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El déficit de inversión con Europa

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La inversión, una de las claves del bienestar de nuestro país, arrastra un déficit desde la época de la crisis financiera. El gasto en equipamiento y adaptación del aparato productivo es a todas luces insuficiente para afrontar las transiciones energéticas y digitales, e impulsar la productividad, sustento del crecimiento futuro. Suecia, uno de los países más productivos del mundo, invierte en bienes de equipo un 30% más que España (en proporción del PIB de cada país). Su productividad ha crecido un 1,3% anual en lo que va de siglo, casi el triple que la nuestra.


La comparación con otros socios comunitarios es también relevante. En los dos últimos años, hemos dedicado un 5,5% del PIB a la inversión productiva, es decir menos que todas las otras grandes economías europeas (y un valor inferior también al nivel anterior a la pandemia). El diferencial parece estar arraigado: ya se registró durante el periodo expansivo anterior a la crisis sanitaria, y por supuesto durante la crisis financiera, particularmente perjudicial para nuestra economía. La brecha podría incluso haberse ahondado, ya que el volumen de recursos dedicados al equipamiento de las corporaciones ha ido mermando, al mismo tiempo que la trayectoria ha sido ascendente en la mayoría de economías de nuestro entorno.

Es paradójico constatar la cautela relativa de la inversión productiva, teniendo en cuenta la disponibilidad de un volumen ingente de fondos europeos cuya razón de ser era precisamente facilitar la transformación del tejido productivo. Desde 2021, las administraciones centrales han ejecutado nada menos que 50.000 millones a cuenta de estos fondos (en concepto de obligaciones reconocidas, tal y como recogen los informes de la IGAE hasta septiembre del presente ejercicio). Casi todo este gasto consiste en “transferencias de capital”, es decir subvenciones y ayudas a la inversión. Bien es cierto que el gasto efectivo equivale a poco más de la mitad de las cifras de ejecución, pero incluso en esa dimensión reducida, el plus de recursos debería haber bastado para propulsar la inversión hacia una nueva dinámica.

También hay buenas noticias: algunas de las empresas más beneficiadas por el plan podrían estar retrasando sus proyectos, a la espera de las autorizaciones oficiales y del desbloqueo total de los fondos. El despliegue de la nueva ronda de recursos europeos, en este caso en forma de préstamos y con requisitos de tramitación aligerados, es otro factor propicio a la inversión. En todo caso, la rentabilidad de las empresas españolas es más que aceptable. Las sociedades no financieras encadenan los excedentes y se han desendeudado (la capacidad de financiación asciende a más de 30.000 millones de euros anuales, de media, desde 2015). La entrada de capital extranjero es también una prueba tangible de las oportunidades de inversión que existen en España. Prueba de esa querencia, en el último año y medio, la inversión directa extranjera en la economía española totaliza 66.000 millones de euros, mejor marca europea después de Francia e Italia. Estos factores conforman un terreno favorable a la inversión, incluso en un entorno de tipos de interés elevados (un factor, este último, que no es específico de España, y que por tanto no puede explicar el retraso).


No obstante, el riesgo de un esfuerzo insuficiente de equipamiento del tejido empresarial persiste, en un momento clave de transformación tecnológica. Todo ello pone de manifiesto la importancia de mejorar la ejecución de los fondos europeos. Y también la aparente ineficacia de los beneficios fiscales incorporados en sucesivos Presupuestos Generales del Estado con el objetivo de estimular la inversión: un sistema complejo, que no parece estar a la altura de los grandes desafíos de nuestros tiempos. Unas reformas pendientes que, junto con el buen manejo de las expectativas, contribuirían a reactivar la inversión productiva, y así apuntalar la convergencia productiva con respecto a las sociedades más avanzadas de nuestro entorno.

