Introducción al debate sobre la economía europea ante los desafíos globales

La economía europea ha capeado mejor de los previsto las consecuencias de la pandemia, la guerra en Ucrania, la crisis energética y el giro copernicano de la política monetaria. Una recesión de gran magnitud ha podido evitarse, y las previsiones apuntan a una ligera recuperación en el transcurso del año, evidenciando una resiliencia notable.  

Retos globales

A medio plazo, sin embargo, las perspectivas generan dudas, especialmente en comparación con la trayectoria de otras grandes potencias. En primer lugar, por la magnitud de los desafíos globales a que se enfrenta la Unión Europea. Su modelo productivo se asienta en premisas que se han debilitado como consecuencia de las tensiones geopolíticas. La proliferación de medidas proteccionistas y la lógica de bloques regionales que toma el relevo del multilateralismo entorpecen el comercio internacional, potente motor del crecimiento europeo. Según estimaciones del Global Trade Alert, las restricciones se han multiplicado casi por 3 en los últimos cuatro años, acentuando la tendencia iniciada antes de la pandemia[1].

Por otra parte, la industria europea se asoma a una verdadera reconversión
como consecuencia de las disrupciones del suministro de energía rusa y la
reorganización de las cadenas globales de valor (el llamado fenómeno de “reglobalización”).
Las economías centroeuropeas están más expuestas a esta reconversión que las
del sur del continente, que disponen de abundantes fuentes de energía renovable
y son menos vulnerables a las vicisitudes de los intercambios con China. La
necesidad de contribuir a la lucha contra el cambio climático ante una opinión
pública concienciada es otro reto. Prueba de ello los dilemas que se plantean a
la hora de poner en marcha la agenda verde mediante un programa ambicioso de
reformas e inversiones para descarbonizar la economía.

Finalmente, los gobiernos se han comprometido a incrementar el gasto militar en un contexto de cronificación del conflicto bélico en Ucrania y de preocupación ante la solidez del sistema de defensa europeo.

La debilidad de la inversión frente a la abundancia del ahorro

En segundo lugar, no está claro que la UE disponga de los instrumentos para hacer frente a estos desafíos globales: todos ellos tienen en común la necesidad de intensificar el esfuerzo de inversión. Las estimaciones del gasto de inversión que sería necesario para alcanzar los objetivos de “autonomía estratégica”, sosteniendo simultáneamente la competitividad y la transición verde, superan los 700 mil millones de euros anuales[2]. Esto supone un 18% del total invertido actualmente.   

No obstante, la inversión es precisamente una de las asignaturas pendientes de la economía europea (gráfico 1). En los últimos cuatro años, la inversión productiva apenas se ha incrementado un 2,4%, frente al 7,9% de EE UU.


La debilidad de la inversión es paradójica, ya que Europa dispone de una abundante bolsa de ahorro que podría movilizarse. Así pues, una parte de ese ahorro se exporta, sirviendo para reforzar el capital productivo fuera de Europa[3]. Según los datos de inversión extranjera directa, la exportación neta de capital se elevó a 119 mil millones de euros en los tres primeros trimestres de 2023. Una tercera parte de esa fuga de ahorro se dirigió a EE UU , tal vez atraída por las jugosas subvenciones del Inflation Reduction Act o del Chips and Science Act. La capitalización de empresas norteamericanas con ahorro europeo sigue una trayectoria creciente (gráfico 2).


La segunda palanca atañe a la inversión nacional pública, especialmente si ésta ejerce un impulso multiplicador sobre la inversión privada. En este caso el escollo se encuentra en el escaso margen fiscal de la mayoría de los Estados, atenazados por el efecto conjugado de los elevados niveles de endeudamiento y la reactivación de las reglas fiscales, exigiendo un importante ajuste. Las cláusulas de salvaguarda previstas en estas reglas abocan a una reducción sin tregua de los desequilibrios hasta cumplir con los umbrales de deuda y de déficit. El elemento de flexibilidad que se incorpora para no perjudicar la inversión solo sirve para extender el periodo del ajuste, pudiendo pasar de cuatro a siete años.

El tercer instrumento consiste en potenciar la inversión europea financiada
de manera mancomunada. Esta política podría redundar en una nueva ronda de
fondos Next Generation pilotados por cada país, mejorando el marco de
ejecución para paliar las deficiencias que han podido aminorar el efecto
tractor sobre la economía. Otra opción consistiría en un programa gestionado
directamente desde Bruselas para financiar bienes públicos de interés general. Ambas
fórmulas, sin embargo, se fundamentan en un endeudamiento común, algo que choca
con la reticencia de los países frugales, que solo aceptarían compartir un programa
de inversión a condición de financiarlo sin deuda. Es decir, procediendo a una reasignación
del presupuesto europeo sin aumentar el volumen total de recursos: una
eventualidad que obligaría a recortar el gasto en agricultura (la sacrosanta
PAC) o en cohesión social.

Statu quo versus mayor integración

Habida cuenta de las discrepancias y a falta de iniciativas para facilitar
la inversión, un descuelgue de competitividad no sería descartable, amenazando
la sostenibilidad del modelo social europeo. Además, en el actual contexto de fragmentación
y de endeudamiento público, se ha desatado una inflación de “ayudas de Estado”
en los países que disponen de más capacidad fiscal. Este es un instrumento que tiene el inconveniente de ser disperso, no
estando a la altura de los potentes incentivos del Inflation Reduction Act,
además de entrañar un riesgo evidente de distorsión de la competencia en el seno
del Mercado Único.

