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La productividad de la economía española: luces y sombras

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Las previsiones de invierno de la Comisión Europea confirman que el buen momento de la economía española se debe en buena medida a los resultados cosechados por el sector exterior. Nuestro tejido productivo gana cuota de mercado en los mercados extranjeros, así como frente a las importaciones, evidenciando su competitividad. Los costes de producción han evolucionado favorablemente gracias a la disponibilidad de energía relativamente abundante y barata en comparación con las economías centro europeas.

Los datos de Bruselas también revelan el principal punto débil de nuestro modelo: el escaso avance de la productividad, algo que de no revertirse nos condena a competir con salarios estancados, al tiempo que complica la financiación del Estado del bienestar. En el último decenio, nuestra productividad se ha incrementado apenas un 4,2%, frente al 5,3% de la media de la eurozona (con datos de PIB por hora trabajada). Y el diferencial no ha cambiado sustancialmente desde la pandemia, ni con la inyección de fondos europeos. 


Un desglose sectorial ayuda a entender el origen de la brecha de productividad. Dos sectores se diferencian de la atonía registrada a nivel agregado. Por una parte, las manufacturas, con un incremento del valor añadido por persona ocupada por encima del 4%, un ritmo superior a lo observado en las otras grandes economías europeas. Asimismo, los servicios de alto valor añadido, agrupados dentro de las ramas de información, comunicaciones y actividades profesionales, científicas, técnicas y administrativas, también experimentan un crecimiento relativamente alto de la productividad (netamente superior a la media de Alemania, Francia e Italia). El resto de actividades de servicios y del sector primario, considerados en su totalidad, registran un declive de la productividad, lastrando el resultado de conjunto.

Los sectores pujantes se caracterizan a la vez por un marcado sesgo exportador y un tamaño empresarial por encima de la media nacional, estimulando las mejoras en la organización del trabajo y la búsqueda de eficiencia productiva. Tienen en común la menor dependencia del mercado interior, y su fragmentación como consecuencia de todo tipo de normas territoriales, algo que perjudica el tamaño empresarial y la eficiencia en sectores tan importantes como la construcción, por ejemplo.

La disparidad sectorial de la productividad también evidencia la relevancia de una estrategia transversal, ya que el tirón de los sectores más dinámicos no parece trasladarse al resto de actividades (prueba de la ausencia del efecto trickle down).

De momento la transversalidad que prometían los fondos europeos no se ha logrado, a tenor de los magros resultados de ejecución, particularmente en el ámbito de la digitalización. Las Memorias anuales de las principales agencias públicas en el campo de la tecnología muestran porcentajes de ejecución inexplicablemente bajos. Y un programa que sí se ha ejecutado, como el kit digital, no parece haber redundado en un repunte de la inversión ni en un mayor crecimiento del tamaño de las pymes. Los fondos europeos están teniendo un efecto más tangible en algunos sectores como el del vehículo eléctrico, pero incluso en este caso el impacto no cumple las expectativas por el lento despliegue de la red de suministro y de electrolineras, consecuencia de diversos cuellos de botella administrativos.        

La buena noticia es que
una parte del tejido productivo se está abriendo paso en el cambio tecnológico,
la transición energética y la reconfiguración de la globalización. No obstante,
este avance no se filtra al resto de la economía, lastrando los resultados de
conjunto y ensanchando las desigualdades. Todo ello pone de manifiesto la
relevancia de las políticas horizontales, como la competencia del mercado
interno, la reforma de la fiscalidad y de la financiación para facilitar la
eclosión de empresas de tamaño intermedio más productivas y con salarios más
altos, o la articulación de la oferta de formación con las necesidades del
mercado laboral. En materia de productividad, la igualdad de oportunidades es
clave.    

INDUSTRIA | La productividad de la industria manufacturera se ha incrementado un
4,4% desde la pandemia (en concepto de valor añadido por persona ocupada,
comparando los tres primeros trimestres de 2023 con el mismo periodo de 2019).
El resultado supera el 3,6% registrado en Alemania. Por su parte, Francia e
Italia anotan caídas del 7,8% y 2,6%, respectivamente. Ante la falta de datos,
no es posible determinar en qué medida estas diferencias proceden de cambios
estructurales, o bien de fenómenos transitorios de retención de plantilla en
los países más afectados por la crisis energética.   

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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¿hacia-una-economia-distinta?

¿Hacia una economía distinta?

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2023 podría cerrar el ciclo de algunas de las políticas y estrategias económicas de los últimos tiempos. En primer lugar, de las reuniones de los bancos centrales de referencia de la pasada semana —Reserva Federal y Banco Central Europeo— se puede concluir que las subidas de tipos de interés han terminado por ahora, salvo que acontezca algo imprevisible que altere esa ruta monetaria. El escenario central apunta a que la inflación se ha moderado y la actividad económica se ha debilitado, pero sin grave impacto sobre el empleo ni dando lugar a una grave recesión. El marco financiero, tan endurecido en los dos últimos años, puede comenzar a aflojar el próximo, algo que puede venir bien ante las perspectivas más restrictivas de la política fiscal. El efecto neto debería ser positivo para la economía y confiemos que no retroalimente la inflación.