EQUIPAMIENTO | Pese al repunte registrado en el tercer trimestre, la formación bruta de capital fijo en concepto de maquinaria y equipamiento (o inversión productiva) todavía se sitúa un 4,9% por debajo del nivel anterior a la pandemia, descontando la inflación. Las otras grandes economías europeas ya han superado dicho nivel y la media de la Unión Europea se ha incrementado un 6,2% en relación a 2019. Destaca el impulso inversor de algunas de las economías que ya contaban con un diferencial favorable de productividad, como Suecia, con un rebote del 16% durante el mismo periodo.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El BCE y la depreciación del euro

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Tras su recorte de previsiones de crecimiento, el BCE asume que la nueva vuelta de tuerca monetaria es una apuesta arriesgada, habida cuenta de las señales cada vez más patentes de parón de la actividad en la zona euro. La economía española resiste mejor que otras de nuestro entorno: Alemania, Austria, Italia y Países Bajos bordean la recesión, por el peso de la industria y la dependencia del mercado chino. En España, sin embargo, predominan los servicios, propulsados por el tirón del turismo. Y la industria gana cuotas de mercado en Europa, amortiguando el impacto del estancamiento de los intercambios con terceros países.            

Sorprende, sin embargo, que el banco central no incorpore explícitamente otro gran desafío que plantea su decisión de subir los tipos: el de depreciación del euro, y su impacto en la inflación. La moneda común ya ha perdido el 5% de su valor frente al dólar en los dos últimos meses —una tendencia que parece agudizarse desde el jueves— elevando la presión de los costes de las materias primas importadas en dólares, y por tanto complicando la desinflación.

La depreciación del euro obedece en parte a factores estructurales como la pérdida de competitividad de la economía europea. Así lo evidencia, por ejemplo, el impacto desproporcionado del shock energético en la industria. O el retraso que arrastra el sector del automóvil, tanto en términos de costes como tecnológico, en relación al vehículo eléctrico.

Pero la perspectiva de un crecimiento débil durante un periodo prolongado, atribuible en cierta medida al ajuste monetario, es otro factor que lastra el valor del euro a corto plazo. Este escenario es distinto al que se dibujaba hace un año, cuando la economía europea parecía resistir, y no daba todavía la sensación de descolgarse de EE UU. De ahí que los ajustes monetarios no dieran pie a una depreciación cambiaria en ese momento.

Hoy por hoy el descuelgue
es discernible, y el encarecimiento del petróleo es un factor agravante: el
barril de Brent cotiza en dólares un 20% más que hace dos meses, un incremento
que alcanza el 25% cuando la factura se paga en euros. Todo apunta a que la
tendencia alcista continuará, a tenor de los recortes anunciados por los países
productores, en su afán de poner en valor las reservas de hidrocarburos ante la
perspectiva vaticinada por la Agencia Internacional de la Energía de un punto
de inflexión en la transición energética durante la próxima década. Debemos,
por tanto, estar atentos a los precios de los carburantes.

No obstante, es poco probable que el repunte del IPC energético —y su traslado al IPC total— se filtre a los factores subyacentes de la inflación de la misma manera que lo hizo el año pasado en plena crisis del gas ruso. Ante el enfriamiento de la demanda, las empresas han empezado a moderar sus márgenes. Los salarios, por su parte, crecen a un ritmo más elevado, pero sin que nos asomemos a una espiral inflacionaria: los incrementos son fruto de acuerdos de recuperación parcial de poder adquisitivo, de carácter puntual, y no de una pugna reivindicativa. Una de las principales fuentes de datos (“Indeed”), generalmente sesgada al alza por cubrir principalmente información de ocupaciones profesionales, apunta a una desaceleración de las remuneraciones hasta agosto en las grandes economías europeas, salvo Reino Unido. En España, los incrementos pactados se estabilizan en torno al 4%, en línea con el acuerdo sellado a nivel nacional.


En suma, no sería sorprendente que el BCE tuviera que proceder a nuevos recortes de sus previsiones de crecimiento. El banco central asume que ese riesgo es inherente a este ciclo monetario. La paradoja es que su propia política podría obligar a ajustar, en este caso al alza, la senda de IPC, por el efecto de exacerbación de la inflación importada.