Según la
Comisión Europea, el total de ayudas aprobadas en 2022 supera los 671 mil
millones de euros, es decir el 4,3% del PIB de la UE, frente a menos del 1%
antes de la pandemia. Alemania concentra más de la mitad de las ayudas, siendo
España uno de los países que menos han apelado al Marco Temporal de ayudas de
Estado en relación con su tamaño. La dilución del apoyo, y su asimetría entre
países, tiene un doble inconveniente de distorsionar la competencia y de reducir
los beneficios de conjunto para la UE. Esto ocurre cuando los países compiten
con subvenciones para atraer una misma inversión, como se ha visto por ejemplo
en el sector de semiconductores.  

En suma, solo
un escenario de mayor integración, con una profundización de la unión financiera y con mayores estímulos públicos,
ya sea nacionales o europeos, permitiría preservar la competitividad de la UE
ante los desafíos globales.                  

[Esta entrada es un resumen de la introducción que el autor ofreció en el acto ‘La economía europea ante los desafíos globales’, organizada por Funcas en el Parlamento Europeo, que contó con la participación de Miguel Gil Tertre, economista jefe de la DG de Energía de la Comisión Europea, Jonás Fernández, coordinador del grupo socialista en la comisión de Economía y Asuntos Financieros del Parlamento Europeo y Eva Poptcheva, vicepresidenta de la misma comisión y portavoz de Ciudadanos. Puede ver el video íntegro del acto aquí].


[1] Véase https://www.globaltradealert.org/.

[2] Este volumen de recursos es solo para cumplir con los objetivos de descarbonización, según el informe de la Comisión Europea, Strategic Foresight Report 2023 https://commission.europa.eu/document/download/ca1c61b7-e413-4877-970b-8ef619fc6b6c_en?filename=SFR-23-beautified-version_en_0.pdf

“>[3] La balanza por cuenta corriente de la UE arroja un importante superávit, evidenciando el exceso de ahorro frente a la inversión. Además, una parte de ese excedente de ahorro sirve para capitalizar empresas de terceros países (el volumen de los flujos de salida de inversión directa extranjera supera el de las entradas).     

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El Estado y su capacidad de acción

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La gobernanza económica, entendido ésta como la capacidad de las políticas públicas para acompañar las transformaciones del sistema productivo, es probablemente el principal reto de nuestros tiempos. En el caso de España, la trayectoria de la economía es positiva en relación a otras, a tenor de distintos indicadores de coyuntura, consistentes con un ligero crecimiento, cuando algunos de los socios comunitarios más expuestos a los shocks bordean la recesión. Pero sería erróneo concluir que el viento de cola puede perdurar sin nuevos consensos en torno al papel del Estado en el actual contexto disruptivo.     

Hoy por hoy el impulso proviene de dos factores transitorios. En primer lugar, la competitividad —factor clave del auge de nuestras exportaciones y del sólido superávit externo que prevalece pese a la sucesión de perturbaciones globales— depende sobremanera de los costes laborales. La moderación salarial ha sido la tónica de esta última década, y la disponibilidad de fuentes de energía renovables ha aportado un plus. Desde 2010, los costes laborales unitarios se han incremento un 15% en euros corrientes, es decir, 9 puntos porcentuales por debajo de la media europea. No obstante, esto es poco relevante para acometer las adaptaciones productivas y la reasignación de recursos necesarias para realizar la transición digital y energética. Porque la clave está en potenciar la capacidad productiva, y ahí es precisamente donde tenemos un problema, con una inversión no responde a las expectativas. Desde 2010, el gasto en equipamiento se ha elevado un 11% (en términos constantes, descontado la inflación), justo la mitad de la media europea. 


El sector automotriz es un caso paradigmático de la inviabilidad de competir con salarios atractivos, sin adaptar las cadenas productivas hacia el vehículo eléctrico. Según los datos del sector, la producción de este segmento del mercado crece mucho menos que la demanda, evidenciando el camino que queda por recorrer.

El segundo factor de resistencia, a saber, la política fiscal, se encuentra en situación aún más precaria. Esta política ha ejercido un papel de estabilizador automático, protegiendo el tejido productivo ante las crisis de estos últimos años, y asegurando una cierta cohesión social, como en el caso de la reforma laboral o de la indiciación de las pensiones con la inflación. Todo ello, sin embargo, solo ha sido posible en la era, ya extinta, de abundancia monetaria. Ahora que las condiciones de financiación del Estado se han endurecido, al compás de la subida de tipos de interés y la desinversión progresiva del BCE del mercado de deuda, no queda margen de maniobra para asumir nuevas compensaciones que no encuentren una contraparte del lado de los ingresos públicos.

Además de contar con un espacio de acción coyuntural, el Estado debe asumir un papel proactivo o estratégico, con capacidad para afrontar los cambios estructurales. Para eso están los fondos europeos, siempre y cuando sirvan para transformar el tejido productivo. Cuantitativamente, la ejecución de estos fondos parece avanzar. Las administraciones centrales, por ejemplo, han comprometido prácticamente la totalidad de los recursos desembolsados por Bruselas. Pero de momento los resultados no se reflejan ni en la productividad, languideciente, ni en la inversión productiva, en retroceso en relación al nivel prepandemia (en términos del conjunto de la economía).

Aquí, como en otros
ámbitos de la política fiscal, convendría inspirarse de las experiencias de países
de estructura federal que condicionan las transferencias entre entes
administrativos a los resultados. Instrumentos como la evaluación sistemática
de los grandes programas de gasto y de beneficios fiscales que merman la
recaudación, las transferencias en bloque y el despliegue de recursos o quitas
parciales de deuda en función de su impacto, pueden ser útiles a este respecto.        

En suma, la economía
dispone de mimbres para seguir creciendo a corto plazo. Pero el impulso solo
puede sostenerse con un enfoque renovado del Estado, incluyendo el
replanteamiento de la eficiencia de los instrumentos de acción, al tiempo que
se reducen los desequilibrios presupuestarios.  

