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Ahora, corregir el desequilibrio fiscal

Cuando estalló la crisis de 2008 las cuentas públicas se encontraban en una situación saneada: habían registrado superávit durante tres años consecutivos y su deuda se hallaba bajo control en un 35,8% del PIB. La larga crisis financiera arrasó con esas cifras, pero después disfrutamos de seis años de recuperación, entre 2014 y 2019, que se podrían haber aprovechado para poner orden. Sin embargo, no fue así: el déficit público estructural se mantuvo en el 3% del PIB, mientras que la ratio de deuda sobre PIB al final de dicho periodo era del 98,2%, apenas 2,3 puntos inferior a la de 2013, el último año de la crisis, cuando la economía tocó fondo. 

Durante los años de recuperación se advirtió repetidamente desde diferentes instancias de la importancia de sanear las cuentas públicas para que, cuando llegara una nueva crisis, la política fiscal tuviera suficiente margen de maniobra para hacer frente a la misma. Pero dichas recomendaciones tuvieron poco éxito, y cuando llegó la pandemia, su situación seguía siendo desequilibrada. Hay que recordar que al inicio de la misma, la prima de riesgo ya dio un pequeño susto, pero la rápida actuación del BCE, anunciando un programa de compra masiva de deuda pública —adicional al programa ya en vigor desde 2015— puso fin a las incipientes tensiones, y fue gracias a ello que pudimos aplicar las medidas presupuestarias que salvaron a la economía de la catástrofe, aunque a costa de disparar aún más el déficit y la deuda.

En 2022 se pudo dar por finalizada la crisis sanitaria, pero ello no supuso una reducción del gasto nominal, porque entonces llegó la crisis energética e inflacionaria, y los recursos que antes se destinaban a la pandemia ahora se debían dirigir a medidas para paliar el impacto de la nueva emergencia, alimentando más la deuda. Una parte de dichas medidas se mantienen en 2023, pero una vez finalice esta nueva emergencia, el gasto tampoco se reducirá, puesto que habrá sido sustituido por un mayor gasto en pensiones, en remuneraciones salariales —por el incremento en el número de empleados públicos y en sus salarios— y en pago de intereses. El propio Gobierno estima en su Programa de Estabilidad un gasto del 46,3% del PIB en 2024, ya sin medidas excepcionales de ningún tipo —y sin contar con los pagos relacionados con el Plan de Recuperación—, cuatro puntos porcentuales por encima de las ratios de los años previos a la pandemia. Es decir, los gastos extraordinarios de 2020 a 2023 desaparecerán completamente en 2024, pero habrán sido sustituidos, e incrementados, por otros de carácter estructural.

Pese a ello, el déficit se ha reducido desde el máximo alcanzado en 2020, gracias a un significativo e inesperado crecimiento de los ingresos públicos, que también han aumentado su peso sobre el PIB. Una parte de este crecimiento se explica por la inflación y la adopción de medidas impositivas; pero hay otra parte para la cual no se encuentra una explicación clara, y se sospecha que procede del afloramiento de economía sumergida. Tanto la Airef como el Banco de España han advertido de que este crecimiento inesperado de los recursos públicos podría no ser permanente, pero el Gobierno da por hecho que sí lo es, y estima que en 2024 los ingresos supondrán un 43,3% del PIB, también cuatro puntos porcentuales por encima de los años previos a 2020. 

Todo ello implicaría que en 2024 el déficit aún sería del 3%, muy semejante al de 2019. Asimismo, el Gobierno estima que el déficit estructural —es decir, eliminando los ingresos y gastos derivados del ciclo económico— descendería progresivamente hasta el 2,5% del PIB en 2026. Sin embargo, las proyecciones de instituciones privadas y organismos internacionales apuntan a cifras más elevadas, con un déficit estructural, en ausencia de medidas de ajuste, que podría situarse de forma persistente entre el 3,5% y el 4% del PIB. 