IPC | El IPC ha interrumpido su trayectoria descendente, pero descontando los efectos estadísticos, por definición transitorios, y el repunte de los precios energéticos entre los que destaca el encarecimiento de los carburantes, la tendencia subyacente sigue siendo favorable. Prueba de ello, el porcentaje de componentes del IPC que crecen a un ritmo elevado (por encima del 6%) ha descendido del 50% a principios de año, al 37% en agosto. A la inversa, el porcentaje de componentes que crece por debajo del objetivo de inflación del 2% ha pasado del 17% al 26% durante el mismo periodo.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Inflación 2.0

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La inflación ha entrado en una fase decisiva y más compleja que la que desató el brote inicial proveniente de factores externos como la energía y las materias primas agrícolas. El IPC de marzo, un esperanzador 3,1% en términos interanuales y armonizados con Europa, ha dado alas a la visión de rápida vuelta a la senda de contención de los precios sin necesidad de pasar por una recesión. Ese viaje hacia la inmaculada desinflación, sin embargo, se enfrenta a varios escollos.

El más evidente, y muy comentado, es el estadístico, ya que las comparaciones con niveles de precios inflados tras la invasión de Ucrania aportan una falsa sensación de moderación. De hecho, es probable que el IPC se incremente en más de un punto en abril, sin que se deba concluir que la inflación se esté acelerando (los precios descendieron en ese mismo mes del año pasado, lo que impulsará mecánicamente el incremento interanual).


Hay que centrarse en la tendencia, y ésta todavía no apunta en una dirección clara. El IPC subyacente, es decir descontando la energía y los alimentos frescos, sigue en cotas elevadas, similares a las registradas en las grandes economías de la eurozona. Esto significa que muchas empresas trasladan a sus tarifas de venta la totalidad del alza de los costes generados, directa o indirectamente, por la crisis energética. Y lo hacen porque, en un entorno de subida generalizada de precios, consideran que sus decisiones individuales pasan casi desapercibidas por los consumidores (más de la mitad de los componentes del IPC, no solo alimentos o transporte, están creciendo por encima del 6%). En la mirilla se encuentran los sectores de servicios caracterizados por un bajo nivel de competencia y que apenas se han visto afectados por la escasez de suministros o la escalada de costes de producción. Pero ajustan sus tarifas: según la encuesta de coyuntura de la Comisión Europea, el porcentaje de empresas del sector de servicios no financieros con expectativas de incrementar sus precios es el triple que en la industria, sometida a una feroz competencia internacional.

Así se explica que el excedente bruto de explotación de las empresas alcanzara el 46% del PIB en el cuarto trimestre, máximo de la serie histórica. Un fenómeno de inflación de márgenes que se ha extendido a través de la eurozona, según el diagnóstico del BCE, y que solo ha sido posible porque los hogares han ido tirando del ahorro para mantener su consumo pese al encarecimiento de la cesta de la compra.

En principio, el bucle de precios y márgenes no es sostenible ya que la capacidad de compra de los consumidores es cada vez más limitada. Como lo es el colchón de liquidez disponible para financiar la demanda: la tasa de ahorro ha caído por debajo de los niveles prepandemia y los depósitos bancarios están mermando. El debilitamiento de la demanda es por tanto ineludible, incluso si los salarios recuperan poder adquisitivo en línea con las previsiones del BCE. Esto, unido a factores favorables de oferta como la caída de los costes del gas, de la electricidad y, más recientemente, de algunos de los principales insumos que entran en la producción agrícola, debería doblegar la inflación tendencial.

La cuestión es: ¿a qué ritmo? La experiencia pasada muestra que los precios tienden a reaccionar de manera asimétrica, ajustándose a menor velocidad a la baja que al alza. De ahí la inercia de los bucles inflacionarios y el riesgo de persistencia de un IPC significativamente superior al objetivo del 2%. Algunos miembros del BCE abogan ya por más ajustes, abriendo la puerta a otra ronda de subidas de tipos de interés. Pero la restricción monetaria dificultaría el aterrizaje suave de la economía, y a la vez exacerbaría las tensiones en los mercados financieros cuyas dimensiones todavía desconocemos. Ante la nueva etapa de inflación, esperemos que impere el pragmatismo.