SALARIOS | Tras un inicio de año marcado por las compensaciones puntuales de poder adquisitivo, los incrementos salariales se moderan. Según los datos de grandes empresas divulgados por la Agencia Tributaria, la remuneración media por asalariado se incrementó un 5,1% en el tercer trimestre (en términos interanuales), frente al 5,8% en el primer trimestre y 5,7% en el segundo. Asimismo, la información disponible de salarios pactados en convenios colectivos apunta a una leve desaceleración: el incremento de los nuevos convenios hasta octubre fue del 4,2%, casi medio punto menos que en el primer semestre.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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A la espera del informe de Draghi sobre la competitividad europea

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Las cifras hablan por sí solas. La Unión Europea pierde peso en el mundo. Su tamaño suponía el 91% del de EE UU hace diez años y ahora solamente el 65%. Hoy la economía americana más que duplica a la europea. En términos per cápita, salimos peor parados, ya que la población europea (450 millones) supera ampliamente a la de Estados Unidos (332 millones). Las tasas de crecimiento del PIB de la UE desde 1970 han sido persistentemente inferiores a las de Estados Unidos y a las de la economía global. Incluso Japón, estancada tanto tiempo, presenta una tasa media de crecimiento superior a la europea desde 1970. Las razones son diversas y las posibles estrategias de salida o soluciones presentan cada vez desafíos mayores, pero no se puede olvidar que Europa tiene resortes para darle la vuelta a esta situación, si aplica una batería de medidas valientes y ambiciosas con pedagogía.

El nivel de vida, bienestar y comparativamente elevada cualificación de su población y un tejido empresarial potente son ejemplo de esas potencialidades. Es quizás esa esperanza la que llevó a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, a convencer a Mario Draghi a elaborar un informe sobre el presente y futuro de la competitividad europea. Se espera con mucho interés en Bruselas y el resto de las capitales europeas, por las estrategias que pueda plantear, que podrían ser una fuente muy interesante de debate en las próximas elecciones al Parlamento Europeo de primavera de 2024. Von der Leyen empleó en su rueda de prensa en la que anunció el encargo a Draghi en septiembre unas palabras que recuerdan a las del anterior presidente del BCE en julio de 2012 para salvar el euro: “Europa hará todo lo necesario para mantener su ventaja competitiva”. Las palabras de Draghi en 2012 fueron vitales en el corto plazo financiero mientras que las de Von der Leyen son fundamentales para el medio y largo plaza o del bienestar europeo. La Comisión Europea también ha solicitado un informe otro ex primer ministro italiano, Enrico Letta, sobre el estado del Mercado Único europeo, que también puede aportar mucha luz.

La Unión Europea parece enfrentarse a un dilema entre el mantenimiento de sus fortalezas —mercado único y libertad de movimiento de bienes, servicios, personas y capitales— y competir con Estados Unidos, China, y en los últimos años, con India. No es solamente en el ámbito industrial clásico, sino al menos igual de importante, en el tecnológico. Cuando se inició la era de las big tech, (Apple, Google, Meta, Microsoft, Amazon) al comienzo de siglo, no se reaccionó desde el Viejo Continente, no hubo homólogas a esas empresas en la UE. No estaba tan lejos una experiencia que resultó más positiva en Europa, como fue la creación de Airbus, que pasó a competir muy bien con las grandes incumbentes americanas de aquel momento (Boeing, McDonell Douglas), aunque se acometió vía subvenciones, lo que generó muchas tensiones con el Gobierno norteamericano y casi un guerra comercial. Era otra Europa, quizás con más visión, más apetito político, más beligerancia competitiva y de, si hacía falta, retorcer un poco las reglas, como siguen haciendo muchos de nuestros competidores globales. Ahora puede estar planteándose una nueva oportunidad con la inteligencia artificial. Europa cuenta con los recursos humanos, el acervo de conocimiento y recursos materiales. El proyecto debe contar con la escala suficiente para ser transformador. Y el enfoque regulador que se adopte —sin duda, muy importante en el desarrollo de la IA— será también determinante.

El problema de la escalabilidad puede ser uno de los obstáculos para el aumento de la productividad y el mantenimiento de la competitividad. ¿Cómo puede ser que un bloque como la UE con el nivel de renta y bienestar alcanzado, un mercado potencialmente tan fuerte, con un programa muy ambicioso de digitalización y sostenibilidad, con unos fondos Next Generation EU de 800.000 millones destinados a inversiones, tenga un futuro incierto en su competitividad? Esos ingredientes deberían ser suficientes. En la práctica no lo son. ¿Por qué? Sin duda, por la falta de unas políticas unificadas en el ámbito de la empresa a escala europea. Las ayudas de Estado se han multiplicado —con muchos excesos de algunos países, como Alemania y Francia— desde la pandemia y la guerra de Ucrania, con lo que han existido varias quiebras de esa unidad de mercado. Sin una política verdaderamente europea con amplio consenso de fomento de la actividad económica y empresarial, el declive relativo de la competitividad europea no cesará. Esta es una de las áreas en las que se debe actuar sin duda.