Por
otro lado, algunas de las estrategias económicas transversales más importantes
de los últimos años —transición energética y digitalización— pueden haber
cerrado un cierto ciclo y abierto otro, o dar paso a una cierta refundación del
alcance y objetivos. Respecto a la transición energética, hemos podido observar
esta semana, tras mucha sangre, sudor y lágrimas —venciendo enormes
resistencias— que se llegaba a un acuerdo en la reciente COP28 (Conferencia
sobre el Cambio Climático de este año) celebrada en Dubai. Se pacta la
transición “para abandonar los combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas) en
los sistemas energéticos, de manera justa, ordenada y equitativa, acelerando la
acción en esta década crítica, a fin de lograr el cero neto para 2050″. Un
acuerdo decisivo, sin duda y con un potencial enorme para cambiar el paso a un
proceso de transformación de la economía global. Sin embargo, el proceso de
llevarlo a la práctica puede sufrir diferentes avatares. Por ejemplo, en junio
de 2024, se celebran elecciones europeas, donde uno de los temas centrales
puede ser el modelo de economía y de transición energética del Viejo Continente
a futuro. Hasta ahora, la UE —y su Parlamento— ha sido firme creyente de esa
transición, con un modelo de elevados costes y sin atajos —a diferencia de
otros países—, pero, dependiendo de los resultados electorales, se podría
cambiar —entiéndase demorar u obstaculizar— esa hoja de ruta energética, con
consecuencias económicas de gran calado.

Por último, en el ámbito de la digitalización, también la UE aprobó hace una semana el borrador de la primera regulación de Inteligencia Artificial (IA) del mundo, que aspira a impulsar la innovación y, al mismo tiempo, a garantizar que los sistemas de IA utilizados sean seguros y respeten los derechos fundamentales y valores europeos. Tiene que ser ratificado, pero si sale adelante, es clave alcanzar ese difícil equilibrio entre innovación y control de riesgos. Ojalá sea referencia en otras latitudes. Europa no puede quedarse atrás en el desarrollo de la IA como principal eje de crecimiento y competitividad del futuro, pero simultáneamente debe ser compatible con los derechos fundamentales y con riesgos adecuados. Vienen cambios de calado a corto y medio plazo.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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Mensajes del lío de OpenAI

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Menudas semanas llevan Sam Altman y compañía. El fundador de ChatGPT y máximo ejecutivo de la empresa que lo gestiona, OpenAI, fue despedido el pasado 17 de noviembre por un fuerte desencuentro con su Consejo de Administración, acusado de falta de transparencia en sus declaraciones públicas sobre algunos proyectos de la empresa que maneja probablemente una de las principales herramientas tecnológicas del presente y del futuro. Tras un escarceo que casi le lleva a entrar en Microsoft, principal accionista de OpenAI, cinco días más tarde todo volvió al punto de partida y Sam Altman finalmente recuperó su puesto en ChatGPT. Se cambia, además, completamente al Consejo de OpenAI, que deberá, en primer lugar, resolver los problemas de gobernanza de la compañía. También reforzar su misión principal: asegurar que la inteligencia artificial (IA) sea segura para todos. No se puede olvidar que el Consejo de OpenAI no es uno al uso. No son los accionistas los que se sientan en el mismo, sino un conjunto de notables que supervisa el rumbo de la empresa así como las cuestiones de negocio y cómo hacerlas compatibles con la seguridad. La sensación de que OpenAI quería abrir demasiadas líneas de negocio a la vez —potencialmente arriesgando seguridad— generó el caos.

La estructura organizativa actual de OpenAI refleja estos problemas y conflictos de interés. Cuando se creó en 2015, se hizo sin ánimo de lucro, de ahí la peculiaridad de su Consejo de Administración, que vigila el progreso de una IA general que pudiera superar las capacidades de los seres humanos con todos sus peligros. Sin embargo, al tiempo, se dieron cuenta que, para poder desarrollar adecuadamente la tecnología, hacían falta inversiones voluminosas y para ello crearon una filial —esta sí, con ánimo de lucro— en la que Microsoft tomó un 49 por cien del capital (13 millardos de dólares). Ahí comenzó el conflicto de intereses (seguridad versus negocio). Esto será un problema siempre cuando no se adopta una visión de vigilancia adecuada, que no impida los avances en IA —y por tanto las mejoras aparejadas en productividad y aumento del bienestar—, pero a la vez, no exacerbe los riesgos que pueden quebrar muchas de las garantías en protección de datos y seguridad que nos hemos dado como sociedades avanzadas. Llevado al extremo, situaciones próximas a la ciencia ficción, con máquinas y robots superando el mando del control humano.

Por último, OpenAI exhibe el patrón de libre empresa y pocas normas de su país de origen (EEUU), con un enfoque de supervisión, próximo a la autorregulación, donde el Consejo de Administración no tiene el lucro como objetivo principal y, además, está compuesto por expertos o notables “buenos” que vigilan ChatGPT. Es un modelo excesivamente ingenuo y laxo en un mundo tan complejo como el actual, más aún ante la enorme potencia de la herramienta. No funcionará. Por ello, para evitar males mayores, la nueva IA necesita una regulación clara y muy definida, también en Estados Unidos aunque no les guste, que equilibre innovación y seguridad. 

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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Preparando el euro digital

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El proyecto del euro digital ha tomado impulso. Tras dos años de investigación sobre su diseño y distribución y la aprobación en junio por parte de la Comisión Europea del reglamento, el BCE dio luz verde a la fase de preparación el 18 de octubre. No se ha decido emitirlo aún, pero se avanza en el proyecto que se está presentando actualmente a la sociedad, como en el Open Day organizado por el Banco de España esta semana, con participación de diferentes visiones del ecosistema donde operaría.

El euro se introdujo físicamente en enero de 2002 con billetes y monedas en circulación, que no permiten explotar las ventajas de la digitalización. De ahí la posibilidad de un euro digital como complemento del efectivo. Los euros digitales estarían en una cuenta y los pagos se harían con dispositivos como tarjetas o móviles. Ambos instrumentos, el euro físico y el digital contarían con el respaldo del banco central. El efectivo continuará existiendo por sus numerosas ventajas —como la privacidad— y su elevado uso en significativos grupos de población.

