sustancias psicotrópicas corrían por aquellos años mucho más fácilmente de lo que las autoridades estaban dispuestas a admitir públicamente.

De aquella tríada de ciudades europeas con reglas más que laxas ante ciertas sustancias, hoy sólo queda Amsterdam como máximo exponente europeo de la laxitud gubernamental y municipal en ciertos temas, y no sólo porque allí muchos piensen que eso es un modo de vida "alternativo" a respetar, sino también porque se ha hecho de ello todo un modelo socioeconómico que aporta a la ciudad ingentes cantidades de dinero y de turistas, que ahora ya es muy difícil de reconvertir. Ámsterdam es un destino de ocio nocturno de primer nivel en Europa, pero es que además lo es porque sus turistas buscan allí precisamente ese tipo de “ocio” que en Zurich y Berlin (ni en ningún otro sitio) ya no es tan fácil de conseguir, y que en Ámsterdam ha llegado a alcanzar un peso específico demasiado relevante (entre otras razones) como para que sus dirigentes hayan podido desmontarlo hasta el momento.

Y no será porque en Ámsterdam no lleven persiguiendo transformar su socioeconomía desde hace tiempo, pero es que haber dejado que una laxitud se haya transformado en todo un sector socioeconómico es algo que no se puede abordar ahora de la noche al día, al menos no sin perjudicar gravemente a una ciudad cuya socioeconomía lleva lustros estructurada ante determinado perfil de “turista”. La realidad es que el debate lleva abierto en la capital de Holanda desde hace años, pero no encontraban el momento ni la situación propicia para tirarse a la piscina. Y ahora ha llegado el parón producido por la pandemia, un reset económico en toda regla que las autoridades locales y nacionales holandesas quieren aprovechar como ocasión única para intentar transformar (ahora sí) la socioeconomía de Ámsterdam, pero minimizando el impacto y el potencial daño económico.

Ámsterdam lo tiene claro, y se lanza al grito de un “ahora o nunca” a navegar con valiente y oportuna determinación

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La larga historia de cohabitación y laxitud de Ámsterdam con esas “sustancias”, que son directamente ilegales fuera de los límites de la ciudad, no es un idilio cosa del amor a primera vista. De hecho, como les decía, en Ámsterdam llevan años (sino décadas) tratando de deshacerse de su fama de destino de juerga sin límites, y del tráfico soterrado de estupefacientes que muchas veces rodea al negocio de la noche, que allí se hace también a plena luz del día y en el centro neurálgico de la ciudad. Y de la mano de las sustancias narcóticas, otra pata del modelo socioeconómico que quieren cambiar en Ámsterdam es un viejo vecino que demasiadas veces suele compartir espacios con los estupefacientes: la prostitución. Y también en el consistorio de la ciudad norte de los canales llevan tiempo tratando de cambiar este otro modelo socioeconómico con su epicentro en el Barrio Rojo. De hecho, puede resultar hasta sorprendente cómo en las páginas de información turística sobre la ciudad de Ámsterdam hablan muy explícitamente de la prostitución en la ciudad, con un enfoque muy neutro y equidistante, pero introduciendo también el debate público que los amsterdameses mantienen sobre la idoneidad de hacer de ello un reclamo turístico y un modelo de negocio a gran escala.

Así, significativamente, sin embargo en la página de economía del consistorio de la capital holandesa no se citan para nada ciertas actividades de “negocios minoristas” y turísticos “no ortodoxos”: es más, ni tan siquiera se cita de primeras al turismo como motor económico de la ciudad, cuando sin embargo la ciudad recibe de media más de 1 millón de turistas al mes, una cifra que supera a la de sus habitantes permanentes, habiendo convertido todo el centro en un lugar inhóspito y sumamente incómodo para los propios residentes. Y es que allí el turismo es uno de sus grandes propulsores, y en especial lo son los “Coffee Shops” y la prostitución, y precisamente por ello tanto les está costando tanto reconvertir su economía a otros modelos. Como informaba Bloomberg en el enlace anterior, la ciudad en total acoge a 19 millones de turistas anuales, que dejan 6.000 millones de Euros en la ciudad, y de lo cual dependen el 10% de los empleos.