Por último, pero no menos importante, la regulación de las actividades digitales e intangibles en la UE —más garantista y más restrictiva que en EEUU o China— ha podido limitar la promoción de las mismas. Quizás hasta ahora, esa regulación garantista ha podido tener un trazo más grueso que el deseable. En el futuro, con el desarrollo de la IA en juego, sería bueno afinar más y poder compatibilizar las principales cautelas en la protección de datos y privacidad con un amplio desarrollo —esta vez sí— de las nuevas capacidades digitales que van a surgir, que serán un eje fundamental de crecimiento del futuro. Solo así, no se perderá una nueva oportunidad para mejorar la competitividad y poder continuar manteniendo el alto de bienestar alcanzado en Europa. Quedamos a la espera, Sr. Draghi.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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Competencia global por el talento

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Uno de los factores clave de competitividad para cualquier país es la suficiente disponibilidad de recursos humanos para su sistema productivo que permita una senda de crecimiento y aumento del bienestar económico y social, en un contexto de sostenibilidad. A esos recursos cada vez más se denomina talento. Como dice una de sus las definiciones de la Real Academia de la Lengua: una especial capacidad intelectual o aptitud para el desempeño o ejercicio de una ocupación. Contar con suficiente talento para los proyectos empresariales es esencial. El problema se está dando en algunas industrias donde empieza a haber más ideas que gente para realizarlas. La globalización ha reducido o eliminado las barreras a los movimientos de trabajadores, especialmente de quienes tienen unas especiales capacidades. La pugna por el talento es casi global. Entre otras razones porque no abunda, particularmente para las nuevas actividades tecnológicas y de sostenibilidad. Hay una escasez importante en esas áreas y creciente competencia. Es una de las principales restricciones con que países y empresas van a tener que contar en sus proyectos más innovadores y rentables.

El World Talent Ranking 2023 del centro suizo IMD (International Institute for Management Development) analiza la situación y evolución del desarrollo de las competencias necesarias para que las empresas y la economía en su conjunto de un país estén en disposición de crear valor añadido a medio y largo plazo. En esta evaluación de 64 países juegan un papel muy importante la inversión en talento local, la atracción del talento foráneo cualificado y la disponibilidad de capacidades y competencias en conjunto de los recursos humanos. Europa ocupa el primer lugar entre los bloques regionales en ese ranking. Tiene ventajas en inversión en talento local y la disponibilidad de capacidades. Sin embargo, la desigualdad ha crecido después de la pandemia, destacando la creciente brecha de América del Sur con el resto del mundo. España ocupa el puesto 32 en esa clasificación, posición que no ha variado desde 2019. Mitad de la tabla. Ese puesto se ha mantenido gracias a la inversión en talento local. Pero hay que mejorar mucho en atracción de recursos humanos cualificados internacionales y en paliar los efectos de las carencias en competencias financieras y lingüísticas. Y eso que la calidad de vida favorece la “atracción” de talento cualificado.

Cada vez más voces autorizadas señalan la disponibilidad de talento como el factor productivo clave del futuro, desbancando a la energía, por ejemplo. Buena parte de las nuevas actividades económicas —por donde girará el crecimiento económico— están vinculadas a la digitalización y la sostenibilidad. Así, es conveniente contar con incentivos suficientes para retener el talento local, captar el internacional y ampliar nuestras competencias. La inmigración está ayudando y cuanto más cualificada esté, mayor será su contribución. Cualquier reforma del mercado de trabajo debe tener en cuenta esas necesidades. Aumentar la productividad para poder ofrecer salarios más atractivos y coadyuvar a un mayor crecimiento sostenible como eje central de cualquier cambio en el marco de relaciones laborales de nuestro país.

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Virtudes y vicisitudes de la desinflación

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El descenso de la inflación por debajo del umbral del 2% —siendo España, junto con Bélgica, el primer país de la zona euro que lo consigue en lo que va de año— es una buena noticia para el bolsillo de los consumidores y fortalece la posición competitiva en relación a nuestros principales socios comunitarios. Sin embargo, la divergencia entre países en el ritmo de desescalada de los precios también pone de manifiesto la dificultad para el BCE en su tarea de encontrar una senda monetaria adaptada a todas las situaciones: el tipo de interés podría acabar siendo demasiado alto para nuestra economía, que ya ha alcanzado el objetivo de inflación, y laxo para otras, todavía sometidas a fuertes presiones.   

De momento, el balance es positivo. La demanda interna está estancada, pero la economía española sigue expandiéndose, fruto del plus de competitividad y del impulso de las exportaciones, especialmente aquellas dirigidas a los mercados europeos. Así se explica el fuerte incremento del superávit externo: según los datos del INE dados a conocer esta semana, el excedente superó el 6% del PIB en el primer trimestre, máximo absoluto de la serie histórica.

Conviene ponderar estos
resultados, porque el diferencial de inflación con la zona euro no es tan
pronunciado cuando se excluyen los componentes más volátiles del índice. Sin
energía ni alimentos, nuestra tasa de inflación se sitúa en torno a un punto y
medio por debajo de la media europea, cuando la brecha es de cuatro puntos en
concepto de IPC total. Por otra parte, el tirón internacional obedece en parte
a factores puntuales, como la normalización del turismo.

Pero la pregunta clave es si el tirón externo es sostenible en el actual contexto de endurecimiento de la política monetaria. En España el coste del dinero se sitúa por encima de la inflación desde el mes de abril. Es decir, los tipos de interés han pasado a ser positivos en términos reales, algo que tiende a lastrar el consumo de los hogares endeudados y la demanda de crédito por parte de las empresas, apuntando en sentido restrictivo. Alemania, sin embargo, se mantiene en la zona de tipos de interés reales netamente negativos, dando alas a los halcones que dentro y fuera del BCE preconizan nuevas vueltas de tuerca monetaria.


Mucho depende del impacto relativo del alza de los tipos de interés —cada vez más restrictivos con respecto a la demanda interna— frente al estímulo exportador que procede de la mejora de la competitividad. Para atenuar esta contradicción, y que la balanza siga inclinándose del lado positivo, es crucial que el dinamismo exterior se acompañe de más inversión y de un aumento de la productividad y de las remuneraciones. Esta sería la mejor manera de neutralizar el efecto depresivo de los tipos de interés. Conviene por tanto vigilar la puesta en marcha del pacto salarial y el despliegue de las reformas que más inciden en la inversión y en la productividad.