Las autoridades europeas han señalado las ventajas en eficiencia, seguridad e inclusión financiera. También para contrarrestar a las monedas digitales privadas que, en demasiados casos, han generado muchos problemas. Las iniciativas de otros países, como China, con su yuan digital, también presionan a la Reserva Federal estadounidense y al BCE. En China trasciende lo económico, en una sociedad no democrática. Y se potencia el uso del yuan en los mercados internacionales como divisa. El caso del dólar y el euro —ya de gran presencia global— es distinto. En esas economías la privacidad es muy importante y ya existe una pléyade de soluciones digitales privadas para los pagos. Puede haber poco apetito por un nuevo instrumento, aunque venga respaldado por el banco central. Fabio Panetta, recién nombrado gobernador del Banco de Italia, había llevado hasta ahora la voz cantante del BCE en esta materia, señalando que “en general, la confidencialidad y la privacidad son diferentes del anonimato” y “los ciudadanos aún podrán usar efectivo, lo que garantiza el anonimato”. Esto podría ocurrir si se posibilitan pagos fuera de línea (offline) para pequeños importes, en los que no queden registrados los datos del pagador y el beneficiario.

Si se lleva a la práctica el euro digital, debería ser gradualmente (por ejemplo, comenzando por el lado mayorista primero), para poder comprobar su funcionamiento e ir ampliando capacidades en el futuro. Son cautelas necesarias por las implicaciones para el sector bancario, en particular, en materia de depósitos —trascendentales para el crédito y la estabilidad financiera—, por lo que los límites de tenencias de euro digital deben ser suficientemente bajos. Asimismo, en un sistema con soluciones privadas digitales eficientes (como Bizum en España), se debería garantizar su interoperabilidad con el euro digital. En suma, muchos interrogantes todavía, que conviene despejar por la trascendencia del proyecto.

Este artículo se publicó originalmente en el diario La Vanguardia.

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El futuro (nuevamente) revisado de la intermediación bancaria en la era tecnológica

En la era de los criptoactivos, pagos contactless y la inteligencia artificial generativa, donde cada vez hay más ciudadanos que empiezan a creer que habrá monedas digitales públicas y las plataformas digitales lo dominan todo, ¿qué papel puede jugar la intermediación bancaria? Muchas entidades financieras pueden sentirse como ese tío que intenta seguirle el paso a sus sobrinos más jóvenes en la pista de baile. Sin embargo, ¿y si en vez de seguirles el paso, marcara el ritmo? Hace unos años parecía inevitable que buena parte del negocio de los bancos estaba seriamente amenazada —con sus consiguientes temores— por las grandes tecnológicas. Posteriormente, entre las amenazas de presión regulatoria a las bigtech y esa secular resistencia de las entidades financieras a lo largo de la historia, esos miedos han desaparecido y la cooperación entre bancos y tecnológicas se ha abierto como la vía más factible. Ahora, la inteligencia artificial y el dinero digital (incluidas las monedas digitales de bancos centrales) parecen definir un nuevo horizonte. Esto sucede en un mundo financiero que ha sido testigo de cambios radicales en las últimas décadas. La tecnología ha dejado una huella imborrable en el paisaje bancario, desafiando y remodelando prácticas antiguas. La banca, que nunca fue resistente a la disrupción y que se siente más cómoda como pionera en el cambio, ahora está en una carrera sin precedentes por la innovación.

Nos guste o no, Estados Unidos lleva el liderazgo en este punto. Los esfuerzos recientes de grandes bancos como JPMorgan Chase, Bank of America y Wells Fargo para lanzar Paze, una cartera móvil, reflejan la urgencia de las entidades bancarias para retener a sus clientes en un entorno digital en rápida evolución. Las carteras digitales no son una novedad, pero con gigantes tecnológicos como Apple y Google adentrándose en el ámbito financiero, los bancos se ven obligados a innovar. Así pasó también en España con Bizum —historia de éxito del sector financiero español— y las iniciativas cooperativas tanto intrasectoriales como intersectoriales se prodigan. Los bancos compiten, pero también buscan alianzas con fintech. Estas alianzas parecen ser una estrategia clave para enfrentar a las grandes tecnológicas y presentarse en la mesa de negociación para la cooperación con unas cartas mejor repartidas. Sin embargo, estos acuerdos están siendo observados con lupa por los reguladores, preocupados por los riesgos potenciales que podrían representar para el sistema bancario en general.

A pesar de estas preocupaciones, la tendencia hacia la asociación es evidente. Las fintech ofrecen soluciones ágiles y centradas en el cliente, algo que, para muchos bancos tradicionales con estructuras más rígidas, a menudo es desafiante. La combinación de la confianza y la estabilidad de los bancos tradicionales con la innovación y flexibilidad de las fintech tiene el potencial de ofrecer lo mejor de ambos mundos. En este punto surge, además, un nuevo papel para la inteligencia artificial (IA). Está siendo crucial en la transformación del sector bancario. A pesar de las predicciones iniciales, que sugerían que la IA podría reemplazar una proporción significativa de trabajos bancarios, la cabezona realidad tiene muchos más matices. La IA se está utilizando más para mejorar la eficiencia y la experiencia del cliente que para reemplazar empleos. Los bancos están aprovechando la IA para analizar enormes cantidades de datos, predecir tendencias, optimizar operaciones y mejorar la experiencia del cliente. Además, la IA tiene el potencial de ayudar en áreas como el cumplimiento normativo y la detección de fraudes.