IPC | El IPC general se incrementó un 0,4% en marzo, permitiendo un retroceso de la tasa interanual hasta el 3,3%. Se trata de uno de los mejores resultados de la eurozona. Sin embargo, descontando la energía y los alimentos frescos, la inflación subyacente se sitúa en niveles próximos a la media europea. Según la agencia estadística europea, la cesta de la compra sigue encareciéndose sin que se vislumbre una inflexión. El IPC de los alimentos se incrementó un 1,1% en marzo en la eurozona, impulsando la tasa interanual hasta un nuevo máximo del 15,4%.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Condiciones para un pacto de rentas

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Los Estados disponen de poco margen para luchar contra el actual brote de inflación y sus consecuencias en la capacidad de compra de los hogares, el malestar social y el crecimiento de la economía. A diferencia de lo que ocurrió con la pandemia, ya no pueden contar con el respaldo de los bancos centrales, vía los generosos programas de compra de deuda que ahora están deshaciendo. Algunos países, como el nuestro, están muy endeudados y tendrán que afrontar la subida de tipos de interés en ciernes.

De ahí la idea de resucitar el pacto de rentas, un instrumento amable para las cuentas públicas que tuvo su época de gloria con los pactos de la Moncloa o el “dique de contención” holandés (el llamado modelo polder). El objetivo más evidente: evitar una espiral de precios y salarios nefasta para la competitividad y la cohesión social. Un pacto de rentas también aportaría algo de previsibilidad para nuestra economía, algo importante en un contexto internacional tan incierto.

Para posibilitar un tal acuerdo, sin embargo, es preciso tener en cuenta tres circunstancias. La primera atañe a la duración de la crisis energética. La decisión de topar el precio del gas que entra en el mercado eléctrico es un paso acertado en la dirección de la desescalada, como lo reconoce el Banco de España en su informe anual. Además, los mercados a plazo apuntan a unos precios tensionados del petróleo y del gas hasta la primavera del 2023 y a una posterior suavización fruto de las inversiones en renovables y de los esfuerzos de ahorro energético que se están realizando (aunque todavía queda mucho por hacer). Sin embargo, existen escenarios menos halagüeños, como el que se plantearía en caso de un corte total del suministro ruso. Todo ello aboga por acuerdos plurianuales, como está empezando a producirse en algunos sectores.

La heterogeneidad de situaciones entre sectores, exacerbada por la aceleración de los cambios estructurales como consecuencia de la pandemia, es otra complicación de cara a un acuerdo de conjunto. Algunas actividades como las tecnológicas y la logística se enfrentan a una escasez de mano de obra o, en el caso de la agricultura en determinados territorios, a una demanda boyante que dificulta la contención. Por tanto, un acuerdo de cobertura nacional solo puede ser indicativo, si bien también debe incorporar incentivos fiscales o en términos de cotizaciones sociales para las empresas que lo respeten.

Finalmente, el debate actual es dicotómico: unos abogan por incrementos salariales en función de la inflación prevista, con un riesgo de desvío asumido por los trabajadores, y otros por pactos con indiciación total en función de la inflación real, algo que amenaza la competitividad de las empresas. Existen sin embargo fórmulas intermedias de reparto de los costes importados, como compensaciones ante la pérdida de poder adquisitivo que no se perpetúen en futuros convenios, o aportaciones a planes de pensiones de empleo.


De momento, el mercado laboral está respondiendo con moderación. Los salarios pactados se incrementan por debajo del 2,5%, dos puntos menos que el IPC subyacente. Pese al crecimiento del empleo, los hogares soportan una pérdida de capacidad de compra: este año, descontando la inflación, su renta disponible se habrá reducido un 5,7% en relación a 2019, según las previsiones de la Comisión Europea. Los márgenes también se comprimen, aunque proporcionalmente menos (la Comisión prevé una reducción del excedente bruto de explotación en términos reales del 1,6% durante el mismo periodo). Pero algunos sectores se muestran más exuberantes, con el riesgo de contagio al resto, incluido el sector público.

En suma, este parece ser el momento oportuno de un acuerdo amplio, que abarque el conjunto de cuestiones —márgenes empresariales, salarios y pensiones—. Y que tenga en cuenta las características del shock energético y geopolítico que se adentra inexorablemente en nuestra economía.