Por otra parte, la política económica debería integrar las asimetrías de inflación entre países miembros. Si bien la tarea de la política monetaria no es fácil en un contexto de heterogeneidad, conviene que todas las perspectivas, y no solo las más ortodoxas, se consideren por igual en la toma de decisión del gurú monetario, algo que, en el caso de España, aboga por una cierta contención en relación a futuras subidas de tipos. La política fiscal es la única susceptible de responder a la situación de inflación específica a cada país. En nuestro caso, puede jugar un papel clave de propulsor de inversión y reformas, en un contexto de reducción de los desequilibrios. Entre tanto, nos asomamos a un IPC en el entorno del 4% para el conjunto del año, y un crecimiento económico superior al 2%, mejorando en ambos casos la media europea.

IPC | La moderación de los precios energéticos y de otros suministros se ha trasladado al IPC en todas las economías europeas. La inflación ha dejado atrás el doble dígito (salvo en Eslovaquia). Sin embargo, descontando los componentes más volátiles, los precios siguen incrementándose significativamente por encima del objetivo del 2% en la mayoría de países. Además, persisten importantes contrastes entre la moderación relativa de los precios en el sur de Europa (en especial España, Chipre, Grecia y Portugal), y la persistencia de fuertes presiones en Europa central (Alemania, Austria, Italia, Países Bajos y repúblicas bálticas).

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El modelo exportador español

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El sector exterior está aportando un saludable balón de oxígeno, propulsando la economía española por encima de los niveles de actividad previos a la pandemia. Ahora la incógnita es si ese pulmón se mantendrá pese a la desaceleración que se percibe en nuestros principales mercados de exportación.

Sin el impulso exterior, el PIB se situaría todavía un 2,5% por debajo del umbral fetiche de la era precovid, como consecuencia principalmente de la anemia del consumo privado, lastrado por la erosión de poder adquisitivo sufrida por los hogares. Entre los factores de demanda nacional, solo se salva el consumo público y, en menor medida, la inversión en equipo.

El panorama interno contrasta con el dinamismo de las exportaciones de bienes y servicios: hoy por hoy los clientes extranjeros compran más de 4 de cada 10 euros que se generan en España, en fuerte alza frente a 2019 y casi el doble que antes de la crisis financiera. Estamos por tanto asistiendo a la aceleración del proceso de internacionalización de nuestra economía. Como, por otra parte, las importaciones crecen a un menor ritmo, el resultado es una aportación positiva al crecimiento del PIB, más que compensando la debilidad de la demanda que emana de los sectores residentes.


La normalización del turismo es de gran ayuda, pero el tirón no procede solo del “sol y playa”. También cabe señalar el auge de los servicios no turísticos (30% desde finales de 2019 en términos reales, es decir descontando la inflación), y en menor medida de las exportaciones de mercancías (5,5%). Detrás de estas referencias está el mercado europeo, como lo evidencia el creciente superávit de los intercambios con la UE, más que triplicado desde 2019. Gracias a estos excedentes, hemos podido afrontar cómodamente el encarecimiento de la factura de las importaciones energéticas.

Otro potente factor es la inversión internacional en nuestro tejido productivo (la llamada inversión directa extranjera). Según datos armonizados de la OCDE, España es el país de la eurozona que más inversión directa recibe, después de Francia. Además, la entrada de capital productivo se ha casi duplicado en relación a 2019 (84%), un logro en un contexto de inversión en decline a nivel global (-27%). La inversión procede sobre todo de otros países europeos, de manera similar a lo que ocurre con las exportaciones. Todo ello configura la profundización del mercado único y una relocalización en nuestro país de las cadenas de producción de algunos sectores. Es prematuro determinar si se trata de un cambio estructural como consecuencia de la desglobalización, o bien de un fenómeno pasajero.

Pero no habrá que esperar mucho tiempo para saberlo: la economía europea está dando señales inquietantes de desaceleración, poniendo a prueba el pulmón exterior. Los indicadores de gestores de compra de la eurozona han dado un vuelco inesperado, lo que sería consistente con una cierta contracción de la actividad en este inicio de verano, especialmente en la industria. En España, los datos más recientes de ventas de grandes empresas y de afiliación a la Seguridad Social, con una primera quincena de junio sorprendentemente en negativo en términos desestacionalizados, también apuntan a un menor dinamismo. Las subidas de tipos de interés están provocando una reducción de la demanda a través de toda la eurozona, como lo muestra el inquietante descenso de los préstamos bancarios de nueva concesión. Nos asomamos por tanto a una segunda parte del año menos boyante.

Con todo, los hechos evidencian el buen posicionamiento competitivo de nuestro aparato productivo, algo que habrá que cuidar ya que necesitamos un excedente externo tanto para mantener la senda de crecimiento a corto plazo, como para aprovechar el proceso de reducción de riesgos, que redunda en un acercamiento de la producción a los lugares de consumo. El tiempo dirá si este fenómeno de reducción de riesgos, o de-risking, resulta beneficioso para la economía española. De momento, las sensaciones son positivas.

PIB | El crecimiento del PIB del primer trimestre ha sido revisado al alza, desde un 0,5% inicialmente publicado hasta un 0,6%. También se ha revisado al alza una décima la tasa de crecimiento del cuarto trimestre de 2022, hasta el 0,5%. Estas dos revisiones implican que en el primer trimestre de este año se alcanzó el nivel real de PIB del cuarto trimestre de 2019 (lo supera en apenas un 0,07%). Entre los países de la UE, solo Alemania y República Checa se sitúan por debajo de ese umbral (-0,5% y -1%, respectivamente).