Todo un maná que ahora es difícil de atajar sin dejar víctimas colaterales. Los esfuerzos de renovación urbana del consistorio tienen una de sus principales apuestas en atraer a la ciudad las oficinas de empresas nacionales e internacionales, revertiendo la tendencia de huida de empresas de la capital en los últimos lustros, y ofreciendo como atractivo para sus empleados la vida de una ciudad que tampoco quieren que deje de ser vibrante pasando de 100 a 0. Y no se puede negar tampoco la coherencia del argumento de los que abogan por dar continuismo a este modelo de negocio, y que se basa en que ese tipo de turismo da ingresos y empleos a la ciudad, algo especialmente esencial en un momento económico en el que ese avecinan oscuros nubarrones. El punto de encuentro entre ambas formas de vida se encuentra en el equidistante término medio de los amsterdameses más equilibrados entre los dos extremos, y que afirman que el modo de vida alternativo realmente no es el problema ni lo ha sido años atrás, y que sostienen que en realidad el verdadero tema a atajar es la masificación extrema del turismo tan propia de nuestros días.

Pero la ciudad de Ámsterdam no piensa dejar pasar la ventana de oportunidad abierta por el Coronavirus, y se han puesto en marcha a toda prisa para cambiar un modelo que no les gusta desde hace tiempo, en un momento en el que la prostitución casi ha paralizado su actividad, en el que se ha hundido el mercado de esos escaparates a la calle que mostraban las prostitutas en el Barrio Rojo, y en el que muchas profesionales del sexo han abandonado la ciudad para retornar a sus países de procedencia (habitualmente Europa del Este). Pero además de estos movimientos espontáneos del sector forzados por el persistente parón, desde el consistorio han empezado a poner en práctica nuevas políticas para tratar de aprovechar el momento en beneficio de su ciudad y sus ciudadanos. Sabedores de que el turismo de masas tiene como compañero de viaje inseparable al auge paralelo de servicios de viviendas turísticas con Airbnb y similares como canal de distribución, los políticos locales han puesto en marcha un ambicioso plan de reconversión socioeconómica de la ciudad, y del cual la primera medida es prohibir las viviendas turísticas en tres céntricos barrios. Y es que estas viviendas turísticas, al igual que en otras capitales europeas, se han convertido en el máximo exponente de la expulsión de los habitantes permanentes, y en muchos barrios del centro prácticamente no hay más que vecinos de fin de semana o de unos días.

Otras medidas que quieren poner en marcha desde el consistorio, es canalizar y promocionar la compra de activos inmobiliarios dentro del casco urbano, dando especial prioridad a las inmobiliarias comprometidas con hacer la ciudad sostenible socialmente. Y será el ayuntamiento el que acabe decidiendo qué negocios serán los adjudicatarios de las licencias y locales de cuya gestión se encarguen las autoridades locales. Al mismo tiempo, pretenden cambiar la legislación para que las tiendas 24 horas dejen de ser un auténtico negocio de venta permanente de alcohol casi al por mayor. El objetivo es que vuelva a haber tejido social y económico con los habitantes permanentes como epicentro, e impidiendo que el turismo lo siga invadiendo todo; al menos el turismo actual de cerveza&cannabis&”algo más”, porque una de las políticas a poner en marcha pasa por atraer más turismo de calidad, y fomentar Ámsterdam como hub nacional al que lleguen los turistas, pasen allí unos días, y luego se dediquen a visitar el resto del país. La situación se ve tan dramática y alucinógena desde dentro, que la alcaldesa de la ciudad, Femke Halsema, ha pedido “poderes de emergencia” al ejecutivo holandés para poder tomar acción contra el riesgo de infecciones por COVID-19 importadas, pero obviamente con la saturación turística de la ciudad de telón de fondo: seguramente algunas de las medidas que quieren poner en marcha habrán llegado para ya no irse nunca más.