Con un déficit estructural del 3,5%, no hay ninguna garantía de que la ratio de deuda sobre PIB vaya a situarse en una senda de sostenibilidad, es decir, de descenso continuado. El nivel de esta ratio se ha reducido notablemente desde el máximo alcanzado en 2020 (120% del PIB), debido a la “normalización” del denominador tras la fuerte caída que sufrió en 2020. Pero esa trayectoria descendente podría finalizar en 2024 o 2025, y solo bajo unos optimistas supuestos en cuanto al crecimiento potencial del PIB, tipos de interés y otros factores relacionados con las pensiones, dicha senda se prolongaría en los años posteriores. Bajo supuestos más prudentes, la deuda tomaría una senda ascendente, es decir, de insostenibilidad. Esta perspectiva nos expone a que, ante cualquier “tropiezo” en los mercados financieros nuestra prima de riesgo vuelva a dispararse.

Además, aunque los analistas no lo contemplen en sus escenarios centrales de previsiones, la posibilidad de un aterrizaje brusco tras el cambio de rumbo de la política monetaria es muy elevada si atendemos a los precedentes históricos. De hecho, el consumo ya ha caído durante dos trimestres consecutivos, y el impacto de la subida de tipos de interés aún no se ha transmitido en su totalidad a la economía. La llegada de una recesión, en una situación de desequilibrio de las cuentas públicas como la actual, de elevada incertidumbre, y en medio de un proceso de adaptación de los mercados financieros a un nuevo marco de política monetaria, podría ser un cóctel desastroso. 

El respaldo de la autoridad monetaria es lo que nos ha permitido transitar esta etapa de crisis sucesivas, pandémica primero y energética después, con relativa comodidad, pero el apoyo del BCE tiene los días contados. El año pasado anunció un programa especial destinado a controlar las primas de riesgo pero sus características no están claras, y en cualquier caso el recurso al mismo conllevaría un estigma y un daño reputacional. El desequilibrio fiscal, en suma, coloca a nuestra economía en una situación de vulnerabilidad. 

Durante la pandemia y la crisis energética no era el momento de aplicar un plan de consolidación fiscal, pero sí que hubiera sido deseable la presentación de un programa para ser aplicado cuando las condiciones lo hicieran posible, como reclamaba, entre otros, el Banco de España. En cualquier caso, el momento ya ha llegado tras la finalización de la situación de emergencia, y con el restablecimiento de las reglas fiscales el año próximo no será posible postergarlo por más tiempo.

Esta entrada se publicó inicialmente en el diario ABC.

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Consolidación fiscal: entre el alarmismo y la necesidad

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En el frente de la política presupuestaria, España ha hecho lo que debía en los últimos tres años. La respuesta inteligente a la pandemia y a los efectos de la invasión de Ucrania era poner dinero encima de la mesa, gastar por encima de los recursos disponibles, proteger los servicios esenciales del Estado del bienestar en manos de las comunidades autónomas.

En segundo lugar, y en contraste con lo que a veces se lee o escucha, España no se ha pasado en la respuesta. Atendiendo a la caída del PIB que sufrimos en 2020, de las mayores del mundo, el incremento del gasto o la deuda están por debajo de lo que podría esperarse observando la respuesta de muchos otros: hemos hecho mucho, pero no demasiado. Las estimaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) lo reflejan con claridad.

En tercer lugar, el buen comportamiento de los ingresos fiscales en estos años ha permitido que el déficit fiscal esté siendo sistemáticamente inferior a las previsiones de organismos públicos y analistas privados. Y va a volver a ocurrir en 2023. En síntesis, España y su Gobierno no se han vuelto, de repente, en unos irresponsables fiscalmente.

Pero esa crítica a los alarmistas y exagerados es compatible con reconocer que el punto de partida era malo. En 2019, España padecía un déficit estructural de los más elevados de la Unión Europea; y su ratio de deuda se situaba en el sexto lugar en la clasificación de los Veintisiete. Con esta situación de partida y la tensión a la que hemos sometido las cuentas públicas en el último trienio, la vuelta de las reglas fiscales comunitarias es un desafío particularmente exigente.