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Se busca hoja de ruta desde la estabilización económica al crecimiento sostenido

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El Gobierno que salga de las elecciones del 23 de julio se encontrará una economía estabilizada tras los avatares de la pandemia, persistente inflación y las repercusiones económicas de la guerra en Ucrania. La economía española ha mostrado mayor resiliencia desde 2020 —con numerosos shocks externos— que la que exhibió en 2008-2012 con la crisis financiera global y la de deuda soberana europea. Aunque las circunstancias eran muy distintas, sobre todo en relación con la burbuja inmobiliaria, endeudamiento del sector privado y los fuertes desequilibrios exteriores —determinantes en los problemas de nuestro país hace 15 años—, parece claro que se aprendió de errores, se actuó con rapidez en general, y se contó con un apoyo de la UE sin precedentes. Ahí están los fondos Next Generation EU.

El gran desafío es ahora pasar de ese periodo de estabilización a uno de crecimiento sostenido y sostenible, que permita mejorar el bienestar económico y social de los españoles. Es el principal reto de largo plazo de nuestra economía, que engloba muchos otros. El eje para lograrlo es aumentar la productividad. Merece un lugar prioritario en la agenda política y buscar amplios consensos para las reformas que lo faciliten. Sin mejoras significativas de productividad, los cambios a largo plazo no tendrán la fortaleza necesaria para que la economía española recupere el vigor de las últimas décadas del siglo XX.

Dos factores a tener en cuenta, uno a favor y otro no tanto. Primero, a pesar de los persistentes déficits y el elevado endeudamiento del Estado, la deuda soberana no sufre tensiones, aunque lógicamente su coste se haya encarecido —como al resto— en paralelo a la política monetaria restrictiva. Aunque el BCE esté reduciendo su balance, no se observan tensiones en los bonos españoles. De hecho, la prima de riesgo ha disminuido recientemente. Sigue el apetito inversor. No se pueden lanzar las campanas al vuelo, pero es un buen punto de partida para acometer cambios y reformas sensatas sin preocuparse por la reacción de los mercados. El segundo elemento no es tan positivo. Los próximos años, tras los fuertes déficits acumulados en los últimos años, van a venir marcados por la consolidación fiscal. La UE la requerirá. El marco fiscal expansivo de los últimos años —necesario en algunos momentos críticos, pero también inflacionario— debe dar paso a un equilibro fiscal más realista y sostenible. Una economía que crece —o lo anhela— debe aspirar a un equilibrio presupuestario, que se puede lograr por los mayores ingresos y por la vía de reducción del gasto fiscal coyuntural que se introdujo con la pandemia y la guerra de Ucrania.

En todo caso, volverá a estar sobre la mesa una reforma fiscal —de consenso— que garantice el mantenimiento de los pilares del estado de bienestar e ingresos suficientes para financiarlos. Y que genere suficientes incentivos para el emprendimiento y el crecimiento. El debate sobre las pensiones —en el contexto del conjunto de rentas— seguirá ante las tres décadas de dificultades que se avecinan para su sostenibilidad.

Los ejes transversales de la digitalización y la sostenibilidad acentuarán su protagonismo. Sería interesante que se visibilizaran claramente en la hoja de ruta del próximo Gobierno, incluido en el reparto de competencias y tareas de los ministerios. No pueden ser dos departamentos únicamente. Deben ser ejes transversales. Ello permitiría, en un corto plazo, sacar el mejor aprovechamiento de los fondos Next Generation EU, pero en el medio y largo plazo se asentarían las bases de una verdadera economía del siglo XXI. En los últimos años se han dado pasos en esa dirección, pero tanto España como la UE deben redoblar sus esfuerzos y apostar por iniciativas que hagan de la digitalización y sostenibilidad dos ventajas competitivas de la economía europea.

El modelo de transición energética europeo tendrá que experimentar cambios debido a los enormes costes —incluida inflación— que impone. Una cierta dosis de realismo —incluyendo el uso de combustibles fósiles— parece imponerse en esa transición para que genere las ventajas que traerá. Sin una transición energética más realista, estará en juego la competitividad de la economía europea y española. Nuestro país debe continuar teniendo mucho que decir por el relativo éxito de nuestro estatus energético desde que se inició la guerra de Ucrania. Mucho más cuando las renovables y el hidrógeno van a aumentar su relevancia.

La agenda deberá contener decisiones de las que solamente se percibirán los logros a más de cinco años vista. Sin embargo, es muy necesario que se comiencen a acometer si se desea tener éxito a largo plazo. Un aumento de la productividad precisa de cambios en la política laboral —no implica derogar nada—, en los incentivos y la apuesta por la innovación. Esa productividad ayudará a crecer y a hacer sostenibles las cuentas públicas. Por otro lado, la educación también será determinante. La conformación de talento y capacidades es más necesaria que nunca. Debemos aspirar no solamente a retenerlo, también a atraerlo, en la pugna global por captar recursos humanos con grandes capacidades para la transformación digital. Para retener o atraer talento, los salarios deben aumentar, de ahí que sea tan importante la productividad. Y tener un modelo social en el que la vivienda sea mucho más accesible. La única medida realista para ello es aumentar el parque de casas en alquiler. Lleva años, pero debe iniciarse desde ya y sin interrupciones. En suma, mucho que hacer, pero también mucho que lograr.

Este artículo se publicó originalmente en el diario Cinco Días

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La transición digital y ecológica: un doble déficit

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Además de los shocks macroeconómicos generados por la inflación y el ajuste monetario, la economía afronta un doble cambio estructural: el giro en la globalización provocado por las tensiones geopolíticas, y la revolución de las tecnologías digital y ecológica. De momento, el modelo productivo español parece inmune a ambas transformaciones en términos agregados, a tenor del superávit de nuestros intercambios con el exterior —superior al 1% del PIB en 2022, pese al encarecimiento de la energía—. Este hito se explica, al menos en parte, por los reducidos costes laborales de las empresas españolas en relación a sus principales competidores.

