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La escasez de agua: conciencia y preocupación social no bastan

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La escasez de agua ocupa un lugar prioritario en la conciencia ambiental de la sociedad española. De acuerdo con los datos de la Encuesta Social General Española de 2023, casi cuatro de cada diez (37%) residentes en España mayores de edad identifican la escasez de agua como el problema medioambiental más importante del país, proporción que aventaja claramente a la de quienes, ante la misma pregunta, responden “el cambio climático” (28%). La preocupación por la escasez del agua se halla más extendida en los municipios pequeños (de hasta 10.000 habitantes), donde el 40% de los residentes la identifican como el problema medioambiental más importante. Esta proporción cae a aproximadamente un tercio entre los municipios de más de 100.000 habitantes(gráfico 1).


No extrañan estos niveles considerablemente altos de preocupación social por el agua, habida cuenta de que España aparece entre los países europeos que sufren peores condiciones estacionales para el consumo de este bien público (gráfico 2). Según la Agencia Europea del Medio Ambiente, el 70% de la población de la Europa meridional vive en áreas que experimentan estrés hídrico estacional durante el verano, período crítico en el que la demanda de agua para la agricultura, el suministro público y el turismo elevan el consumo. Pero, además, en el sur de Europa este problema dista de ser coyuntural: el 30% de la población de estos países vive en áreas con estrés hídrico permanente.


Aunque en gran medida los factores naturales, como el clima y la geografía, determinan la gravedad del problema de escasez de agua, la idea de que el agua puede y debe gestionarse y consumirse más eficientemente ha ido calando en la conciencia social. Ahora bien, las preferencias sociales parecen centrarse más en el aumento de la oferta que en la racionalización y reducción de la demanda. En efecto, en una encuesta financiada por la Fundación Española para la Ciencia y Tecnología (FECYT) que realizó en 2022 el Observatorio Ciudadano de la Sequía, la reutilización de aguas residuales y el aprovechamiento del agua del mar contaron con el mayor respaldo de los entrevistados cuando se les preguntó por las dos medidas más importantes para mejorar la gestión del agua. La mejora de la eficiencia de las redes o el ahorro de agua en los hogares suscitaron un respaldo notablemente menor. En cuanto a las medidas que menos apoyo y más rechazo provocaron, una destaca sobre cualquier otra: el aumento del precio del agua (gráfico 3).


Más allá de medidas concretas, parece prevalecer  un consenso considerable sobre la importancia de la gobernanza del agua, que la OCDE[1] define como el “abanico de reglas, prácticas y procesos (formales e informales) políticos, institucionales y administrativos a través de los cuales se adoptan e implementan decisiones, los actores pueden articular sus intereses y sus inquietudes son tomadas en consideración, al tiempo que los decisores rinden cuentas por su gestión del agua”. Implica, por tanto, a diferentes niveles de gobierno, pero también a la sociedad civil y el sector privado. En el caso español, la complejidad de las estructuras institucionales para la planificación y gestión del agua en el ámbito estatal, autonómico, local y de cuenca hidrológica dificulta la comprensión de cómo se desarrolla concretamente la gobernanza del agua.

Ampliar el conocimiento de la sociedad sobre la escasez del agua disponible para el consumo humano, las desigualdades que provoca su disponibilidad y los problemas de gestión de un recurso tan importante para la economía y el bienestar social probablemente ayudaría a que la población, además de expresar su preocupación por este tema en las encuestas, actuara consecuentemente con ella. No se trata solo de consumir de manera consciente y responsable el agua, sino también de requerir de los poderes públicos actuaciones destinadas a mejorar la provisión y la gestión del agua en todos los sectores y ámbitos y, en consecuencia, a atenuar las inquietudes que genera el futuro del agua. Estas son demandas que plantean la comunidad científica y las organizaciones agrarias, de consumidores y ecologistas, en quienes la sociedad deposita más confianza “para ofrecer soluciones a los problemas del agua y su escasez” (gráfico 4). El respaldo explícito de la sociedad es el factor que más puede contribuir a reforzar esas demandas.  


[1] OECD
(2018), Implementing the OECD Principles on Water Governance: Indicator
Framework and Evolving Practices, Oficina de publicaciones de la OCDE, París

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La economía española frente al cambio climático y la transición energética

La evolución reciente de las emisiones de gases de efecto invernadero (que tras estabilizarse entre 2014 y 2016 no han dejado de repuntar, principalmente en las economías emergentes) y la evidencia de los primeros efectos del cambio climático han aumentado el interés en el análisis de su impacto macroeconómico.

Uno de los
estudios pioneros y más interesantes sobre este tema es la evaluación de
impacto que acompaña al Plan Nacional Integrado de Energía y Clima 2021-2030
(PNIEC), que incluye algunas estimaciones macroeconómicas. El PNIEC prevé una
reducción de la intensidad energética primaria de un 37% en 2015-2030 y un
aumento de la penetración de las renovables en la demanda final del 42%, frente
al 17% actual para conseguir atajar el cambio climático.