Y en este sentido, tres ideas. La primera es que el Gobierno español debe seguir presionando para que las reglas fiscales en proceso de revisión asuman plenamente la necesidad de perseguir objetivos posibles. Los escenarios de consolidación fiscal deben ajustarse a los puntos de partida de cada país en sus parámetros de deuda y déficit. Lo contrario generaría esfuerzos de consolidación excesivos y, seguramente, poco eficaces: si nos pasamos de tuerca y provocamos recesiones, entraríamos en un círculo vicioso.

La segunda es que necesitamos equilibrar nuestras cuentas públicas para ganar margen de actuación ante crisis futuras y desafíos estructurales; así como para no vivir con miedo ante crisis de deuda soberana. La consolidación fiscal no debe verse solo como una obligación impuesta. También es una oportunidad para avanzar como país.

La tercera y última es que, inevitablemente, tenemos frente a nosotros la decisión de cómo combinar incrementos en recaudación impositiva y ajustes en el gasto. Una combinación que debe ser decidida políticamente y para la que la reforma tributaria y la detección y eliminación de gastos superfluos o socialmente poco eficientes son herramientas fundamentales.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Presupuestos 2023: críticas poco justificadas

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A mi juicio, las críticas a los Presupuestos Generales del Estado de 2023 que inciden en la imposibilidad de cumplir los objetivos de ingresos y déficit, en que conllevan un crecimiento del gasto previsto muy por encima de los que nos ha recomendado la Unión Europea y en su tono excesivamente expansivo están poco fundamentadas. Vayamos por partes.

El crecimiento previsto de los ingresos es muy moderado. Y lo es porque la recaudación efectiva del año en curso estará muy por encima de la cifra que maneja el Ministerio como base. Incluso en un escenario de crecimiento del PIB real por debajo del 1% en 2023, el objetivo es perfectamente factible. Las nuevas figuras tributarias y el crecimiento de los precios serían más que suficientes.

La meta de déficit público incluida en los presupuestos para el conjunto de Administraciones Públicas es creíble. Y lo es porque 2022 cerrará con un desequilibrio fiscal alrededor de -4,3%. De nuevo, la explicación se encuentra en el comportamiento de los ingresos tributarios. Alcanzar el -3,9% que se fijó en el Programa de Estabilidad aprobado en la primavera y en los Presupuestos supone un recorte menor.

Tercero, según la AIReF, el crecimiento del gasto computable para la aplicación de la recomendación de la Unión Europea será del 3,6%. Todavía no conocemos cuál será la cifra concreta que estipulará la comisión, pero la AIReF estima que se hallará en el intervalo 3,1%-5,1%. Es decir, lo más probable es que los presupuestos cumplan también en este frente con cierta holgura.

Finalmente, el Banco de España considera que el tono de la política fiscal será prácticamente neutral. No son unos presupuestos especialmente expansivos. De hecho, son los fondos del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia los que van a permitir las mayores alegrías de gasto.

Dicho todo lo anterior, hay que aclarar que los presupuestos han dejado fuera el paquete fiscal compensatorio de los efectos de la crisis energética y de precios para 2023. Antes de fin de año, el Gobierno deberá concretar qué parte de las medidas vigentes se prorrogarán y qué nuevas actuaciones serán incluidas y financiadas con cargo al erario. El reto será definir un paquete que no ponga en peligro la sostenibilidad de las cuentas públicas españolas. Para ello, el Gobierno tendrá que seleccionar qué se queda fuera. Porque no parece posible prorrogarlo todo y añadir elementos como la ampliación el bono social y el térmico; u otras que se plantearán en las próximas semanas.

En esa obligada selección deberían priorizarse las actuaciones que se vuelcan en los hogares vulnerables y las empresas y ramas más castigadas; que son coherentes con el objetivo de la transición energética; y que no van en contra de las tendencias tributarias recomendables pergeñadas en el libro blanco de la reforma tributaria. Y quizá tendría sentido pensar en un plan de cobertura trimestral e ir adaptándolo a la evolución de los acontecimientos.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Cómo reducir el agujero presupuestario

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Desde el inicio de la fase expansiva, los sucesivos Gobiernos se han marcado como objetivo una contención gradual de los desequilibrios presupuestarios. Fruto de este gradualismo, el déficit público se ha ido reduciendo sin descarrilar el crecimiento ni la creación de empleo.