La convergencia de tecnologías disruptivas —como carteras digitales, inteligencia artificial— está configurando un nuevo paradigma para el sector bancario. En lugar de ver a la tecnología como una amenaza, los bancos la están abrazando (ahora más que nunca) como una oportunidad. Avanzan hacia un modelo basado en plataformas, pero, eso sí, hay que establecer matices y fijar el alcance de ese campo de expansión. Hace un año todavía estaba muy en boga esa concepción nueva de la banca como un one-stop shopping, refiriéndose al modelo de negocio en el cual un banco ofrece una amplia gama de servicios financieros, funcionando como un supermercado bancario para sus clientes, principalmente con oferta digital. Sin embargo, con los retos actuales del sector, particularmente el aumento de los tipos de interés y sus implicaciones, este modelo está siendo reconsiderado. Algunos bancos en Estados Unidos están replanteando o, al menos, matizando, ese modelo para no desnaturalizarse demasiado. De alguna manera, como si se tratara de un equipo de fútbol moderno, los bancos no deben solo ser capaces de jugar bien con un sistema, sino ser capaces de cambiarlo en función del rival y, lo que es más importante, de las condiciones externas.

Relacionado con lo anterior está la idea de que hay que alegrarse por las posibilidades de la tecnología, pero también recordar para qué está la banca y otros papeles importantes sociales que desempeña. Ahora, por ejemplo, en Estados Unidos, las entidades financieras enfrentan una creciente presión para abordar la diversidad, equidad e inclusión (DEI) tanto en su fuerza laboral como en las comunidades que sirven. La Asociación Americana de Banca (ABA) está ayudando a los bancos a mejorar sus iniciativas DEI, ya que equipos diversos conducen a mejores resultados. Han implementado, entre otras, formación contra sesgos inconscientes (que puede ser derivados del uso de la IA) y promoción de liderazgo inclusivo. Por todo ello, la tecnología será clave en el futuro del sector financiero, pero no será, ni mucho menos, todo.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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Los desafíos de una economía resistente, pero con grandes debilidades estructurales

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Nuevamente, vuelvo a escribir el día después de unas elecciones generales sobre los deberes del próximo Gobierno. 1.351 días después del 11 de noviembre de 2019, el día después de aquellas votaciones, y tras una grave pandemia, la guerra cruenta en Ucrania y un brote inflacionario persistente. Casi nada. En aquel entonces vivíamos ignorantes de lo que se nos venía encima en 2020, casi veíamos el futuro con optimismo, tras haber alcanzado algo de estabilidad económica al final de una década —como la de 2010— que se inició turbulenta con los coletazos de la crisis financiera y el brutal impacto de las tensiones de la deuda soberana europea.

Hoy todo aquello nos parece muy lejos, aunque no hayan transcurrido ni cuatro años. Tras experimentar una recesión sin precedentes —de las más graves en toda la OCDE— a causa del Covid-19, la economía española se ha ido recuperando paulatinamente, a pesar del impacto de la inflación, los problemas de la cadena global de suministros y el conflicto bélico. Hasta tal punto que incluso tenemos sectores con sobrecalentamiento de demanda, como el turístico, que este año superará al del 2019. Nos olvidamos con frecuencia de nuestras fortalezas y la de los servicios ofrecidos a visitante foráneos, junto al consumo privado y las exportaciones, las que dan buenas noticias en la coyuntura económica, sobre todo si la comparamos con los principales países europeos, azotados por una inflación más elevada y una mayor debilidad en su crecimiento actual, incluso algunos en recesión.

Hay una resiliencia de la economía española en este entorno que puede sorprender, pero tiene otras muchas lecturas. En primer lugar, el país está cerca de los 21 millones de afiliados. Ha progresado notablemente en creación de empleo, aunque también se observe cierto agotamiento de este ritmo de creación de puestos de trabajo en los últimos registros estadísticos. La tasa de paro está en el 12,7% y, aunque sea un avance, solo nos recuerda que debemos perseverar en los esfuerzos, ver qué ha funcionado y qué no. No hay lugar para la complacencia, puesto que el desempleo sigue muy por encima de los promedios de la UE y porque el estructural se estima en un 8% y aún estamos a una distancia considerable del mismo. El paro entre menores de 25 años supera el 28%, un registro muy incómodo. Durante toda la legislatura ha estado presente, en diferentes formas, la cuestión de la temporalidad de los contratos. Es un debate necesario para comprender el funcionamiento de las instituciones laborales en España, que deja diferentes interpretaciones. Por un lado, la flexibilidad ha mostrado un cierto rédito en los últimos cambios del marco regulatorio. Sin embargo, se habla de reformas laborales con demasiada ligereza. Parece que los diferentes actores políticos tiran en distintas direcciones, al menos en las declaraciones públicas. Sin embargo, en la práctica, los avances en descentralización y simplificación de contratos han permitido crear empleo como nunca en España. Todo ello, sin despreciar los importantes detalles (o algo más que eso) que suponen otros avances, como las subidas del salario mínimo, aunque se pueda discutir su recorrido y temporalidad. Por lo tanto, convendría reconocer que en materia de empleo ha habido más consenso del que aparentemente trasluce. Y, para certificarlo, está la UE, fijando límites a lo que sí y no parece conveniente desmantelar, cambiar o proponer en materia de trabajo.

Otro de los grandes ejes de cambio debe ser, sin más demora, la transformación productiva. El país está abocado imperiosamente al aumento de la productividad que persiguen todas las economías avanzadas, tras la crisis (en sentido de cambio) productiva a la que lleva el cambio tecnológico. La última gran manifestación es la inteligencia artificial, un campo en el que España está en un curioso, pero potencialmente interesante lugar desde el punto de vista estratégico. Cuenta con talento y capacidad científica para progresar, pero requiere una apuesta mucho más decidida por la inversión —privada y pública— y gestión de la I D i. Hacen falta los incentivos necesarios.