El estudio se plantea dos escenarios: uno tendencial en el que las emisiones de gases de efecto invernadero aumentarían un 8% respecto a 1990; y otro objetivo, en el que para 2030 las emisiones se habrían reducido un 20%. El plan estima que, para alcanzar este último, sería necesario un aumento de la inversión de 195.000 millones respecto al escenario tendencial, de los cuales un 80% correspondería al sector privado. Además, el necesario cambio del sector energético supondría, en términos macroeconómicos, un choque positivo adicional, al sustituir combustibles fósiles importados por energías renovables. Este descenso en las importaciones sería permanente e impulsaría el valor añadido generado en el país.

Ambos shocks nos dejarían un PIB un 1,8% mayor
en 2030, además de un incremento del empleo del 1,7% y una reducción de la tasa
de paro de entre 1,1 y 1,6 puntos. Estos efectos compensarían algunos costes,
como los derivados de las desinversiones en las centrales nucleares y de carbón
a partir de 2025. Por último, a pesar de que el sector público tendría que
invertir 37.000 millones de euros en los próximos diez años, el efecto
presupuestario sería contenido, ya que esta inversión sustituirá otros gastos
(aparte de que el efecto sobre la actividad permitiría generar ingresos
adicionales).

La reducción de la dependencia energética es un asunto capital para España, ya que esta ha supuesto una carga considerable sobre nuestra balanza comercial. Estimamos que la ganancia que han permitido los avances recientes en reducción de intensidad energética y aumento de generación renovable es de 15.000 millones de euros desde 2015. Si el déficit energético en volumen se hubiese mantenido en el entorno del 3% del PIB desde 2015, el saldo en la actualidad sería superior a los 32.000 millones de euros. Aunque es un impacto moderado, es recurrente, de manera que debe tomarse en cuenta como un efecto positivo asociado a la transición energética.

No obstante,
queda mucho trabajo por hacer en este frente. En los últimos diez años, tanto la
transición energética como la reducción de emisiones de gases de efecto
invernadero en España han estado muy determinados por la crisis y el reajuste
estructural y sectorial que esta indujo.
 El cambio
en la estructura sectorial explica una parte relativamente superior de la menor
intensidad energética con respecto al área euro (un 50% frente a un 25%).

«Son necesarios esfuerzos adicionales en eficiencia energética. Aunque el cambio climático se trata de un choque de naturaleza estructural y de efectos a medio y largo plazo, las acciones para prevenirlo van a tener cada vez una mayor influencia en la evolución macroeconómica».

En cualquier caso, la buena noticia es que la demanda de energía en España ha cambiado de composición tanto en lo referente al consumo eléctrico como al global de consumo energético (petróleo, gas, carbón). Gracias a esto, durante la recuperación económica la demanda energética ha crecido menos que el PIB. La elasticidad energía-PIB, es decir, el cambio respectivo entre las dos variables ha pasado de 1,3 a 0,3; lo que significa que con un crecimiento de un punto de PIB, la demanda de energía crece solo 0,3 puntos, frente a los 1,3 puntos del periodo anterior. Esto se ha conseguido modernizando los procesos productivos, por un lado, pero también gracias al menor peso específico del sector de la construcción en nuestra economía que mencionábamos. La consecuencia es que el consumo de energía en toneladas equivalentes de petróleo por cada euro de PIB se ha reducido (algo que ha pasado en todas las grandes economías del euro).

El mínimo
de emisiones se alcanzó en España en 2013 y posteriormente, con la recuperación
económica, se han registrado oscilaciones, pero con una tendencia alcista hasta
2017. En 2018, las estimaciones que realizó el gobierno en julio apuntaban a
una reducción del 2,2% respecto al año anterior, gracias a una reducción de las
emisiones del sector eléctrico, compensada en parte por mayores emisiones en el
sector del transporte.

Atendiendo a las emisiones por sectores, es destacable que pese al escaso peso relativo de la manufactura en España (apenas un 12,1% del valor añadido bruto de la economía, comparado con el 23,1% de Alemania o el 14,8% de Suecia) esta es responsable del 23,7% del total de emisiones, un porcentaje superior a la media de la UE. También destaca negativamente la alta contribución, absoluta y por tanto relativa, del transporte privado. Las altas temperaturas del país hacen, por el lado contrario, que la contaminación producida por la climatización de los hogares no sea particularmente elevada.

La conclusión es que son necesarios esfuerzos adicionales
en eficiencia energética. Aunque el cambio climático se trata de un choque de
naturaleza estructural y de efectos a medio y largo plazo, las acciones para
prevenirlo van a tener cada vez una mayor influencia en la evolución
macroeconómica. Lo ocurrido con la industria del automóvil europea desde la
entrada en vigor de la nueva normativa de pruebas de emisiones en septiembre de
2018 es un buen ejemplo.

España tiene varias características que la colocan entre las economías de mayor exposición al impacto del cambio climático en Europa. Dadas nuestra dependencia energética y abundancia de recursos renovables, acelerar la transición hacia una economía baja en carbono es una oportunidad y una forma de asegurarse frente al impacto futuro.


Más información en el artículo “La economía española frente al cambio climático y la transición energética“, publicado en Cuadernos de Economía Española número 274

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