Sin duda, el margen que permitía la marcha de la economía no se ha aprovechado tanto como hubiera sido deseable. Las rebajas de impuestos de hace unos años restaron ingentes ingresos a las arcas públicas, a la vez que fueron innecesarios para sostener una economía en pleno auge. Por otra parte, las asignaciones de recursos se han alejado de las prioridades del país, por el encadenamiento de prórrogas presupuestarias, unido a la falta de evaluación del gasto público, con algunas meritorias excepciones como las spending reviews de la Airef.

La etapa de desaceleración plantea dudas acerca de la estrategia fiscal. La principal incertidumbre radica en el entorno internacional, agravado por la crisis sanitaria surgida en China y que parece extenderse de manera preocupante a otros países. Sin embargo, bajo la hipótesis de una contención del virus en las próximas semanas, la economía global podría rebotar levemente durante la segunda parte del año, de modo que la española mantendría su posición favorable de crecimiento.

En este contexto, en un escenario inercial o sin cambios significativos en la política presupuestaria y en la monetaria, caracterizada por tipos de interés de referencia negativos, la economía todavía crecería un 1,5% este año y un 1,7% en 2021. Con estas tasas, los ingresos de las administraciones se incrementarían ligeramente por encima de los gastos, facilitando un descenso del déficit público, desde en torno al 2,5% del PIB en 2019 hasta el 2,2 en 2022 (por el juego de los estabilizadores automáticos). El resultado es que la deuda pública se estancaría en niveles elevados, manteniéndose como uno de las principales vulnerabilidades de la economía española y dejando poco margen de reacción ante hipotéticos accidentes de mercado o un repunte inesperado, pero nunca descartable, de tipos de interés.

Esto se alejaría de la senda de déficit recién aprobada por el Gobierno, y que supone llevar el déficit hasta el 1,2% en 2022. Por tanto, el esfuerzo fiscal, o diferencia entre el escenario inercial y el objetivo, equivaldría a un punto porcentual, cerca de 13.000 millones de euros. Habida cuenta de los compromisos ya adquiridos, y bajo el supuesto de una estabilidad del gasto público en relación al PIB, los esfuerzos de contención descansarían principalmente en los ingresos.

De ello se puede deducir que las medidas anunciadas, por un monto cercano a 5.400 millones (mínimo de impuesto de sociedades, etcétera), no bastan, aparte de depender de la adopción de nuevos Presupuestos Generales de Estado. Además, algunas como la tasa digital, y casi con seguridad la de transacciones financieras, por tratarse de fórmulas nuevas que requieren tiempo para su puesta en marcha, no generarán recursos antes del próximo ejercicio.

Gráfico 1

Gráfico 2

Fuentes de los gráficos: INE y Funcas (previsiones).

Todavía serían necesarios 7.600 millones en recursos adicionales. Para no elevar los tramos impositivos, una opción es reconsiderar algunas bonificaciones que erosionan la recaudación, drenando más de 37.000 millones anuales, con dudosa utilidad. Estas incluyen, por ejemplo, las dirigidas a la contratación, las deducciones por inversión en fondos de pensión o reducciones de IVA. Todo ello, junto la fiscalidad medioambiental, nos acercaría al objetivo. Las mejoras de gestión, como resultado de las evaluaciones de las políticas públicas que se pongan en marcha, también tendrán un impacto favorable, tanto en la calidad del gasto público como en la asignación de los recursos.

Si bien estos ajustes podrían generar algún malestar, la buena noticia es que apenas restarían una décima de crecimiento en 2021. Además, la mejora presupuestaria tendría un impacto favorable sobre la prima de riesgo, como se ha visto en Portugal, y sobre la inversión productiva. En suma, todavía hay margen para reducir los desequilibrios sin afectar la expansión.

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