En estos años, también, hay un legado importante de gestión de situaciones críticas inesperadas que han marcado la agenda y que continuará requiriendo esfuerzos y una importante y responsable gestión. Al igual que en las anteriores legislaturas la crisis financiera y la de la deuda soberana ponderaron de forma considerable en la capacidad de decisión y presupuestaria, la pandemia y la guerra de Ucrania han dejado algo más que un poso en el gasto público. Va a tocar ya revisar las reglas fiscales de la UE para retomar la senda de la disciplina y ajuste. Sin embargo, todavía están por ejecutar gran parte de los fondos destinados a transformación y resiliencia (Next Generation EU) que se comprometieron con el Covid-19. El semestre europeo, que España preside, tendrá que lidiar con este equilibrio entre el mundo fiscal expansivo y el más responsable.

No puede olvidarse, además, que el cambio ha sido también notablemente financiero y monetario, entre otras cosas, por el importante cambio de régimen en la inflación. Los años de la gran expansión cuantitativa han pasado. Esa gran acción monetaria comenzó a desmantelarse apenas hace un año en la eurozona, con las primeras subidas de tipos de interés. En los años anteriores, en un entorno de tipos de interés negativos, el Tesoro español se financió a coste casi cero o incluso negativo. Y, lo que es tanto o más importante, amplió los plazos de pago de la deuda. Sin embargo, ahora el coste financiero ha subido. Lo saben las familias y empresas. El futuro mayor coste financiero lo notarán también las arcas públicas. Más aún, cuando hay factores de gasto que amenazan la sostenibilidad de las cuentas del Estado en un entorno de envejecimiento poblacional y de aumento del gasto en pensiones y sanidad.

Finalmente, España tiene que dirimir claramente cuáles son esos factores diferenciales en este entorno de cambio de productividad. Se habla mucho de digitalización y de sostenibilidad ambiental. España ofrece obvias ventajas naturales para encabezar o estar entre la élite europea de energías limpias. El problema es que ha habido demasiados vaivenes en el pasado y, ahora, sin embargo, hay una sensación de inmediatez —aquí y en todos lados— que sugiere costes importantes a corto plazo. La estrategia energética debe ser una, consolidada y bien agendada.

En definitiva, el nuevo Gobierno no afronta retos necesariamente nuevos, pero sí más acuciantes que hace cuatro años, aunque partiendo de una coyuntura comparativamente benigna. En un entorno global de proteccionismo y riesgos ampliados, lo menos que se puede tener es una hoja de ruta firme.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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Las habilidades digitales de los jóvenes en España: notable, con margen de mejora

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La inserción laboral de los jóvenes en España sigue siendo un reto social importante. En 2022, menos de una cuarta parte de los jóvenes de entre 15 y 24 años (23,2 %) se hallaban empleados, mientras que uno de cada diez (9,7 %) declaraba encontrarse en situación de desempleo. Ambos datos se situaban lejos de las correspondientes medias europeas (UE-27): 34,7 % y 5,9 %, respectivamente1. Por tanto, en el contexto de la Unión Europea, los jóvenes menores de 25 años que en España tienen empleo son menos, y los desempleados, más. Estas diferencias se deben, en buena medida, a factores institucionales que afectan al funcionamiento de la economía, así como del sistema educativo y de formación profesional. Para abordar esta problemática, es fundamental que los sistemas educativos doten a los jóvenes de habilidades para el empleo y el emprendimiento. La ONU estableció en 2014 el Día Mundial de las Habilidades de la Juventud, celebrado el 15 de julio, reconociendo la importancia de este tema a nivel global.

La demanda de habilidades por parte de los empleadores, tanto del sector privado como público, hacia los jóvenes es variada y se encuentra en constante evolución. Actualmente, existe una creciente demanda de habilidades relacionadas con la tecnología. Los mercados laborales requieren trabajadores capaces de utilizar programas informáticos y aplicaciones, así como de resolver eficaz y eficientemente los problemas que surgen en su uso. Además, dada la importancia estratégica del sector tecnológico, una economía competitiva debe no solo adoptar y utilizar tecnologías “foráneas” en sus procesos, sino también ser capaz de generar innovación. Para lograrlo, es necesario contar con un entorno institucional que se adapte a las características específicas del sector tecnológico, además de fomentar entre la población activa la adquisición de las habilidades necesarias y promover el desarrollo de la creatividad y capacidad emprendedora, en particular entre los jóvenes. Especial valor se concede al conocimiento avanzado de informática, sobre todo, en áreas como la programación.

Sobre la situación de los jóvenes españoles en relación a estas habilidades, dan cuenta las encuestas que analizan el uso de las tecnologías de la información y comunicación (TIC). Según la Encuesta sobre Equipamiento y Uso de las TIC de 2022, realizada anualmente por el INE, el uso diario de Internet es generalizado entre los jóvenes españoles: un 97,3 % de los que tienen entre 16 y 24 años utilizan Internet varias veces al día (gráfico 1). No obstante, el uso frecuente de Internet no garantiza un dominio de la tecnología.


Los principales motivos de uso de Internet entre los jóvenes españoles son la comunicación y el entretenimiento, actividades que han realizado casi la totalidad de los jóvenes (98,9 %) en los últimos tres meses (gráfico 2). En cambio, el uso de Internet con fines informativos (90,2 %), educativos (77,2 %) y de participación política o social (25,9 %) se sitúa en niveles inferiores. Estos datos sugieren una buena adaptación a las herramientas tecnológicas en la vida cotidiana, aunque también un amplio margen de mejora en el aprovechamiento de las oportunidades de aprendizaje y participación activa en la sociedad.


