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Impuesto mínimo de sociedades

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Las economías salen poco a poco de la crisis pandémica, y dejan a los Estados un legado de deuda que en España totaliza el 125% de la riqueza nacional, 28 puntos más que antes de la crisis. De momento, ese volumen colosal de pasivos apenas pesa sobre la economía, gracias a la acción de los bancos centrales: la casi totalidad de bonos españoles emitidos desde febrero de 2020 se encuentra en el balance del BCE, mientras que la carga financiera se aligera en consonancia con los bajos tipos de interés. Además, esta semana, Frankfurt reiteró su arsenal ultraexpansivo, en especial el programa de compra de títulos de deuda por razones de pandemia, todo el tiempo que la coyuntura lo requiera.

Sin embargo, la revisión al alza de las previsiones de crecimiento para la eurozona prefigura una inflexión en la estrategia, o al menos en el discurso del BCE, a partir de este otoño —eso sin contar con una cronificación del repunte de inflación, hoy por hoy descartado por Lagarde—. Todo apunta también a que la vigilancia de las cuentas públicas se restablecerá: Bruselas lanza una advertencia a varios países, entre ellos España, acerca de la necesidad de emprender una senda de corrección de los desequilibrios a medida que la economía se recupera.

El impuesto de sociedades
es una de las opciones que baraja el G7 para ajustar los balances presupuestarios
y a la vez limitar la competencia fiscal internacional que se ha desatado para
atraer capital. La iniciativa es saludable, porque las prácticas fiscales de
algunos países han generado una carrera a la baja en la tributación de las
grandes corporaciones, con una pérdida de ingresos globales para las arcas
públicas de entre 82.000 y 200.000 millones de euros anuales, según la OCDE. La
competencia fiscal también genera desigualdades entre sectores y perjudica a
las pequeñas empresas, que no están en posición de arbitrar entre
jurisdicciones, algo nefasto para la propia economía que requiere de innovación
para salir de la crisis y aprovechar el cambio tecnológico. Por otra parte,
ante la erosión de la base recaudatoria del impuesto de sociedades, los Estados
se ven abocados a recurrir a otras fuentes de financiación, o a recortar el
gasto. Una perspectiva que se enfrenta a evidentes resistencias.

Gráfico 1

Gráfico 2

Fuente: OCDE, Tax Foundation y estimaciones Funcas.

Todo ello motiva la propuesta de la administración Biden de fijar una tributación mínima del 15% para el impuesto de sociedades, una iniciativa que ha suscitado gran interés entre las grandes economías avanzadas. Pero hasta ahí el pacto, porque el concepto de “mínimo” no tiene el mismo significado a ambos lados del Atántico. A EE UU le preocupa la deslocalización de sedes empresariales hacia paraísos fiscales, mientras que en Europa la prioridad pasa por que los gigantes digitales —en su mayoría norteamericanos— tributen en función del país donde realizan sus negocios. Este quid pro quo se refleja en las negociaciones en curso en la OCDE, que incorpora ambos conceptos de mínimos: el llamado Pilar I, que prevé un esfuerzo de armonización de tipos impositivos, y el II, que atañe a la tributación en el país donde se realizan los beneficios.

Además, una cosa es la tributación que establece la normativa, y otra la recaudación efectiva: en España y otros países europeos, los ingresos que entran en las arcas públicas en concepto de impuesto de sociedades se elevan a menos de la mitad de lo que se puede anticipar habida cuenta del tipo de tributación (por ejemplo, los ingresos públicos en concepto de impuesto de sociedades rondan el 10% de los beneficios empresariales, mientras que el tipo impositivo alcanza el 25%). Esa brecha refleja la cuasi nula tributación de algunas empresas digitales, y sobre todo la merma de capacidad recaudatoria generada por todo tipo de exoneraciones, algunas de dudosa utilidad económica. Una armonización fiscal, pero en todas sus vertientes, para dar sentido al sistema multilateral y devolver el esfuerzo realizado por los Estados en la crisis.