Sin embargo, este resultado global no debería eclipsar una tendencia subyacente, a saber, el creciente déficit de nuestros intercambios tecnológicos, revelador de una debilidad estructural que, de no corregirse, pondrá en peligro el excedente del total de intercambios con el exterior. Durante los últimos años las importaciones de los bienes más representativos de la transición digital —teléfonos móviles y sus componentes, ordenadores y convertidores con electrónica de potencia— se han incrementado a un ritmo muy superior al de las ventas en el exterior. La consecuencia es que el desequilibrio digital que ya existía antes de la pandemia se ha agravado, hasta alcanzar cerca de 10.000 millones.

De manera similar y tal vez más preocupante habida cuenta de nuestra ventaja comparativa en recursos renovables, nuestros intercambios de tecnología ecológica —aproximada aquí por el comercio internacional de paneles fotovoltaicos, coches eléctricos y baterías de litio— se caracterizan por un importante y creciente déficit. La brecha se ha acrecentado hasta rozar los 7.200 millones. Con todo, la balanza total de la doble transición digital y ecológica arroja un agujero de 17.200 millones, casi 7.000 millones más que en 2019.


Bien es cierto que otros sectores compensan el deterioro (de ahí el mantenimiento del superávit a nivel agregado). Destaca el auge internacional de la industria del medicamento, que encadena los excedentes en sus intercambios con el extranjero. Este podría ser uno de los sectores más favorecidos por el proceso de relocalización de las cadenas de suministro, en respuesta a un mundo más polarizado que requiere de una mayor seguridad en el abastecimiento de productos esenciales. Los servicios no turísticos también mejoran su presencia en el exterior, paliando la cuasi desaparición del turismo durante la pandemia, y de esa manera contribuyendo notablemente al resultado de conjunto. Disponemos, por tanto, de sólidos factores de adaptación ante la nueva era de la globalización.

Pero a la larga no está claro que estos factores puedan compensar el creciente déficit tecnológico. Por ejemplo, es evidente que una mutación industrial hacia el vehículo eléctrico es imprescindible para preservar la aportación del sector automotriz a la economía del país. Otro caso es el de los paneles solares, cuya producción en nuestro territorio ayudaría a poner en valor los recursos renovales.

En todo caso, el desequilibrio del comercio tecnológico es revelador de algunas vulnerabilidades en nuestra capacidad de adaptación a las transformaciones digital y ecológica. Porque en esta gran mutación pierden peso los costes laborales como factor de competitividad. Y escalan los “intangibles” como la capacidad de innovación, la atracción de talento, la calidad del capital humano y la modernización de la organización del trabajo, así como la previsibilidad del entorno en el que operan las empresas, estimulando sus inversiones.

Los EE UU lo han entendido, desplegando un arsenal de incentivos de corte abiertamente proteccionista. Europa debe encontrar su propio camino dentro de una visión inspirada por el multilateralismo, pero acorde con los tiempos geopolíticos que corren y la necesidad de no quedarse atrás en la transición tecnológica. Nuestra economía dispone de activos naturales, especialmente en lo que atañe a la energía, y de los recursos europeos del Next Generation. El déficit tecnológico evidencia el camino que queda por recorrer para potenciarlos.

SALDO EXTERNO | Los datos de Aduanas hasta febrero apuntan a una reducción del déficit del comercio exterior de bienes, hasta 10.800 millones de euros (frente a 6.400 un año antes). Esta mejora obedece al abaratamiento de la factura de las importaciones energéticas y a la mejora del saldo de los intercambios de productos químicos, medicamentos y semi-manufacturas como el hierro y el acero. A la inversa, el superávit del comercio exterior de automóviles se ha reducido, mientras que en el caso de la maquinaria de oficina y telecomunicaciones, el déficit se ha agravado.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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El nuevo proteccionismo

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Las tensiones geopolíticas exacerbadas por la guerra en Ucrania, el shock energético y más recientemente el giro de política comercial operado por EE UU se conjugan para hacer rotar el eje de la globalización en una dirección preocupante para la Unión Europea, al menos de momento. Si bien la sacudida está siendo de menor intensidad en España, la tendencia general es la misma que la que recorre el resto del continente europeo.

Es un hecho que los intercambios de la UE con el exterior se han desequilibrado abruptamente, hasta el punto de generar números rojos en la balanza por cuenta corriente por primera vez desde la crisis de 2008. Uno de los principales factores es la aparición de un déficit con EE UU, algo inédito desde que existen registros y que sin duda obedece al auge de las compras de gas licuado norteamericano. Por otra parte, el abultado desequilibrio de los intercambios con el gigante asiático se ha mantenido prácticamente intacto, de modo que el bloque europeo emerge como el más afectado por la policrisis global.

De manera similar, debería preocupar que Europa esté perdiendo terreno en términos de inversión directa extranjera, es decir de inyección de fondos externos en el tejido productivo, descontando los flujos de capital financiero. En los dos últimos años, la UE recibió el 12,4% de la inversión directa extranjera mundial, casi la mitad que antes de la pandemia. Mientras tanto, EE UU y China han escalado en el ranking de receptores, ocupando prácticamente todo lo perdido por Europa.


Es cierto que el retroceso relativo no es uniforme: afecta con especial intensidad a los países centroeuropeos, en especial Alemania, así como Italia, mientras que España resiste mejor, tanto en términos de intercambios de bienes y servicios como (sobre todo) de inversión. También cabe esperar una mejora en los próximos meses gracias al respiro aportado por la moderación de los precios energéticos.