En cuanto a tareas más avanzadas o relacionadas con el ámbito educativo y laboral, como el uso de hojas de cálculo y la programación en lenguajes específicos, se observa una diferencia significativa en su adopción por parte de los jóvenes de 16 a 24 años. Mientras que el uso de hojas de cálculo está bastante extendido y se considera común entre los jóvenes, la utilización de la programación es menos frecuente (gráfico 3). Solo alrededor del 15 % ha utilizado lenguajes de programación en los últimos tres meses. Por o que se refiere al grupo de edad en el que la gran mayoría de los jóvenes han finalizado su educación formal (25-29 años), incluso entre aquellos con mayor nivel educativo, como graduados o doctores, la programación es poco común: solo uno de cada diez de estos jóvenes con estudios universitarios completados ha realizado esta actividad en los últimos tres meses. Sin embargo, esta cifra se duplica (26 %) entre aquellos que han cursado formación profesional superior (gráfico 4).


Si se amplia la perspectiva de análisis a la Unión Europea, se observa que los jóvenes españoles de entre 25 y 29 años superan la media europea tanto en el uso de hojas de cálculo como en el de lenguajes de programación. Según datos publicados por Eurostat, el 58 % de los jóvenes entre 25 y 29 años en España ha utilizado hojas de cálculo en los últimos tres meses, ocho puntos porcentuales por encima de la media comunitaria (gráfico 5). En cuanto al uso de lenguajes de programación, España se sitúa justo detrás de los países nórdicos, que encabezan la lista junto con Austria, Malta y Portugal. El 15,3 % de los jóvenes españoles entre 25 y 29 años ha utilizado lenguajes de programación, superando en casi cuatro pp la media europea (gráfico 5).


Esta posición relativamente buena de los jóvenes españoles no debe ocultar la existencia de un considerable margen de mejora en el fomento de sus habilidades tecnológicas, y más aún en el contexto de una sociedad en la que crece la proporción de población que, por su edad, abandona el mercado de trabajo. El sostenimiento de la población dependiente (mayores y niños) necesitará no solo de cambios organizativos en el sistema de protección social, sino también de aumentos muy importantes de la productividad, que necesariamente vendrán de la mano de los avances tecnológicos.


[1] Datos extraídos de Eurostat. Téngase en cuenta que en España, a
diferencia de la mayor parte de los países europeos, la edad laboral comienza a
los 16 años. Por tanto, el denominador de la fracción de estas tasas de empleo
y desempleo incluye a jóvenes de 15 a 16 años que, legalmente, no son
laboralmente activos.

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Se busca hoja de ruta desde la estabilización económica al crecimiento sostenido

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El Gobierno que salga de las elecciones del 23 de julio se encontrará una economía estabilizada tras los avatares de la pandemia, persistente inflación y las repercusiones económicas de la guerra en Ucrania. La economía española ha mostrado mayor resiliencia desde 2020 —con numerosos shocks externos— que la que exhibió en 2008-2012 con la crisis financiera global y la de deuda soberana europea. Aunque las circunstancias eran muy distintas, sobre todo en relación con la burbuja inmobiliaria, endeudamiento del sector privado y los fuertes desequilibrios exteriores —determinantes en los problemas de nuestro país hace 15 años—, parece claro que se aprendió de errores, se actuó con rapidez en general, y se contó con un apoyo de la UE sin precedentes. Ahí están los fondos Next Generation EU.

El gran desafío es ahora pasar de ese periodo de estabilización a uno de crecimiento sostenido y sostenible, que permita mejorar el bienestar económico y social de los españoles. Es el principal reto de largo plazo de nuestra economía, que engloba muchos otros. El eje para lograrlo es aumentar la productividad. Merece un lugar prioritario en la agenda política y buscar amplios consensos para las reformas que lo faciliten. Sin mejoras significativas de productividad, los cambios a largo plazo no tendrán la fortaleza necesaria para que la economía española recupere el vigor de las últimas décadas del siglo XX.

Dos factores a tener en cuenta, uno a favor y otro no tanto. Primero, a pesar de los persistentes déficits y el elevado endeudamiento del Estado, la deuda soberana no sufre tensiones, aunque lógicamente su coste se haya encarecido —como al resto— en paralelo a la política monetaria restrictiva. Aunque el BCE esté reduciendo su balance, no se observan tensiones en los bonos españoles. De hecho, la prima de riesgo ha disminuido recientemente. Sigue el apetito inversor. No se pueden lanzar las campanas al vuelo, pero es un buen punto de partida para acometer cambios y reformas sensatas sin preocuparse por la reacción de los mercados. El segundo elemento no es tan positivo. Los próximos años, tras los fuertes déficits acumulados en los últimos años, van a venir marcados por la consolidación fiscal. La UE la requerirá. El marco fiscal expansivo de los últimos años —necesario en algunos momentos críticos, pero también inflacionario— debe dar paso a un equilibro fiscal más realista y sostenible. Una economía que crece —o lo anhela— debe aspirar a un equilibrio presupuestario, que se puede lograr por los mayores ingresos y por la vía de reducción del gasto fiscal coyuntural que se introdujo con la pandemia y la guerra de Ucrania.

En todo caso, volverá a estar sobre la mesa una reforma fiscal —de consenso— que garantice el mantenimiento de los pilares del estado de bienestar e ingresos suficientes para financiarlos. Y que genere suficientes incentivos para el emprendimiento y el crecimiento. El debate sobre las pensiones —en el contexto del conjunto de rentas— seguirá ante las tres décadas de dificultades que se avecinan para su sostenibilidad.

Los ejes transversales de la digitalización y la sostenibilidad acentuarán su protagonismo. Sería interesante que se visibilizaran claramente en la hoja de ruta del próximo Gobierno, incluido en el reparto de competencias y tareas de los ministerios. No pueden ser dos departamentos únicamente. Deben ser ejes transversales. Ello permitiría, en un corto plazo, sacar el mejor aprovechamiento de los fondos Next Generation EU, pero en el medio y largo plazo se asentarían las bases de una verdadera economía del siglo XXI. En los últimos años se han dado pasos en esa dirección, pero tanto España como la UE deben redoblar sus esfuerzos y apostar por iniciativas que hagan de la digitalización y sostenibilidad dos ventajas competitivas de la economía europea.