COYUNTURA | El malestar social generado por la escalada de costes energéticos, evidenciado por las recientes huelgas de transportistas, ha dejado huella en los indicadores de coyuntura. La cifra de negocios en la industria registró un descenso en marzo del 6,1% (según el índice del INE corregido de estacionalidad y calendario). En cuanto a los servicios, el descenso alcanzó el 3,3% en el mismo mes (según el IASS corregido del INE). Destaca la caída de las ventas y reparación de automóviles, así como de servicios más afectados por la huelga, como el comercio. 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Condiciones para una desescalada de la inflación

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Según las previsiones de algunos de los más prestigiosos think tanks, la economía española tiene la capacidad de absorber la crisis energética y de suministros: su crecimiento sufrirá un recorte severo, especialmente en los próximos meses, pero sin caer en la tan temida estanflación y retomando impulso en el próximo ejercicio. El rebote del turismo, el colchón de ahorro generado por la pandemia, y el plus de inversión aportado por los fondos europeos figuran entre los principales focos de resistencia.

Todas estas previsiones, sin embargo, están sujetas a una conjetura: que la inflación emprenda una rápida desescalada, de modo que la virulencia de los precios energéticos tenga efectos transitorios y no perjudique el grueso del tejido productivo. Según el Banco de España, el IPC pasaría del 7,5% este año al 2% el que viene, mimetizando el objetivo del BCE. 

Ojalá se cumpla este vaticinio, porque sin duda es el mejor de los escenarios ante un shock energético de gran magnitud, que entraña múltiples riesgos. El más conocido, como lo señalan los expertos monetarios, es la amenaza de una espiral de precios y de salarios que se cierne sobre nuestra economía. Cada uno de los sectores intenta recuperar la erosión de capacidad de compra generada por la inflación. La remuneración media por asalariado, que ya se redujo un 3,6% en términos reales en 2021, podría sufrir un recorte adicional superior al 4% este año. Y los sectores industriales no energéticos han tenido que comprimir sus márgenes, lo que les aboca a incrementar sus precios. Es un hecho que el IPC descontando la energía y los alimentos frescos se incrementa ya a tasas próximas al 3,5%.   


La mecánica de las expectativas de inflación es un riesgo aún más potente: según el Banco de Pagos Internacionales (que agrupa a la mayoría de bancos centrales del mundo), el alza de los precios está superando el umbral a partir del cual los consumidores y las empresas perciben un riesgo elevado de pérdida de poder adquisitivo. Estaríamos por tanto dejando atrás la era de la gran moderación, caracterizada por una relativa despreocupación social en relación a la inflación. Ahora cualquier incremento parcial de precios se percibe como una señal de espiral generalizada, y por tanto nutre las expectativas alcistas. El organismo internacional detecta esta mecánica en EE UU. 

Sin duda es prematuro concluir que las expectativas se han desanclado también en Europa. Pero el riesgo es que andemos ese mismo camino, algo que tendría consecuencias para las personas en situación de vulnerabilidad como para las empresas más afectadas por la crisis energética y que se exponen a riesgos financieros y de morosidad.  

En este contexto, es comprensible que la política monetaria intente anclar las expectativas, abriéndose a incrementos de tipos de interés. Es crucial sin embargo que ese ajuste sea gradual y que tenga en cuenta el riesgo de deterioro coyuntural que provocaría una intensificación del conflicto bélico, o un parón en los flujos de financiación de economías endeudadas como la nuestra. El rendimiento del bono público a 10 años ya supera el 1,7%. 

Pero el arma monetaria no basta. También es importante una política fiscal que actúe de manera quirúrgica, aunque potente, para contener la amenaza de desgarro del aparato productivo y compensar los hogares con bajos niveles de renta (a la inversa, la subvención al consumo de hidrocarburos, además de entrañar un alto coste presupuestario, no es susceptible de calmar las expectativas de inflación, ni de contener las desigualdades económicas y sociales). El anuncio de un tope al precio al gas que entra en el mercado eléctrico es otra medida que, a falta de más detalles, permitiría iniciar una desescalada de la inflación. Todo ello condiciona la eventualidad de un acuerdo de rentas, haciendo más verosímil el pronóstico de una recuperación sin inflación. 

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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