Un cambio de modelo socioeconómico nunca es fácil de conseguir, muchas veces por falta de voluntad política e intereses creados, pero Ámsterdam no ha sido la única en lanzarse

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Vaya por delante que el caso de Ámsterdam tampoco ha resultado ser una solitaria excepción, sino que otras ciudades han sabido ver en el Coronavirus igualmente una de esas ventanas de oportunidad que se dan (como mucho) una vez en una generación. Así, la bellísima pero “hiper-turistizada” al extremo Venecia, esa joya flotante en la que ya no hay apenas espacio vital para los propios venecianos, esa ciudad del agua en la que los turistas son una especie invasiva a gran escala, esa histórica capital que rezuma arte en cada esquina, pero que queda tapado por las hordas de gentío, esa Venecia estandarte del histórico reino Lombardo-Véneto venía arrastrando este problema socioeconómico que les exponemos como de muy difícil solución una vez que ha calado en el tejido productivo, y que allí tenía como causante un turismo que ya no era ni mínimamente sostenible ni para los visitantes y menos para los locales sufridores de un largo proceso de expulsión. Como demostración de lo inhóspita que se ha vuelto Venecia para sus residentes, su población desde 1951 se ha reducido en un 70%, pasando de los 174.800 habitantes a escasos 53.000, y donde los pocos venecianos autóctonos que van quedando viven mayormente arrinconados en lejanos barrios como Campo Santa Margherita, un último reducto de autenticidad veneciana que ahora también está siendo ya destrozado por Airbnb&Cía. Y en Venecia ya están manos a la obra, con un liderazgo particularmente comprometido por parte de las dos universidades que se ubican en la famosa ciudad de los canales.

Y que conste que el caso veneciano es directamente aplicable a determinadas ciudades españolas como Barcelona, que, a distinta escala pero con la misma progresión, están siendo invadidas hasta límites excesivos por el turismo, mientras sus habitantes se preguntan si viven en una ciudad acogedora o en un simple parque temático en el que hasta sus famosas fachadas de Gaudí lamentablemente les empiezan a parecer un decorado urbano. Y ya ha habido graves casos de ruptura de la cohabitación, con lamentables y múltiples ataques a turistas. El turismo no debe ser sólo sostenible medioambientalmente, sino que también ha de serlo socialmente, y tecnologías como las Ciudades Inteligentes, de las que Europa es líder mundial, encuentran la ocasión de oro con el Coronavirus para ser implantadas todavía con mayor intensidad en nuestras ciudades más turísticas, para beneficio de habitantes y visitantes, que cohabitarán con ellas de forma mucho más respetuosa en ambos sentidos.

La economía de una ciudad (y ya por no hablar de la de un país) es algo muy complejo de transformar ya desde sus fases más teóricas. Si este tipo de cambios de modelo se plantean de forma bien planificada y con concepciones de futuro, pueden arrojar en los plazos más largos grandes ventajas competitivas y reforzar la posición de liderazgo de una ciudad o de un país en el mundo. El problema es que en la práctica son muy muy muy complejos de poder conseguir con un éxito que les haga merecer la pena, por no hablar de la poca disposición habitual de los propios dirigentes para este tipo de cambios, pues a menudo están demasiado “en connivencia” con los modelos imperantes y sus consiguientes intereses creados.