El modelo de transición energética europeo tendrá que experimentar cambios debido a los enormes costes —incluida inflación— que impone. Una cierta dosis de realismo —incluyendo el uso de combustibles fósiles— parece imponerse en esa transición para que genere las ventajas que traerá. Sin una transición energética más realista, estará en juego la competitividad de la economía europea y española. Nuestro país debe continuar teniendo mucho que decir por el relativo éxito de nuestro estatus energético desde que se inició la guerra de Ucrania. Mucho más cuando las renovables y el hidrógeno van a aumentar su relevancia.

La agenda deberá contener decisiones de las que solamente se percibirán los logros a más de cinco años vista. Sin embargo, es muy necesario que se comiencen a acometer si se desea tener éxito a largo plazo. Un aumento de la productividad precisa de cambios en la política laboral —no implica derogar nada—, en los incentivos y la apuesta por la innovación. Esa productividad ayudará a crecer y a hacer sostenibles las cuentas públicas. Por otro lado, la educación también será determinante. La conformación de talento y capacidades es más necesaria que nunca. Debemos aspirar no solamente a retenerlo, también a atraerlo, en la pugna global por captar recursos humanos con grandes capacidades para la transformación digital. Para retener o atraer talento, los salarios deben aumentar, de ahí que sea tan importante la productividad. Y tener un modelo social en el que la vivienda sea mucho más accesible. La única medida realista para ello es aumentar el parque de casas en alquiler. Lleva años, pero debe iniciarse desde ya y sin interrupciones. En suma, mucho que hacer, pero también mucho que lograr.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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Los avances en digitalización deben alinearse con la estabilidad financiera

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El verdadero potencial de la digitalización en todas las esferas de la economía y la sociedad probablemente aún está por descubrirse. Será un proceso dinámico que llevará tiempo —y de hecho evolucionará con los años— aunque habrá momentos de fuerte aceleración y vértigo, como podría ser el actual con la aparición de la nueva inteligencia artificial, la generativa, en el que el pionero ante la opinión pública ha sido ChatGPT, pero otros están siguiendo, como Bard (Google) o AutoGPT. En todo caso, las implicaciones de la intensa digitalización para la industria de servicios financieros han sido ya abundantes, pero todavía quedan infinidad más por venir, al tratarse de una de las actividades donde la información juega un papel central. Esto afecta a personas, empresas y gobiernos y es una cuestión geopolítica de primer nivel.

Lo digital también tiene notables riesgos, que inadecuadamente vigilados, podrían generar considerables perjuicios de todo tipo y truncar un proceso —que parece imparable-— que puede facilitar grandes beneficios en materia de productividad y bienestar. La supervisión de esos riesgos es crítica, particularmente en el sector financiero, donde se halla depositado gran parte del ahorro de la sociedad y donde su estabilidad es determinante para el buen funcionamiento del mercado de crédito. Todos reconocemos como objetivo primordial de estabilidad financiera evitar crisis bancarias. Sin embargo, tiene más propósitos, trascendentales también para el buen funcionamiento de la actividad económica, como es ofrecer crédito suficiente y solvente. Y, en este sentido, la digitalización debe hacer más eficiente ese proceso a la vez que no acrecienta riesgos de estabilidad financiera.

La crisis que ha sacudido a un determinado grupo de bancos medianos estadounidenses —y que no puede considerarse cerrada aún—, como Silicon Valley Bank o First Republic Bank, entre otros, no es ajena a los riesgos de la digitalización, cuando se cometen determinados errores en la gestión interna o en la supervisión externa de las entidades. En primer lugar, estos bancos han estado expuestos a un segmento de negocio que adolecía de sobrevaloración y la corrección les ha pillado sin otros sectores en los que apoyarse. No obstante, es tanto o más importante que el modelo de negocio y la gestión de liquidez y riesgos de activo de esos bancos dejaba mucho que desear. El impacto de la existencia de abundantes depósitos digitales —con gran facilidad de movilidad— y los rumores (no siempre fundamentados) de redes sociales jugó un papel significativo en los problemas que sucedieron. Tampoco ayudó ciertamente la reacción inicial del supervisor, la Reserva Federal. Sin embargo, en el entorno digital, las exigencias de buena gestión, buena gobernanza y comunicación exterior y solvencia suficiente se hacen aún mucho mayores, por la facilidad que potencialmente existe en muchas jurisdicciones de esos trasvases rápidos de depósitos de unos bancos a otros. No significa ello que lo acontecido en Estados Unidos vaya a ocurrir necesariamente en todos los países, algo improbable a día de hoy. Sin embargo, se haría mal en considerar que este es un problema exclusivamente de ese país y no tomar las medidas oportunas por un lado en la gestión de las entidades y por otro, en la supervisión de las mismas, para evitar situaciones de inestabilidad futuras, conforme la digitalización progrese y haga más eficiente y rápido el proceso financiero, pero también desafiado por nuevos riesgos. Un trabajo reciente de los economistas Naz Koont, Tano Santos y Luigi Zingales titulado “Destabilizing Digital ‘Bank Walks’” muestra con datos del segundo trimestre de 2022 que las retiradas de depósitos fueron significativamente superiores en bancos digitales que en bancos tradicionales en estados Unidos. También ponen de relieve que la retirada de depósitos fue más voluminosa en territorios donde el uso de Internet (y de lo digital) es mayor. Esto nos lleva a reflexionar sobre el valor de la tangibilidad para el cliente y de qué nivel de confianza se deposita en un banco puramente virtual frente a otro con servicios online pero con relaciones presenciales.