Pero la creciente divergencia de políticas comerciales entre grandes bloques podría agravar la brecha de competitividad. Destaca el Inflation Reduction Act (IRA), programa instrumentado por la Administración Biden con el fin de promover la transición ecológica. La dotación presupuestaria es colosal, 369.000 millones de dólares, y el objetivo loable. Pero en la práctica las medidas incorporan todo tipo de subvenciones que solo serán concedidas a los consumidores que compren productos como el vehículo eléctrico made in America. O a las empresas tanto nacionales como foráneas que produzcan tecnología verde en suelo americano. Por tanto, en términos comerciales, el IRA se asimila a un instrumento de protección de la industria local y de atracción de empresas creadas en otros países.

Frente a esta ofensiva, la actual inacción de la UE, basada en una visión ingenua de las virtudes de la globalización incluso cuando esta procede de manera asimétrica, amenaza con deslocalizaciones en sectores clave para nuestra economía. Por otra parte, ojo con intentar competir en subvenciones: no se vislumbra un acuerdo para crear un presupuesto europeo mancomunado a la altura del IRA. Los socios comunitarios con más holgura fiscal podrían estar tentados de desplegar toda la munición disponible para proteger su propia competitividad (para lo cual necesitarían una relajación de las reglas de competencia). Pero la historia y el sentido común muestran que una escalada de proteccionismo sería ruinosa para los Estados. Además, la fragmentación afectaría al peso negociador de la UE, cuando la unión es un activo a preservar en caso de competencia desleal y para invocar sanciones comerciales, una eventualidad prevista en el comunicado de la última cumbre europea.

En definitiva, hoy por hoy la sostenibilidad del crecimiento europeo no depende principalmente de las dotaciones presupuestarias, sino de cómo incorporar la dimensión geopolítica a un modelo económico basado en la competencia y el libre comercio. Un desafío determinante para la capacidad de decidir nuestro futuro y que debería abrirse paso en el debate.

PRECIOS INDUSTRIALES | El índice de precios industriales, uno de los principales barómetros de las presiones inflacionistas, modera su crecimiento, pero descontando la energía todavía avanza a un ritmo elevado. El índice total descendió un 2% el pasado mes de enero, arrastrado por el abaratamiento de la energía (-8,8%). Sin embargo, el resto de componentes todavía apunta a una persistencia de la inflación: los bienes de equipo suben un 0,8% en el mes y los bienes de consumo no duradero lo hacen un 2,5%. Destaca el alza de los precios de alimentos procesados como los productos lácteos, panadería, pastas y bebidas.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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Impuesto erróneo a la banca

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No estoy de acuerdo con el nuevo impuesto a los bancos. Los supuestos en los que se sustenta son incorrectos. Tampoco ayuda a resolver de manera significativa los posibles problemas recaudatorios. Se trata de un gravamen mediático que yerra el tiro. Genera más problemas que soluciones. La estructura impositiva de nuestro país requiere una reforma desde hace tiempo, entre otras razones, por su insuficiencia, pero ni el impuesto a las energéticas ni el de la banca son el camino. Gravar a unos sectores por sus supuestos “beneficios extraordinarios” y no a otros que también pueden estar teniéndolos facilita una crítica tan sencilla como la discriminación por ramas de actividad.

La clave conceptual reside en qué son “beneficios extraordinarios”. La situación excepcional en los mercados de gas y petróleo y el sistema marginalista de fijación de precios ha podido conducir a “beneficios extraordinarios” en algunas empresas energéticas. Por el contrario, es muy difícil argumentar sólidamente que la banca esté teniendo análogos “beneficios extraordinarios”. Llevamos escasamente cuatro meses de subidas de tipos de interés oficiales y del euríbor. Aunque algunos bancos hayan anunciado un incremento de beneficios en los últimos trimestres, ello no significa que el sector no siga teniendo problemas de rentabilidad. En la mayoría de los casos no cubre el coste estándar de capital que exigen los inversores, como señala el bajo valor en bolsa comparado con el mantenido en libros.

No es un problema que afecte solamente a la banca española, sino internacional. Es una actividad con grandes costes administrativos y de cumplimiento regulatorio para garantizar la estabilidad financiera. Si ésta se pierde, genera graves problemas sociales, análogas a una crisis de salud pública. Esos supuestos “beneficios extraordinarios” serían, más bien, el resultado de la normalización de los tipos de interés que vuelven a estar en positivo tras una década cerca de cero o negativos. Ahora están cerca del 3%, bastante bajos en perspectiva histórica. Y habrá que ver si con el debilitamiento de la economía no aumenta la morosidad.

El argumento de vincular este gravamen para “arrimar el hombro” con el rescate bancario de hace diez años es débil. Se rescataron principalmente los depósitos de las entidades en dificultades. No hacerlo habría causado una cascada de acontecimientos más graves. En los casos donde hubo una gestión negligente la fiscalía actuó, por lo que no cabe hablar de “rescate de banqueros”. Además, el sector financiero, se ha adaptado al nuevo entorno de mayor exigencia como demuestra su participación activa en los préstamos ICO o en el reciente acuerdo para aliviar la carga hipotecaria.

Por último, algunos argumentos económicos de peso. Con el impuesto se encarece el crédito en un contexto de inflación y fuerte desaceleración. Asimismo, como señaló el BCE en su dictamen al respecto, puede aminorar la creación de las reservas de la banca, pilar clave de su solvencia y estabilidad. Menor crecimiento de recursos propios conlleva una disminución de la capacidad de la banca para asumir nuevos riesgos lo que implica menos crédito. Y finalmente debilita la posición competitiva bancaria española globalmente. No existe parangón de un impuesto así en otras latitudes.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El País.

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