De hecho, podemos afirmar que, tras el estallido de la burbuja inmobiliaria española, durante la cual todo el tejido productivo nacional ya se había acomodado a la nueva configuración socioeconómica, en España se ha estado hablando de la necesidad de cambiar el modelo productivo nacional, en un debate que no ha trascendido mucho en políticas reales implementadas, y en el que finalmente, como no podía ser de otra forma, ha sido la situación sobrevenida la que ha forzado al tejido productivo a tener que buscarse “las habichuelas” por sí mismo, sin la más mínima planificación ni diseño de estrategias productivas al más alto nivel. Un cisne negro como el estallido de la burbuja inmobiliaria, que podría haber sido aprovechado para transformar y modernizar el tejido socioeconómico español al igual que hace Ámsterdam ahora con el reset del Coronavirus, en nuestro caso hizo perder en España una oportunidad de oro que, de haber sabido aprovechar, ahora nos habría permitido alcanzar nuevas cotas de progreso, y posiblemente estar en mucha mejor disposición para enfrentarnos a entornos socioeconómicamente muy complejos como el actual.

Y que conste que desde estas líneas participamos muy activamente en su momento con propuestas de futuro y varios análisis interesantes para tratar de ayudar en el debate y en la definición de ese nuevo modelo productivo, pero poco se aprovechó de todo aquello desde instancias oficiales en un tema que, como tantos otros, poco trascendió aparte de los habituales eslóganes pasionales de los mítines electorales. Nosotros por nuestra parte cumplimos nuestra función como medio salmón, y pusimos nuestros varios granitos de arena, otra cosa es que los que podían y debían hacerlo no armasen con ellos y con muchos otros ninguna montaña.

Pero… ¿Y por qué uno de estos cambios de modelo socioeconómico es tan complejo de abordar?

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Bueno, pues la verdad es que, tanto política como socialmente, cuando empieza a entrar dinero por ciertas actividades, no siempre se tienen las agallas de ponerle coto a los suculentos flujos entrantes desde un principio. Así, poco a poco, un dinero que muchas veces es necesario para revitalizar la actividad económica de una ciudad ante determinadas coyunturas, se acaba perpetuando en un modelo y un sector socioeconómico, del que luego con los años ya es muy difícil prescindir. Y es que cuando el dinero acude a una ciudad bajo ciertos patrones de gasto, la socioeconomía de esa ciudad se estructura en base a él, las empresas acaban teniendo un alto grado de dependencia, y con ellas los empleos de no pocos de sus habitantes.

Acaba siendo un auténtico efecto bola-de-nieve socioeconómica, que en una determinada coyuntura se permite que eche a rodar por los motivos que fuere, y una vez que ha empezado a bajar la ladera se va haciendo con los años más gorda e ir ganando peso socioeconómico, con lo que luego ya es muy difícil de parar… al menos si no es en una coyuntura extraordinaria de shock y parón socioeconómico por factores exógenos como los traídos por el COVID-19. Cambiar un modelo socioeconómico no es ni mucho menos sencillo, de hecho es un debate abierto en muchos países, entre ellos España, y al cual contribuimos con propuestas de futuro e interesantes desde estas líneas. Pero no es ni mucho menos una tarea fácil, ni a nivel urbano y local, y menos a nivel nacional.

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Y puede ser que haya veces en las que incluso casi sea misión imposible, pero lo que está claro es que, si hay un momento idóneo para abordar estos cambios radicales con algo más de probabilidad de éxito, es en momentos excepcionales de reset socioeconómico como el surgido al calor de la pandemia. Ámsterdam lo ha visto meridianamente claro, esperemos que otros tomen ejemplo si el cambio de modelo es verdaderamente algo prioritario para ellos. Porque ahora llega la hora de la verdad, y puede que podamos observar quién hablaba de un cambio de modelo con una intención sincera, y quién lo nombraba simplemente porque queda fenomenal en los mítines electorales. En Ámsterdam se han puesto significativamente manos a la obra y con gran determinación, ¿Quién más se apunta al "Heat of the moment"? Cri cri, cri cri, cri cri… aquí sólo se oyen los ecos de nuestra jaula de grillos particular: ¡Sana envidia es lo que más me dan los amsterdameses!: al menos saben lo que no quieren e intentan cambiarlo de verdad

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