Es en ese contexto, donde el futuro digital requiere nuevos modelos de gestión de la liquidez y riesgos y nuevas perspectivas de la supervisión. Es un debate importante para los próximos años, donde la digitalización progresará, pero será necesario que produzca seguridad y estabilidad financiera. En este contexto, aparece oportuno plantear que cualquier iniciativa importante como las monedas digitales de los bancos centrales considere esos riesgos de estabilidad financiera, no solo para evitar problemas en entidades concretas sino también para garantizar que el mercado del crédito funcione correctamente. Un contexto en el que la moneda digital (sea el euro o dólar o cualquier otra) permita capacidades de depósitos privados en el banco central es un entorno que puede generar graves disfunciones en el sector bancario tradicional si no garantiza un adecuado funcionamiento del mercado de crédito, donde, hoy por hoy y en el futuro previsible, los bancos van a seguir jugando un papel central. Y estos precisan de una base sólida de depósitos, remunerada adecuadamente, para financiar ese crédito necesario. La existencia de una cuenta “libre de riesgos” que permitiera depósitos significativos en el banco central, una idea en algún momento planteada como hipótesis, podría generar disfuncionales notables en el funcionamiento del mercado de crédito y en la estabilidad financiera. El efectivo sigue teniendo un papel y tener una diversidad de opciones de pago es importante, útil y más seguro. Las monedas digitales son un gran avance, sin duda, pero hay que considerar las implicaciones en un sentido amplio para los mercados financieros y la economía, en la letra pequeña —y no tan pequeña— de esos proyectos.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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La transición digital y ecológica: un doble déficit

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Además de los shocks macroeconómicos generados por la inflación y el ajuste monetario, la economía afronta un doble cambio estructural: el giro en la globalización provocado por las tensiones geopolíticas, y la revolución de las tecnologías digital y ecológica. De momento, el modelo productivo español parece inmune a ambas transformaciones en términos agregados, a tenor del superávit de nuestros intercambios con el exterior —superior al 1% del PIB en 2022, pese al encarecimiento de la energía—. Este hito se explica, al menos en parte, por los reducidos costes laborales de las empresas españolas en relación a sus principales competidores.

Sin embargo, este resultado global no debería eclipsar una tendencia subyacente, a saber, el creciente déficit de nuestros intercambios tecnológicos, revelador de una debilidad estructural que, de no corregirse, pondrá en peligro el excedente del total de intercambios con el exterior. Durante los últimos años las importaciones de los bienes más representativos de la transición digital —teléfonos móviles y sus componentes, ordenadores y convertidores con electrónica de potencia— se han incrementado a un ritmo muy superior al de las ventas en el exterior. La consecuencia es que el desequilibrio digital que ya existía antes de la pandemia se ha agravado, hasta alcanzar cerca de 10.000 millones.

De manera similar y tal vez más preocupante habida cuenta de nuestra ventaja comparativa en recursos renovables, nuestros intercambios de tecnología ecológica —aproximada aquí por el comercio internacional de paneles fotovoltaicos, coches eléctricos y baterías de litio— se caracterizan por un importante y creciente déficit. La brecha se ha acrecentado hasta rozar los 7.200 millones. Con todo, la balanza total de la doble transición digital y ecológica arroja un agujero de 17.200 millones, casi 7.000 millones más que en 2019.


Bien es cierto que otros sectores compensan el deterioro (de ahí el mantenimiento del superávit a nivel agregado). Destaca el auge internacional de la industria del medicamento, que encadena los excedentes en sus intercambios con el extranjero. Este podría ser uno de los sectores más favorecidos por el proceso de relocalización de las cadenas de suministro, en respuesta a un mundo más polarizado que requiere de una mayor seguridad en el abastecimiento de productos esenciales. Los servicios no turísticos también mejoran su presencia en el exterior, paliando la cuasi desaparición del turismo durante la pandemia, y de esa manera contribuyendo notablemente al resultado de conjunto. Disponemos, por tanto, de sólidos factores de adaptación ante la nueva era de la globalización.

Pero a la larga no está claro que estos factores puedan compensar el creciente déficit tecnológico. Por ejemplo, es evidente que una mutación industrial hacia el vehículo eléctrico es imprescindible para preservar la aportación del sector automotriz a la economía del país. Otro caso es el de los paneles solares, cuya producción en nuestro territorio ayudaría a poner en valor los recursos renovales.

En todo caso, el desequilibrio del comercio tecnológico es revelador de algunas vulnerabilidades en nuestra capacidad de adaptación a las transformaciones digital y ecológica. Porque en esta gran mutación pierden peso los costes laborales como factor de competitividad. Y escalan los “intangibles” como la capacidad de innovación, la atracción de talento, la calidad del capital humano y la modernización de la organización del trabajo, así como la previsibilidad del entorno en el que operan las empresas, estimulando sus inversiones.

Los EE UU lo han entendido, desplegando un arsenal de incentivos de corte abiertamente proteccionista. Europa debe encontrar su propio camino dentro de una visión inspirada por el multilateralismo, pero acorde con los tiempos geopolíticos que corren y la necesidad de no quedarse atrás en la transición tecnológica. Nuestra economía dispone de activos naturales, especialmente en lo que atañe a la energía, y de los recursos europeos del Next Generation. El déficit tecnológico evidencia el camino que queda por recorrer para potenciarlos.

SALDO EXTERNO | Los datos de Aduanas hasta febrero apuntan a una reducción del déficit del comercio exterior de bienes, hasta 10.800 millones de euros (frente a 6.400 un año antes). Esta mejora obedece al abaratamiento de la factura de las importaciones energéticas y a la mejora del saldo de los intercambios de productos químicos, medicamentos y semi-manufacturas como el hierro y el acero. A la inversa, el superávit del comercio exterior de automóviles se ha reducido, mientras que en el caso de la maquinaria de oficina y telecomunicaciones, el déficit se ha agravado.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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