IMPUESTO DE SOCIEDADES | El impuesto de sociedades ha seguido una tendencia descendente en las últimas cuatro décadas. La tributación media en la OCDE ha pasado del 45% en 1980 hasta cerca del 23% en 2020. La UE ha registrado una evolución similar, con recortes especialmente pronunciados entre 2000 y 2010. En España el impuesto de sociedades se sitúa en el 25%, diez puntos menos que en 2006. Y entre los países de la UE, solo Bulgaria, Chipre, Hungría e Irlanda gravan las sociedades por debajo del umbral del 15% propuesto por EEUU en el G7.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Precisión quirúrgica para los presupuestos

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Las negociaciones en torno a unos nuevos Presupuestos Generales (PGE) se están desarrollando en un contexto económico inusualmente incierto por las características de la pandemia, pero con algunas pautas que aparecen con cada vez más nitidez. En primer lugar, España se enfrenta a una crisis específica, es decir un shock asimétrico que nos afecta con más virulencia que al resto de Europa.

Esto solo se debe en parte al peso desproporcionado en nuestra economía del turismo y de otras actividades que dependen del contacto humano (cultura, actividades artísticas y de ocio), o sectores covid. El verdadero drama radica en que estas actividades han sido golpeadas con más dureza que en los países vecinos. En el segundo trimestre, la actividad en los sectores covid descendió nada menos que un dantesco 39%, casi el doble de la media europea. Solo con que el resultado se hubiera contenido en esa media, el ranking internacional hubiera mejorado notablemente, aproximándose a países como Francia. Sin duda, la distribución geográfica del turismo extranjero y su elevada estacionalidad explican este resultado, que apunta a la necesidad de una respuesta diferenciada, incluso dentro del propio sector. En cualquier caso, el encadenamiento de ERTE e inyecciones de liquidez para actividades que pueden ser insolventes no parece suficiente para enfrentar una crisis sectorial.

Gráfico 1

Gráfico 2

Fuentes de los gráficos: Eurostat y Funcas.

Otro factor específico, sin duda asociado a lo anterior y a la multiplicación de contagios, es el deterioro de la confianza que se cierne sobre el consumo de las familias. Las expectativas de los consumidores, que se habían recuperado desde el inicio del verano, vuelven a palidecer, mientras que se mantienen al alza en economías comparables. Los indicadores disponibles como las ventas minoristas y la facturación de grandes empresas en bienes de consumo empiezan a resentirse. Asimismo, el ahorro se acumula en depósitos bancarios, por la creciente cautela de los hogares que se resisten a gastar ante un panorama tan incierto. Según el indicador avanzado de la OCDE —uno de los principales predictores de actividad en los próximos meses— la economía española es la única entre las más grandes que pierde ritmo.

De ahí se pueden deducir algunas consideraciones relevantes de cara a la elaboración de los próximos presupuestos. Uno, el detalle del impulso fiscal importa más que su tamaño. Un incremento generalizado del gasto público, o una reducción de impuestos, no solventarán la crisis sectorial ni necesariamente resultará en un comportamiento distinto del ahorro privado, que seguirá atesorándose, restando fuelle a la economía.

Esto es ya una realidad patente. Los datos divulgados por Hacienda esta semana evidencian un desplome sin precedentes de la recaudación, sobre todo en IVA (-11% hasta julio) y Sociedades (-29%), así como un intenso incremento del gasto (casi un 30%). Se estima que el agravamiento del déficit que se ha generado (hasta 60.000 millones acumulados solo por el Estado durante los siete primeros meses) representa un monto apenas superior al creciente superávit del sector privado.

El diagnóstico también aboga por un mayor protagonismo de la inversión (en educación, nuevas tecnologías, energías renovables y políticas activas eficaces, temas para los cuales parece haber un cierto consenso). Y por acciones específicas para afrontar el riesgo de quiebra de muchas empresas viables. Un presupuesto de inversión expansivo tiene toda su lógica en una economía que requiere de un cambio estructural. Sin embargo, las circunstancias también aconsejan un esfuerzo de contención del resto de presupuestos, de forma que su evolución sea compatible con el crecimiento de la economía. Las favorables condiciones de financiación del déficit —una circunstancia que se mantendrá por un tiempo prolongado gracias a la acción del BCE—no nos eximen de una mayor selectividad en la política fiscal.

Todo depende, por tanto, de nuestra capacidad para acometer unos presupuestos que respondan con precisión cuasi quirúrgica al actual contexto de crisis sectorial, de solvencia y de confianza.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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