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La competencia no tiene quien la escriba (y la defienda). La liberalización del mercado de la alta velocidad en España

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Costaría mucho encontrar alguna otra medida de política pública con un impacto económico tan positivo en términos de bienestar como la liberalización del mercado de la alta velocidad en España. En primer lugar, ha supuesto un aumento del número de viajeros, lo que implica más empleo y actividad económica. La expansión del mercado trae consigo, además, un mayor número de frecuencias y una oferta mas diferenciada de servicios ferroviarios. Y también un descenso muy significativo de los precios, haciendo el servicio más accesible a los consumidores con menos recursos. En términos medioambientales, el ferrocarril ha ganado una cuota de mercado significativa al transporte aéreo, que es mucho más contaminante, puesto que las emisiones de CO2 por pasajero en un vuelo Madrid-Barcelona son casi diez veces más altas que en un trayecto de tren de alta velocidad. Como colofón, el mayor uso del tren ha permitido aumentar la recaudación por cánones de Adif y, con ello, contribuir a amortizar las enormes inversiones realizadas en infraestructuras ferroviarias. Dos ejemplos del positivo impacto que ha acarreado la liberalización se muestran debajo. En el gráfico 1 se observa el incremento del numero de viajeros en el corredor Madrid-Barcelona tras la entrada en operación de Ouigo: en el conjunto de 2023 viajaron en tren entre ambas ciudades un 65% más de usuarios que en 2019. En el gráfico 2, tomado del capítulo firmado por Javier Campos  del libro “Reformas para impulsar la competencia”, se muestra que, un año tras la liberalización, los precios de ese trayecto se habían reducido a la mitad.


A pesar de esta historia de éxito, parafraseando a Gabriel García Márquez, la competencia no tiene quien la escriba (ni quien la defienda). La liberalización de la alta velocidad en España nació huérfana, sin una gran demanda social y política, y forzada en gran parte por el impulso de la Unión Europea que, a través de diferentes directivas (“paquetes ferroviarios”), intentaba e intenta que los distintos países europeos abran sus mercados.

La razón de esta paradoja es que las
ganancias de introducir la competencia están muy repartidas y son poco
visibles. Los trabajadores contratados gracias a la expansión del mercado no lo
anticipan, ni tampoco los consumidores que disfrutan de menores precios y mayor
variedad de servicios. Por el contrario, la competencia genera en las empresas
que disfrutaban del monopolio unas pérdidas muy visibles y fáciles de
anticipar. La dispersión de ganancias y la concentración de perdidas hace que,
en general, las reformas para introducir la competencia sean políticamente muy
complicadas de llevar a cabo.

Las pérdidas de RENFE este año son una muestra
de los costes que la introducción de competencia supone a las empresas
establecidas. Que no son distintas a las experimentadas, por ejemplo, por Telefónica
tras la liberalización de las telecomunicaciones. Para ilustrar la presión
competitiva que debe enfrentar RENFE, basta anotar que fijaba como precio medio
del billete Madrid-Barcelona en 2019 en 81 euros cuando disfrutaba del
monopolio, y que la CNMC cifraba que el precio medio ofertado por las nuevas
operadoras en ese corredor este año rondaba los 40 euros.

¿Son estos precios bajos (y las perdidas
anunciadas por los nuevos operadores) una posible práctica de competencia
desleal? En primer lugar, hay que recordar que existen muchas razones por las
que los nuevos operadores pueden bajar los precios. La primera y más obvia es
que pueden tener una estructura de costes mas eficiente. Pero otro motivo puede
ser la falta de reputación en el mercado, por lo que necesitan atraer clientes
para que conozcan sus servicios y generar relaciones de fidelidad; otras
razones para bajar las tarifas pueden ser un enfoque sobre el segmento más
elástico de la demanda, o la necesidad de generar volumen de negocio para
avanzar en la curva de aprendizaje y volverse más eficientes. En definitiva, el
hecho de que nuevos entrantes en un mercado compitan agresivamente en precios e
incluso tengan planes de negocio que asuman perdidas a corto plazo responde más
a un patrón que a un comportamiento anómalo.

Lo que no parece muy plausible es que los
nuevos entrantes estén aplicando precios anticompetitivamente bajos, conocidos
como precios predatorios. La idea de los precios predatorios consiste que éstos
no cubran los costes variables, generando perdidas, con el objetivo de que los
rivales abandonen el mercado, y después aprovechar la ausencia de competencia
para subir los precios, recuperando las perdidas iniciales. Por razones obvias,
esta practica competitiva normalmente se asocia a empresas establecidas que
intentan que los nuevos entrantes abandonen el mercado, pero no a la inversa. Es
ilusorio pensar que David pretenda vencer a Goliat con precios predatorios. A
pesar de los precios bajos y las perdidas, RENFE conserva la mayor cuota de
mercado de los corredores abiertos a la competencia, y numerosos recursos
clave, además de operar el resto de la red. No resulta imaginable que un nuevo
entrante como Ouigo, con una capacidad de expansión limitada —incluso
regulatoriamente por el número de frecuencias que puede operar—, contemple la
posibilidad de que RENFE abandone el mercado. Si esta posibilidad no existe, no
hay móvil para el crimen y, por tanto, no tiene sentido incurrir en perdidas
inútilmente poniendo precios artificialmente bajos.

Otra perspectiva es observar esta liberalización desde el punto de vista europeo. La fuerza con la que los nuevos operadores italianos y franceses han entrado en el mercado español parece una señal de que la liberalización (en nuestro país) se ha hecho bien, y que los nuevos entrantes han sido tratados con neutralidad por parte del regulador y el gestor de infraestructuras. RENFE debería poder compensar sus perdidas debidas a la liberalización con la expansión en otros mercados, y para ello, se debe exigir a escala europea que se reduzcan o eliminen las posibles barreras de entrada en los mercados ferroviarios de nuestro entorno. Como discutíamos en un reciente artículo sobre la política industrial europea, las políticas de liberalización generan mayor bienestar, pero necesitan de reciprocidad para ser sostenibles en el tiempo.

Por otro lado, como hemos dicho con
anterioridad, RENFE tiene muchos recursos únicos en este mercado (demanda
fidelizada, plantilla experimentada, operador dominante de la red, etc…), es
una empresa líder que se adaptará a este entorno competitivo, la competencia le
incentivará a innovar y a ser más eficiente y con ello a mejorar los resultados
actuales. La competencia no es el problema, es la solución.

Para finalizar, pongamos el acento en el
carácter redistributivo de la liberalización de los servicios de transporte. La
del sector aéreo democratizó los viajes en avión y ahora estamos viviendo el
mismo proceso en la alta velocidad. Aún tendría un mayor impacto en la
reducción de la desigualdad la liberalización en el transporte de pasajeros por
carretera de larga distancia, por ser un sector utilizado mayoritariamente por
personas de rentas bajas que ahora soportan un injusto sistema de subvenciones
cruzadas para que las concesiones no tengan coste para el Estado. Es posible
que introducir la competencia en el
mercado
(en lugar de nuestro sistema tradicional de competencia por el mercado, a través de concesiones) conllevase la
necesidad de financiar algunas rutas para preservar la conexión territorial,
pero a cambio, los consumidores con rentas más bajas podrían beneficiarse de
una importante reducción de precios y de un aumento de los servicios y de las
rutas. Con el foco en este asunto, el próximo día 29 de abril celebraremos en
Funcas unas jornadas destinadas a reflexionar sobre los posibles efectos de una
eventual liberalización del transporte interurbano de pasajeros.

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La competencia es más eficaz que regular los precios de los test de antígenos

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Si no les gusta el gris no sigan leyendo. La regulación de precios de productos sanitarios en tiempos de pandemia no se presta a un debate maniqueo. No hay verdades absolutas, sino pros y cons, un mundo lleno de grises. Ya discutimos en el blog la decisión de imponer un precio máximo a las mascarillas y concluíamos aquella entrada con una enigmática frase: los controles de precios en general no funcionan, pero las mascarillas pueden ser la excepción que confirma la regla. El caso de las pruebas de antígenos y, sobre todo, la situación de la pandemia, son diferentes, pero gran parte de los argumentos de entonces son válidos ahora.

El primer principio general es que los controles de precios no suelen funcionar bien en mercados competitivos. El precio de equilibro de mercado —el punto de intersección de la famosa X de oferta y demanda— maximiza los intercambios y el bienestar. Si imponemos un precio inferior al de equilibrio, la oferta se reducirá y la demanda aumentará, lo que conllevará que existan más consumidores que quieran comprar el bien que unidades disponibles. Este exceso de demanda se traduce en colas, desabastecimientos y, en definitiva, en pérdida de bienestar. Además, se reducen los incentivos a invertir en aumentar la oferta o en innovar.

Sin embargo, es dudoso que estos argumentos se puedan aplicar directamente al mercado de los test. Primero, por un problema de equidad. Sus altos precios hacen que sean los grupos de mayor renta los que proporcionalmente más los utilizan. Si reducimos el precio y la suerte (o las colas) deciden quién obtiene el test, este efecto renta se reducirá sustancialmente. Este es un argumento redistributivo en favor del control de precios defendido por muchos economistas, entre los que se encuentra el premio nobel Paul Krugman, que encuentra inadmisible que la protección ante la pandemia esté condicionada por el nivel de renta.

Amihai Glazer, autor de uno de los mejores manuales de microeconomía y teoría de precios, proporciona otro argumento en favor del control de precios en mercados sanitarios que mezcla efectos redistributivos y de eficiencia. La idea central es que, correlacionado con la renta, está el tipo de ocupación. Por ello, con precios altos, los denominados white collar —trabajadores de oficina, de mayor renta y con más posibilidades de teletrabajar— acapararían las mascarillas y los test, frente a los trabajadores de la construcción o de las fábricas (blue collar) que tienen más riesgo por no poder teletrabajar y por depender en numerosas ocasiones del transporte público. Por ello, incluso con riesgo de desabastecimiento y racionamiento, puede ser preferible un precio máximo.

Pero seguramente el argumento más poderoso es que el mercado de distribución farmacéutica no se corresponde con un mercado perfectamente competitivo. Las farmacias y los distribuidores farmacéuticos tienen poder de mercado y su comportamiento no casa bien con la pasiva y dócil oferta de los mercados competitivos. Cuando existe poder de mercado, un precio máximo puede aumentar la demanda y mejorar el bienestar porque, en este caso, la ineficiencia proviene de que transacciones eficientes no se realizan puesto que las empresas prefieren mantener precios altos antes que aumentar las ventas.

Pero cuando uno evalúa políticas públicas, no solo debe centrarse en análisis de los costes y beneficios de una medida, sino también en las posibles alternativas. Por todo lo dicho, la decisión del gobierno de fijar un precio máximo de los test de antígenos en 2,94 euros puede justificarse, aunque supone algunos riesgos que el gobierno intenta mitigar con la compra masiva de test. Pero existe una medida que podría alcanzar los mismos objetivos y, al mismo tiempo, disiparía el fantasma del posible desabastecimiento: el aumento de competencia en la distribución de los test.

Tal como recomendó ya en 2015 la CNMC, la venta en general de productos farmacéuticos que no requieren prescripción médica (como es el caso de los test) en supermercados y otros medios de distribución aumentaría la competencia, reduciría los precios, y el aumento de oferta reduciría el riesgo de desabastecimiento. Además, las grandes cadenas de distribución tendrían un gran poder de compra (en este caso el poder de mercado es viento de popa) y podrían conseguir más unidades con menores costes. Esto no es solo teoría: es lo que observamos en otros países que han tomado esta medida (ver gráfico 1 y mapa 1), y lo que observamos también con las mascarillas: que bajaron de precio radicalmente cuando aumentaron los canales de distribución y tienen ahora un precio mucho menor que el fijado inicialmente por el gobierno.

Nota: El gobierno británico subvenciona la adquisición de paquetes de 7 test en farmacias.

Es importante, finalmente, reflexionar sobre el impacto de las medidas en el medio y largo plazo. El aumento de precio de los test se ha dado en España y en todos los países de Europa. La razón es que la sexta ola ha incrementado la demanda exponencialmente, y los suministradores de test deben estar al límite de su capacidad. Cuando tenemos restricciones de capacidad, la teoría económica nos dice que los precios suben, porque los incentivos a bajar los precios y captar nuevos consumidores se reducen. Pero esta situación tendrá un reverso: por la misma lógica, previsiblemente la sexta ola habrá terminado en febrero; la demanda caerá, las restricciones de capacidad desaparecerán, y los precios bajarán. Comprar Reseñas googleSi aumentamos la competencia en los canales de distribución, esa bajada se trasladará a los consumidores, y con ello se ayudara a controlar más la pandemia. Sin embargo, si no aumentamos la competencia, la mera existencia de un precio máximo no solo no ayuda a bajar los precios, sino que puede ralentizar la bajada de los mismos al actuar como un precio de referencia.

Terminemos con la capacidad de síntesis de las redes sociales. Tenemos dos problemas: los altos precios de las pruebas y su escasez. Fijar un precio máximo ataca el primero de los problemas con el riesgo de agravar el segundo. Aumentar la competencia, permitiendo la venta de los test en supermercados, no solo mata los dos pájaros de un tiro, sino que nos garantiza que cuando se produzcan las previsibles bajadas de los costes, estas se trasladarán a los consumidores, aumentando con ello su uso y la salud de todos.

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